—¿Lo crees realmente?
—Sí, lo creo: en general, un escritor no escribe sino un solo libro, aunque ese libro aparezca en muchos tomos con títulos diversos. Es el caso de Balzac, de Conrad, de Melville, de Kafka y desde luego de Faulkner. A veces uno de estos libros se destaca sobre los otros tanto que el autor aparece como autor de una obra, o de una obra primordial. ¿Quién recuerda los relatos cortos de Cervantes? ¿Quién recuerda, por ejemplo, a El licenciado Vidriera, que todavía se lee con tanto gusto como cualquiera de sus mejores páginas? En América Latina, Rómulo Gallegos se conoce por Doña Bárbara, que no es su mejor obra. Y Asturias por El señor Presidente, pésima novela, muy inferior a Leyendas de Guatemala.
—Si cada escritor no hace sino escribir en toda su vida un solo libro, ¿cuál sería el tuyo? ¿El libro de Macondo?
—Tú sabes que no es así. Sólo dos de mis novelas, La hojarasca y Cien años de soledad, y algunos cuentos publicados en Los funerales de la Mamá Grande ocurren en Macondo. Las otras, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Crónica de una muerte anunciada tienen por escenario otro pueblo de la costa colombiana.
—Un pueblo sin tren ni olor a banano. —… pero con un río. Un pueblo al que sólo se llega por lancha. Si no es el libro de Macondo, ¿cuál sería ese libro único tuyo?
—El libro de la soledad. Fíjate bien, el personaje central de La hojarasca es un hombre que vive y muere en la más absoluta soledad. También está la soledad en el personaje de El coronel no tiene quien le escriba. El coronel, con su mujer y su gallo esperando cada viernes una pensión que nunca llega. Y está en el alcalde de La mala hora, que no logra ganarse la confianza del pueblo y experimenta, a su manera, la soledad del poder.
—Como Aureliano Buendía y el Patriarca.
—Exactamente. La soledad es el tema de El otoño del patriarca y obviamente de Cien años de soledad.
—Si la soledad es el tema de todos tus libros, ¿dónde habría que buscar la raíz de este sentimiento dominante? ¿Quizás en tu niñez?
—Creo que es un problema de todo el mundo. Cada quien tiene su modo y su medio de expresarlo. Muchos escritores, algunos sin darse cuenta, no hacen otra cosa que expresarlo en su obra. Yo entre ellos. ¿Tú no?
—También, sí. Tu primer libro, La hojarasca, contiene ya la semilla de Cien años de soledad. ¿Cómo juzgas hoy al muchacho que escribió aquel libro?
—Con un poco de compasión, porque lo escribió con prisa, pensando que no iba a escribir más en la vida, que aquella era su única oportunidad, y entonces trataba de meter en aquel libro todo lo aprendido hasta entonces. En especial, recursos y trucos literarios tomados de los novelistas norteamericanos e ingleses que estaba leyendo.
—Virginia Woolf, Joyce; Faulkner, sin duda. Por cierto, la técnica de La hojarasca se parece mucho a la de Mientras yo agonizo de Faulkner.
—No es exactamente la misma. Yo utilizo tres puntos de vista perfectamente identificables, sin ponerles nombres: el de un viejo, un niño y una mujer. Si te fijas bien, La hojarasca tiene la misma técnica y el mismo tema (puntos de vista alrededor de un muerto) de El otoño del patriarca. Sólo que en La hojarasca yo no me atrevía a soltarme, los monólogos están rigurosamente sistematizados. En El otoño del patriarca, en cambio, los monólogos son múltiples, a veces dentro de una misma frase. Ya en este libro soy capaz de volar solo y de hacer lo que me da la gana.
—Volvamos al muchacho que escribió La hojarasca. Tenías veinte años.
—Veintidós.
—Veintidós años, vivías en Barranquilla y escribiste la novela, si no recuerdo mal, trabajando después de que todo el mundo se había ido, muy tarde en la noche, en la sala de redacción de un periódico.
—De El Heraldo.
—Sí, yo conocí aquella sala de redacción: luces de neón, ventiladores de aspas; mucho calor, siempre. Fuera había una calle llena de bares de mala muerte. La calle del Crimen, ¿no la llaman así todavía?
—La calle del Crimen, claro. Yo vivía allí, en hoteles de paso que son los mismos hoteles de las putas. El cuarto costaba un peso con cincuenta por noche. A mí me pagaban en El Heraldo tres pesos por columna, y a veces tres más por el editorial. Cuando yo no tenía el peso con cincuenta para pagar el cuarto, le dejaba en depósito al portero del hotel los originales de La hojarasca. Él sabía que eran para mí papeles muy importantes. Mucho tiempo después, cuando yo había escrito ya Cien años de soledad, entre las gentes que se acercaban a saludarme o a pedirme autógrafos, yo descubrí al portero aquel. Se acordaba de todo.
—Tuviste dificultades para editar La hojarasca.
—Pasaron cinco años antes de encontrarle editor. La mandé a Editorial Losada (en Argentina) y me la devolvieron con una carta del crítico español Guillermo de Torre en la que me aconsejaba dedicarme a otra cosa, pero me reconocía algo que ahora me llena de satisfacción: un apreciable sentido poético.
—Creo haberte oído decir que algo similar te ocurrió en Francia. Si no me equivoco, ¿fue con Roger Caillois?
—El coronel… fue ofrecido a Gallimard, mucho tiempo antes de Cien años… Hubo dos lectores: Juan Goytisolo y Roger Caillois. El primero, que todavía no era el buen amigo mío que es hoy, hizo una excelente nota de lectura. Caillois, en cambio, rechazó el libro de plano. Tuve que escribir Cien años… para que Gallimard volviera a interesarse en un libro mío. Pero ya mi agente tenía otros compromisos en Francia.
—Después de La hojarasca y antes de Cien años de soledad (El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande) se vuelven de pronto realistas, sobrios, muy rigurosos en su lenguaje y su construcción, y sin ninguna magia ni desmesura. ¿Cómo se explica este cambio?
—Cuando yo escribí La hojarasca tenía ya la convicción de que toda buena novela debía ser una transposición poética de la realidad. Pero aquel libro, como recuerdas, apareció en momentos en que Colombia vivía una época de persecuciones políticas sangrientas, y mis amigos militantes me crearon un terrible complejo de culpa. «Es una novela que no denuncia, que no desenmascara nada», me dijeron. El concepto lo veo hoy muy simplista y equivocado, pero en aquel momento me llevó a pensar que yo debía ocuparme de la realidad inmediata del país, apartándome un poco de mis ideas literarias iniciales, que por fortuna acabé por recuperar. Corrí entretanto un serio riesgo de romperme la crisma.
El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y muchos cuentos de Los funerales de la Mamá Grande son libros inspirados en la realidad de Colombia, y su estructura racionalista está determinada por la naturaleza del tema. No me arrepiento de haberlos escrito, pero constituyen un tipo de literatura premeditada, qué ofrece una visión un tanto estática y excluyente de la realidad. Por buenos o malos que parezcan, son libros que acaban en la última página. Son más estrechos de lo que yo me creo capaz de hacer.
—¿Qué te hizo cambiar de rumbo?
—La reflexión sobre mi propio trabajo. Una larga reflexión, para comprender al fin que mi compromiso no era con la realidad política y social de mi país, sino con toda la realidad de este mundo y del otro, sin preterir ni menospreciar ninguno de sus aspectos.
—Esto significa que has impugnado, a través de tu propia experiencia, la famosa literatura comprometida, que tantos estragos ha causado en América Latina.
—Como tú sabes muy bien, en mis opciones políticas personales soy un hombre comprometido, políticamente comprometido.
—Con el socialismo…
—Quiero que el mundo sea socialista, y creo que tarde o temprano lo será. Pero tengo muchas reservas sobre lo que entre nosotros se dio en llamar literatura comprometida, o más exactamente la novela social, que es el punto culminante de esta literatura, porque me parece que su visión limitada del mundo y de la vida no ha servido, políticamente hablando, de nada. Lejos de apresurar un proceso de toma de conciencia, lo demora. Los latinoamericanos esperan de una novela algo más que la revelación de opresiones e injusticias que conocen de sobra. Muchos amigos militantes que se sienten con frecuencia obligados a dictar normas a los escritores sobre lo que se debe o no se debe escribir, asumen, quizás sin darse cuenta, una posición reaccionaria en la medida en que están imponiéndole restricciones a la libertad de creación. Pienso que una novela de amor es tan válida como cualquier otra. En realidad, el deber de un escritor, y el deber revolucionario, si se quiere, es el de escribir bien.
—Liberado del compromiso con una realidad política inmediata, ¿cómo llegaste a encontrar ese otro tratamiento, llamémoslo mítico de la realidad, que te permitió escribir Cien años de soledad?
—Quizás, como te lo dije ya, la pista me la dieron los relatos de mi abuela. Para ella los mitos, las leyendas, las creencias de la gente, formaban parte, y de manera muy natural, de su vida cotidiana. Pensando en ella, me di cuenta de pronto que no estaba inventando nada, sino simplemente captando y refiriendo un mundo de presagios, de terapias, de premoniciones, de supersticiones, si tú quieres, que era muy nuestro, muy latinoamericano. Recuerda, por ejemplo, aquellos hombres que en nuestro país consiguen sacarle de la oreja los gusanos a una vaca rezándole oraciones. Toda nuestra vida diaria, en América Latina, está llena de casos como este.
De modo que el hallazgo que me permitió escribir Cien años de soledad fue simplemente el de una realidad, la nuestra, observada sin las limitaciones que racionalistas y estalinistas de todos los tiempos han tratado de imponerle para que les cueste menos trabajo entenderla.
—Y la desmesura, la desmesura que aparece en Cien años de soledad, en El otoño del patriarca y en tus últimos cuentos, ¿estaría también en la realidad o es una fabricación literaria?
—No, la desmesura forma parte también de nuestra realidad. Nuestra realidad es desmesurada y con frecuencia nos plantea a los escritores problemas muy serios, que es el de la insuficiencia de las palabras. Cuando hablamos de un río, lo más grande que puede imaginar un lector europeo es el Danubio, que tiene 2790 kilómetros de largo. ¿Cómo podría imaginarse el Amazonas, que en ciertos puntos es tan ancho que desde una orilla no se divisa la otra? La palabra tempestad sugiere una cosa al lector europeo y otra a nosotros, y lo mismo ocurre con la palabra lluvia, que nada tiene que ver con los diluvios torrenciales del trópico. Los ríos de aguas hirvientes y las tormentas que hacen estremecer la tierra, y los ciclones que se llevan las casas por los aires, no son cosas inventadas, sino dimensiones de la naturaleza que existen en nuestro mundo.
—Bien, descubriste los mitos, la magia, la desmesura, todo ello tomado de nuestra realidad. ¿Y el lenguaje? En Cien años de soledad el lenguaje tiene un brillo, una riqueza y una profusión que no está en tus libros anteriores, con excepción del cuento de Los funerales de la Mamá Grande.
—Puedo resultar presuntuoso, pero en realidad yo dominaba este lenguaje desde mucho antes, quizás desde que empecé a escribir. Lo que ocurre es que no lo había necesitado.
—¿Crees realmente que un escritor puede cambiar de un libro a otro de lenguaje como una persona puede cambiar de un día a otro de camisa? ¿No piensas que el lenguaje forma parte de la identidad de un escritor?
—No, yo creo que la técnica y el lenguaje son instrumentos determinados por el tema de un libro. El lenguaje utilizado en El coronel no tiene quien le escriba, en La mala hora y en varios de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande es conciso, sobrio, dominado por una preocupación de eficacia, tomada del periodismo. En Cien años de soledad necesitaba un lenguaje más rico para darle entrada a esa otra realidad, que hemos convenido en llamar mítica o mágica.
—¿Y en El otoño del patriarca?
—Tuve también necesidad de buscar otro lenguaje, desembarazándome del de Cien años de soledad.
—El otoño del patriarca es un poema en prosa. ¿Está influido por tu formación poética?
—No, esencialmente por la música. Nunca escuché tanta música como cuando estaba escribiéndolo.
—¿Qué música, preferencialmente?
—En este caso concreto, Bela Bartok, y toda la música popular del Caribe. La mezcla tenía que ser, sin remedio, explosiva.
—Has dicho también que hay en ese libro muchas alusiones o giros que corresponden al lenguaje popular.
—Es cierto. Desde el punto de vista del lenguaje, El otoño del patriarca es de todas mis novelas la más popular, la que está más cerca de temas, frases, canciones y refranes del área del Caribe. Hay allí frases que sólo podrían entender los chóferes de Barranquilla.
—¿Cómo miras tu obra, retrospectivamente? Tus primeros libros, por ejemplo.
—Te lo dije ya: con una ternura un tanto paternal. Como uno recuerda a los hijos que ahora han crecido y se alejan de la casa. Veo a esos primeros libros remotos y desamparados. Recuerdo todos los problemas que le planteaban al muchacho que los escribió.
—Problemas que hoy resolverías muy fácilmente.
—Sí, problemas que hoy no serían problemas.
—¿Existe un hilo entre esos primeros libros y los que luego te harían conocer mundialmente?
—Existe, y yo siento la necesidad de saber que está dentro y aun de vigilarlo.
—¿Cuál es de toda tu obra el libro más importante?
—Literariamente hablando, el trabajo más importante, el que puede salvarme del olvido, es El otoño del patriarca.
—Has dicho también que es el que te hizo más feliz escribiéndolo. ¿Por qué?
—Porque es el libro que desde siempre quise escribir, y además aquel en que he llevado más lejos mis confesiones personales.
—Debidamente codificadas, claro.
—Claro.
—Fue el libro que te llevó más tiempo escribir.
—Diecisiete años, en total. Y dos versiones abandonadas, antes de encontrar la que era justa.
—¿Es entonces tu mejor libro?
—Antes de escribir Crónica de una muerte anunciada sostuve que mi mejor novela era El coronel no tiene quien le escriba. La escribí nueve veces y me parecía la más invulnerable de mis obras.
—Pero ¿consideras aún mejor Crónica de una muerte anunciada?
—Sí.
—¿En qué sentido lo dices?
—En el sentido de que logré con ella hacer exactamente lo que quería. Nunca me había ocurrido antes. En otros libros el tema me ha llevado, los personajes han tomado a veces vida propia y hecho lo que les da la gana.
—Es una de las cosas más extraordinarias de la creación literaria…
—Pero yo necesitaba escribir un libro sobre el cual pudiera ejercer un control riguroso, y creo haberlo logrado con Crónica de una muerte anunciada. El tema tiene la estructura precisa de una novela policíaca.
—Es curioso: nunca mencionas entre tus mejores libros Cien años de soledad, libro que muchos críticos consideran insuperable. ¿Tanto rencor le tienes realmente?
—Se lo tengo, sí. Estuvo a punto de desbaratarme la vida. Después de publicado, nada fue igual que antes.
—¿Por qué?
—Porque la fama perturba el sentido de la realidad, tal vez casi tanto como el poder, y además es una amenaza constante a la vida privada. Por desgracia, esto no lo cree nadie mientras no lo padece.
—Quizás el éxito logrado con él no te parece justo respecto del resto de tu obra.
—No lo es. Como te decía hace un momento, El otoño del patriarca es un trabajo literario más importante. Pero habla de la soledad del poder y no de la soledad de la vida cotidiana. Lo que en Cien años de soledad se cuenta se parece a la vida de todo el mundo. Está escrito además de una manera simple, fluida, lineal, y yo diría (y lo he dicho ya) que superficial.
—Pareces despreciarlo.
—No, pero el hecho de saber que está escrito con todos los trucos de la vida y todos los trucos del oficio, me hizo pensar desde antes de escribirlo que podría superarlo.
—Derrotarlo.
—Derrotarlo, sí.