Orígenes

El tren, un tren que luego recordaría amarillo y polvoriento y envuelto en una humareda sofocante, llegaba todos los días al pueblo a las once de la mañana, luego de cruzar las vastas plantaciones de banano. Junto a la vía, por caminos llenos de polvo, avanzaban lentas carretas tiradas por bueyes y cargadas de racimos de bananos verdes, y el aire era ardiente y húmedo, y cuando el tren llegaba al pueblo había mucho calor, y las mujeres que aguardaban en la estación se protegían del sol con sombrillas de colores.

Los vagones de primera clase tenían sillas de mimbre y los de tercera, donde viajaban los jornaleros, rígidos escaños de madera. A veces, enganchado a los otros, venía un vagón de vidrios azules enteramente refrigerado donde viajaban los altos empleados de la compañía bananera. Los hombres que bajaban de aquel vagón no tenían ni las ropas, ni el color mostaza, ni el aire soñoliento de las personas que uno cruzaba en las calles del pueblo. Eran rojos como camarones, rubios y fornidos, y se vestían como exploradores, con cascos de corcho y polainas, y sus mujeres, cuando las traían, parecían frágiles y como asombradas en sus ligeros trajes de muselina.

«Norteamericanos», le explicaba su abuelo, el coronel, con una sombra de desdén, el mismo desdén que asumían las viejas familias del pueblo ante todos los advenedizos.

Cuando Gabriel nació, todavía quedaban rastros de la fiebre del banano que años atrás había sacudido toda la zona. Aracataca parecía un pueblo del lejano oeste, no sólo por su tren, sus viejas casas de madera y sus hirvientes calles de polvo, sino también por sus mitos y leyendas. Hacia 1910, cuando la United Fruit había erigido sus campamentos en el corazón de las sombreadas plantaciones de banano, el pueblo había conocido una era de esplendor y derroche. Corría el dinero a chorros. Según se decía, mujeres desnudas bailaban la cumbia ante magnates que acercaban billetes al fuego para encender sus cigarros.

Esta y otras leyendas similares habían llevado hacia aquel olvidado pueblo de la costa norte de Colombia enjambres de aventureros y prostitutas, «desperdicios de mujeres solas y de hombres que amarraban la mula en un horcón del hotel, trayendo como único equipaje un baúl de madera o un atadillo de ropa».

Para doña Tranquilina, la abuela, cuya familia era una de las más antiguas del pueblo, «aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra del hotel» representaba simplemente «la hojarasca», es decir, los desechos humanos que la riqueza bananera había depositado en Aracataca.

La abuela gobernaba la casa, una casa que luego él recordaría grande, antigua, con un patio donde ardía en las noches de mucho calor el aroma de un jazminero y cuartos innumerables donde suspiraban, a veces los muertos. Para doña Tranquilina, cuya familia provenía de la Goajira, una península de arenales ardientes, de indios, contrabandistas y brujos, no había una frontera muy definida entre los muertos y los vivos. Cosas fantásticas eran referidas por ella como ordinarios sucesos cotidianos. Mujer menuda y férrea, de alucinados ojos azules, a medida que fue envejeciendo y quedándose ciega, aquella frontera entre los vivos y los desaparecidos se hizo cada vez más endeble, de modo que acabó hablando con los muertos y escuchándoles sus quejas, suspiros y llantos.

Cuando la noche —noche de los trópicos, sofocante y densa de olores de nardos y jazmines y rumores de grillos— caía brusca sobre la casa, la abuela inmovilizaba en una silla a Gabriel, entonces un niño de cinco años de edad, asustándolo con los muertos que andaban por allí: con la tía Petra, con el tío Lázaro o con aquella tía Margarita, Margarita Márquez, que había muerto siendo muy joven y muy linda, y cuyo recuerdo habría de arder en la memoria de dos generaciones de la familia. «Si te mueves —le decía la abuela al niño— va a venir la tía Petra que está en su cuarto. O el tío Lázaro».

(Hoy, casi cincuenta años después, cuando García Márquez despierta en plena noche en un hotel de Roma o de Bangkok, vuelve a experimentar, por un instante, aquel viejo terror de su infancia: muertos próximos que habitan la oscuridad).

Aquella casa donde él vivió de niño no era, en realidad, la de sus padres, sino la de sus abuelos maternos. Circunstancias muy especiales habían hecho de él un niño extraviado en un universo de gentes mayores, abrumadas por recuerdos de guerras, penurias y esplendores de otros tiempos. Luisa, su madre, había sido una de las muchachas bonitas del pueblo. Hija del coronel Márquez, un veterano de la guerra civil respetado en toda la región, había sido educada en una atmósfera de severidad y pulcritud, muy castellana por cierto, propia de las viejas familias de la región, que de esta manera marcaban distancias con los advenedizos y forasteros.

Pasando por alto tales distancias, el hombre que vino una tarde a pedir tranquila y ceremoniosamente la mano de Luisa, era uno de aquellos forasteros que suscitaban recelos en la familia. Gabriel Eligio García había llegado a Aracataca como telegrafista, luego de abandonar sus estudios de medicina en la Universidad de Cartagena. Sin recursos para llevar a término su carrera, había decidido asumir aquel destino de empleado público y casarse. Después de pasar revista mentalmente a todas las muchachas del pueblo, decidió pedir la mano de Luisa Márquez: era bonita y muy seria, y de una familia respetable. Así que, obstinado, se presentó a la casa para proponerle matrimonio, sin haberle dicho o escrito antes una sola palabra de amor. Pero la familia se opuso: Luisa no podía casarse con un telegrafista. El telegrafista era oriundo de Bolívar, un departamento de gentes muy estridentes y desenfadadas que no tenían el rigor y la compostura del coronel y su familia. Para colmo, García era conservador, partido contra el cual, a veces con las armas, el coronel había luchado toda su vida.

A fin de distanciarla de aquel pretendiente, Luisa fue enviada con su madre a un largo viaje por otras poblaciones y remotas ciudades de la costa. De nada sirvió: en cada ciudad había una telegrafía, y los telegrafistas, cómplices de su colega de Aracataca, le hacían llegar a la muchacha los mensajes de amor que este le transmitía en código Morse. Aquellos telegramas la seguían a donde fuere, como las mariposas amarillas a Mauricio Babilonia.

Ante tanta obstinación, la familia acabó por ceder. Después del matrimonio, Gabriel Eligio y Luisa se fueron a vivir a Riohacha, una vieja ciudad a orillas del Caribe, en otro tiempo asediada por los piratas.

A petición del coronel, Luisa dio a luz su primer hijo en Aracataca. Y quizá para apagar los últimos rescoldos del resentimiento suscitado por su matrimonio con el telegrafista, dejó al recién nacido al cuidado de sus abuelos. Así fue como Gabriel creció en aquella casa, único niño en medio de innumerables mujeres. Doña Tranquilina, que hablaba de los muertos como si estuviesen vivos. La tía Francisca, la tía Petra, la tía Elvira: todas ellas mujeres, fantásticas, instaladas en sus recuerdos remotos, todas con sorprendentes aptitudes premonitorias y a veces tan supersticiosas como las indias goajiras que componían la servidumbre de la casa. También ellas tomaban lo extraordinario como algo natural. La tía Francisca Simonosea, por ejemplo, que era una mujer fuerte e infatigable, se sentó un día a tejer su mortaja. «¿Por qué estás haciendo una mortaja?», le preguntó Gabriel. «Niño; porque me voy a morir», respondió ella. Y en efecto, cuando terminó la mortaja se acostó en su cama y se murió.

Desde luego, el personaje más importante de la casa era el abuelo de Gabriel. A la hora de las comidas, que congregaban no sólo a todas las mujeres de la casa sino también a amigos y parientes llegados en el tren de las once, el viejo presidía la mesa. Tuerto por causa de un glaucoma, con un apetito sólido, una panza prominente y una vigorosa sexualidad que había dejado su semilla en docenas de hijos naturales por toda la región, el coronel Márquez era un liberal de principios; muy respetado en aquel pueblo. El único hombre que en su vida llegó a injuriarle, había sido muerto por él de un solo disparo.

Muy joven, el coronel había participado en las guerras civiles que liberales federalistas y librepensadores habían librado contra gobiernos conservadores cuyo soporte eran latifundistas, el clero y las fuerzas armadas regulares. La última de estas guerras, iniciada en 1899 y terminada en 1901, había dejado en los campos de batalla cien mil muertos. Toda una juventud liberal, formada en el culto a Garibaldi y al radicalismo francés, que iba a los combates con camisas y banderas rojas, había sido diezmada.

El coronel había alcanzado su título militar combatiendo en las provincias de la costa, donde la guerra había sido especialmente sangrienta, a las órdenes del legendario caudillo liberal, el general Rafael Uribe Uribe. (Algo del carácter y muchos de los rasgos físicos de Uribe serían tomados por García Márquez para componer el personaje del coronel Aureliano Buendía).

Entre el abuelo sexagenario, que seguía reviviendo en el recuerdo los episodios alucinantes de aquella guerra, y su nieto de cinco años —únicos hombres de una familia llena de mujeres— iba a crearse una amistad singular.

Gabriel había de guardar siempre el recuerdo del viejo, la manera patriarcal y reposada como tomaba asiento a la cabecera de la mesa delante del plato donde humeaba el sancocho, en medio del vivaz cotorreo de todas las mujeres de la casa; los paseos que daba con él al atardecer por el pueblo; la forma como a veces se detenía en plena calle, con un repentino suspiro, para confesarle (a él, un niño de cinco años de edad): «Tú no sabes lo que pesa un muerto…».

Gabriel recordaría también las mañanas en que el viejo lo llevaba a las plantaciones para bañarse en alguna de las quebradas que bajaban de la sierra. El agua corriendo rápida y fría y muy clara entre piedras grandes y blancas como huevos prehistóricos, el silencio de las plantaciones, el misterioso palpitar de las cigarras cuando empezaba el calor, y el viejo hablándole siempre de la guerra civil, de los cañones tirados por mulas, los cercos, los combates, los heridos agonizando en las naves de las iglesias, los hombres fusilados en las paredes del cementerio: todo eso quedaría titilando para siempre en las tundras de su memoria.

Los amigos que su abuelo encontraba en el café de don Antonio Dasconti (modelo para el Pietro Crespi de Cien años de soledad) eran como él viejos liberales que habían ganado su grado militar en medio de la pólvora y el fragor de la guerra. Capitanes, coroneles o generales, el recuerdo de aquella contienda feroz seguía ardiendo en sus largas y nostálgicas conversaciones bajo los ventiladores del café, como si nada de lo ocurrido después, incluyendo la fiebre del banano, tuviese importancia en sus vidas.

El viejo y parsimonioso coronel concedía a su nieto la mayor importancia. Le escuchaba, respondía todas sus preguntas. Cuando no sabía contestarle, le decía: «Vamos a ver qué dice el diccionario». (Desde entonces, Gabriel aprendió a mirar con respeto aquel libro polvoriento que contenía la respuesta a tantos enigmas).

Cada vez que un circo levantaba su carpa en el pueblo, el viejo llevaba al niño de la mano para enseñarle gitanos, trapecistas y dromedarios; y alguna vez hizo abrir para él una caja de pargos congelados para revelarle el misterio del hielo.

A Gabriel le fascinaba ir con su abuelo hasta los linderos de la compañía bananera. Al otro lado de las mallas de alambre que cercaban el campamento, todo parecía limpio y refrigerado y sin relación alguna con el polvo y el calor abrasador del pueblo. Piscinas de aguas azules con mesitas y parasoles alrededor; campos de grama muy verde, que parecían tomados de una estampa de Virginia; muchachas jugando al tenis: un mundo de Scott Fitzgerald, en pleno corazón del trópico.

Al atardecer, aquellas muchachas norteamericanas vestidas todavía a la moda de los años veinte, que uno habría podido situar en el Montparnasse de los años locos o en el vestíbulo del hotel Plaza de Nueva York, salían en automóvil para dar una vuelta por las ardientes calles de Aracataca. El auto era descapotable, y ellas, frágiles y alegres y como inmunes al calor en sus vaporosos trajes de muselina blanca, iban sentadas en medio de dos inmensos perros lobos. Miradas soñolientas las seguían desde los umbrales, a través del polvo que levantaba el vehículo.

El polvo aquel, las muchachas, el auto descapotable recorriendo las calles del atardecer; los viejos militares derrotados y el abuelo recordando siempre sus guerras; las tías tejiendo sus propias mortajas; la abuela hablando con sus muertos, y los muertos suspirando en las alcobas; el jazminero del patio, y los trenes amarillos cargados de bananos, y las quebradas de agua fresca corriendo en la sombra de las plantaciones y los alcaravanes de la madrugada: todo ello se lo llevaría el viento, como el viento se lleva a Macondo en las últimas páginas de Cien años de soledad.

La muerte del abuelo, cuando Gabriel tenía ocho años de edad, fue el fin de su primera infancia; el fin de Aracataca también. Enviado a la remota y brumosa capital del país, en el altiplano, él no volvería a su pueblo sino tiempo después de haber abandonado su carrera de derecho, y sólo de manera fugaz, para encontrar la desolación de lo que había dejado de ser, irremediablemente.

Venía con su madre para vender la casa que había sido de su abuelo. En la decrépita estación, en otro tiempo llena de gentes y sombrillas de colores, no había nadie, de modo que apenas el tren los dejó en el reverberante silencio del mediodía, acribillado por el canto desolado de las chicharras, reanudó su marcha como si hubiese pasado por un pueblo fantasmal. Todo parecía ruinoso y abandonado, devorado por el calor y el olvido. El polvo de los años había caído sobre las viejas casas de madera y los escuálidos almendros de la plaza.

A medida que avanzaban por la desolación de las calles, Gabriel y su madre, sobrecogidos, intentaban ubicar en aquel andrajoso escenario el recuerdo remoto de aquellos tiempos de animación y derroche que habían alcanzado a vivir. Reconocían apenas lugares y casas, sin entender como habían podido albergar en otro tiempo familias respetables, de mujeres vestidas con olanes y austeros generales de pobladas patillas.

La primera amiga que la madre encontró (estaba en la penumbra de un cuarto, sentada frente a una máquina de coser) no pareció reconocerla en el primer instante. Así que las dos mujeres se observaron como tratando de encontrar tras su apariencia cansada y madura el recuerdo de las muchachas lindas y risueñas que habían sido.

La voz de la amiga sonó triste y como sorprendida:

—Comadre —exclamó, levantándose.

Las dos se abrazaron y rompieron a llorar al tiempo.

«Allí, de aquel reencuentro, salió mi primera novela», dice García Márquez.

Su primera novela y probablemente todas las que vendrían después.