Por la noche en el hospital saqué de mi bolsa de viaje la carpeta con el bloc de papeles que Vinner me había entregado. Y el periódico inglés —la foto de Chakh, la leyenda: MUERE UNO DE LOS DIRIGENTES DE LA RED NUCLEAR. Esa foto, esa estúpida leyenda. Eso es lo que quedaría de su vida.

Al abrir la carpeta encontré un negativo que Vinner debió deslizar como señuelo. Lo estudié, y lo reconocí… Tú y yo pasamos hace tiempo dos semanas juntos en Rusia, después de más de tres años en el extranjero. Era febrero, cuando la abundancia de luz ya pregona la llegada de la primavera. Embriagados por esos días de sol, creimos por un momento poder vivir una vida como los demás, con la apacible acumulación de recuerdos, cartas, fotos. Compré una cámara y para probarla hice un primer intento con el objetivo apuntando hacia abajo. Y el resultado fue esa extraña fotografía: el suelo nevado, un tramo de una vieja cerca de madera, y dos sombras sobre la superficie blanca que te cegaba a causa del sol. No guardamos ninguna de las fotos tomadas durante esas dos semanas, pues nos habrían traicionado en caso de registro. Sin embargo, esa imagen, sin referencias ni fecha, indescifrable para los demás, viajaba con nosotros (a veces la usabas como punto de lectura).

«La única huella de su vida». Acallé ese pensamiento incluso antes de haberlo formulado. Demasiado tarde, pues la verdad se imponía inexorable. En breve todo se resumiría en esa imagen de invierno donde sólo yo podía discernir tus rasgos o adivinar uno de los días de tu vida.

De pronto, mi propia muerte, que para Vinner no era más que una cuestión de organización, adquirió un matiz diferente al juego de rastreo y caza. Me percaté con estupor de que yo sería el último en poder hablar de ti, decir tu verdadero nombre, hacerte existir entre los vivos, aunque sólo fuera por el insignificante recuerdo del pasado.

Emprendí una búsqueda febril de los fragmentos de nuestra vieja vida, trozos de ciudades, de cielos, de alegrías. Tal como surgían se desvanecían rápidamente al tacto de la memoria. Necesitaba un hecho más sólido, una parcela de ti que impusiera su evidencia. Pensaba en algo similar a una fe de vida, con inútil aunque irrefutable información administrativa, como el lugar y la fecha de nacimiento…

Lugar y fecha de nacimiento… Me repetía esos datos que supuestamente mantendrían tu vida al borde del olvido, y recordaba el momento en que los aprendí. Un día lluvioso en Alemania. Nuestro viaje me exasperaba por su ausencia de objetivo hasta que surgió el objetivo. Tus palabras.

Fue unos meses antes de que terminara nuestra vida nómada de tantos años… Me indicaste una ciudad perteneciente, por poco tiempo ya, a la Alemania del Este. Iniciamos el viaje y franqueamos esa frontera que en breve desaparecería. El contraste seguía visible: «Ha saltado un torniquete», pensaba, «y ahora las ventajas occidentales se van a difundir por el miembro largamente comprimido. Las ventájas, o quizás el veneno. Posiblemente las dos cosas a la vez». Ya se observaba el principio de ese transvase. Empezaban a rehacerse carreteras, se remozaban las fachadas. Pero la lluvia de ese día escamoteaba los cambios bajo la tristeza del otoño, y entremezclaba las dos Alemanias en la misma pregunta: «¿Cómo pueden vivir en esas pequeñas ciudades, oscuras y húmedas, que ya duermen a las seis de la tarde?». Pasé por una calle y a través de una ventana que daba a un sucio y ruidoso cruce pude ver por un instante una cortina de impecable tul blanco, una planta con flores, una multitud de pequeños jarrones y figuritas de porcelana, a tres metros escasos de enormes camiones que rugían y subían con esfuerzo un viaducto. Más allá unos hombres vestidos de traje folclórico se agolpaban en la escalera de bajada de una cervecería, en una algarabía de risas y música de estridentes y alegres sonidos.

Cada vez me resultaba más pesada esa carrera hacia el Este. Antes de salir apenas me explicaste que debíamos contactar con alguien en una de esas ciudades que ansiaba atravesar. Por su fealdad y la pobre desnudez de los bosques nuestra misión se hacía anticipadamente incierta, se fundía en el aire lúgubre de ese día lluvioso. Una misión absurda como todo nuestro trabajo de ese momento, pensé al recordar mi primera visita a Berlín, aún dividida por el muro. Tu silencio me pesaba, era el silencio del que sabe adonde va. Y entre las cortinas de tul y la batahola folclórica me dirigí a ti con simulada ironía:

—Sé que últimamente tú y Chakh desconfiáis de mí. ¡Qué atrevimiento el mío dudar de la utilidad de nuestra heroica actividad! Pero aún a riesgo de hundirme bajo vuestras sospechas, creo tener el derecho de saber por qué estamos en este poblacho perdido e inmundo.

Con ese tono quería provocar de nuevo una explicación clara, hacerte confesar las dudas que adivinaba en ti. Me miraste con aire de no entender y sólo me contestaste:

—No sé… —Y ante mi desconcierto, que logró sacarte de tu ensimismamiento, añadiste—: Buscamos el lugar exacto donde nací. No debe de estar muy lejos. Quizás a la salida de este pueblo. Se ha construido mucho desde entonces. He pensado que podría interesarte, y como aún nos quedan tres horas… Debe de ser por aquí, debajo de esas naves. Bonito lugar para nacer. ¿Vamos?

Nos hallábamos en los límites de un extrarradio de naves con techos de uralita y un terreno de hierba agostada junto al cual aparqué el coche. Anduvimos un poco. Caían chuzos, y al mirar los campos grises que había detrás de las naves me hablaste de ese largo día de sol, de un bonito día de marzo de 1945.

Era la misma carretera, antaño más estrecha y hundida por las orugas de los carros. El vapor tibio que subía de los campos deslumbrados por el sol se mezclaba con la brisa procedente de los montones de nieve a cobijo entre los matorrales. No había nadie: los alemanes habían reculado durante la noche, el grueso de las tropas rusas estaba retenido por combates más al norte y aparecería por esa carretera por la tarde. En ese momento sólo se adivinaban dos nubes de polvo, dos grupos de civiles que avanzaban con dificultad el uno hacia el otro. Uno de ellos, unas veinte personas formadas en una fila vacilante, se dirigía hacia el oeste. El otro, más compacto y menos aquejado de cansancio, caminaba hacia el este. Los primeros eran supervivientes de un campo clausurado por la proximidad de los rusos, y los trasladaban, antes incluso de que amaneciese, hacia una estación de trenes desde donde los enviarían hacia el interior del país. Cuando estaban a medio camino, los guardas que los vigilaban se enteraron de que el enemigo había atacado la estación. Entonces abandonaron a los prisioneros y huyeron. Los prisioneros no cambiaron la dirección de su marcha, sólo aminoraron el paso… Los segundos, que se dirigían hacia el este, mujeres jóvenes y adolescentes, formaban parte de la mano de obra saqueada de los territorios soviéticos ocupados para enviarla a Alemania. Esas jóvenes trabajaban antes para los campesinos que, al intuir el final de la guerra, se deshicieron de sus siervos y también huyeron ante la ofensiva rusa… Una de las mujeres estaba embarazada de su señor, que se había rebajado a yacer con la raza inferior. Caminaba con los dedos entrelazados bajo su enorme vientre, dejando tras de sí un lamento ininterrumpido.

Ambos grupos se aproximaron en un cruce de carreteras, se detuvieron y se examinaron en silencio. Hacía sólo unos minutos que las jóvenes que marchaban en dirección este pensaban haber llegado al límite extremo de la desgracia: un día tras otro de marcha, sin comida, aguantando el intenso frío nocturno, la ráfaga de disparos de esa misma mañana procedente de un camión alemán. Ahora, ya no se oía en el grupo ni un gimoteo. La mujer encinta también había enmudecido, apoyada en el adral de un remolque abandonado. Miraban en silencio y sin poder comprender lo que veían. Les era imposible reconocer a los seres que tenían enfrente por las marcas habituales: rusos o alemanes, hombres o mujeres, vivos o muertos. Sus aspectos iban más allá de esas diferencias. Sólo podían mantener la mirada el tiempo justo de ver los primeros peldaños de una escalera que descendía a la oscuridad, contenida por completo en esas miradas, hasta el fondo. El rezagado de la fila de prisioneros acababa de caerse; llevaba una extraña caja de madera fijada sólidamente a su antebrazo.

Las mujeres jóvenes miraban sin acabar de comprender.

Esos prisioneros eran material científico, por eso los habían indultado. Los rostros quemados con fósforo líquido servían para estudiar los posibles tratamientos de los efectos de las bombas incendiarias. Las mujeres habían sido quemadas con rayos X para hacer experimentos de esterilización. Había prisioneros infectados de tifus. Otros escondían amputaciones experimentales bajo sus uniformes de rayas. El caso médico de cada uno se correspondía con los temas de las tesis que los autores de los experimentos habrían presentado de haber tenido tiempo. El prisionero que acababa de caer al suelo se arrastraba con la caja atada a su antebrazo, llena de mosquitos portadores del paludismo. Si el Reich hubiera tenido que combatir al enemigo en las regiones infestadas…

Las muchachas los observaban, se cruzaban con sus miradas, adivinaban los primeros peldaños de la escalera que se hundía en las tinieblas, y desviaban los ojos, como niñas que sólo se atreven a bajar los primeros pasos de la escalera del sótano.

Por una carretera transversal procedente del norte apareció de pronto una larga estela polvorienta: una compañía de reconocimiento. Un blindado ligero, un todo-terreno, soldados que saltaban a tierra y corrían hacia la multitud agrupada en el cruce. Las mujeres jóvenes rompieron en sollozos, rieron, abrazaron a los soldados. Los prisioneros permanecían en silencio, inmóviles y ausentes.

El niño nacerá bajo ese sol primaveral, sobre la amplia lona de una tienda de campaña que el oficial extenderá junto a la carretera. Una bayoneta desinfectada con alcohol, esa hoja tantas veces hundida en las entrañas de los hombres, servirá para cortar el cordón umbilical. Con el cese de los gritos de la joven madre llegará ese instante de silencio suspendido de la liviandad de un cielo de primavera, del aroma de la tierra templada al sol, del frescor de las últimas nieves. Todos se concentrarán alrededor de la lona cuadrada: las jóvenes sirvientas, los prisioneros, los soldados.

Ese instante permanecerá ajeno al tiempo humano, lejos de la guerra, más allá de la muerte. Aún no existe nadie en ese vacío inundado de sol para dar clases de historia, para contabilizar los sufrimientos, para designar al más digno de compasión.

Quedarán esas mujeres jóvenes que, de regreso a su patria, serán consideradas traidoras hasta su muerte. Esos soldados que al día siguiente retomarán su camino a Berlín; la mitad de ellos no verá el fin de la guerra. Esos prisioneros pronto ingresarán en las filas de los millones de víctimas anónimas.

En ese momento sólo existe el silencio en torno a la madre y su hijo, envuelto en una amplia guerrera limpia que el oficial ha cogido de su equipaje. Ese prisionero en el arcén del cruce, tumbado, muerto, con una caja de agitados mosquitos en su antebrazo, mosquitos que chupan la sangre del cuerpo sin vida. Esa mujer, de pelo rapado y ojos inmensos en un rostro de cristal, que ha ayudado a la madre y que levanta su mirada hacia los demás, una mirada donde se advierte una lenta ascensión desde el fondo de las tinieblas. Y el primer grito del niño.

De nuevo recorrimos esa pequeña ciudad alemana, aunque en sentido inverso: las naves, la cervecería, el viaducto, las cortinas de tul de las ventanas. Y ante la sucesión de fachadas lavadas por la lluvia murmuraste lentamente y sin emoción: «Es casi seguro que alguno de mis primos vive por esta zona. Puede que incluso mi padre. ¡Qué pequeño es el mundo!».

Durante el camino de vuelta me hablaste de la casa en el norte de Rusia donde transcurrieron los primeros años de tu vida. De la cadena de ese reloj de péndulo que tu madre solía levantar con frecuencia para que el nudo no bloqueara el paso del tiempo. Tu madre murió cuando tenías tres años y medio. El único recuerdo que guardabas de ella era ese día de invierno entre la soñolienta acrobacia de los copos, el bosque adormecido bajo la nieve y el lago que aún nadie se atrevía a atravesar por la frágil capa de hielo que acababa de cubrir la oscura superficie del agua. Y entre tanta calma, una ligera inquietud: el nudo de la cadena podía interrumpir en cualquier momento esas nevadas horas.