Naturalmente que ha cambiado. Era un Piscis y hoy es un Tauro. Era flaco, ansioso, fumaba muchos cigarrillos; hoy no fuma, ha ganado diez kilos y da una impresión de solidez y tranquilidad que asombra a quienes lo conocieron en otro tiempo. Ningún rastro queda hoy de su vida bohemia de juventud, cuando el amanecer le sorprendía en una sala de redacción, en un bar o en un cuarto cualquiera. Sus citas están severamente gobernadas por una agenda. Discretamente, gracias a su esposa y a Carmen Balcells, su agente literario, logra protegerse de quienes están interesados en verle; por lo general, periodistas, profesores o estudiantes universitarios que desean hablarle de su obra. Todo lo suyo está previsto de antemano; puede fijar en enero una cita para setiembre y, cosa rara en un latinoamericano, cumplirla.
Antes de Cien años de soledad, sentía una profunda necesidad de escribir a sus amigos cercanos cartas frecuentes hablándoles de todo: esperanzas, contratiempos, inquietudes, estados de ánimo. «Aquí, entre nos, estoy asustado», «no creas que esta tensión en que vivo no tiene consecuencias», etc. Hoy, por principio, no escribe cartas. Se mantiene en contacto con sus amigos por teléfono. Su tono es despreocupado, cordial, muy caribe siempre: «Qué es la cosa, soy Gabo». Pero no hace ya confidencias íntimas.
Será necesaria una confabulación de circunstancias (algunos whiskys, la hora de la madrugada), para que alguno de los sentimientos que ha guardado en el fondo de sí mismo salga sorpresivamente a flote. Quizás entonces uno llegue a adivinar, en la brizna de una frase y en un repentino brillo en las pupilas, alguna de sus nostalgias o rencores clandestinos: cómo le habría gustado, por ejemplo, al escritor de treinta años, que yo veía con un pulóver agujereado en los codos, haber vivido una aventura con una de esas muchachas bellas y sofisticadas que hoy se insinúan al escritor de cincuenta años y este deja de lado para no alterar la tranquilidad y organización de su vida.
Pese al clan de celebridades con que hoy alterna, a los autógrafos y a los periodistas de diversa nacionalidad que desean entrevistarle, la fama no se le ha subido a la cabeza.
Sigue siendo igual con sus amigos. Estos, que lo llaman «Gabo» o «Gabito» (diminutivo de Gabriel en la costa colombiana del Caribe), actúan con él de la misma manera. Especialmente los de Barranquilla, que como buenos caribes no se impresionan con la celebridad. Algunos, muy cercanos a él, han muerto prematuramente. Los otros, gordos y con el pelo salpicado de canas, siguen tratándole como al compañero al que daban a leer libros de Joyce o de Faulkner, treinta años atrás.
Gabriel y su esposa Mercedes forman una pareja muy sólida. Gabriel la conoció a ella cuando era una niña de trece años, delgada como un alambre y con unos ojos adormilados que nunca han demostrado alarma. En efecto, ante los desastres y, cosa sorprendente, ante los virajes afortunados de la vida, Mercedes adopta la misma impavidez de granito. Lo observa todo, aguda pero tranquilamente, como sus antepasados egipcios (por el lado paterno) debían mirar las aguas del Nilo. Pero también se parece a esas mujeres del Caribe que en las novelas de García Márquez, con un sabio dominio de la realidad, constituyen el verdadero poder detrás del poder. A los personajes célebres que encuentra con su marido (llámense Fidel Castro, Luis Buñuel o Monica Vitti), Mercedes les habla con una naturalidad que podría tomarse como rasgo de una mundanidad antigua y segura. El secreto consiste en que sigue moviéndose en la vida como si estuviese aún con sus primas de Magangué, la remota población tropical donde nació.
Los dos hijos de la pareja, Rodrigo y Gonzalo, tienen con su padre una relación excelente: cómplice y siempre con un rastro de humor de parte y parte. «¿Dónde está el famoso escritor?», bromean al llegar a casa. En los países latinoamericanos donde los ricos no tienen respeto por los pobres, ni los blancos por los negros, ni los padres por los hijos, el experimento utilizado por Gabriel se sitúa en la dirección contraria; ninguna explosión de fácil autoridad con los dos muchachos, sino un tratamiento de rigurosa igualdad casi desde que estaban en la cuna. El resultado es muy aceptable: dueños de sus propias opciones, los dos miran a la gente, y en general a la vida, con una buena dosis de inteligencia y humor.
Gabriel vive en México buena parte del año. Tiene una casa confortable en el Pedregal de San Ángel, un barrio de lujosas residencias construidas sobre piedras volcánicas donde viven expresidentes, banqueros y gentes de cine que han hecho fortuna. Al fondo de un jardín interior de la casa, se construyó un estudio aislado para escribir. Dentro hay todo el año la misma temperatura: cálida, parecida a la de Macondo, aun en los días en que afuera llueve y hace frío. Sus instrumentos de trabajo son media docena de diccionarios, toda suerte de enciclopedias (hasta una especial sobre aviación), una fotocopiadora, una silenciosa máquina de escribir eléctrica y quinientas hojas de papel siempre al alcance de la mano.
Ya no escribe de noche, como en sus lejanos tiempos de pobreza. Todos los días, vestido con un overol similar al que usan los mecánicos de aviación, trabaja de las nueve de la mañana a las tres de la tarde. El almuerzo se sirve conforme al horario español, a las tres de la tarde. Después, Gabriel suele escuchar música (música de cámara, de preferencia, pero también música popular latinoamericana, incluyendo los viejos boleros de Agustín Lara que siempre han suscitado las nostalgias de su generación).
Pero no es un escritor encerrado en una torre de marfil. Si la mañana es de un aislamiento total, a partir de cierta hora de la tarde siente necesidad de entrar en contacto con el mundo. Varias noches por semana cena fuera de casa. Bebe moderadamente. Es un esclavo de las informaciones. Recibe todos los días por avión diarios de su país, y es un desaforado lector de revistas norteamericanas y francesas. Sus cuentas de teléfono resultan astronómicas, pues a propósito de cualquier cosa habla con amigos dispersos en diversos lugares del mundo. Conversa con ellos sin prisa, de diversos temas, como si los tuviese delante suyo con una copa de coñac en la mano.
Viaja mucho. Además de una casa en Ciudad de México y otra en Cuernavaca, tiene un apartamento en Bogotá y otro en París, a treinta pasos de La Coupole, que ocupa siempre en el otoño. Los suyos son siempre alojamientos claros y confortables, amueblados con buen gusto (siempre hay un buen sillón inglés de cuero y un espléndido aparato de alta fidelidad) a los que podría llegar sin necesidad de equipaje. Hay libros en los estantes, cuadros en las paredes, ropa en los closets y botellas de whisky, de buen whisky escocés, en el bar. Todo lo que necesita al llegar es poner un ramo de flores amarillas en un florero. Es una antigua superstición. Las flores amarillas traen suerte.
Sí, es supersticioso como los indios goajiros que servían en su casa. Cree en objetos, en situaciones o personas susceptibles de acarrear mala suerte (la «pava», dicen en Venezuela; la «jettatura», en Italia). Pero lo más sorprendente es que no se equivoca. Las gentes a quienes les ve un aura de mala suerte, la llevan consigo, en efecto. Gabriel tiene, además, las extrañas aptitudes premonitorias del coronel Aureliano Buendía. Puede presentir que un objeto va a caer al suelo y quebrarse en añicos. Cuando ocurre, cuando el objeto cae y se rompe, palidece desconcertado. No sabe cómo y por qué le llegan estas premoniciones. «Algo va a ocurrir de un momento a otro», me dijo un primero de enero en Caracas. Nos disponíamos a salir a la playa, con toallas y trajes de baño al hombro. Tres minutos después, aquella ciudad fácil y luminosa, sin disturbios desde hacía muchos años, fue estremecida por un bombardeo: aviones rebeldes atacaban el palacio presidencial donde se hallaba el dictador Pérez Jiménez.
Creo que tiene algo de brujo. Muchas decisiones importantes de su vida corresponden a una especie de intuición que rara vez puede explicar con razones. Seguramente Descartes no habría sido buen amigo suyo (Rabelais, sí, pero no Descartes). El cartesianismo le incomoda como un chaleco muy ajustado. Aunque tiene excelentes amigos franceses, empezando por el presidente Francois Mitterrand, la lógica que todo francés recibe ya con su primer biberón acaba por resultarle limitada: la ve como una horma donde no cabe sino una parte de la realidad.
Aparte de su viejo terror por micrófonos y cámaras, esta es la razón por la cual no suele dar entrevistas para la televisión francesa. Preguntas tales como «¿qué es para usted la literatura?» (o la vida, la muerte, la libertad o el amor), que los periodistas franceses, familiarizados desde la escuela con conceptos y análisis abstractos, suelen largar con una alevosa tranquilidad, le ponen los pelos de punta. Internarse en este tipo de debates resulta para él tan peligroso como caminar por un campo sembrado de explosivos.
En realidad, su medio de expresión favorito es la anécdota. Por este motivo es novelista y no ensayista. Se trata, quizás, de un rasgo geográfico, cultural: las gentes del Caribe describen la realidad a través de anécdotas. García Márquez no es dado como tantos intelectuales europeos a las formulaciones ideológicas.
La copiosa retórica que los castellanos dejaron sembrada en el altiplano andino le parece hueca, caricatural. Siempre he pensado que su amistad con Fidel Castro nace en buena parte de una manera de ver la realidad, una forma de inteligencia y un lenguaje que pertenecen a su zona geográfica común, el Caribe.
Amigo de Castro, pero no de los gobernantes rusos ni de los sombríos burócratas que dirigen el mundo comunista; mirado con el rigor de muchos intelectuales europeos, García Márquez no es fácil de entender políticamente. Para él una cosa es Breznev y otra muy distinta Fidel Castro, aunque sea comúnmente aceptado que muchos de los rasgos del régimen cubano se hayan inspirado en el modelo soviético. (Nuestras discusiones sobre el particular hace mucho que llegaron a un punto muerto). Pero lo cierto es que no hay nada en común entre un comunista ortodoxo y él. Fuera de amigos cercanos, pocos saben el papel importante que él juega políticamente en la zona del Caribe como embajador oficioso y de buena voluntad. Tiene nexos muy cercanos con las tendencias socialdemócratas y liberales de avanzada. En un continente expuesto a la desgarradora alternativa entre una derecha reaccionaria, militarista, proamericana y una ultraizquierda prosoviética y con frecuencia dogmática, él apoya otro tipo de opciones democráticas y populares. Esta es quizás una de las razones de su simpatía por Mitterrand.
Naturalmente que la derecha latinoamericana, casi siempre solidaria de los dictadores militares, le mira con aversión, como a un peligroso agente castrista. ¿Por qué no reparte su dinero entre los pobres?, preguntan, irritados, enemigos suyos que no establecen mayor diferencia entre Marx y san Francisco de Asís. Les irrita que se permita lujos burgueses: el caviar, las ostras, el buen champagne, los hoteles de lujo, la ropa de buen corte, los autos de último modelo. En realidad él gasta su dinero con suma generosidad; un dinero que ha obtenido exclusivamente con su máquina de escribir, sin explotar a nadie.
Muchos se sorprenden al oírle decir que El otoño del patriarca es el más autobiográfico de sus libros. Yo pienso que en un cierto nivel muy recóndito lo es, en efecto. Él no ha buscado la fama como su dictador buscó el poder. La fama le cayó de improviso, con sus halagos pero también con sus pesados tributos. Nada de lo que hoy haga, diga o escriba puede tener la desprevenida espontaneidad de otros tiempos. La fama debe ser administrada de la misma manera que el poder. Es una forma del poder. Exige una actitud alerta y no excesivamente confiada. Seguramente hay cosas que hoy sólo puede decirse a sí mismo. Lo que en sus tiempos de juventud y pobreza podía ser diálogo, hoy es monólogo.
El tema de toda su obra no es gratuito. Brota de su propia vida. Al niño perdido en la gran casa de sus abuelos, en Aracataca; al estudiante pobre que mataba la tristeza de los domingos en un tranvía; al joven escritor que dormía en hoteles de paso, en Barranquilla; al autor mundialmente conocido que es hoy, el fantasma de la soledad lo ha seguido siempre. Está todavía a su lado, inclusive en las noches de La Coupole, célebre como es y rodeado siempre de amigos. Él ganó las treinta y dos guerras que perdió el coronel Aureliano Buendía. Pero el sino que marcó para siempre a la estirpe de los Buendía es el mismo suyo, sin remedio.