La formación

En bancos de arena que se abrían en mitad del río, se veía de pronto algún caimán aletargado por el calor. Cuando rompía la mañana o cuando se acababa el día con resplandores de incendio, micos y loros chillaban en las remotas riberas. Parecido a los vapores que en época de Mark Twain surcaban el Mississippi, el viejo barco de rueda tardaba ocho días remontando con lentitud el río Magdalena, hacia el interior del país. A los trece años, sólo por primera vez, Gabriel iniciaba en aquel barco una especie de exilio que iba a ser definitivo en su vida.

Después del barco hubo un tren subiendo fatigosamente por la brumosa cordillera. Y al cabo de este largo viaje, una tarde de enero que hoy recuerda como la más triste de su vida, se encontró en la estación ferroviaria de Bogotá, vestido con un traje negro que le habían recortado de su padre, chaleco y sombrero, y con «un baúl que tenía algo del esplendor del santo sepulcro».

Bogotá le pareció «una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde el principio del siglo XVI. “Lo primero que me llamó la atención de esa capital sombría fue que había demasiados hombres de prisa en las calles, que todos estaban vestidos como yo con trajes negros y sombreros, y que, en cambio, no veía a ninguna mujer. Me llamaron la atención los enormes percherones de carros de cerveza bajo la lluvia, las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas bajo la lluvia, y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros interminables. Eran los entierros más lúgubres del mundo, en carrozas de altar mayor y caballos negros engringolados de terciopelos y morriones de plumones negros, y cadáveres de buenas familias que se sentían los inventores de la muerte”».

Un europeo, habituado sólo a los pacíficos cambios de las estaciones —cambios que se organizan en el tiempo y no en el espacio— no puede fácilmente imaginar el violento contraste que en un mismo país puede existir entre el mundo del Caribe y el mundo de la cordillera, de los Andes. Contraste geográfico, en primer término. Mundo de luz y de calor, el Caribe sólo podría pintarse con azules y verdes intensos. Mundo de brumas, de lluvias tenues y vientos fríos, los Andes despliegan una fina gama de grises y verdes melancólicos.

Contraste humano, también. Descendiente de andaluces, de negros y arrogantes indios caribes, el costeño es abierto, alegre, ajeno a todo dramatismo y sin ninguna reverencia por jerarquías y protocolos. Le gusta el baile; ritmos africanos, percutantes, sobreviven en su música, que es siempre alegre. El colombiano de la cordillera, en cambio, marcado por el formalismo castellano y por el carácter taciturno y desconfiado del indio chibcha, es un hombre de sutiles reservas y ceremonias; sutil también en su humor. La cortesía de sus modales encubre a veces un fondo de agresividad, que el alcohol con frecuencia revela de manera intempestiva. (La violencia política del país nunca ha surgido de la costa, sino del altiplano). Como el paisaje que rodea al andino, su música es triste: habla de abandonos, de distancias, de amores que se van.

Nada podía resultarle más extraño y más duro a aquel muchacho de trece años, venido de la costa, que encontrarse de pronto obligado a vivir en un mundo tan distinto al suyo. Quedó sobrecogido viendo aquella capital tan triste. En el crepúsculo, sonaban campanas llamando a rosario; por las ventanillas del taxi, veía calles grises de lluvia. La idea de vivir años en aquella atmósfera funeraria le oprimía el corazón. Para sorpresa de su acudiente, que había venido a buscarlo a la estación del tren, se echó a llorar.

El liceo donde iba becado funcionaba en un «convento sin calefacción y sin flores» y estaba en el mismo «pueblo remoto y lúgubre donde Aureliano Segundo fue a buscar a Fernanda del Carpio a mil kilómetros del mar». Para él, nacido en el Caribe, «aquel colegio era un castigo y aquel pueblo helado una injusticia».

Su único consuelo fue la lectura. Pobre, sin familia, costeño en un mundo de «cachacos», Gabriel encontraría en los libros la única manera de fugarse de una realidad tan sombría. En el vasto dormitorio del liceo, se leían libros en voz alta: La montaña mágica, Los tres mosqueteros, El jorobado de Nuestra Señora de París, El conde de Montecristo. Los domingos, sin ánimo de afrontar el frío y la tristeza de aquel pueblo andino, Gabriel se quedaba en la biblioteca del liceo leyendo novelas de Julio Verne y de Salgari y los poetas españoles o colombianos cuyos versos aparecían en los textos escolares. Malos poetas, poetas retóricos. Felizmente tuvo por aquella época una revelación literaria: los jóvenes poetas colombianos que, bajo la influencia de Rubén Darío, de Juan Ramón Jiménez y la más inmediata y evidente de Pablo Neruda, habían formado un grupo llamado de «Piedra y Cielo». Literariamente subversivo, aquel grupo acabó con los románticos, los parnasianos y los neoclásicos. Se permitían con las metáforas fulgurantes audacias. «Eran los terroristas de la época —dice hoy García Márquez—. Si no hubiese sido por Piedra y Cielo no estoy seguro de haberme convertido en escritor».

Cuando terminó el liceo y entró a estudiar Derecho en la Universidad Nacional de Bogotá, la poesía seguía siendo lo que más le interesaba en la vida. En vez de códigos, leía versos. Versos, versos y versos, diría hoy. «Mi diversión más salaz (en aquella época) era meterme los domingos en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar de la Plaza de Bolívar hasta la avenida de Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante el viaje de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizás de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna, y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer».

Su interés por la novela empezó la noche en que leyó La metamorfosis, de Kafka. Hoy recuerda cómo llegó a la pobre pensión de estudiantes donde vivía, en el centro de la ciudad, con aquel libro que acababa de prestarle un condiscípulo. Se quitó el saco y los zapatos, se acostó en la cama, abrió el libro y leyó: «Al despertarse Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». Gabriel cerró el libro, temblando. «Carajo —pensó—, de modo que esto se puede hacer». Al día siguiente escribió su primer cuento. Y se olvidó de sus estudios.

Desde luego, su padre no entendería una decisión tan heroica. El antiguo telegrafista esperaba que su hijo lograra lo que él no pudo: obtener un título universitario. Así que, al saber que Gabriel había descuidado sus estudios, empezó a considerarlo sombríamente como un caso perdido. Con más benevolencia y humor, los amigos de Gabriel lo veían de la misma manera. Mal vestido, mal afeitado, ambulando por los cafés con un libro bajo el brazo, durmiendo y amaneciendo en cualquier parte, daba la impresión de ser un tipo a la deriva. Ahora, en vez de versos y versos y versos, leía novelas, novelas y más novelas: Dostoievski, en primer término; Tolstoi; Dickens; los franceses del siglo pasado: Flaubert, Stendhal, Balzac, Zola.

Regresó a la costa a los veinte años de edad. En Cartagena, una vieja ciudad de balcones y estrechas calles coloniales encerrada en soberbias murallas, encontró de nuevo la luz y el calor del Caribe, y trabajo en la polvorienta redacción de un diario, El Universal, como redactor de notas. Le sobraba el tiempo para escribir cuentos y beber ron con sus amigos en tumultuosas tabernas portuarias, esperando la hora del amanecer, cuando goletas de contrabandistas cargadas de putas zarpaban hacia las islas de Aruba y Curazao.

Cosa extraña, en aquella ciudad despreocupada y luminosa, que adora el baile, los reinados de belleza y los partidos de béisbol, tuvo un repentino coup de foudre por los griegos, especialmente por Sófocles, gracias a un amigo de juergas, hoy próspero abogado de aduanas, que los conocía tan bien como los dedos de su mano. Él le hizo también conocer a Kierkegaard y a Claudel.

Después de los griegos, hubo un descubrimiento capital en su formación literaria: los anglosajones de este siglo, muy especialmente Joyce, Virginia Woolf y William Faulkner. Los descubrió gracias a un grupo de locos, de juerguistas descomunales, mordidos por la literatura, que se había formado en Barranquilla, otra ciudad de la costa colombiana del Caribe, adonde se fue a vivir después de Cartagena.

Ciudad extensa e industrial, que ha crecido desordenadamente en medio del polvo y el calor en la desembocadura del río Magdalena, Barranquilla no tiene el encanto de Cartagena; ni el espejo azul de la bahía, ni murallas, ni faroles, ni balcones antiguos, ni fantasmas de marquesas, piratas e inquisidores en penumbrosas casas coloniales. Es una ciudad de aluvión, franca y acogedora, que ha recibido gente de todos los lugares. Franceses evadidos de Cayena que siguieron en su fuga la misma ruta de Papillon; pilotos alemanes derrotados en la Primera Guerra Mundial; judíos escapados de las persecuciones nazis; emigrantes de Italia meridional, sirio-libaneses y jordanos, llegados nadie sabe cómo, una, dos o tres generaciones atrás, fueron fundadores de familias hoy respetables de la ciudad. Exceptuando el fulgurante paréntesis de un carnaval que una vez por año arroja a las calles carrozas llenas de flores y muchachas, y ruidosas comparsas vestidas con flamantes trajes de raso, es en la industria y el comercio donde la gente quema habitualmente sus energías. En aquel mundo de actividades mercantiles y diversiones fáciles, las vocaciones literarias o artísticas están condenadas a una alucinada marginalidad. Allí, más que en cualquier otra parte, escritores y pintores son los anticuerpos del organismo social. Pero, extraña paradoja, quizás por esa misma desesperada situación marginal, los artistas surgen de Barranquilla con más fuerza que en Bogotá, una ciudad que desde la Colonia tiene arrogantes pretensiones culturales.

Aquel grupo de juerguistas desaforados, mordidos por la literatura, que Gabriel encontró en Barranquilla en la proximidad de los años cincuenta, es hoy estudiado muy seriamente en universidades de Europa y de los Estados Unidos, por especialistas de la literatura latinoamericana. Para ellos, García Márquez surge de esta pintoresca familia literaria, llamada «el Grupo de Barranquilla».

Sea válida o no esta filiación tan estricta, lo cierto es que el grupo aquel era uno de los más inquietos y mejor informados del continente. Resultó decisivo en la formación de García Márquez. Compuesto por muchachos muy jóvenes, bebedores, exuberantes, irrespetuosos, típicamente caribes y pintorescos como personajes de Pagnol, no se tomaba en serio a sí mismo. Sólidos amigos entre sí, leían mucho en aquel momento (a Joyce, a Virginia Woolf, a Steinbeck, Caldwell, Dos Passos, Hemingway, Sherwood Anderson, Teodoro Dreiser y al «viejo», como llamaban a Faulkner, su pasión común). Muy a menudo amanecían bebiendo y hablando de literatura en burdeles mitológicos, llenos de pájaros, de plantas y de muchachitas asustadas que se acostaban por hambre, tal como han quedado descritos en Cien años de soledad.

«Aquella fue para mí una época de deslumbramiento —recuerda hoy García Márquez—. De descubrimientos también, no sólo de la literatura sino también de la vida. Nos emborrachábamos hasta el amanecer hablando de literatura. Cada noche aparecían en la conversación por lo menos diez libros que yo no había leído. Y al día siguiente, ellos (sus amigos del grupo) me los prestaban. Los tenían todos… Además, había un amigo librero a quien le ayudábamos a hacer los pedidos. Cada vez que llegaba una caja de libros de Buenos Aires, hacíamos fiesta. Eran los libros de Sudamericana, de Losada, de Sur, aquellas casas magníficas que traducían los amigos de Borges».

El tutor literario del grupo era don Ramón Vinyes, exiliado catalán, ya mayor, que había llegado años atrás a Barranquilla, desalojado de su tierra natal por la derrota republicana y de París por la llegada de los nazis. Don Ramón, que tenía por la literatura el mismo respeto que un militar por las armas, puso orden en aquel desafuero de lecturas. Dejaba que Gabriel y sus amigos se internaran fascinados en las novelas de Faulkner o se extraviaran en las encrucijadas abiertas por Joyce, pero de tiempo en tiempo los llamaba al orden recordándoles a Homero.

Muchos años después, Gabriel pagaría su deuda con el viejo Vinyes, que iría a morir a Barcelona devorado por la nostalgia de Macondo: es el sabio catalán de Cien años de soledad. En realidad, el Macondo de las últimas páginas del libro, no es ya Aracataca, sino Barranquilla, la de aquellos tiempos.

Todavía late en Gabriel cierta nostalgia cuando recuerda su vida deslumbrante y miserable de entonces. La calle del Crimen, con sus bares y prostíbulos; un bar, el Happy, que ellos quebraron firmando vales, y otro más, muy famoso, La Cueva, que reunía frente a una misma barra cazadores, pescadores de sábalos y mordidos por la literatura. Barrios y noches que no acababan nunca.

Recuerda a veces el hotel de putas donde vivía. Cuando no tenía dinero para pagar su cuarto por una noche, dejaba al portero en consignación los originales de la novela que estaba escribiendo. «Aquel hotel —cuenta él hoy— era muy grande y con cuartos de tabiques de cartón, en los cuales se escuchaban los secretos de los cuartos vecinos. Yo reconocía las voces de muchos funcionarios del alto gobierno, y me enternecía comprobar que la mayoría no iba para hacer el amor sino para hablarles de sí mismos a sus compañeras de ocasión. Como yo era periodista mi horario de vida era el mismo de las putas, todos nos levantábamos al mediodía y nos reuníamos a desayunar juntos».

Fue por aquella época cuando se encontró un trabajo como vendedor de enciclopedias y libros de medicina en los pueblos de la Goajira, la península de arenales ardientes de sus antepasados maternos. No vendía nada, pero en las noches de soledad y mucho calor, alojado en hoteles de camioneros y viajantes de comercio, su compañía más fiel era una dama inglesa que adoraba en secreto: Virginia Woolf.

Hoy él asegura que La señora Dalloway le dio las pistas para escribir su primera novela. De manera consciente, así debió ser. Pero, en realidad, no sólo la aristocrática y al parecer virginal señora Woolf estaba a su lado, cuando se sentó a la máquina para escribir La hojarasca. También estaban los otros autores que habían contribuido a su formación literaria: los libros de Salgari y Julio Verne con los que había engañado la soledad del internado; los poetas, sus amados poetas, leídos en los tranvías de vidrios azules que rodaban lentos en las abrumadoras tardes del domingo bogotano, Kafka y los novelistas rusos y franceses descubiertos en su pensión de estudiante; los griegos estudiados en Cartagena, a treinta grados a la sombra; los norteamericanos e ingleses que sus amigos de Barranquilla le revelaban entre dos botellas de cerveza, en bares y burdeles.

Así pues, cuando regresó de aquel viaje realizado con su madre a Aracataca, no sólo tenía algo que decir; a fuerza de convivir con tantos autores, a lo largo de una adolescencia y de una primera juventud de soledad y búsqueda, sabía también cómo decirlo.