Escribí tu nombre y el de la ciudad alemana donde naciste. Me percaté de que estaba usando una hoja del bloc que Vinner me había dado. Nunca hasta entonces las huellas de tu pasado me habían parecido tan insignificantes y tan fáciles de borrar. Recordé que, varios años atrás, al hablar de ese pasado, empleaste un tono que parecía lamentar la fragilidad de todos los testimonios:

—Algún día habrá que decir la verdad…

La verdad estaba ahí, en esa hoja, un mensaje sin destinatario, sin posibilidad de convencer. Como todas esas sombras que guardamos en nosotros. Ese soldado ante las alambradas, la mano que palpa su cara arrancada por un fragmento de granada. Esa pareja en su refugio de la montaña, rodeado por hombres armados…

Un ruido de pasos que se deslizan por el pasillo y se detienen ante mi puerta —¿será una enfermera?, ¿un enviado de Vinner?, (se trata de un pensamiento inquieto e inextinguible hasta la muerte por instinto de supervivencia)— me recordó inútilmente la brevedad de la prórroga. Este tiempo amenazado me parecía ahora de manera extraña largo, casi infinito. Suficiente para decir la verdad, sin más destinatarios que tú. Para decirla sin necesidad de defender, de justificar, de convencer. Era simple, independiente de las palabras, del tiempo que me restaba de vida, de lo que los demás pensarían de ella. Esa verdad respondía a una vieja frase de un orgullo y una humildad que siempre me gustaron: «Sólo se me ha pedido que os lo diga, no que os obligue a creerlo». No es que pensara en ella, es que la veía.

Veía al soldado recién caído, con una mano en el rostro partido. No lo veía en el momento de su muerte, sino en la primera claridad de una mañana que ya no pertenecía a su vida, pero que aún era su vida, el sentido mismo de su vida. Lo veía sentado junto a otros soldados en los asientos del furgón militar. Sus miradas seguían la carretera a través de la lona levantada. No hablaban. Tenían los semblantes serios y como iluminados por un gran dolor finalmente superado. Sus guerreras descoloridas por el sol no llevaban condecoraciones, aunque conservaban a la altura del pecho las huellas más oscuras dejadas por las medallas arrancadas… El camión atravesó las afueras de una gran ciudad que aún dormía y se detuvo en una calle envuelta en penumbra. El soldado saltó a tierra, saludó a sus camaradas, los siguió con la mirada hasta que volvió la esquina. Luego se ajustó la bolsa a la espalda y cruzó el porche de una casa. En el patio, en ese pozo de piedra de paredes sonoras, levantó los ojos: sólo un árbol parecía despierto en ese amanecer y, por encima de su ramaje de pálidas hojas, brillaba una lámpara en la ventana.

La verdad del regreso del soldado era indemostrable, pero para mí poseía la fuerza de una apuesta mortal. Si carecía de sentido, nada lo tendría.

También veía, dentro de mí y muy lejos de mí a la vez, a ese hombre y a esa mujer inmóviles en la noche, a orillas de una corriente de agua. Las montañas cortaban con sus contornos la sonora transparencia del aire. El flujo del río arrastraba las estrellas, las situaba a la sombra de las rocas, al abrigo de las olas. El hombre se volvió, miró con tranquilidad la puerta entreabierta de una casa de madera, el resplandor del fuego moderado entre las pesadas piedras del hogar y la espigada llama de esa vela, vertical sobre un fragmento de piedra en medio de la estancia.

No era un recuerdo, ni un minuto vivido. Sencillamente sabía que un día sería así, que era así, que esa pareja ya vivía en el silencio de esa noche.

¿Sabes?, pronto me iré. Pero antes de marchar tendré tiempo de decirte lo esencial. Ese día de invierno que tengo ante mis ojos y que una parte de mí empieza a vivir. Una jornada apagada, atravesada por una lenta precipitación de copos de nieve. Algún día todo será como ese instante de invierno. Aparecerás en medio del sueño nevado de los árboles, a orillas de un lago helado. Empezarás a caminar por ese hielo aún frágil; sentiré cada una de tus pisadas como una mezcla de intenso dolor y de alegría. Caminarás hacia mí y me dejarás reconocerte a cada paso. Al acercarte me enseñarás un puñado de bayas que llevas en la mano, tardías, encontradas bajo la nieve. Amargas y heladas. Los peldaños congelados de la escalinata de madera crujirán como no lo habían hecho desde hacía una eternidad. En la casa quitaré la cadena del reloj de péndulo para deshacer el nudo. Aunque no necesitaremos sus horas.