—Mi recuerdo más vivo y constante no es el de las personas, sino el de la casa misma de Aracataca donde vivía con mis abuelos. Es un, sueño recurrente que todavía persiste. Más aún: todos los días de mi vida despierto con la impresión, falsa o real, de que he soñado que estoy en esa casa. No que he vuelto a ella, sino que estoy allí, sin edad y sin ningún motivo especial, como si nunca hubiera salido de esa casa vieja y enorme. Sin embargo, aun en el sueño, persiste el que fue mi sentimiento predominante durante toda aquella época: la zozobra nocturna. Era una sensación irremediable que empezaba siempre al atardecer, y que me inquietaba aun durante el sueño hasta que volvía a ver por las hendijas de las puertas la luz del nuevo día. No logro definirlo muy bien, pero me parece que aquella zozobra tenía un origen concreto, y es que en la noche se materializaban todas las fantasías, presagios y evocaciones de mi abuela. Esa era mi relación con ella: una especie de cordón invisible mediante el cual nos comunicábamos ambos con un universo sobrenatural. De día, el mundo mágico de la abuela me resultaba fascinante, vivía dentro de él, era mi mundo propio. Pero en la noche me causaba terror. Todavía hoy, a veces, cuando estoy durmiendo solo en un hotel de cualquier lugar del mundo, despierto de pronto agitado por ese miedo horrible de estar solo en las tinieblas, y necesito siempre unos minutos para racionalizarlo y volverme a dormir. El abuelo, en cambio, era para mí la seguridad absoluta dentro del mundo incierto de la abuela. Sólo con él desaparecía la zozobra, y me sentía con los pies sobre la tierra y bien establecido en la vida real. Lo raro, pensándolo ahora, es que yo quería ser el abuelo —realista, valiente, seguro—, pero no podía resistir a la tentación constante de asomarme al mundo de la abuela.
—Háblame de tu abuelo. ¿Quién era, cómo fue la relación con él?
—El coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, que era su nombre completo, es tal vez la persona con quien mejor me he entendido y con quien mejor comunicación he tenido jamás, pero a casi cincuenta años de distancia tengo la impresión de que él nunca fue consciente de eso. No sé por qué, pero esta suposición, que surgió en mí por los tiempos de mi adolescencia, me ha resultado siempre traumática. Es como una frustración, como si estuviera condenado para siempre a vivir con una incertidumbre que debía ser aclarada, y que ya no lo será nunca, porque el coronel murió cuando yo tenía ocho años. No lo vi morir, porque yo estaba en otro pueblo por esos días, lejos de Aracataca, y ni siquiera me dieron la noticia de un modo directo, sino que la oí comentar en la casa donde estaba. Recuerdo que no me causó ninguna impresión. Pero en toda mi vida de adulto, cada vez que me ocurre algo, sobre todo cada vez que me sucede algo bueno, siento que lo único que me falta para que la alegría sea completa, es que lo sepa el abuelo. De modo que todas mis alegrías de adulto han estado y seguirán estando para siempre perturbadas por ese germen de frustración.
—¿Hay algún personaje de tus libros que se parezca a él?
—El único personaje que se parece a mi abuelo es el coronel sin nombre de La hojarasca. Más aún: es casi un calco minucioso de su imagen y su carácter, aunque tal vez esto sea muy subjetivo, porque no está descrito en la novela y es muy probable que el lector tenga de él una imagen distinta de la mía. Mi abuelo había perdido un ojo de una manera que siempre me pareció demasiado literaria para ser contada: estaba contemplando desde la ventana de su oficina un hermoso caballo blanco, y de pronto sintió algo en el ojo izquierdo, se lo cubrió con la mano, y perdió la visión sin dolor. Yo no recuerdo el episodio, pero lo oí contar de niño muchas veces, y mi abuela decía siempre al final: «Lo único que le quedó en la mano fueron las lágrimas». Ese defecto físico está traspuesto en el personaje de La hojarasca: el coronel es cojo. No recuerdo si lo digo en la novela, pero siempre he pensado que el problema de esa pierna surgió de una herida de guerra. La guerra civil de los Mil Días, que fue la última de Colombia en los primeros años de este siglo, y en la cual mi abuelo obtuvo el grado de coronel revolucionario del lado del partido liberal.
El recuerdo más impresionante que tengo, de mi abuelo tiene que ver con eso: poco antes de su muerte, no sé por qué motivo, el médico le estaba haciendo un examen en la cama, y de pronto se detuvo ante una cicatriz que tenía muy cerca de la ingle. Mi abuelo le dijo: «Eso es un balazo». Muchas veces me había hablado de la guerra civil, y de ahí surgió el interés que aparece en todos mis libros por ese episodio histórico, pero nunca me había dicho que aquella cicatriz era causada por una bala. Cuando se lo dijo al médico, para mí fue como la revelación de algo legendario y heroico.
—Siempre creí que el coronel Aureliano Buendía se parecía a tu abuelo…
—No, el coronel Aureliano Buendía es el personaje opuesto a la imagen que yo tengo de mi abuelo. Este era rechoncho y sanguíneo, y era además el comilón más voraz que recuerde y el fornicador más desaforado, según supe mucho más tarde. El coronel Buendía, en cambio, no sólo responde más bien a la estampa huesuda del general Rafael Uribe Uribe, sino que tiene su misma tendencia a la austeridad. Nunca vi a Uribe Uribe, por supuesto, pero mi abuela contaba que antes de mi nacimiento pasó por Aracataca y estuvo en la oficina de mi abuelo con otros veteranos de sus guerras, tomando cerveza. La visión que mi abuela tenía de él, es igual a la descripción que hizo Adelaida, la esposa del coronel de La hojarasca, cuando vio por primera vez al médico francés, y quien, según ella misma lo dice en la novela, se le pareció a un militar. No está dicho, pero en mi fuero interno yo sé que ella creía que era el general Uribe Uribe.
—¿Cómo ves la relación que has tenido con tu madre?
—El distintivo de mi relación con mi madre, desde muy niño, ha sido el de la seriedad. Es tal vez la relación más seria que he tenido en mi vida, y creo que no existe nada que ella y yo no podamos decirnos ni ningún tema que no podamos tratar, pero casi siempre lo hemos hecho, más que con un sentido de intimidad, con un cierto rigor que casi podría considerarse profesional. Es una concepción difícil de explicar, pero es así. Tal vez esto se debe a que empecé a vivir con ella y con mi padre cuando ya yo tenía uso de razón —después de que murió mi abuelo—, y mi entrada en la casa debió ser para ella como la de alguien con quien podía entenderse, en medio de sus hijos numerosos, todos menores que yo, y quien la ayudaba a pensar los problemas domésticos, que eran muy arduos y nada gratos, dentro de una pobreza que en cierto momento llegó a ser extrema. Además, nunca tuvimos ocasión de vivir bajo el mismo techo por mucho tiempo continuo, porque a los pocos años, cuando yo cumplí doce, me fui para el colegio, primero en Barranquilla y después en Zipaquirá, y desde entonces hasta hoy sólo nos hemos visto en visitas breves, primero durante las vacaciones escolares, y después cada vez que voy a Cartagena, que nunca es más de una vez al año y nunca por más de quince días. Esto, sin remedio, crea una cierta distancia en el trato, un cierto pudor que encuentra su expresión más confortable en la seriedad. Ahora bien: desde hace unos doce años, cuando empecé a tener recursos para hacerlo, la llamo por teléfono todos los domingos a la misma hora, desde cualquier parte del mundo, y las muy pocas veces en que no lo he hecho ha sido por imposibilidades técnicas. No es que yo sea buen hijo, como se dice, ni mejor que cualquier otro, sino que siempre he considerado que esa llamada dominical forma parte de la seriedad de nuestras relaciones.
—¿Es cierto que ella descubre fácilmente las claves de tus novelas?
—Sí, de todos mis lectores, ella es el que en realidad tiene más instinto, y desde luego mejores datos para identificar en la vida real a los personajes de mis libros. No es fácil, porque casi todos mis personajes son como rompecabezas armados con piezas de muchas personas distintas, y por supuesto con piezas de mí mismo. El mérito de mi madre es que ella tiene en este terreno la misma destreza que tienen los arqueólogos cuando logran reconstruir un animal prehistórico completo a partir de una vértebra encontrada en una excavación. Leyendo mis libros, ella elimina por puro instinto las piezas añadidas, y reconoce la vértebra primaria y esencial en torno de la cual yo construí el personaje. A veces, cuando está leyendo, uno le oye decir: «Ay, mi pobre compadre, aparece aquí como si fuera marica». Yo le digo que no es cierto, que aquel personaje no tiene nada que ver con su compadre, pero lo digo por decir algo, porque ella sabe que yo sé que ella sabe.
—¿Cuál de tus personajes femeninos se parece a ella?
—Ninguno, antes de la Crónica de una muerte anunciada, está basado en mi madre. El carácter de Úrsula Iguarán, en Cien años de soledad, tiene algunos rasgos de ella, pero tiene muchos más de muchas otras mujeres que he conocido en la vida. En realidad, Úrsula es para mí la mujer ideal, en el sentido de que es el paradigma de la mujer esencial, tal como yo la concibo. Lo que resulta sorprendente es la verdad contraria: que a medida que mi madre envejece se parece más a la imagen totalizadora que yo tenía de Úrsula, y la evolución de su carácter se acentúa en ese sentido. Por eso su actuación en la Crónica podría parecer una repetición del personaje de Úrsula. Y sin embargo, no es así: es un retrato fiel de mi madre, tal como yo lo veo, y por eso está allí con su nombre propio. El único comentario que ella hizo al respecto, fue cuando se vio con su segundo nombre: Santiaga. «Ay, Dios mío —exclamó—, me he pasado toda la vida tratando de ocultar ese nombre tan feo, y ahora se va a conocer en todo el mundo y en todos los idiomas…».
—Nunca hablas de tu padre. ¿Cómo lo recuerdas? ¿Cómo lo ves hoy?
—Cuando cumplí treinta y tres años, tomé conciencia de pronto de que esa era la edad de mi padre cuando lo vi entrar por primera vez en la casa de mis abuelos. Lo recuerdo muy bien, porque era el día de su cumpleaños, y alguien dijo: «Cumples la edad de Cristo». Era un hombre esbelto, moreno, dicharachero y simpático, con un vestido entero de dril blanco y un sombrero canotier. Un perfecto caribe de los años treinta. Lo raro es que ahora tiene ochenta años, muy bien llevados en todo sentido, y no logro verlo como es en realidad, sino como lo vi aquella primera vez en casa de mis abuelos. Hace poco, él le dijo a un amigo que yo me creía como esos pollos que, según dicen, son engendrados sin la participación del gallo. Lo decía de muy buen modo y con su buen sentido del humor, como un reproche porque yo siempre hablo de mis relaciones con mi madre, y pocas veces hablo de él. Tiene razón. Pero el motivo real de esa exclusión es que lo conozco muy poco, y en todo caso mucho menos que a mi madre. Sólo ahora, cuando ya casi tenemos la misma edad, como le digo a veces, hemos establecido una comunicación tranquila. Creo tener una explicación. Cuando llegué a vivir con mis padres, a los ocho años, yo llevaba una imagen paterna muy bien sentada: la imagen del abuelo. Y mi padre es no sólo muy distinto del abuelo, sino casi todo lo contrario. Su carácter, su sentido de la autoridad, su concepción general de la vida y de su relación con los hijos eran por completo diferentes. Es muy probable que yo, a la edad que tenía entonces, me hubiera sentido afectado por aquel cambio tan brusco. El resultado fue que nuestras relaciones hasta mi adolescencia fueron para mí muy difíciles, y siempre por culpa mía: nunca me sentía seguro de cuál debía ser mi comportamiento ante él, no sabía cómo complacerlo, y él era entonces de una severidad que yo confundía con la incomprensión. Sin embargo, creo que ambos lo resolvimos muy bien, porque nunca, en ningún momento y por ningún motivo, tuvimos un tropiezo serio.
En cambio, creo que muchos elementos de mi vocación literaria me vienen de él, que escribió versos en su juventud, y no siempre clandestinos, y que tocaba muy bien el violín cuando era el telegrafista de Aracataca. Le ha gustado siempre la buena literatura, y es un lector tan voraz, que cuando uno llega a la casa no tiene que preguntar dónde está, porque todos lo sabemos: está leyendo en su dormitorio, que es el único lugar tranquilo en una casa de locos, donde no se sabe nunca cuántos seremos en la mesa, porque hay una incontable población flotante de hijos y nietos y sobrinos, que entramos y salimos a toda hora, y cada uno con su tema propio. Mi padre siempre está leyendo todo lo que le cae en las manos: los mejores autores literarios, todos los periódicos, todas las revistas, folletos de propaganda, manuales de refrigeradores, lo que sea. No conozco a nadie más mordido por el vicio de la lectura. Por lo demás, nunca se ha tomado una gota de alcohol ni se ha fumado un cigarrillo, pero ha tenido dieciséis hijos conocidos y no sabemos cuántos desconocidos, y ahora, con los ochenta años más fuertes y lúcidos que conozco, no parece dispuesto a cambiar sus costumbres, sino todo lo contrario.
—Todos tus amigos sabemos el papel que ha jugado en tu vida Mercedes. Cuéntame dónde la conociste, cómo te casaste con ella y sobre todo cómo has logrado eso tan raro que es un matrimonio feliz.
—A Mercedes la conocí en Sucre, un pueblo del interior de la costa Caribe, donde vivieron nuestras familias durante varios años, y donde ella y yo pasábamos nuestras vacaciones. Su padre y el mío eran amigos desde la juventud. Un día, en un baile de estudiantes, y cuando ella tenía sólo trece años, le pedí sin más vueltas que se casara conmigo. Pienso ahora que la proposición era una metáfora para saltar por encima de todas las vueltas y revueltas que había que hacer en aquella época para conseguir novia. Ella debió entenderlo así, porque seguimos viéndonos de un modo esporádico y siempre casual, y creo que ambos sabíamos sin ninguna duda que tarde o temprano la metáfora se iba a volver verdad. Como se volvió, en efecto, unos diez años después de inventada, y sin que nunca hubiéramos sido novios de verdad, sino una pareja que esperaba sin prisa y sin angustias algo que se sabía inevitable. Ahora estamos a punto de cumplir veinticinco años de casados, y en ningún momento hemos tenido una controversia grave. Creo que el secreto está en que hemos seguido entendiendo las cosas como las entendíamos antes de casarnos. Es decir, que el matrimonio, como la vida entera, es algo terriblemente difícil que hay que volver a empezar desde el principio todos los días, y todos los días de nuestra vida. El esfuerzo es constante, e inclusive agotador muchas veces, pero vale la pena. Un personaje de alguna novela mía lo dice de un modo más crudo: «También el amor se aprende».
—¿Algún personaje tuyo está inspirado en ella?
—Ningún personaje de mis novelas se parece a Mercedes. Las dos veces que aparece en Cien años de soledad es ella misma, con su nombre propio y su identidad de boticaria, y lo mismo ocurre las dos veces en que interviene en la Crónica de una muerte anunciada.
Nunca he podido ir más lejos en su aprovechamiento literario, por una verdad que podría parecer una boutade, pero que no lo es: he llegado a conocerla tanto que ya no tengo la menor idea de cómo es en realidad.
—Tus amigos: ¿Qué representan ellos en tu vida? ¿Has logrado conservar todas tus amistades de juventud?
—Algunas se me han ido quedando regadas en el camino, pero las esenciales en mi vida han sobrevivido a todas las tormentas. No ha sido por casualidad, sino todo lo contrario: yo me he cuidado, en cada minuto de mi vida y en cualquier circunstancia, de que así sea. Está en mi carácter, y ya lo he dicho en muchas entrevistas: nunca, en ninguna circunstancia, he olvidado que en la verdad de mi alma no soy nadie más ni seré nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca. En los últimos quince años, cuando la fama me ha caído encima como algo no buscado e indeseable, mi trabajo más difícil ha sido la preservación de mi vida privada. Lo he logrado, más restringida y vulnerable que antes, pero lo suficiente para que quepa en ella lo único que a fin de cuentas me interesa de veras en la vida, que son los afectos de mis hijos y de mis amigos. Viajo mucho por el mundo, pero siempre el interés primordial de esos viajes es encontrarme con mis amigos de siempre, que además no son muchos. En realidad, el único momento de la vida en que me siento ser yo mismo, es cuando estoy con ellos. Siempre en grupos muy pequeños, ojalá no más de seis cada vez, pero mejor si somos cuatro. Si yo los escojo para la reunión es siempre mejor, porque una de las cosas que sé muy bien es reunir a los amigos según sus afinidades, de modo que no haya ninguna tensión en el grupo. Esto, por supuesto, me lleva mucho tiempo, pero lo encuentro siempre, porque es mi tiempo esencial. Los muy pocos que he perdido en el camino ha sido siempre por la misma razón: porque no entendieron que mi situación es muy difícil de manejar, y está amenazada por el riesgo constante de accidentes y errores que pueden afectar por un instante una vieja amistad. Pero si un amigo no entiende esto, con el dolor de mi alma, se acabó para siempre: un amigo que no entiende, simplemente, no es tan bueno como uno creía. En cuanto a sexos, no hago distinción en este terreno, pero siempre he tenido la impresión de entenderme mejor con las mujeres que con los hombres. En todo caso yo me considero el mejor amigo de mis amigos, y creo qué ninguno de ellos me quiere tanto como quiero yo al amigo que quiero menos.
—Tienes una magnífica relación con tus dos hijos. ¿Cuál es la fórmula?
—Mis relaciones con mis hijos son excepcionalmente buenas, como tú dices, por lo mismo que te he dicho de la amistad. Por muy consternado, desbordado, distraído o cansado que esté, siempre he tenido tiempo para hablar con mis hijos, para estar con ellos desde que nacieron. En nuestra casa, desde que nuestros hijos tienen uso de razón, todas las decisiones se discuten y se resuelven de común acuerdo. Todo se maneja con cuatro cabezas. No lo hago por sistema, ni porque piense que es un método mejor o peor, sino porque descubrí de pronto, cuando mis hijos empezaron a crecer, que mi verdadera vocación es la de padre: me gusta serlo, la experiencia más apasionante de mi vida ha sido la de ayudar a crecer a mis dos hijos, y creo que lo que he hecho mejor en la vida no son mis libros sino mis hijos. Son como dos amigos nuestros, pero criados por nosotros mismos.
—¿Compartes tus problemas con ellos?
—Si mis problemas son grandes, trato de compartirlos con Mercedes y mis hijos. Si son muy grandes, es probable que recurra además a algún amigo que pueda ayudarme con sus luces. Pero si son demasiado grandes no los consulto con nadie. En parte por pudor, y en parte por no pasarles a Mercedes y a mis hijos, y eventualmente a algún amigo, una preocupación adicional. De modo que me los trago solo. El resultado, por supuesto, es una úlcera del duodeno que funciona como un timbre de alarma, y con la cual he tenido que aprender a vivir, como si fuera una amante secreta, difícil y a veces dolorosa, pero imposible de olvidar.