Aquel primer libro lo escribió de un jalón, con un silencioso frenesí, trabajando noche tras noche en la desierta redacción de El Heraldo de Barranquilla, a la hora en que callaban los linotipos y en la planta baja se oía el quejumbroso jadear de una rotativa. Sobre las escritorios vacíos, giraban, inútiles para apaciguar el calor, las aspas de los ventiladores. Lejos, las cantinas de la calle del Crimen enviaban su música de arrabal. Era muy tarde, casi el amanecer, cuando se levantaba de la máquina de escribir, agotado, pero todavía sin sueño, y con personajes y recuerdos de Macondo girando en su cabeza. Ponía en una funda de cuero las cuartillas recién escritas, y salía. Fuera, se respiraba aquella tibia fragancia de marismas, de frutas podridas, que es el olor habitual de la ciudad. En la puerta de algún bar, se tambaleaba un borracho. Con su manuscrito bajo el brazo, Gabriel cruzaba la plaza de San Nicolás, en aquella hora abandonada a pordioseros y desperdicios, rumbo al hotel de putas, en lo alto de las notarías, donde cada noche, por un peso con cincuenta centavos, lo aguardaba un cuarto distinto, que siempre contenía sólo un catre entre cuatro tabiques de cartón.
En esta atmósfera nació su primera novela. Libro intenso, que contiene ya toda la desolación de Macondo y la añoranza de sus tiempos pasados, La hojarasca habría podido, con todo derecho, darle a conocer en América Latina. Pero no ocurrió así. El reconocimiento, la fama o como quiera llamarse la gratificación a que todo escritor tiene derecho después de haber escrito un buen libro, o cuatro buenos libros, como fue su caso, le llegó sólo muchos años más tarde, cuando sorpresivamente para él, el quinto de sus libros, Cien años de soledad, empezó a venderse, primero en Buenos Aires, luego en América Latina y por fin en el mundo, como salchichas calientes.
La espera entretanto fue dura, paciente, asumida quizás con cierto desdén, pero secretamente asediada de incertidumbre y desde luego de problemas.
La hojarasca tardó cinco años en ser publicada. Los pocos editores a quienes el libro fue ofrecido no mostraron, ningún interés por él. Lector, de la Editorial Losada, el crítico español Guillermo de Torre la rechazó en Buenos Aires con una nota desabrida:
fuera de cierto clima poético, no le reconocía a la novela validez alguna. Inclusive se permitía recomendar piadosamente a su autor que se dedicara a otro oficio.
Gabriel, que entonces trabajaba como reportero del diario El Espectador de Bogotá, acabó editando La hojarasca por su propia cuenta, ayudado por algunos amigos, en una modesta imprenta de Bogotá.
El libro, es cierto, tuvo una buena crítica local, pero su repercusión fue menor que la obtenida por los reportajes que Gabriel escribía en El Espectador. La odisea vivida por un náufrago o la vida de un campeón ciclista, referidas en sucesivas entregas, agotaban ediciones del diario.
Cuando El Espectador le envió como corresponsal a Europa, Gabriel era un periodista muy conocido en su país, pero todavía seguía siendo un escritor clandestino. Para la dueña del hotel de Flandre, de la rue Cujas, donde llegó aquel invierno de 1955, Gabriel sería entonces y sigue siéndolo todavía, cuando lo ve fotografiado en los diarios, le journaliste du septiéme étage.
Yo lo encontré por aquella época. Como lo he escrito alguna vez, entonces era un Piscis desamparado (hoy su sólido ascendiente Tauro ha asumido el control de su vida), guiado sólo por el radar de sus premoniciones. Flaco, con una cara de argelino que suscitaba la inmediata desconfianza de los policías y confundía a los propios argelinos (se detenían a veces para hablarle en árabe en pleno Boul Nich), fumaba tres cajetillas diarias de cigarrillos mientras intentaba abrirse paso, sin conocer el idioma, en aquel océano de piedras y brumas que era París. Era la época de la guerra de Argelia, la época de las primeras canciones de Brassens y de los enamorados que se besaban desesperadamente en los metros y en las puertas. Todavía, antes de Budapest, uno veía políticamente el mundo como una película del Oeste, con los buenos de un lado, el lado del socialismo, y los malos del otro.
Hemos vuelto recientemente a la buhardilla aquella donde vivía, en la rue Cujas. La ventana da a los tejados del barrio Latino; se oye todavía el reloj de la Sorbona dando la hora, pero ya no el pregón condolido de un vendedor de alcachofas que subía de la calle todas las mañanas. Con las rodillas pegadas al radiador de la calefacción y, clavado en la pared con un alfiler, el retrato de su novia Mercedes al alcance de la vista, Gabriel escribía todas las noches hasta el amanecer una novela que luego sería La mala hora. Recién empezada, debió interrumpirla: un personaje, el de un viejo coronel que aguarda inútilmente su pensión de veterano de la guerra civil, exigía su propio ámbito, un libro. Lo escribió. Escribió El coronel no tiene quien le escriba en parte para despejarle el camino a La mala hora y en parte también para exorcizar literariamente sus angustias cotidianas de entonces: también él, como su personaje, no sabía cómo iba a comer al día siguiente y aguardaba siempre una carta, una carta con dinero que nunca llegaba.
Sus problemas económicos habían empezado con una noticia de tres líneas aparecida en Le Monde, que leímos al tiempo en un café de la rue des Ecoles: Rojas Pinilla, el dictador que entonces gobernaba a Colombia, había clausurado El Espectador, el diario del cual Gabriel era corresponsal en París. «No es grave», dijo este. Pero sí lo era. Las cartas nunca volvieron a traer cheques y un mes después no tenía cómo pagar el hotel. Brassens seguía cantando sus canciones y los jóvenes enamorados seguían besándose en los metros, pero París ya no era el mismo de los primeros días, sino la ciudad amarga y dura que tantos latinoamericanos han conocido, de cuartos glaciales y pulóveres rotos, donde una comida caliente y un rincón junto al fuego tienen algo de atrevido e inesperado esplendor.
La pobreza de Barranquilla tenía su lado pintoresco y era en todo caso relativa: había amigos por todos lados; el gobernador te enviaba su auto al hotel donde dormía, para sorpresa del portero y de las putas. El Caribe es humano. «Donde comen dos, comen tres», se dice allí. París, en cambio, tiene un corazón duro para la miseria. Gabriel lo comprendió muy bien el día que debió pedir una moneda en el metro. Se la dieron. Pero el hombre que se la puso en la mano, con aire de malhumor, no quiso escuchar sus explicaciones.
Gabriel ha dicho alguna vez que de cada ciudad donde ha vivido guarda una imagen más durable que todas las otras. La de París es triste: «Había sido una noche muy larga, pues no tuve donde dormir, y me la pasé cabeceando en los escaños, calentándome en el vapor providencial de las parrillas del metro, eludiendo los policías que me cargaban a golpe porque me confundían con un argelino. De pronto, al amanecer, se acabó el olor de coliflores hervidas, el Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint-Michel, sentí los pasos de un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando».
Hijo de esta época es El coronel no tiene quien le escriba, su segundo libro. Tampoco este le abrió ninguna puerta. Recuerdo haber tenido durante largo tiempo una copia del manuscrito, en hojas amarillas. Lo enseñé a personajes que habrían podido facilitar su publicación, pero estos parecían no advertir sus calidades literarias.
Cuando, luego de años en París, trabajamos en Caracas como periodistas, Gabriel continuaba escribiendo de noche, en sus horas libres. Ahora eran los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande.
Nadie descubrió al buen escritor que era ya tras el reportero de revistas, llegado un poco al azar. Ciudad llena de inmigrantes, sin alma todavía tras sus edificios de vidrio y sus autopistas de concreto, donde el éxito se mide en millones de bolívares, Caracas no tiene tiempo para reconocer talentos que no vengan consagrados de antemano. Desmesurada y generosa con el García Márquez de hoy, ni siquiera se enteró de su existencia, cuando era allí un periodista flaco e inquieto de treinta años, que escribía excelentes reportajes y enviaba sin fortuna sus cuentos a concursos de los diarios.
La espera proseguiría luego en Bogotá. Continuaba escribiendo de noche (ahora era La mala hora), mientras dirigía conmigo la sucursal de la agencia de noticias Prensa Latina. El coronel no tiene quien le escriba fue publicado en una revista literaria, sin que sus directores pidieran previamente su autorización o le pagaran derecho alguno: pensaban, de buena fe, que era un reconocimiento generoso publicar un manuscrito desdeñado por los editores. La crítica local fue desde luego favorable con El coronel no tiene quien le escriba como lo sería luego con La mala hora, novela que ganó un premio nacional auspiciado por la empresa petrolera Esso Colombiana.
Pero se trataba, en fin de cuentas, de éxitos modestos. Los tirajes eran escasos, los derechos de autor ínfimos, y la difusión de aquellos libros, puramente local. Nadie conocía a García Márquez fuera de Colombia. Inclusive dentro del país, con excepción de sus amigos cercanos, se le apreciaba como exponente valioso de una literatura regional, pero no todavía como un escritor de gran talla. La élite de Bogotá, que tiende a juzgar a la gente por los apellidos y la ropa que lleva, no pasaba todavía por alto su origen provinciano, costeño; sus pelos abruptos, sus calcetines rojos y quizás su incapacidad para distinguir los cubiertos del pescado de los cubiertos del postre.
Se ha dicho con razón que los burgueses latinoamericanos confunden el verbo ser con el verbo tener. Sus valores son de representación. El día que Gabriel pudo alojarse en los mismos hoteles y comer langosta en sus mismos restaurantes y conocer tan bien o mejor que ellos la temperatura adecuada de los vinos, la gama de los quesos y los lugares y espectáculos de interés en Nueva York, París o Londres, le abrieron sus puertas, halagados de que se dignara beberse un whisky con ellos, pasando ahora por alto todo, inclusive las viejas ideas de izquierda del autor de Cien años de soledad y sus simpatías por Fidel Castro.
Pero no entonces. No todavía. Pese a los libros publicados (con Los funerales de la Mamá Grande, editado por la Universidad de Veracruz, en México, ya eran cuatro), la espera habría de prolongarse unos cuantos años más. Enviado a Nueva York como corresponsal de Prensa Latina, por el director de la agencia, Jorge Ricardo Masetti, Gabriel continuaba trabajando de día como reportero y de noche escribiendo en su hotel. Aquellas eran épocas difíciles en todo sentido. Exiliados cubanos de Nueva York le amenazaban por teléfono; le recordaban a veces que tenía una esposa y un niño, que algo podía ocurrirles a estos. En previsión de cualquier ataque, Gabriel trabajaba con una varilla de hierro al alcance de la mano. Dentro de Cuba, por otra parte, se vivía lo que se conocería luego como «el año del sectarismo». Miembros del viejo Partido Comunista copaban puestos claves en los organismos del Estado. Prensa Latina les interesaba sobremanera. Jorge Ricardo Masetti, un argentino joven, lúcido, de extraordinarias calidades humanas, les hacía frente. Cuando cayó como director de la agencia, todos los que compartíamos entonces su fervor revolucionario y su rechazo al sectarismo comunista, renunciamos a nuestros cargos. Gabriel fue uno de ellos.
(Para mí aquel episodio indicaba un viraje inquietante en el rumbo de la revolución cubana. Para Gabriel, no; lo vio, creo, como un accidente de camino, que no entibió sus simpatías por el gobierno cubano, aunque estas no hayan tenido, ni tengan hoy, un carácter de ortodoxia incondicional.)
Luego de su renuncia, quedó en Nueva York sin empleo y sin pasaje de regreso. Absurdamente —pero estos absurdos tienen en él su lógica oculta, puramente intuitiva— decidió irse a México con su mujer y su hijo. En autobús y con cien dólares por todo capital.
El día que en México obtuvo su primer empleo, como redactor en una revista femenina, tenía desprendida la suela del zapato. El propietario de la publicación, que era también un conocido productor de cine, le dio cita en un bar. Debió llegar antes que él e irse después, para que no notara aquel zapato descosido. Estaba, después de tantos años, en la misma situación de cuando se sentó a escribir su primer libro.
No recuerdo si fue durante un viaje mío a México, o durante un viaje suyo a Barranquilla, donde yo vivía, cuando me habló de aquella novela que estaba escribiendo. «Se parece a un bolero», me dijo. (El bolero, la expresión musical más auténticamente latinoamericana, es en apariencia de un desmesurado sentimentalismo: pero tiene también un guiño, una exageración asumida con humor, un «no lo tomes tan al pie de la letra», que sólo, al parecer, los latinoamericanos logramos captar. Como los adjetivos de Borges). «Hasta el momento —me dijo poniendo los dedos sobre la mesa y haciéndolos caminar por el centro de ella— yo he tomado con mis libros el camino más seguro. Sin correr riesgos. Ahora siento que debo caminar por el borde —y sus dedos avanzaron en difícil equilibrio por el borde de la mesa—. Fíjate, cuando uno de los personajes del libro muere de un disparo, un hilo de su sangre recorre todo el pueblo hasta llegar a donde se encuentra la madre del muerto. Todo es así, en el límite de lo sublime o de lo cursi. Como el bolero». Luego agregó: «O doy un trancazo con este libro o me rompo la cabeza».
Me estaba hablando, claro, de Cien años de soledad. Cuando leí el manuscrito, muy poco después de haberlo él terminado, le escribí un papel diciéndole que sin duda había dado él el trancazo. Recibí a vuelta de correo su respuesta: «Esta noche, después de leer tu carta, voy a dormir tranquilo. El problema de Cien años de soledad no era escribirla, sino tener que pasar por el trago amargo de que la lean los amigos que a uno le interesan. Las reacciones han sido mucho más favorables de lo que yo esperaba. Creo que el concepto más fácil de resumir es el de la Editorial Sudamericana: contrataron el libro para una primera edición de 10 000 ejemplares, y hace quince días, después de mostrarles a sus expertos las pruebas de imprenta, doblaron el tiraje».
Sí; la larga espera iniciada quince años atrás, cuando escribía hasta el amanecer La hojarasca, había terminado.