No notaba la fuerza del viento desde ese banco medio hundido en la arena. Resguardado por una duna, la primera claridad de la mañana anunciaba ya un espléndido día de sol, ocioso y cálido. Si me hubiera levantado, habría sentido el aire que blanqueaba el mar y que acribillaría mi rostro con minúsculas punzadas de arena. Aun sentado adivinaba unos torbellinos sobre la cresta de la duna que se elevaban un instante para caer de nuevo con rumor seco, y chocar contra las matas enredadas de hierbas altas. Una cometa lanzada desde la playa cortó por dos o tres veces el aire de encima de la cresta, para desaparecer luego en oblicuo, en una trayectoria tensa y silbante.
Me había levantado bastante antes del amanecer, sin haber dormido apenas, y había sorprendido al mar en su vigilante lentitud nocturna. Nadaba rodeado de una oscuridad que seguía el silencioso compás de las largas olas, y perdía progresivamente conciencia de lo que me esperaba, los recuerdos del país concentrado tras la costa («América, Florida», pronunciaba en mi fuero interno una voz perpleja), cualquier relación con una fecha o un lugar. De la oscuridad a veces surgía un mar más vivo, que me cubría con su espuma antes de desaparecer en la noche. Recordaba al hombre que volvería a ver (un recuerdo involuntario: la mejilla de Vinner con un pequeño corte de máquina de afeitar). Me sorprendía pensar en el odio de ese hombre como mi actual y último vínculo con la vida de los habitantes de esa costa dormida, con su tiempo, con la multiplicidad de sus deseos, de sus gestos, de sus palabras que retomarían con la mañana. El rostro de Vinner se esfumaba, y yo volvía a ese estado de silencio y olvido que un día, al no poder encontrar la palabra justa, llamé «posvida», y que era de hecho lo que me restaba por vivir de una época anterior, de ese pasado que jamás abandoné… Llevaba tiempo sentado en la arena, reclinado en el casco invertido de una barca. La noche formaba sobre el mar una pantalla negra, profunda y viva, como la oscuridad móvil de unos párpados cerrados. Sobre ese fondo nocturno la memoria dibujaba caras del pasado, una silueta perdida en esos días en ruinas, una mirada que parecía buscarme a través de los años. Tú. Chakh. Tú… Las sombras de esa vida después de la vida no obedecían al tiempo. Veía a quienes apenas conocí y a quienes murieron antes de nacer yo: ese soldado con gafas salpicadas de barro, que carga a un herido a la espalda, o ese otro tumbado en un campo arado por los obuses, con los labios entreabiertos frente al pequeño espejo de una enfermera a la espera de captar un ligero vaho de aliento. También veía a esa mujer de pelo plateado, inmóvil en la infinidad de la estepa, que me hablaba de esos soldados y parecía mirarme desde más allá de la llanura, más allá del tiempo. También a un hombre con rostro de cuarzo y una venda en la frente, que hablaba con una sonrisa, como si desafiara el dolor. A Chakh, que caminaba entre la multitud de una avenida de Londres, que venía a nuestro encuentro pero aún no me veía y yo le atrapaba en esa soledad. A ti, junto a una ventana negra iluminada por el rojo resplandor de los incendios en las calles vecinas. Tú, que con los ojos cerrados y recostada junto a mí en una noche después de los combates me hablabas de un día de invierno, del bosque enmudecido bajo las nieves, de una casa que surgía al atravesar el helado lago. Tú…
Me levanté y observé que la arena se coloreaba con la primera claridad de la mañana. La noche, ese negativo que aún me abrigaba, revelaría la soleada gama de azules de un día de baños de mar, se llenaría de cuerpos bronceados, de gritos, quedaría impresa en un cliché fotográfico de unas vacaciones agradables. Me apresuré a salirme de ese cliché en proceso de revelado, subí a la duna (desde su cima se veían, en la lejanía, las primeras casas y la terraza del café donde dos horas y media más tarde estaría con Vinner) y me acomodé en ese banco resguardado del viento que descrestaba ya las olas.
El soleado silencio de ese lugar protegido por la duna y por los matorrales a su espalda destilaba cada uno de los ruidos: ese grito procedente de la playa o el paso de un coche detrás de los árboles. Esos ruidos parecían venir de muy lejos, aislados por la distancia cual señales de un mundo extranjero. A mi alrededor despertaba ese mundo en la cotidiana sencillez de sus costumbres, otra mañana de vacaciones que revelaba la creciente incongruencia de mi presencia. Yo era ese hombre venido de una época olvidada para pedir cuentas a un veraneante que, de no haberme encontrado, ahora se divertiría con sus dos hijos haciendo castillos en la arena o recogiendo conchas… Se oían voces, cada vez más frecuentes y nítidas, traídas de la playa por el viento. El rumor de los coches se volvía más persistente. En esa cadencia reinaba un tono de tranquilidad victoriosa que poco a poco armonizaba los ruidos diurnos. Nada cambiaría con mi presencia de retornado.
Desperté de mi somnolencia a causa de una breve sacudida provocada por el estruendo de un coche que se detiene y acelera de nuevo al máximo. Todo ocurre tan deprisa que no advierto el orden de los ruidos. «Están abriendo una botella de champán», pensé aturdido por el sol. Pero antes de ese chasquido sordo, que va seguido súbitamente de un dolor que me quema el hombro, antes de ese dolor, hay un sobresalto: dos adolescentes bajan precipitadamente la duna precedidos de su cometa que, zarandeada por el viento, forcejea en la pendiente, rebota y se abalanza sobre mí. Me agacho para evitarla. Me enredo entre sus hilos de nailon. Justo en ese momento, alguien detrás de los árboles abre una botella de champán. Los niños vienen hacia mí, me piden perdón y me liberan. La entonación de su sorry significa: «Perdone, pero ni el más tonto se sentaría en ese banco. Ya son muchos los bañistas que nos molestan en la playa…». Durante sus maniobras consigo reconstruir la sucesión de ruidos. Primero aparece la cometa que roza mi cabeza. Luego el hombre que dispara (con silenciador: el «champán»). Me apuntaba desde su coche parado detrás de los árboles, y la llegada de los niños le ha perturbado. No ha vuelto a disparar. Un profesional sí lo hubiera hecho, aun a riesgo de alcanzar a los dos lanzadores de la cometa. Deslizo mi mano bajo la toalla de playa que rodea mi cuello. Los dedos remedan antiguos gestos sobre los cuerpos de los heridos: una simple herida lacerada, aunque de la que ya brota mucha sangre. Intento no asustar a los niños. Se alejan trepando por la duna. Las alas de la cometa flamean con el viento. No se han dado cuenta de nada.
En la ventanilla de ingreso del hospital me costó bastante demostrarles mi solvencia. La empleada me explicó al detalle el tipo de seguro de asistencia médica necesario para la admisión. La toalla sobre mi hombro no absorbía más sangre, y ésta se deslizaba por el brazo. Por fin conseguí que aceptara mi tarjeta de crédito. Llamó por teléfono a un superior para asegurarse. Me fijé en las fotos que colgaban de las paredes y que mostraban el moderno equipamiento de que disponía el hospital. La empleada, sin dejar de hablar, frotó mi tarjeta con un pañuelo de papel para borrar las manchas de sangre, y luego se limpió los dedos con una compresa impregnada de alcohol.
Me hicieron esperar en un pasillo donde había una fila entera de jóvenes cocineros vestidos de blanco, algunos con gorro en la cabeza. Todos tenían la misma pose, sujetaban su mano herida envuelta en una venda improvisada. Podrían ser las víctimas de un asesino maniaco decidido a exterminar a todos los aprendices de cocinero. El cansancio me impidió al principio darme cuenta de que se trataba sencillamente de accidentes laborales. Cientos de restaurantes en la costa, cuchillos que cortan un dedo a la vez que un filete… Mientras esperaba mi turno, pensé en la tacañería de Vinner, que había contratado a un asesino aficionado, un contrato barato para una presa fácil como yo. Me acordé de la empleada que en términos muy razonables me explicó por qué no tenía derecho a asistencia médica. Ese mundo de aires victoriosos me pareció tan triste como un libro de contabilidad que quiere alegrarse con paisajes marinos.
La enfermera que vino a buscarme pensó que me había desmayado. Yo estaba inmóvil, con los ojos cerrados y la nuca reclinada contra la pared. De pronto me topé con esa fórmula al final del impreso que me habían dado para rellenar al ingresar en recepción: «Person to contact in case of emergency». Ya había respondido a todas las preguntas y me disponía a poner un nombre en ésa… El nombre de un familiar, de un amigo. Pensé en ti. En Chakh. De repente se me iluminó la memoria y vi a una mujer de pelo blanco, en medio de la estepa… Me di cuenta de que vuestros nombres eran los únicos que podía haber puesto en los espacios en blanco del impreso. Las únicas personas entre las que aún me sentía vivo.