El otoño del Patriarca

—¿Recuerdas aquel avión?

—¿Cuál avión?

—Aquel avión que vimos volando sobre Caracas a las dos de la madrugada del 23 de enero de 1958. Creo que lo vimos ambos desde el balcón del apartamento, en el barrio de San Bernardino donde nos encontrábamos: dos luces rojas desplazándose a poca altura en la oscuridad del cielo, sobre una ciudad desierta por el toque de queda, que no dormía aguardando de un momento a otro la caída del dictador.

—El avión en que se fugó Pérez Jiménez.

—Sí, el avión con el que se acabó en Venezuela una dictadura de ocho años. Déjame que me vuelva hacia el lector para hablarle de aquel momento. Es importante porque fue entonces cuando tuviste la idea de escribir la noveló del dictador: la que diecisiete años más tarde, después de dos versiones truncas, sería El otoño del patriarca.

A bordo del avión iba el dictador con su mujer y sus hijas, sus ministros y sus amigos más cercanos. Tenía la cara inflamada por una neuralgia, y estaba enfurecido con su edecán porque en la precipitación de la fuga, al pie del avión, al que subieron por una escala de cuerda, había olvidado un maletín con once millones de dólares.

Ganando altura, el aparato se alejaba ya hacia el mar, hacia el Caribe, cuando el locutor de la radio, interrumpiendo programas de música clásica que habíamos oído durante tres días, anunció la caída de la dictadura. Una tras otra, como bujías de un árbol de Navidad, fueron encendiéndose luces en las ventanas de Caracas. El delirio empezaría después, en la neblina y el aire fresco de la madrugada. Bocinas, gritos, sirenas de fábricas, gentes agitando banderas en autos y camiones. Poco antes de que ardiera el edificio de la Seguridad Nacional, la multitud había sacado en hombros a los presos políticos que allí se encontraban.

Era la primera vez que veíamos la caída de un dictador en América Latina.

Responsables de una revista semanal, García Márquez y yo vivimos a partir de aquel momento días muy intensos. Visitamos los santuarios del poder: el Ministerio de la Defensa, una especie de fortaleza, en cuyos pasillos podían leerse carteles que decían así: «Lo que usted oiga aquí, lo que vea aquí, se queda aquí»; y Miraflores, el palacio presidencial.

En aquel antiguo caserón colonial, con una fuente en la mitad del patio y tiestos de flores alrededor, García Márquez encontró a un viejo mayordomo que servía allí desde los remotos tiempos de otro dictador, Juan Vicente Gómez. Viejo patriarca de origen rural, de ojos y bigotes de tártaro, Gómez había muerto en su cama, tranquilamente, después de gobernar con puño de hierro a su país por cerca de treinta años. El mayordomo recordaba todavía al general; la hamaca donde dormía su siesta; el gallo de riña que le gustaba.

—¿Fue después de hablar con él cuando tuviste la idea de escribir la novela?

—No, fue el día en que la Junta de Gobierno estaba reunida en aquel mismo lugar, en Miraflores. Dos o tres días después de la caída de Pérez Jiménez, ¿recuerdas? Algo ocurría, periodistas y fotógrafos esperábamos en la antesala presidencial. Eran cerca de las cuatro de la madrugada, cuando se abrió la puerta y vimos a un oficial, en traje de campaña, caminando de espaldas, con las botas embarradas y una metralleta en la mano. Pasó entre nosotros, los periodistas, caminando de espaldas, todavía. Caminando de espaldas, apuntando con su metralleta, y manchando la alfombra con el barro de sus botas. Bajó las escaleras, tomó un auto que lo llevó al aeropuerto y se fue al exilio.

Fue en ese instante, en el instante en que aquel militar salía de un cuarto donde se discutía cómo iba a formarse definitivamente el nuevo gobierno, cuando tuve la intuición del poder, del misterio del poder.

—Yendo días después en un automóvil, hacia la revista donde trabajábamos, me dijiste: «No se ha escrito todavía la novela del dictador latinoamericano». Porque estábamos de acuerdo: no era El señor Presidente, de Asturias, que considerábamos pésima.

—Es pésima.

—Entonces, recuerdo, te dedicaste a leer biografías de dictadores. Estabas maravillado. Los dictadores latinoamericanos eran delirantes. Cada noche, a la hora de la comida, contabas una de las historias encontradas en los libros. ¿Cuál fue el dictador que hizo matar los perros negros?

—Duvalier. El doctor Duvalier, de Haití, «Papa Doc». Hizo exterminar todos los perros negros que había en el país, porque uno de sus enemigos, para no ser detenido y asesinado, se había convertido en perro. Un perro negro.

—¿No fue el doctor Francia, del Paraguay, el que ordenó que todo hombre mayor de veintiún años debía casarse?

—Sí, y cerró su país como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. El doctor Francia era muy extraño. Tuvo tanto prestigio como filósofo, que mereció un estudio de Carlyle.

—¿Era teósofo?

—No, el teósofo era Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, que hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión. Hernández Martínez había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos, antes de comer, para saber si no estaban envenenados.

—¿Y Gómez, Juan Vicente Gómez, en Venezuela?

—Gómez tenía una intuición tan extraordinaria que más parecía una facultad de adivinación.

—Hacía anunciar su muerte, y luego resucitaba como le ocurre al patriarca de tu libro. A propósito, cuando leo El otoño del patriarca lo imagino con el carácter y los rasgos de Juan Vicente Gómez. A lo mejor no es una simple impresión personal. ¿No tenías en tu mente a Gómez cuando escribías el libro?

—Mi intención fue siempre la de hacer una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos, pero en especial del Caribe. Sin embargo, la personalidad de Juan Vicente Gómez era tan imponente, y además ejercía sobre mí una fascinación tan intensa, que sin duda el patriarca tiene de él mucho más que de cualquier otro.

En todo caso, la imagen mental que yo tengo de ambos es la misma. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que él sea el personaje del libro, sino más bien una idealización de su imagen.

—A lo largo de estas lecturas descubriste que los dictadores tenían muchos rasgos en común. ¿Es cierto, por ejemplo, que siempre son hijos de viudas? ¿Cómo explicarías esta particularidad?

—Lo que creo haber establecido es que la imagen dominante en su vida fue la de la madre, y que, por el contrario, eran en cierto modo, desde siempre, huérfanos de padre. Me refiero, por supuesto, a los más grandes. No a todos los que encontraron todo hecho y heredaron el poder. Esos son distintos, muy pocos, y no tienen ningún valor literario.

—Me has dicho que todos tus libros tienen como punto de partida una imagen visual. ¿Cuál fue la imagen de El otoño del patriarca?

—Es la imagen de un dictador muy viejo, inconcebiblemente viejo, que se queda solo en un palacio lleno de vacas.

—Alguna vez me dijiste o me escribiste que el libro se iniciaba con un dictador muy viejo que era juzgado en un estadio. (La imagen, me parece, estaba inspirada en aquel juicio de un militar batistiano, Sosa Blanco, en La Habana, al cual tú y yo asistimos, poco después del triunfo de la revolución). Creo que dos veces empezaste el libro y lo abandonaste. ¿Cómo fue aquello?

—Durante muchos años, como ocurre con todos mis libros, tuve el problema de la estructura. Nunca los empiezo mientras no lo tengo resuelto. Aquella noche en La Habana, mientras juzgaban a Sosa Blanco, me pareció que la estructura útil era el largo monólogo del viejo dictador sentenciado a muerte. Pero no; en primer término, era antihistórico: los dictadores aquellos o se morían de viejos en su cama, o los mataban o se fugaban. Pero no los juzgaban. En segundo término, el monólogo me hubiera restringido al único punto de vista del dictador, y a su propio lenguaje.

—Sé que llevabas bastante tiempo trabajando El otoño del patriarca, cuando lo interrumpiste para escribir Cien años de soledad. ¿Por qué lo hiciste? No es frecuente interrumpir un libro para escribir otro.

—La interrupción se debió a que estaba escribiendo El otoño… sin saber muy bien cómo era, y por consiguiente no lograba meterme a fondo. En cambio, Cien años…, que era un proyecto más antiguo y muchas veces intentado, volvió a irrumpir de pronto con la única solución que me faltaba: el tono. En todo caso, no era la primera vez que me pasaba. También interrumpí La mala hora, en París, en 1955, para escribir El coronel…, que era un libro distinto incrustado dentro, y que no me dejaba avanzar.

Como escritor, tengo la misma norma que como lector: cuando un libro deja de interesarme, lo dejo. Siempre, en ambos casos, hay un momento mejor para enfrentarlo.

—Si debieses definir tu libro con una sola frase, ¿cómo lo definirías?

—Como un poema sobre la soledad del poder.

—¿Por qué tardaste tanto tiempo escribiéndolo?

—Porque lo escribí como se escriben los versos, palabra por palabra. Hubo, al principio, semanas en las que apenas había escrito una línea.

—En este libro te permitiste toda suerte de libertades: con la sintaxis, con el tiempo, quizás también con la geografía, y algunos sostienen también que con la historia. Hablemos de la sintaxis. Hay largos párrafos sin punto y sin punto y coma en los que intervienen y se entrelazan diversos puntos de vista narrativos. Nada de esto, en ti, es gratuito. ¿A qué necesidades profundas del libro corresponde esta utilización del lenguaje?

—Imagínate el libro con una estructura lineal: sería infinito y más aburrido de lo que es. Su estructura en espiral, en cambio, permite comprimir el tiempo, y contar muchas más cosas como metidas en una cápsula. El monólogo múltiple, por otra parte, permite que intervengan numerosas voces sin identificarse, como sucede en realidad con la historia y con esas conspiraciones masivas del Caribe que están llenas de infinitos secretos a voces. De todos mis libros este es el más experimental, y el que más me interesa como aventura poética.

—También te tomas libertades con el tiempo.

—Muchas. Como recuerdas, hay un día en que el dictador al despertarse encuentra a todo el mundo con bonetes colorados. Le dicen que una serie de tipos muy raros

—Vestidos como la sota de bastos.

Vestidos como la sota de bastos que están cambiándolo todo (los huevos de iguana, los cueros de caimán, el tabaco y el chocolate) por bonetes colorados. El dictador abre una ventana que da al mar y en el mar, junto al acorazado dejado por los marines, ve las tres carabelas de Cristóbal Colón.

Como ves, se trata de dos hechos históricos (la llegada de Colón y los desembarcos de marines) colocados sin ningún respeto por el orden cronológico en que ocurrieron. Deliberadamente me tomé toda suerte de libertades con el tiempo.

—¿Y con la geografía?

—También. Sin duda el del dictador es un país del Caribe. Pero es un Caribe mezcla del Caribe español y del Caribe inglés. Tú sabes que yo conozco el Caribe isla por isla, ciudad por ciudad. Y allí lo he puesto todo. Lo mío en primer lugar. El burdel donde vivía en Barranquilla, la Cartagena de mis tiempos de estudiante, las cantinas del puerto adonde yo iba a comer a la salida del periódico, a las cuatro de la mañana y hasta las goletas que al amanecer se iban para Aruba y Curazao cargadas de putas. Allí hay calles que se parecen a la calle del Comercio de Panamá, rincones que son de La Habana Vieja, de San Juan o de La Guaira. Pero también lugares que pertenecen a las Antillas inglesas, con sus hindúes, sus chinos y holandeses.

—Hay quien sostiene que en tu dictador se reúnen dos personajes históricos distintos: el caudillo de origen rural, como fue Gómez, que surge del caos y la anarquía de nuestras guerras civiles y que en un momento dado representa una aspiración de orden y de unidad nacional, y el dictador al estilo de Somoza o de Trujillo, es decir, en su origen un oscuro militar de baja graduación, sin carisma alguno, impuesto por los marines norteamericanos. ¿Qué piensas al respecto?

—Más que las especulaciones de los críticos, me dejó atónito (y feliz) lo que me dijo mi grande amigo, el general Omar Torrijos, cuarenta y ocho horas antes de morir: «Tu mejor libro es El otoño del patriarca —me dijo—: todos somos así como tú dices».

—Por una curiosa coincidencia, casi al tiempo con El otoño del patriarca aparecieron otras, novelas de escritores latinoamericanos sobre el mismo tema, el dictador. Pienso en El recurso del método, de Alejo Carpentier; en Yo, el supremo, de Roa Bastos y en Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietri. ¿Cómo explicar el repentino interés de los escritores latinoamericanos por este personaje?

—No creo que sea un interés repentino. El tema ha sido una constante de la literatura latinoamericana desde sus orígenes, y supongo que lo seguirá siendo. Es comprensible, pues el dictador es el único personaje mitológico que ha producido la América Latina, y su ciclo histórico está lejos de ser concluido.

Pero en realidad a mí no me interesaba tanto el personaje en sí (el personaje del dictador feudal) como la oportunidad que me daba de reflexionar sobre el poder. Es un tema que ha estado latente en todos mis libros.

—Desde luego. Hay ya un esbozo en La mala hora y en Cien años de soledad. Es inevitable preguntarte: ¿por qué te interesa tanto el tema?

—Porque siempre he creído que el poder absoluto es la realización más alta y más compleja del ser humano, y que por eso resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria. Lord Acton ha dicho que «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe de modo absoluto». Este es por fuerza un tema apasionante para un escritor.

—Supongo que tu primera aproximación al poder fue estrictamente literaria. Hay obras o autores que debieron enseñarte algo al respecto. ¿Cuáles serían?

—Me enseñó mucho Edipo rey. Y aprendí bastante de Plutarco y de Suetonio, y en general de los biógrafos de Julio César.

—Personaje que te fascina.

—Personaje que no sólo me fascina, sino que habría sido el que yo hubiese deseado crear en la literatura. Como no fue posible, tuve que contentarme con fabricar un dictador con los retazos de todos los dictadores que hemos tenido en América latina.

—Has dicho sobre El otoño del patriarca cosas bastante paradójicas. Primero, que es el más popular de todos tus libros desde el punto de vista del lenguaje, cuando en realidad parecería el más barroco, el más difícil…

—No, está escrito utilizando una gran cantidad de expresiones y refranes populares de toda la zona del Caribe. Los traductores a veces se vuelven locos tratando de encontrar el sentido de frases que entenderían de inmediato, y con risa, los chóferes de taxi de Barranquilla. Es un libro rabiosamente caribe, costeño, un lujo que se permite el autor de Cien años de soledad cuando decide al fin escribir lo que quiere.

—Aseguras también que es el libro donde tú te confiesas, un libro lleno de experiencias personales. Una autobiografía en clave, dijiste alguna vez.

—Sí, es un libro de confesión. El único que desde siempre quise escribir y no había podido.

—Parece extraño que puedas tomar tus experiencias personales para reconstruir el destino de un dictador. Aquí cualquier psicoanalista pararía las orejas… Dijiste alguna vez que la soledad del poder se parece a la del escritor. Quizás te referías más bien a la soledad de la fama. ¿No crees que su conquista y manejo te hicieron secretamente solidario con tu personaje del patriarca?

—Nunca dije que la soledad del poder es igual a la soledad del escritor. Dije, por una parte, como tú mismo lo dices, que la soledad de la fama se parece mucho a la soledad del poder. Y dije, por otra parte, que no hay oficio más solitario que el del escritor, en el sentido de que en el momento de escribir nadie puede ayudarlo a uno, ni nadie puede saber qué es lo que uno quiere hacer. No: uno está solo, con una soledad absoluta, frente a la hoja en blanco.

En cuanto a la soledad del poder y la soledad de la fama, no hay ninguna duda. La estrategia para conservar el poder, como para defenderse de la fama, terminan por parecerse. Esto es en parte la causa de la soledad en ambos casos. Pero hay más: la incomunicación del poder y la incomunicación de la fama agravan el problema. Es, en última instancia, un problema de información que termina por aislar a ambos de la realidad evasiva y cambiante. La gran pregunta en el poder y en la fama, sería entonces la misma: «¿A quién creerle?». La cual, llevada a sus extremos delirantes, tendría que conducir a la pregunta final: «¿Quién carajo soy yo?». La conciencia de este riesgo, que yo no hubiera conocido de no ser un escritor famoso, me ayudó mucho, por supuesto, en la creación de un patriarca que ya no conoce, tal vez, ni su propio nombre. Y es imposible, en este juego de ida y regreso, de toma y daca, que un autor no termine por ser solidario con su personaje, por muy detestable que este parezca. Aunque sólo sea por compasión