Me había imaginado la casa de Vinner hecha del material oscuro y húmedo de la primavera de París. Incluso a él me lo representaba con un gabán y la cara crispada por la lluvia y la desconfianza. Estaba tan agotado por las noches sin dormir y por la tensión del primer encuentro que no se me ocurrió pensar en el sol del golfo de México. Al aterrizar, la luz y el viento caliente arrasaron esa ciudad imaginaria y yo me convertí en el hombre del gabán oscuro. De camino a Destin por la costa sentía esa atmósfera tan particular, indolente y agitada a la vez, de las ciudades meridionales que se preparan para la época de vacaciones. Se adivinaba en el ruido que hacía un empleado al sacar de un cobertizo las tumbonas de playa, en el olor a pintura de esas letras recién escritas que prometían una rebaja maravillosa a los derrochadores mañaneros… En el hotel me deshice de mis ropas parisinas como si, bajo ese cielo liviano, se convirtieran en testigos vergonzantes y ridículos.

Salí enseguida, no tanto por temor a que Vinner se me escapara (ni siquiera sabía si estaba en su casa) como para anticiparme a una nueva invasión de dudas. Seguí el consejo de Chakh de ir directamente, sin llamar por teléfono, sin entretenerme en el habitual reconocimiento del terreno. Además, el ambiente de las estaciones de talasoterapia, donde todo está pensado para aligerar el peso de las cosas, seguramente contribuyó a que, media hora después, encontrara con facilidad la casa de Vinner en el extremo de una calle. No era el caserón gris, tipo fortín inexpugnable, que mi imaginación había construido con la piedra húmeda de los inmuebles parisinos. Se trataba de un chalet de una planta, precedida de un jardín dominado por varios grupos de palmeras jóvenes. Detrás de la verja, a la izquierda del camino que conducía a la casa, había un coche aparcado con el maletero abierto, un hombre de espaldas lo limpiaba con un aspirador tan pequeño que hacía pensar en una regadera. Llamé al timbre. El hombre se volvió, desenchufó el aparato, lo dejó en el maletero y, en lugar de venir hacia mí, que habría sido lo más natural, se dirigió hacia una pequeña garita de ladrillos claros, situada al lado de la verja y cubierta casi por completo por una planta trepadora. Oí su voz en mi oreja a través del interfono y entonces reparé en el ojo plano y negro de la cámara de seguridad. Su cadencia era lenta, pastosamente americana. Mientras explicaba quién era apenas me escuchaba a mí mismo, deslumbrado como estaba por la evidencia que tenía ante los ojos: ese cincuentón de pelo corto, tan corpulento que su camisa blanca desabotonada le hacía parecer cuadrado, ese hombre que paseaba su aspirador por la moqueta del maletero y que ahora aprobaba mis explicaciones con «okeys» arrastrados, ¡ese hombre era Val Vinner! Un ser casi irreal por el mal que había causado, por la dimensión de lo que con tanta indiferencia había destruido, un ser que ahora se exhibía en medio de la frivolidad de ese pequeño paraíso tropical con palmeras, en la paz doméstica de una mañana de vacaciones…

Con paciencia, imitando a la perfección esa amabilidad obtusa que los americanos ponen al esclarecer los detalles, el ex ruso continuaba preguntándome sobre nuestro amigo común de viaje en China, sobre el motivo de mi visita… De pronto, vi algo detrás de la verja que eclipsó nuestra conversación a través del muro. Un niño de seis o siete años rodeó el coche y se dirigió hacia la entrada, se agarró a los barrotes y ahora me miraba con curiosidad. Su hermano menor, de pasos aún tambaleantes, cruzó el jardín para reunirse con él. Después me enteraría de que el mayor era hijo de la mujer de Vinner, pero al ver a los dos niños tuve la impresión de llegar de una época pasada, desde la cual ese tránsfuga había tenido tiempo de americanizarse y de fundar esa familia que al menos había celebrado su octavo aniversario.

En ese momento apareció un hombre en la escalinata de la casa y llamó a los niños. Levanté los ojos y tardé unos segundos en reponerme de lo inverosímil que resultaba ese rostro con ese nombre y en aquel lugar: reconocí a Yuri.

Llegó hasta la verja, agarró al pequeño y lo separó de los barrotes a pesar de sus protestas. El hombre cuadrado, de camisa blanca (¿un vigilante de la casa?, ¿un guardaespaldas?, ¿un jardinero?) surgió de la garita y le repitió la información recopilada, deformando mi nombre e intentando superponerse a los chillidos del niño. Pero Vinner ya se dirigía a mí en ruso, invitándome a entrar por la puerta que estaba junto a la garita.

—Lo siento muchísimo, pero nos vamos con estos granujas a Miracle Strip. Se lo prometí en Navidad. ¿Conoce el parque? Está lleno de atracciones para los crios. Hay incluso una montaña rusa de no sé cuántos metros de alto.

¿Le va bien a nuestro amigo? Ahora China debe de ser otra cosa. Creo que me habló de usted… ¡Deiv, deja de empujarle o no vendrás con nosotros!

Formuló la amenaza en inglés, en ese buen inglés comprensible que traiciona a los extranjeros, y me dirigió una mirada donde la severidad fingida se trocaba en orgullo de padre. Me dije que su cara había cambiado muy poco y que sus ojos conservaban la claridad juvenil que tanto te impresionó. Pero su cuerpo había madurado bastante, había echado barriga y las mangas cortas de su camiseta ceñían sus antebrazos, redondos y blandos, como los de un atleta que ha dejado de hacer ejercicio… Una mujer alta y rubia salió de la casa, volvió a entrar y después reapareció con un gran termo de color rojo. Se acercó, Vinner me la presentó, me dio la mano y tuve tiempo de advertir en su cara la huella de esa distracción matinal que las mujeres se permiten robar a sus familias. Los niños gritaban de impaciencia y empujaban a su padre hacia el coche. Yo llevaba todavía bajo el brazo el mapa de Florida y tenía una pistola cargada en la bolsa. Con una mano retiré la bandolera hacia la espalda, como se les esconde a los niños un objeto cortante.

Vinner me propuso que nos viésemos al día siguiente.

Por la noche, cuando recordaba sus gestos, me di cuenta de que incluso unidos a un nombre odiado hacían renacer en mí tu voz, la serenidad de tu mirada, algunos días de nuestra antigua vida, algunos instantes de felicidad perdidos en medio de las guerras y de nuestra existencia errante.

Luego me acordé de la advertencia de Chakh: tenía diez minutos para atacar y ganar, así que reconocí mi fracaso. Imaginaba a los dos niños de Vinner bajando por la montaña rusa. Además, cada vez me resultaba más difícil definir en qué habría consistido la victoria.

Al contemplar la playa que se extendía a algunos pasos de la terraza sobre pilotes donde nos instalamos, Vinner tenía ese aire sonriente y orgulloso de quien se siente coautor de unas vistas soleadas. Al igual que cuando se enseña a un extranjero el Arco del Triunfo o el Louvre, uno se siente un poco el arquitecto, o al menos el albañil que lo construyó. Hacía comentarios, apuntaba con el tenedor al horizonte para enumerar los nombres de los peces y los moluscos, soltaba una risita y me guiñaba un ojo ante una hermosa bañista que paseaba por la terraza. Y cuando ese grupo de jóvenes en bañador se precipitó contra las olas, gritándose mientras corrían y lanzándose un gran balón por encima de las cabezas de los veraneantes, tuvo una sonrisa indulgente y me explicó que esos perturbadores eran inevitables en periodos de spring breaks. Pronunció esas palabras con un placer evidente.

—Esto es muy diferente de las lluvias parisinas, ¿verdad? Y de las europeas anémicas. Me acuerdo un día en una playa cerca de… ¿La Rochelle? Puede ser que me confunda, pero era deprimente ver todos esos cuerpos mal hechos, parecía un museo de la decadencia. Sobre todo las mujeres. Aquí, ya ve, esos jóvenes rebosan salud. Hasta los menos jóvenes. Estar en forma. El aire. ¡Siéntalo! Ni un átomo de nicotina. Nadie fuma. Cuando estoy en Europa, en dos días me vuelvo un viejo que escupe. ¡Y no hablemos de los países del Este! Son peor que Chernóbil… No está mal esa de ahí, o aquélla, bajo la ducha. Sí, quizás un poco excesiva, tiene razón. Pero aquí todas hacen deporte y están muy sanas. De hecho, el hombre nuevo que nos prometía nuestra propaganda está a punto de nacer aquí. Stalin quería forjarlo gracias a la esquizofrenia del terror y el heroísmo. Hitler, por el mesianismo biológico. Pero en este país no hacen falta lavados de cerebro. Todos entienden, como dice uno de mis amigos, que es mejor estar sano, bronceado y ser rico, que ser investigador ruso en Moscú…

Cuando hablaba de América, Vinner se refería tanto a «ellos» como a «nosotros». Le interrumpí en un par de ocasiones para preguntarle: «¿A quiénes te refieres con “nosotros”, a los rusos o a los americanos?». Lo hice porque me irritaba, pero también para evitar la confusión entre «nosotros pusimos un poco de orden en este burdel planetario» y «nosotros sólo sabíamos mendigar créditos a Occidente en lugar de trabajar». Aceptó la rectificación con una sonrisa y durante unos minutos estuvo atento al empleo de los pronombres. Los «nosotros» buenos cumplían con su pesada misión de dominar el mundo, castigando a los culpables, protegiendo a los justos y sobre todo demostrando con su ejemplo que habían encontrado la fórmula de la felicidad universal y que estaba al alcance de todos. Pero un momento después volvía la confusión, y los «nosotros» malos «se emborrachaban, montaban numeritos de histeria a lo Dostoievski y mendigaban dólares».

En efecto, sobre la clarísima arena de la playa había muchos cuerpos hermosos. Su juventud y la tranquila insolencia de sus movimientos barrían cualquier tentativa de crítica. La felicidad era demasiado evidente, estaba en su piel, en sus músculos, en ese río de coches que venía del norte para arrojar cuerpos bronceados sobre la arena y las terrazas o para conducirlos hacia otros placeres. Su alegría de vivir parecía decir: «¡Gruñid todo lo que queráis, nosotros tenemos razón!».

Además, Vinner estaba haciéndome su habitual examen de reclutamiento, un discurso muy probado para sondear las opiniones de los investigadores que captaba en el Este. Sabía que lo mejor para conocer a un hombre no era dejarle hablar sino hablarle y observar sus reacciones. En lugar de objetar, intentaba imaginarme las objeciones de mis predecesores. ¿Qué le habrían dicho ante el paraíso que Vinner les hacía visitar? Algunos expresarían sus opiniones con cierto temor de disgustar a su benefactor. Otros, recordando su infancia soviética de posguerra, se lanzarían, con ayuda de la nostalgia, en defensa de la pobreza que estimula, al parecer, la elevación del espíritu. Habría quienes, más osados y más independientes gracias a su prestigio científico, se atreverían a recordar que ese oasis del sueño americano tenía un precio y, con una exageración muy propia de los rusos, empezarían a mencionar la esclavitud, Hiroshima, el napalm en Vietnam, e incluso, en un acceso de cólera (lo que Vinner llamaba histeria a lo Dostoievski), se revolverían gritando «¡Si sois los más ricos y los más fuertes es porque saqueáis al mundo entero! ¡Vuestra dichosa América sólo es una bomba llena de sangre! ¿Pensáis que podéis comprarlo todo con vuestros dólares?». En esos momentos Vinner se callaba. Conocía demasiado bien la naturaleza colérica y olvidadiza de sus antiguos compatriotas. Pero estaba seguro de que todo se podía comprar, y la histeria sólo era un síntoma pasajero de alguien que estaba a punto de venderse.

Yo pensaba que a todas esas objeciones podían añadirse también las guerras provocadas para probar nuevas armas y las guerras decididas para bajar el precio del barril de crudo. Y el reverso de muchas otras cosas. Pero dejaba a Vinner interpretar su número como se permite que un guía finalice una excursión en un paraje sin interés. En lugar de café tomó una bebida láctea con mucha espuma.

Y las últimas explicaciones (hablaba del éxito de la mezcla de gentes o melting-pot: «Al sol todos los gatos están morenos ¿no?») las acompañó de sorbos ruidosos y rítmicos. Me dije que el único argumento coherente con la simplicidad de nuestra entrevista hubiera sido criticar la obesidad de algunos veraneantes que nos rodeaban. Vinner miró su reloj y se apresuró a concluir.

—Veré qué puedo hacer. No le prometo nada, ya sabe que aquí hay médicos para dar y tomar. Pero tengo un amigo a quien quizá le interese su experiencia en Chechenia. Tendré una respuesta en…, bueno…, unos cuatro o cinco días.

Era la historia que Chakh y yo habíamos pergeñado: un médico militar que huía del Cáucaso vía Turquía para aterrizar en América. Dicho con pocas palabras, tenía la ventaja de corresponder a mi antigua profesión y de coincidir con el trabajo de Vinner. «Cuatro o cinco días», esto es, hasta que su colaborador volviera de China. Me entraron ganas de no esperar más, de decirle quién era y para qué había venido. Nuestra obesa vecina se levantó y, como en un gag televisivo, estuvo a punto de levantar con ella el sillón de plástico en el que sus caderas habían quedado encajadas. Vinner me guiñó un ojo y sorbió ruidosamente el resto de la espuma que quedaba en el fondo del vaso.

Sentí la necesidad de palabras que eclipsaran ese sol, borraran la blancura de la arena, congelaran los gritos y las carcajadas. Palabras que fueran oscuridad, granito negro y húmedo de las calles, soledad. Comprendí que nunca llegué a salir de esa noche y que el paraíso para bañistas de Vinner era una época futura en la que había entrado por error y que en cuatro o cinco días volvería a mi nocturnidad.

—Voy a pedir azúcar, se le ha olvidado…

Me levanté y me encaminé al bar, que se encontraba al otro extremo de la terraza. Tuve que esperar a que el camarero apareciera detrás de un aparador donde estaba colocando las botellas vacías con un ruido espantoso. La columna decorativa que se elevaba desde la barra hasta el techo estaba cubierta de un mosaico de espejos. Uno de los fragmentos encuadró nuestra mesa y la de detrás, ocupada por un hombre que leía el periódico. Durante toda la comida había oído el roce de las páginas. Ahora veía su rostro con claridad en el reflejo de los espejos. Había bajado el periódico y hablaba sin dirigirse a nadie. Vinner estaba apenas vuelto hacia esa boca que conversaba con el vacío. Unos segundos después el ex agente asintió discretamente con la cabeza. El lector del periódico recogió la bolsa que se hallaba debajo de la mesa y se fue. Su cara, reflejada en la columna, pasaba de un trozo de espejo a otro…

De manera que Vinner se tomaba mi aparición más en serio de lo que las charlas sobre el nuevo hombre y el melting-pot de la playa dejaban entrever. Descubrí mi propio reflejo en uno de los espejos. No sabía si Vinner habría reconocido ese rostro con gafas de montura dorada, con esa barba. No sabía lo que representaban para él esos años que le separaban del polvo y del calor de una capital africana donde se preparaba una guerra, donde le vimos por primera y última vez. Sin duda, para él sólo se trataba de un pasado desterrado, borrado voluntariamente de la memoria, tirado en la prehistoria mediocre de su glorioso presente. No sabía de qué manera ocultaba, llevaba, soportaba el hecho de haberte traicionado en esos breves momentos de verdad y de soledad que no podría eludir…

—Cuidado con las insolaciones —me advirtió al despedirse—, y con los ladrones. Huelen a los extranjeros a diez kilómetros de distancia. Son sobre todo jóvenes negros y latinos, ¡menuda ralea!

—¿No me diga? Yo pensaba que el melting-pot

—Pues no, pero que esto quede entre nosotros, de ruso a ruso. No lo repita porque conseguirá que le linchen.

Por la tarde, el taxi avanzaba con lentitud, pues con frecuencia le obstaculizaban el paso los coches que intentaban aparcar cerca de los restaurantes, o la muchedumbre de jóvenes de vacaciones que empezaban su noche de fiesta. Llovía una especie de polvo fino y caliente. Un barniz negro lucía sobre la piel tostada de esos jóvenes transeúntes apenas vestidos. Mucho más que en la playa se adivinaba su avidez por vivir, su indolente reivindicación de la felicidad… El conductor, como le pedí, salió de Destin y bordeó la costa. Había demasiado movimiento en las calles como para saber si me había ganado el derecho a escolta. Miré por última vez por la ventanilla de atrás y le pedí que regresara. Me di cuenta de que no tenía ninguna importancia lo que Vinner sabía o no sabía y cómo se disponía a reaccionar ante mi aparición. No me tenía que preocupar por protegerme, ni imaginar lo que sería de mi vida después de ese viaje a Destin; todo lo que me restaba por vivir se concentraba ahí, en esas horas.

El taxi me dejó en una calle estrecha y tranquila, una calle de chalets que parecían ya adormecidos. Se oía la lluvia, más densa que hacía un momento, y en alguna parte al fondo de la frondosa vegetación, las voces provenientes de un televisor, sin duda las réplicas de una película de ciencia ficción que evocaba una civilización del siglo XXV. De la efervescencia de la ciudad sólo quedaba un halo de claridad difuminado en el cielo. Al andar iba perdiendo el eco de la conversación de esos hombres de siglos futuros y únicamente oía la lluvia. Reconocí la casa de Vinner por los adornos de hierro forjado de la verja.

La oscuridad se interrumpía por los azulados haces de los reverberos. La alternancia de esa luz cruda y el follaje negro transformaba mi visita en un extraño negativo de la primera, que había tenido lugar la víspera, bajo el sol de la mañana. La repetición era tan exacta que permitiría observar breves brechas de absurdo y de mutismo entre las palabras y los gestos.

Apareció el guarda vestido con un impermeable, me miró a través de la verja, desapareció en la garita. El interfono silbó, deletreé mi nombre, luego el de quien me recomendaba… Las preguntas pastosas del guarda no habían cambiado desde el día anterior, como la cantinela de un juego infantil. Vinner apareció en la escalinata, una hilera de tenues luces brillaba trazando la curva del camino que conducía hasta la verja. Se acercó parpadeando bajo las gotas de lluvia, me vio, con una sonrisa borró una ligera mueca de disgusto o de temor que quedó agazapado en una arruga de esa sonrisa forzada. Antes de que llegara a la verja, un perro imponente pero silencioso se interpuso y dirigió hacia mí todo su cuerpo, grande y musculoso, un hervidero de energía difícilmente contenida. Vinner me hizo entrar sin dejar de sonreír, tenía los ojos desorbitados y respiraba como si le hubiese despertado en la fase más profunda del sueño.

—Aquí, en Occidente, venir así sin avisar, a las diez de la noche, es la mejor manera de provocar un infarto entre sus amistades. Intente hacerlo en París o en Londres. Llame al timbre de improviso y, cuando le abran, justifiqúese diciendo como lo hacemos en Rusia: pasaba por la calle, vi luz en la casa y decidí subir. ¡Parada cardiaca garantizada! Bueno, creo que exagero un poco. Entre, tengo un buen whisky.

Comprendí que ese tono, unos segundos más tarde, de nuevo me impediría pronunciar las palabras que quería decirle. Las de Vinner producían el mismo efecto narcotizador que los ruidos de una pajita en la espuma láctea de su vaso o el esfuerzo de la veraneante obesa para levantarse, el sillón de plástico encajado entre los michelines de sus caderas…

—Olvidé darle una cosa —dije con voz neutra mientras rebuscaba en mi bolsa.

El perro se estiró más aún y dejó oír un estrangulamiento graso, amenazante. Seguí hablando en ruso, con el aire ligeramente confuso de una persona despistada.

—Sin duda su perro está entrenado para reaccionar ante los gestos de nerviosismo. No los haré. Tengo un silenciador y dispararé a través de la bolsa a la menor resistencia por su parte. Para empezar, diga al guarda que se vaya y se lleve al perro…

Cumplió las órdenes. El tono de su voz parecía despreocupado, pero no pudo disimular una vibración sonora y, sobre todo, su acento ruso, de pronto más perceptible. El guarda agarró al perro del collar y desapareció por el fondo del jardín. Los puntitos de las lamparillas a lo largo del sendero se apagaban, y ahora la cara de Vinner sólo estaba iluminada por la ola azulada del reverbero. Intentó sonreír, quiso hablar… Enmudeció al oír a través de la ventana abierta la voz de su mujer que regañaba tiernamente a los niños.

Me identifiqué con el nombre que tenía cuando nos conocimos. Le recordé la llegada de su pareja, Yuri y Yulia, su ingenuidad tan bien interpretada, su desaparición. Le hablé de ti, de tus remordimientos por no haber sabido protegerles, de los intentos que hiciste para encontrarlos… Me di cuenta de que en realidad tenía muy poco que decirle. El grito preparado durante tanto tiempo («¡Tú la traicionaste, cabrón!»), y que debía preceder al disparo, sonaba increíblemente falso y no se correspondía con ese hombre en sandalias de playa y una gota de lluvia colgándole de la punta de la nariz. La voz de la mujer se oía cada vez con más nitidez.

—No, no salgas, Deiv. Te he dicho que no, ¿me oyes? En primer lugar porque llueve y, además, vas descalzo. No, ve a buscar las zapatillas…

Vi cómo Vinner miraba de soslayo la ventana iluminada de la casa. Me interrumpí, como se hace ante la sentencia final, aunque en realidad no sabía cómo terminar ese monólogo que no le informaba de nada nuevo. Con otra ojeada rápida miró la bolsa abierta y mi mano, que parecía buscar un objeto perdido. Nuestros ojos se encontraron durante un instante y en ellos se leía que ambos lo habíamos adivinado todo, que teníamos conciencia clara de lo que éramos, en ese lugar, bajo la lluvia, compartiendo ese pasado que convertía nuestra vida en razonablemente imposible y, a la vez, en perfectamente ordinaria, como esas sandalias de playa o mi bolsa, comprada en el aeropuerto el día anterior.

En ese momento se produjo una breve tregua del sonido sibilante de las gotas, un segundo de completo silencio, y de ese fondo oscuro e inmóvil se separó un ligero bostezo, un suspiro femenino seguido del rápido chirrido de una ventana que se cierra. Nos miramos. Bajé la voz de manera instintiva. Me sorprendí hablándole de lo que no tenía intención de decir, de lo que me parecía imposible formular.

—Cerca del puerto había unos almacenes donde se amontonaban los opositores al régimen mezclados con algunos sospechosos como ella. Como no había confesado nada, los americanos la entregaron a las autoridades locales, a esos paramilitares, cortadores de cabezas. Siete días después, cuando uno de los jefes pensó en usarla como baza en las negociaciones con los gubernamentales, no se atrevió a mostrarla. La habían violado y torturado durante una semana. No le quedaba cara. Prefirieron matarla.

—No lo sabía…

Su voz tenía un tono sordo y quebrado que me parecía impropio de él.

—No es cierto, lo sabía muy bien. Durante esa semana estuvo escuchando los interrogatorios grabados por los americanos. Sus interrogatorios…

—No lo sabía.

—Pues me interesa lo que sabe. Todo lo que sabe sobre esos días. Hasta la última palabra. Es un hombre ordenado y seguro que conserva objetos que le pertenecían, ¿verdad? Fotos… Quiero todo lo que sabe por escrito. Para ayudarle le haré preguntas. Sí, un interrogatorio, ya estará acostumbrado…

—¡Pero si no he guardado nada! ¡No me acuerdo de nada!

Nos volvimos, pues en la tregua silenciosa entre dos ráfagas de lluvia, la gravilla rechinaba bajo unos pasos con una sonoridad de cristal. La mujer de Vinner pareció no darse cuenta de mi presencia. Erguida, con un aire de dignidad ofendida, se detuvo a escasos metros de nosotros.

—¿Todo bien, Val?

Su entonación y su mentón ligeramente alzado resumieron toda su vida de pareja: sí, tengo un marido con un pasado extraño, con un trabajo difícil de explicar a los amigos, pero mi tacto y mi serenidad distante hacen de ello algo perfectamente aceptable.

—Olvidé darle a su marido esta revista científica que necesitará mañana —anuncié sacando una revista de mi bolsa.

Sonrió distraída, como si acabara de verme en la oscuridad y se alejó deseando buenas noches a un destinatario incierto. En medio del camino, junto a una lamparilla, se agachó para recoger una pequeña pala de plástico olvidada por los niños. El tejido de su bata, muy fino y satinado, marcó la línea de su espalda, el ensanchamiento de sus caderas. Como una visión irreal, pensaba en la noche que pasarían juntos, en las noches que Vinner habría pasado al lado de ese hermoso cuerpo femenino, en el placer…

—No complique más las cosas —le dije a Vinner cuando me dirigía hacia la verja—. Yo no tengo nada que perder pero usted tiene una hermosa vida por delante. Eso bien vale una confesión… Mañana espero sus noticias. Y no olvide que no trabajo solo, como dicen los tiradores de elite. Si la policía me despierta a las cuatro de la mañana, mi compañero se verá obligado a despertarle a las cuatro y media. Sweet dreams.

Me llamó a las nueve y me propuso que nos encontrásemos dos días después en su despacho, en San Petersburgo.