—Si estás de acuerdo, vamos a recordar tu trayectoria política. Tu padre es conservador. Aunque suele decirse que en Colombia se es liberal o conservador según el padre, aparentemente él no influyó para nada en tu formación política, pues desde muy temprano fuiste de izquierda. ¿Nació esta posición política como una reacción contra tu propia familia?
—Contra mi familia no, pues acuérdate que aunque mi padre es conservador mi abuelo, el coronel, era liberal, y liberal de los que habían luchado a tiros contra los gobiernos conservadores. Es posible que mi primera formación política haya comenzado con él, que en vez de contarme cuentos de hadas, me refería las historias más terribles de nuestra última guerra civil, guerra que librepensadores y anticlericales libraron contra el gobierno conservador. También mi abuelo me hablaba de la matanza de los trabajadores bananeros, que ocurrió en la misma región y en el mismo año en que yo nací. Como ves, por influencia familiar estuve más cerca de la rebeldía que del orden tradicional.
—¿Recuerdas cuándo y dónde leíste tus primeros textos políticos?
—En el liceo de Zipaquirá donde estudié. Estaba lleno de profesores que habían sido formados en la Escuela Normal por un marxista durante el gobierno del presidente Alfonso López, el viejo, que era de izquierda. En aquel liceo, el profesor de álgebra nos enseñaba en el recreo el materialismo histórico, el de química nos prestaba libros de Lenin y el de historia nos hablaba de la lucha de clases. Cuando salí de aquel calabozo glacial, no sabía ni dónde quedaba el norte, ni dónde quedaba el sur, pero tenía ya dos convicciones profundas: que las buenas novelas deben ser una transposición poética de la realidad y que el destino inmediato de la humanidad es el socialismo.
—¿Perteneciste alguna vez al partido comunista?
—A los veintidós años formé parte de una célula, por poco tiempo, en la que no recuerdo haber hecho nada de interés. No fui un militante propiamente dicho, sino un simpatizante. Desde entonces he tenido con los comunistas relaciones muy variables y a veces conflictivas, pues cada vez que he asumido una actitud que no les gusta me caen a palos en sus periódicos. Pero ni en las peores circunstancias he hecho yo nunca declaraciones contra ellos.
—En 1957 hicimos juntos un viaje por Alemania Oriental. Pese a tantas esperanzas en el socialismo, nuestra impresión fue siniestra. ¿Aquel viaje no afectó tus convicciones políticas?
—Acuérdate: mis impresiones de aquel viaje, que fue definitivo en mi formación política, las dejé establecidas para siempre en una serie de artículos publicados entonces en una revista de Bogotá, y recogidos más de veinte años después en un libro pirata. Cuando este se publicó, supuse que lo habían hecho no tanto por su interés periodístico y político, sino con el ánimo de poner en evidencia las contradicciones supuestas de mi evolución personal.
—¿No había tales contradicciones?
—No las había; yo hice legalizar el libro e incorporarlo a mis obras completas que en Colombia se venden en las esquinas en ediciones populares. No he cambiado una sola letra. Más aún: creo que los orígenes y la explicación de la crisis de Polonia en 1980 están expuestos en esos artículos, que los dogmáticos de hace veinticuatro años dijeron que eran pagados por los Estados Unidos. Lo gracioso es que esos dogmáticos están hoy sentados en las poltronas del poder burgués y de las finanzas, mientras el desarrollo de la historia me va dando a mí la razón.
—¿Cuál era tu punto de vista sobre las llamadas democracias populares?
—El pensamiento central de esos artículos es que en las llamadas democracias populares no había un socialismo auténtico, ni lo habría nunca por ese camino, porque el sistema imperante no estaba fundado sobre las condiciones propias de cada país. Era un sistema impuesto desde fuera por la Unión Soviética mediante partidos comunistas locales dogmáticos y sin imaginación, a los cuales no se les ocurría nada más que meter a la fuerza el esquema soviético en una realidad donde no cabía.
—Pasemos a otra experiencia común: Cuba. Trabajamos en la agencia cubana Prensa Latina. Renunciaste conmigo cuando el viejo partido comunista empezó a tomar el control de muchos organismos de la revolución. ¿Crees que aquella decisión nuestra fue correcta? ¿O consideras que se trató de un simple accidente de camino que no supimos ver como tal?
—Creo que nuestra decisión en Prensa Latina fue correcta. De habernos quedado allí, con nuestro modo de pensar, habrían terminado por sacarnos por la tangente con algunos de los parches que los dogmáticos de entonces le pegaban a uno en la frente: contrarrevolucionarios, lacayos del imperialismo, y todo lo demás. Lo que yo hice, como recuerdas, fue marginarme en silencio, mientras seguía escribiendo mis libros y tratando de hacer guiones en México, y observando de cerca y con mucha atención las evoluciones del proceso cubano. En mi opinión, después de las grandes tormentas iniciales, esa revolución se orientó por un terreno difícil y a veces contradictorio, pero que ofrece muy buenas posibilidades para un orden social más justo y democrático, y parecido a nosotros.
—¿Estás seguro? Las mismas causas producen los mismos efectos. Si Cuba toma como modelo el sistema soviético (partido único, centralismo democrático, organismos de seguridad que ejercen un férreo control sobre la población, sindicatos manipulados por el poder) es de creer que ese «orden más justo y democrático» sea tan discutible como en la Unión Soviética. ¿No lo temes así?
—El problema del análisis está en los puntos de partida: ustedes fundan el suyo en que Cuba es un satélite soviético, y yo creo que no lo es. Hay que tratar a Fidel Castro sólo un minuto para darse cuenta de que no obedece órdenes de nadie. Mi idea es que la revolución cubana está hace más de veinte años en situación de emergencia, y esto es por culpa de la incomprensión y hostilidad de los Estados Unidos, que no se resignan a permitir este ejemplo a noventa millas de Florida. No es por culpa de la Unión Soviética, sin cuya asistencia (cualesquiera que sean sus motivos y propósitos) no existiría hoy la revolución cubana. Mientras esa hostilidad persista, la situación de Cuba no se podrá juzgar sino como un estado de emergencia que la obliga a vivir a la defensiva, y fuera de su ámbito histórico, geográfico y cultural. Cuando todo esto se normalice volveremos a hablar.
—La intervención en Checoslovaquia de los soviéticos, en 1968, fue aprobada por Fidel Castro (con algunas reservas, es cierto). ¿Cuál fue tu posición frente al mismo hecho?
—Fue pública y de protesta, y volvería a ser la misma si las mismas cosas volvieran a ocurrir. La única diferencia entre la posición mía y la de Fidel Castro (que no tienen por qué coincidir siempre ni en todo) es que él terminó por justificar la intervención soviética, y yo nunca lo haré. Pero el análisis que él hizo en su discurso sobre la situación interna de las democracias populares era mucho más crítico y dramático que el que yo hice en los artículos de viaje de que hablábamos hace un momento. En todo caso, el destino de América Latina no se jugó ni se jugará en Hungría, en Polonia ni Checoslovaquia, sino que se jugará en América Latina. Lo demás es una obsesión europea, de la cual no están a salvo algunas de tus preguntas políticas.
—En la década de los setenta, a raíz de la detención del poeta cubano Heberto Padilla y su famosa autocrítica, algunos amigos tuyos tomamos distancia frente al régimen cubano. Tú, no. No firmaste el telegrama de protesta que enviamos, volviste a Cuba, te hiciste amigo de Fidel. ¿Qué razones te llevaron a adoptar una actitud mucho más favorable hacia el régimen cubano?
—Una información mucho mejor y más directa, y una madurez política que me permite una comprensión más serena, más paciente y humana de la realidad.
—Muchos escritores como tú en América Latina hablan del socialismo (marxista-leninista) como una alternativa deseable. ¿No crees que sea un poco el «socialismo del abuelo»? Pues ese socialismo no es hoy una abstracción generosa, sino una realidad no muy fascinante. ¿Lo admites? Después de lo ocurrido en Polonia, no se puede creer que la clase obrera esté en el poder en esos países. Entre un capitalismo podrido y un «socialismo» (entre comillas) también podrido, ¿no ves una tercera alternativa para nuestro continente?
—No creo en una tercera alternativa: creo en muchas, y tal vez en casi tantas como países hay en nuestras Américas, incluidos los Estados Unidos. Mi convicción es que tenemos que inventar soluciones nuestras, en las cuales se aprovechen hasta donde sea posible las que otros continentes han logrado a través de una historia larga y accidentada, pero sin tratar de copiarlas de un modo mecánico, que es lo que hemos hecho hasta ahora. Al final, sin remedio, esa será una forma propia de socialismo.
—A propósito de otras opciones: ¿qué papel puede jugar el gobierno de Mitterrand en América Latina?
—En un almuerzo reciente, el presidente Mitterrand nos preguntó en México a un grupo de escritores: «¿Qué es lo que ustedes esperan de Francia?». La discusión de la respuesta derivó hacia cuál era el enemigo principal de quién. Los europeos que estaban en la mesa, convencidos de que estábamos al borde de una nueva repartición del mundo como la que se hizo en Yalta, dijeron que su enemigo principal era la Unión Soviética. Los Latinoamericanos dijimos que para nosotros el enemigo principal eran los Estados Unidos. Yo terminé de contestar la pregunta del presidente (que es la misma que tú me haces ahora) en esta forma: «Ya que todos tenemos nuestro enemigo principal, ahora lo que nos hace falta en América Latina es un amigo principal, que bien puede serlo la Francia socialista».
—¿Tú crees que la democracia tal como existe en los países capitalistas desarrollados es posible en el Tercer Mundo?
—La democracia de los países desarrollados es un producto de su propio desarrollo, y no lo contrario. Tratar de implantarla cruda en países con otras culturas (como los de América Latina) es tan mecánico e irreal como tratar de implantar el sistema soviético.
—¿Crees entonces que la democracia es una especie de lujo de los países ricos? Acuérdate que ella comporta la preservación de los Derechos Humanos, por los cuales tú has luchado…
—No hablo de los principios, sino de las formas de democracia.
—A propósito, ¿cuál es el saldo de tu ya larga lucha en favor de los Derechos Humanos?
—Es un saldo difícil de medir, porque los resultados de un trabajo como el mío en el campo de los Derechos Humanos no son precisos e inmediatos, sino que ocurren a veces cuando menos se espera, y por una conjunción de factores, entre los cuales la gestión de uno es casi imposible de valorar. Para un escritor famoso y acostumbrado a ganar siempre, como yo, este trabajo es una escuela de humildad.
—¿Cuál ha sido de todas las gestiones emprendidas la que más satisfacción te causó?
—La gestión que me causó una satisfacción más inmediata y emocionante, y además justa, fue antes de la victoria sandinista, cuando Tomás Borge, que hoy es ministro del Interior de Nicaragua, me pidió pensar en algún argumento original para que su esposa y su hija de siete años pudieran salir de la embajada de Colombia en Managua, donde se habían asilado. El dictador Somoza les negaba el salvoconducto porque eran nada menos que la familia del último fundador sobreviviente del Frente Sandinista. Tomás Borge y yo examinamos la situación durante varias horas, hasta que encontramos un punto útil: la niña había tenido alguna vez un problema de insuficiencia renal. Consultamos con un médico lo que eso podía significar en las circunstancias en que la niña se encontraba, y su respuesta nos dio el argumento que buscábamos. Menos de cuarenta y ocho horas después, la madre y la niña estaban en México, gracias a un salvoconducto que les habían dado por motivos humanitarios y no políticos.
El más descorazonador de los casos, en cambio, fue mi contribución para liberar a dos banqueros ingleses que fueron secuestrados por los guerrilleros de El Salvador en 1979. Se llamaban Ian Massie y Michael Chaterton. Los dos hombres iban a ser ejecutados cuarenta y ocho horas más tarde, por falta de un acuerdo entre las partes, cuando el general Omar Torrijos me llamó por teléfono, a solicitud de las familias de los secuestrados, para pedirme que hiciera algo para salvarlos. Transmití el mensaje a los guerrilleros a través de numerosos intermediarios, y llegó a tiempo. Yo me comprometía a lograr que las negociaciones del rescate se reanudaran de inmediato, y ellos aceptaron. Le pedí entonces a Graham Greene, quien vivía en Antibes, que hiciera el contacto con la parte inglesa.
La negociación entre los guerrilleros y el banco duró cuatro meses, y ni Graham Greene ni yo tuvimos ninguna participación en ella, pues así lo habíamos establecido. Pero cada vez que había un tropiezo, alguna de las dos partes se ponía en contacto conmigo para que se reanudaran las conversaciones. Los banqueros fueron liberados, pero ni Graham Greene ni yo recibimos nunca ninguna señal de gratitud. Esto no me importaba, por supuesto, pero me sorprendió. Al cabo de muchas reflexiones, sólo se me ha ocurrido una explicación: Graham Greene y yo habíamos hecho las cosas tan bien, que los ingleses debieron pensar que éramos cómplices de los guerrilleros.
—Muchos te consideran una especie de embajador volante en el área del Caribe. Un embajador de buena voluntad, desde luego. Amigo personal de Castro, pero también de Torrijos, de Carlos Andrés Pérez de Venezuela; de Alfonso López Michelsen de Colombia, de los sandinistas… Eres un interlocutor privilegiado. ¿Qué te motiva para cumplir este papel?
—Los tres personajes que has citado coincidieron en el poder en un momento crucial del Caribe, y fue una coincidencia afortunada. Fue una lástima que no hubieran podido trabajar más tiempo en la forma coordinada en que lo hicieron. En cierto momento, ellos tres, junto con Fidel Castro en Cuba, y un presidente como Jimmy Carter en los Estados Unidos, hubieran podido sin ninguna duda encaminar esa área conflictiva por un buen camino. La comunicación que existió entre ellos fue constante, fue muy positiva, y no sólo fui testigo de ella, sino que presté mi colaboración hasta donde me fue posible. Creo que Centroamérica y el Caribe, que para mí son una misma cosa y no entiendo bien por qué tienen dos nombres distintos, están en un momento histórico y en un grado de madurez que le permitirían salir de su empantanamiento tradicional, pero creo también que los Estados Unidos no lo permiten, porque eso implicaría una renuncia a privilegios muy antiguos y desmesurados. Carter, con todas sus limitaciones, fue el mejor interlocutor que tuvo el Caribe en los últimos años, y la coincidencia de Torrijos, Carlos Andrés Pérez y López Michelsen fue muy importante para el diálogo. Mi convicción de que esto era así fue lo que me impulsó a jugar un papel, tal vez muy modesto, pero muy interesante para mí, en aquel momento histórico. Y que fue, simplemente, el de un intermediario oficioso en un proceso que habría llegado muy lejos, de no haber sido por la catastrófica elección de un presidente norteamericano que representaba precisamente los intereses contrarios. Torrijos decía que mi trabajo era de «diplomacia secreta», y dijo muchas veces, en público, que yo tenía la costumbre de transmitir de tal modo los mensajes negativos, que los hacía parecer positivos. Nunca supe si era un reproche o un elogio.
—¿Qué tipo de gobierno desearías para tu país?
—Cualquier gobierno que haga felices a los pobres. ¡Imagínate!