De la biblioteca encajonada entre dos plantas de grandes hojas lustrosas del vestíbulo de mi hotel cogí al azar tres o cuatro libros para tener ocupados aquellos dos días lluviosos y no pensar en Vinner. Intentaba encariñarme con los personajes de esas novelas americanas, creer en la vida de un criador de caballos cándido y generoso o de una ingenua joven provinciana atrapada por la gran ciudad… Pero de forma indirecta mi pensamiento volvía a la conversación que habíamos tenido de noche. De alguna manera envidiaba a esos autores que conocen hasta el más mínimo cambio de humor de sus héroes, que adivinan sus intenciones aun cuando «sin saber la razón de su decisión, Hank evitaba desde entonces tomar la carretera de North Falls». Creí comprender por qué esas páginas hojeadas por tantas manos podían agradar, por qué todos los mundos ficticios de los libros gustaban. Por el bien de la omnisciencia, por la visión del caos vencido, atravesado por alfileres cual insecto repelente bajo el cristal de una colección.

Pensé en Vinner, y me di cuenta de que yo ni siquiera sabía si tuvo miedo durante nuestra conversación bajo la lluvia, si se sintió culpable, si me creyó realmente capaz de dispararle a él y a su mujer. Ignoraba si el cambio en el tono de su voz era o no un juego. Ignoraba en qué orden había dispuesto los medios para librarse de mí: la policía, un asesino a sueldo, una solución amistosa. Ignoraba hasta qué punto le perturbó mi aparición. De hecho, ignoraba lo que le pasaba por la cabeza.

Cerraba el libro y me imaginaba a Vinner después de que yo saliera de su hogar. Subía a su casa, cerraba la puerta, ejecutaba todos y cada uno de los actos higiénicos previos al sueño, se tumbaba junto a su mujer. Esos gestos cotidianos me hacían rozar la locura. Pero la verdadera demencia era precisamente imaginarme a Vinner recostado junto al hermoso cuerpo femenino que yo acababa de ver bajo el satén de su bata, imaginármelo acariciando ese cuerpo, haciendo el amor. No podía descartar que todo ocurriera de esa forma: la pequeña rutina de la higiene, su habitación, sus cuerpos. Un verdadero libro recopilaría sin duda esa inverosímil secuencia de actos ciertos. Un hombre se entera de lo mismo que Vinner, sube a su casa, se lava, se acuesta, atrae hacia sí a su mujer, palpa sus pechos, acaricia sus caderas, la penetra con fiel respeto a las pequeñas singularidades de su rito carnal…

Esos dos días de espera transcurrieron entre esa fantasmagoría de gestos imaginados, los fragmentos de lectura y una convicción cada vez más clara: con independencia de lo que ocurriese, me iría sin saber lo que Vinner llevaba en el corazón, por decirlo como en esas novelas que decoraban la biblioteca del hotel.

Me recibió a la entrada del edificio. «Un tercer Vinner», pensé al acordarme del primero, el imponente guía del paraíso-balneario, y del segundo, un hombre en sandalias importunado en su apacible velada familiar. Ahora era un hombre de negocios, vestido con traje oscuro, que encadenaba en un único movimiento rápido la fría sonrisa del saludo, el empuje sobre el cobre de la puerta giratoria y esa opinión manifestada con un breve juicio categórico:

—Debemos dejar nuestras bolsas en consigna, hay un detector de metales. —Y entregó la suya al empleado.

Al entrar en su despacho hizo una leve señal con la cabeza dirigida a dos hombres que desplazaban unas voluminosas cajas de cartón:

—Siento el desorden, pero es que estamos en plena mudanza. Espero que no le moleste su presencia.

Reconocí a uno de los mozos, era el tipo que leía el periódico y que vi reflejado el día de la comida con Vinner en un trozo de cristal de la columna del restaurante. Las cajas estaban situadas justo detrás del sillón que Vinner me ofrecía para sentarme. La rapidez con la que inició ese encuentro tenía el regusto de una operación bien preparada. Sin duda habría localizado en China a nuestro presunto amigo común, que quizá ya hubiera vuelto de allí. Y en dos días habría verificado que me encontraba solo en Destin. Con una ojeada a las cajas me percaté de que varias de ellas eran lo bastante grandes como para contener el cuerpo de un hombre.

—Tengo una deuda con usted —me dijo mientras abría un cajón de su escritorio—. ¿Se acuerda de la revista que me regaló para no asustar a mi esposa? Pues se la devuelvo con un suplemento…

Vinner me entregó un periódico inglés. Seguramente habría previsto el lance, aunque no calibrado el golpe de efecto. Había varios artículos sobre el tráfico de armas controlado por la mafia rusa. Fotos, estadísticas. De pronto, un titular: MUERE UNO DE LOS DIRIGENTES DE LA RED NUCLEAR. En la foto descubrí el inconfundible rostro de Chakh.

Al principio no escuché los comentarios de Vinner. Probablemente me preguntó si conocía bien al hombre de la fotografía. No contesté, aturdido aún por la expresión de los ojos y el movimiento de labios que adivinaba tras la inamovilidad de la foto. El artículo sólo enumeraba los componentes habituales de la trama criminal: contratos sospechosos, fuga de tecnologías militares de una Rusia en total decadencia, comisiones desorbitadas, rivalidades, ajustes de cuentas, y la muerte de un «dirigente de la venta de armas». Volví a oír la voz de Vinner mientras con los ojos recorría los párrafos; curiosamente, tenía la misma resonancia, un tanto despectiva y victoriosa, que el estilo del artículo.

—… un personaje curioso. Sólo lo vi una vez y por una cuestión muy técnica. Y no encontró nada mejor que hacer que hablarme de la guerra. De su guerra, por cierto. Fue tan inoportuno que estuve a punto de preguntarle si había conducido él mismo un carro, con el único propósito de hacerle ir hasta el fondo de su estupidez. Luego…

Me di cuenta de que, a mis espaldas, los dos hombres habían cesado en su trajín aunque seguían en la estancia. Interrumpí a Vinner:

—Le habría contestado que sí. Primero cerca de Leningrado y luego en la batalla de Kursk…

—Cerca de San Petersburgo, quiere decir…

—No sé si hay que empezar a pronunciarlo con acento americano.

—Ya llegará, ya llegará. De todas formas, qué ironía del destino para tan valiente luchador contra el tráfico de armas: ser asesinado por mañoso. ¡Menudo fin de carrera! Lo cierto es que no tuvo la suerte de «no trabajar solo», como usted dice. Contar con alguien que le ayude en cualquier momento y, si fuese necesario, que rehabilite su honor a título postumo… No fue su caso.

Siguió hablando y su sonrisa era cada vez más desdeñosa. Ahora yo estaba seguro de que tuvo mucho miedo la noche de nuestro encuentro bajo la lluvia, del desasosiego que le impidió pensar en el hermoso cuerpo de su mujer y que había pasado dos días de humillante inquietud que intentaba hacer desaparecer usando un tono despectivo de vencedor. También era consciente de que yo no saldría de ese despacho. Los dos hombres situados detrás de mi sillón ya no simulaban estar desplazando cajas… La muerte de Chakh me había empujado hacia una extraña lejanía desde donde observaba a Vinner: su rostro parecía una máscara recorrida por espasmos. Interrumpí de nuevo su discurso, y al hablar percibí la tensión mientras me escuchaba y la rigidez de mis labios.

—Me prometió algún tipo de información sobre… ya sabe quién.

—No he conseguido gran cosa, pero…, tome esto.

Me entregó una carpeta cerrada con gomas. La precisión de su gesto tenía algo de mecánico, como si temiera que fuera a rechazarlo, como si de la exactitud de esa transmisión dependiera la sucesión de movimientos que se produciría en el despacho. Sin dejar de mirarle a los ojos cogí la carpeta y la puse sobre mis rodillas. Vinner también me miró fijamente y luego echó una rápida ojeada a mis inmóviles manos. Sin duda esperaba que bajase los ojos, que tirara de los elásticos. La organización de ese minuto de descuido era minuciosa. Una tabla del parquet crujió a mi espalda. Me puse a hablar muy bajo para no romper aquel equilibrio inestable:

—Me gustaría darle recuerdos de una persona muy querida para usted y que vive en Varsovia. También podría darle unos documentos que describen su tierna relación pero una carpeta no sería suficiente. Hay casetes, películas… Le veré mañana a las nueve en esa bonita playa cerca de Destin, lejos de todos estos detectores de metales. Vendrá solo, con su testimonio bajo el brazo. Supongo que hoy me ha dado un bloc de hojas en blanco.

Abrí la carpeta: entre las páginas blancas sólo había una foto que sin duda formaba parte del engaño. Con el rabillo del ojo intercepté un movimiento de cabeza de Vinner dirigido a sus hombres, que retomaron su trabajo.

Al salir empujé con el pie una de las cajas. «Gracias por darme la ocasión de ver mi propio ataúd». Esa pequeña indirecta, esa réplica tardía, surgiría después, de vuelta a mi hotel, pero en el momento justo de mi partida hubo entre nosotros ese banal malestar que se crea entre dos hombres que no pueden tenderse la mano.

Por la tarde, de regreso a Destin, leí la página del periódico inglés con la foto de Chakh. Con el retraso de una onda de choque, afluían ahora el cansancio, las náuseas y el temor. Y, con más fuerza aún que esas emociones retardadas, un sentimiento de sorpresa. Me era imposible creer en la muerte de Chakh; mejor dicho, aún en el caso de admitir su muerte, lo veía vivir, con una vida más libre que la mía y de la que en vano intentaba captar el sentido. Me parecía como la vida de esos soldados que, en la guerra, protegían la retirada de un ejército y se sacrificaban a sabiendas de que sus muertes apenas harían ganar unas horas a las tropas replegadas. Pensaba en su extraña presencia en esa pausa aceptada voluntariamente entre la vida y la muerte. Unas horas, un día quizás, y habría una nueva intensidad en mi mirada, y abandonaría para siempre todo aquello que la víspera parecía importante.