«Me será más fácil hablarte de ella allí…».

Ya sabía lo que me iba a decir, lo capté por el tono de su voz al teléfono. Y luego por su cara. En el silencio del coche. El dolor de lo que conocería aún me parecía, por momentos, remediable. Sólo tenía que dar media vuelta y precipitarme hacia algún aeropuerto, aterrizar en una ciudad donde tu presencia, amenazada quizás, o improbable, se dejara adivinar en una de esas direcciones donde podía reconstruirlo todo de memoria: la calle, la casa, la huella de nuestra estancia de antaño… Un segundo después era consciente de que Chakh me hablaría de una muerte (para mí no asociada aún ni a tu nombre ni a tu mirada), antigua ya.

Íbamos andando por ese camino rural cuando me lo dijo, entre dos hileras de árboles desnudos, con azulados troncos de liquen, invadidos de zarzamoras. De no conocerlo habría creído que lloraba. De vez en cuando se enjugaba unas gotas de las mejillas; eran la nieve fundida que nos había sorprendido en el viaje. Además, hablaba poco y con una voz sin timbre. Cuando cesaban sus palabras, percibía de nuevo el silbido del viento, nuestras pisadas sobre el camino encharcado. Con el dolor el mundo se volvía cada vez más irreconocible. Me veía andar junto a un anciano en un lugar perdido entre campos dormidos, junto a un hombre que sabía acorralado, exhausto, sin raíces en ningún sitio, junto a un hombre que se limpiaba los hilillos de agua de su rostro y me decía:

—Ya sé casi con toda seguridad el día de su ejecución.

Pero esta precisión aumentaba la inverosimilitud de la muerte anunciada y de la necesidad de relacionar esa muerte contigo, tan intensamente viva el día anterior y ahora separada de nosotros, alejada de ese frío día de primavera por año y medio de inexistencia. También estaba marcado de irrealidad el camino que bordeaba una vieja tapia de piedra, pues según decía Chakh había que imaginarte en ese lugar, hace más de veinte años, cuando se inició tu vida en Occidente. E igual de inverosímil era la idea de que ese entorno pudiese facilitar la revelación.

Al decirme la fecha de la muerte me fue imposible mantenerte apartada de esa desaparición. De pronto el mundo se volvió huero, vacío y sonoro. Tu nombre resonó repetidas veces, como el eco de un encantamiento inútil. Cual acto reflejo de diligencia ante la muerte, y por respeto de sus conveniencias, la imagen de un ataúd, rodeado de coronas y desconsolados rostros, se impuso por un instante en mi mirada. La voz de Chakh prosiguió, parecía querer barrer la visión de esos pertrechos fúnebres. Habló de una muerte precedida de interrogatorios, torturas y violaciones. Y de un entierro en una fosa común, entre cuerpos anónimos…

Desembocamos entonces en el vasto atrio de una vieja granja transformada en restaurante. Seguía a Chakh como un autómata. Atravesé el atrio de un extremo al otro, y pasé muy cerca de una multitud que rodeaba a una pareja de recién casados. Veía a los invitados con una precisión que me quemaba los ojos: la mano de una señora, unos venosos dedos crispados sobre un pequeño bolso de charol, los antebrazos desnudos de la novia, una piel sonrosada con carne de gallina, el ojo cerrado, como dormido, de ese joven que filmaba la ceremonia con una pequeña cámara de vídeo. En esa reunión que se encaminaba lentamente hacia la puerta abierta del restaurante todo parecía necesario y absurdo a la vez. Todo tenía un sentido, esos viejos dedos ceñidos al cuero negro, los escalofríos de esos jóvenes brazos provocados por las heladas gotas. Nada podía resultar más extraño. Por un segundo, en un pensamiento que rozaba la sinrazón, creí posible encontrarme entre ellos y confesarles sin más mi dolor… Un hombre se separó de la multitud, parecía incitarnos a que entráramos más deprisa, pero enseguida constató su error y adoptó un aire de ofuscada sorpresa. El camino rodeaba el edificio de la granja y se unía a un paseo. Chakh había dejado el coche al principio de ese paseo. Cuando pasamos, un enorme pájaro gris se agitó entre las ramas y emprendió un vuelo oblicuo, bajo y desordenado, sobre el vacío de los campos salpicados de gotas. De repente vi que la inmersión en esa nada primaveral y la desaparición en su indiferencia sería un paso saludable y fácil de ejecutar. Un cuerpo encogido entre matorrales, con la sien color sangre y la mano que se desplaza por el retroceso de un arma… Chakh se detuvo, miró en la misma dirección que yo y pareció adivinar mis pensamientos. Su voz tenía la firmeza del que se dirige a un hombre que ha bebido demasiado y quiere reprenderle:

—Si hubiera hablado, no estaríamos aquí. Ni tú ni yo.

Ahogado aún en la torpeza del vacío me sentía más próximo del cuerpo encogido que de ese hombre que me hablaba duramente, más cerca de ese suicida imaginario que de mí mismo. Se volvió para retomar la marcha y dijo con voz sorda:

—Tengo el nombre y la dirección de su delator.

La muerte de un ser querido no afecta tanto al futuro como a ese pasado inmediato que se nos revela vivido en la irrisoria mediocridad de lo cotidiano. Al acomodarme junto a Chakh descubrí en el asiento trasero una cartera, la misma que hacía unas semanas contenía una documentación técnica cuyo valor comercial me anunció con una sonrisa. Recordé el tono de nuestros encuentros, su pretendida frivolidad, la nimiedad de los días previos y posteriores. Mis vanos alegatos durante las tertulias mundanas, el gordo y su cine de pacotilla, la historia de la maleta de Chakh, esa maleta-señuelo que tanto me había divertido por lo que tenía de novela de espionaje. La insignificancia de esos fragmentos se medía ahora por tu ausencia, por lo infinito de esa ausencia, por la imposibilidad de encontrarte en algún lugar de este mundo.

Sin duda Chakh también percibía esa unidad de medida infinita que es la muerte. Al hablarme del traidor subrayó un detalle cómico pero reaccionó enseguida.

—Vive en Destin, Florida —dijo—. Espero que no hable francés, pues tendría motivos para ser supersticioso… —Luego enmudeció, arrepentido, para acabar diciendo con brusquedad—: Pero su oficina está en San Petersburgo. Allí no te perderás.

La muerte no afectaba al futuro. Ahora me daba cuenta de que ese tiempo imaginado se resumía en un único y sencillo instante que desde hacía años llevaba dentro de mí: en la muchedumbre de una estación de trenes, entre el desfile de rostros, reconocía tu mirada. Nunca preví nada más para nuestro futuro.

También me imaginaba ese cuerpo inerte, encogido, entre desnudos matorrales, junto a un camino rural; así me veía, y el bienestar de tal desenlace me resultaba tentador, sobre todo por lo fácil de su ejecución material. Una tarde sentí cómo se encajaba suavemente la pistola, con su agradable peso, en mi palma. Al día siguiente, cuando consulté mi reloj pensé que, en esas jornadas sin sentido, el encuentro con Chakh, a mediodía, marcaría una hora y una fecha y aportaría a la continuación de esa vida una apariencia de necesidad.

Chakh me habló. Pronunció el nombre de esa pequeña ciudad, Destin, en Florida, y el de un hombre, un ex ruso que se hacía llamar Val Vinner, un vulgar tránsfuga cuya única particularidad era haberte traicionado. Su silueta se componía como un rompecabezas, falto aún de algunas piezas. Prudente, ambicioso y muy orgulloso de sus éxitos, fue contratado por los servicios secretos americanos para dirigir la red encargada de la caza de talentos del Este. Supo persuadir a sus nuevos jefes de que importar a un investigador con la cabeza repleta de secretos era más rentable que enviar agentes para que rebuscaran in situ esos mismos secretos… Escuchaba a Chakh con una extraña impresión: ese mosaico desportillado que era la vida de Vinner se convertiría en mi propia vida, esa silueta aún confusa me dotaría de un futuro.

—Viaja continuamente, sobre todo por Europa del Este, haciendo de gancho, pero puede que durante las vacaciones de primavera pase unos días con su familia. Debes salir como muy tarde pasado mañana. Intenta verlo enseguida. Es muy desconfiado. Le dirás que vienes de parte de uno de sus mejores amigos. Te daré el nombre. En ciertos momentos ese amigo suyo está de misión en China, prácticamente ilocalizable. Así tendrás al menos cuatro días de margen. Si se niega en redondo a un encuentro, háblale de su amante polaca. En América puede ser un buen argumento… —De pronto interrumpió su discurso y me miró a los ojos entornando un poco los párpados—. Siempre y cuando estés sencillamente decidido a liquidarlo.

Esa frase me persiguió durante toda la noche. Ignoraba lo que debía hacer cuando me encontrara con ese tal Val Vinner: si arrancarle una confesión, hacerle cantar, obligarlo a justificarse amplia y lamentablemente, verlo temblar, humillarlo o, como decía Chakh, «sencillamente» matarlo. Una pistola con silenciador, la mano que empuña un arma cubierta con un mapa de Florida, aspecto de turista desorientado. Vinner acomodado ya en su coche se prestaría a ayudar, abriría la puerta, se inclinaría hacia el mapa: «Yes, you’re on the right road…», y al descubrir la pistola echaría la cabeza hacia atrás, se quedaría petrificado en su asiento. Yo bloquearía el cierre, empujaría la puerta. Seguro que tendría cristales ahumados… En esa noche en blanco se revelaba una razón oculta en la trama de todas esas venganzas, una razón que me esforzaba por ocultarme a mí mismo. Cualquier noche posee momentos de gran lucidez, de despiadada sinceridad, contra los que el sueño suele proteger. Pero esta vez no me sentía protegido. Eran pensamientos desnudos, crueles. Nada podía hacer contra esa confesión que volvía sin cesar, cada vez más nítida: viajaba a América con la esperanza de oírle decir a Vinner que tu muerte no había sido esa larga tortura aludida por Chakh. Que había sido una muerte… normal. Y que, de todas formas, de haber estado a tu lado, tampoco la habría evitado. Que no sufriste. Que no tenía que responder de esa muerte ante… ¿Ante quién?

Me levanté para interrumpir el flujo de esas confesiones. Entonces su nitidez adquirió la fuerza de una voz viva: «Tienes la intención de ver a ese ex agente con la esperanza de que te absuelva. Como si fuera un viejo pope…».

Concilié el sueño al amanecer, un sueño que mantuvo la intensa agudeza de esa confidencia forzada. Pero su lucidez se hizo luz, y como conclusión del dolor llegó el hielo. El frío del ocaso de un día de invierno, de la nieve que lentamente me helaba la frente. De nuevo veía la casa de madera de la que me solías hablar, con su pequeña escalinata desde donde se contemplaba la ribera del lago helado entre las ramas de pinos… Al despertar experimenté largamente el frescor de ese día narrado, blanco y sereno. En el avión me hacía una composición mental con lo que sabía de Vinner, pensaba en cada una de las reacciones posibles, cual jugadas de ajedrez. De vez en cuando me encontraba en un lejano olvido, a orillas de ese lago, rodeado del plácido sueño de los árboles nevados. De pronto, en un súbito ataque de dolor, creí descubrir algo que, cuando lo formulé en palabras, perdió fuerza y sólo expresó parte de la verdad intuida: «¡Podríamos haber vivido ese día de invierno!». No. Lo que acababa de comprender sobrepasaba en mucho esa posibilidad imaginada. Las palabras quebraron el instante vislumbrado en fragmentos de pesadumbre, remordimiento y odio. Volví a pensar con perversa alegría en la progresión del miedo que dosificaría durante mis visitas a Vinner. Luego me acusé de querer disculparme, de esperar secretamente de él la narración de una muerte dulce, de querer incluso matarlo para no escuchar su versión de los hechos… Al final decidí terminar con ese suplicio verbal y retomé una tras otra mis jugadas de ajedrez.

Recordé que, antes de irse, Chakh me había dicho una frase de la que sólo el principio me parecía útil: «Si no consigues controlarlo enseguida, en los diez primeros minutos, estás perdido, me han dicho que es como una anguila…». Ahora me venía a la mente el final de sus palabras, que me parecían bastante más importantes: «No olvides que, pase lo que pase…, por ella, ya da igual. La suerte está echada». Al repetir esas palabras me di cuenta de que desde que paseamos Chakh y yo por aquel camino alrededor de la vieja granja me parecía estar viviendo una oscura vida después de la vida.