—En alguna parte debe de estar la salida de los artistas.

Chakh pronunció estas palabras en voz baja, como si hablara consigo mismo y, para evitar el tropel de gente que bloqueaba la puerta, empezó a subir por una escalera que se encontraba al fondo del vestíbulo. Le seguí.

Llegamos al balcón de un entresuelo acristalado que rodeaba la sala, ahora casi abandonada por los invitados. Nos llegaban voces que recordaban a los vendedores de un mercado a última hora, voces fuertes y agudas que gritaban en vano pues sólo quedan unos pocos compradores. También se oía el sonido de las ventosas al ser despegadas, de besos de despedida acompañados de maullidos de cortesía. Los empleados colocaban las mesas, corrían los sillones. Al pasar, Chakh miró la sala, luego dio media vuelta y capté en su rostro una expresión cansada que parecía decir: «¡No hay nada que hacer!».

Sin duda conocía esa otra salida que nos dejó en una calle de fachadas difíciles de reconocer al instante, como sucede muchas veces en los cines.

—He oído tu alegato hace un momento —me dijo cuando ya estábamos acomodados en una cervecería—. Además, estoy seguro de que era el único que te escuchaba —añadió sonriendo ligeramente. Permanecimos un rato sin cruzar palabra. Tras los ventanales desfilaban grupos de jóvenes que celebraban a gritos la victoria de su equipo y agitaban banderas con colores de feria—. Sí, te escuché, pero en realidad he venido para encontrarme con uno de los patrocinadores de la película… ¿Quieres adivinar quién es?

—¿Algún funcionario de Cultura que financia esta clase de culebrones pseudodocumentales con el dinero del contribuyente francés?

—No. No va por ahí la cosa.

—¿Un ex socialista convertido en magnate de la prensa, empeñado en luchar contra el imperialismo soviético?

—Tampoco. Veo que has perdido facultades con los años de inactividad. ¿Y bien?

—Ni idea. ¿Alguien a quien conozco?

—Un hombre con quien coincidiste en aquellos tiempos lejanos en que se hacía llamar Mister Scalper. ¿Te acuerdas? Bromeábamos mucho sobre ese nombre tan bien llevado, tan apropiado por su doble significado: «revendedor» para los americanos y «rebanar el cuero cabelludo» para los franceses. En fin, le conocías mejor que yo…

—Sí, ya me acuerdo. Ron Scalper, el comerciante de armas que tenía gustos casi refinados. Siempre se marchaba dos o tres días antes de que comenzaran las masacres. Parecía oler la sangre. Y tenía por costumbre decirle a los mirones que se quedaban para rodar la eficacia de sus cañones: «Sacadme algunos negativos en blanco y negro, con africanos, que a veces sale mejor…». Daban ganas de abrirle la cabeza con un escalpelo… ¿Así que se ha convertido en mecenas?

—Le ha ido muy bien en la vida. Dirige una importante empresa americana que comprende varias fábricas de armamento, un instituto de investigación y algunas revistas especializadas. Su lanzacohetes está entre los mejores del mundo…

—¿Y la película? ¿Acaso quiere redimirse? Me cuesta imaginarle llorando, aunque sean lágrimas de cocodrilo, ante los osarios de los campos de prisioneros.

—No, la película es sencillamente una forma de publicidad mejorada. Tienen un departamento que se encarga de esa clase de agitación-propaganda. En el comercio de armas, la competencia es terrible, ya lo sabes. No basta con proyectar películas filmadas por los mirones y destinadas a unos cuantos oficiales. Hay que trabajar a fondo la opinión pública del país. Acostumbrar a la gente a la idea de que a lo largo de la historia la salvación siempre ha venido de los americanos y que los rusos ya ni siquiera saben fabricar buenas cacerolas. Toda Europa del Este se va a rearmar con artefactos americanos. Contratos que superan los diez mil millones de dólares. Pronto dejará de haber paro en América. Merece la pena financiar unas cuantas películas y provocar algunas guerras sin importancia, aquí y allá, con el fin de probar la producción.

—¿Y crees que toda esta gente guapa se acordará mañana de la película?

—Esta clase de productos no se hacen para recordar sino para olvidar. Olvidar la batalla de Moscú, de Stalingrado, de Kursk… He hablado con el patrocinador: ya está en marcha el próximo episodio. Se llamará Los soldados de la libertad. El Alamein, combates en el Pacífico, el desembarco de Normandía, la liberación de Europa, es decir, la segunda guerra mundial al completo. Sobre todo, ni una palabra sobre el frente del Este. No existió. Además, hablaba con una gravedad muy sincera: «¡El Alamein es la primera gran victoria, el giro decisivo de la guerra!». De su guerra… —Chakh bajó la voz, me sonrió y añadió con tono de disculpa—: Vaya, estoy a punto de repetir tu alegato… —Y se calló. Pero para no parecer un hombre ofendido, a continuación reanudó su discurso con una entonación desprovista de despecho—: ¿Sabes?, después de todo, quizás ese pasado amañado sea también para ellos una manera de no pensar. Yo protesto porque he visto las orugas de los carros cubiertas de carne despedazada en la batalla de Kursk, y recuerdo aquel aguacero que cayó por la noche sobre esos miles de carros, el agua hervía y el vapor subía desde el acero caliente… Pero los dinosaurios de mi especie desaparecerán dentro de poco. Y en cuanto a las nuevas generaciones, hablarles de Kursk sería como aguarles su alegría de vivir. Mira a este imbécil, se está ganando un puñetazo…

En la calle, los hinchas, con sus banderas y sus botellas, avanzaban entre los coches que intentaban esquivarles y tocaban el claxon.

—Y para aprobar los exámenes repetirán lo que se les ha enseñado: érase una vez un malo llamado Hitler que odiaba a los judíos y mató a seis millones, y habría matado a más si los americanos no hubieran bajado del cielo con sus todoterreno y sus tabletas de chocolate. Lo más difícil para ellos será aprenderse los nombres de los campos de concentración, pero se inventarán cualquier astucia mnemotécnica. En el colegio nos aprendíamos los nombres de los grandes lagos de América en este orden: Erie, Michigan, Hurón, Superior, Ontario. Tienen como una rima interior, que suena al oído, ¿verdad? Enseguida encontrarán una para Buchenwald…

En la fingida ligereza de su voz percibí que deseaba postergar las cuestiones que ya no podríamos evitar. Miré su cara con detenimiento, había envejecido como envejecen los rostros de los hombres de acción, transformando los peligros superados en reflejos de fortaleza y en estrías de fuerza. Cada vez me parecía más irreal que ese hombre pudiera decirme en los minutos siguientes dónde podía encontrarte.

Chakh también se dio cuenta de que hablábamos de la película para silenciar lo que de pronto se había puesto de manifiesto. Guardó silencio moviendo ligeramente la cabeza. Luego, mientras miraba a través del cristal, soltó:

—Y dicho esto, la verdad es que esta tarde, viendo todo este bullicio parisino, me decía, como me digo casi siempre que vengo a este país, que nuestro compañero Jansac, ¿te acuerdas?, el agente con quien negociamos en Adén y que murió justo después de la liberación de los rehenes, pues eso, me decía que los legionarios, en lugar de repatriar su cuerpo, deberían haberlo enterrado allí, en una tumba tallada en las entrañas de las rocas negras, mirando hacia Adén, al otro lado de Bab al Mandab. No me lo imagino viviendo y muriendo aquí, en esta tierra, en lo que se ha convertido este país…

No pude esperar más y le pregunté por ti. Sabía que la primera entonación de su voz ya sería muy reveladora. La dureza de su mirada fugaz parecía cuestionarme en silencio, como si dijera: «¿Y tú me lo preguntas?». Pero sus palabras borraron de inmediato ese aire de reproche.

—No sé qué le ha pasado. En cualquier caso, nunca te habría buscado para comunicarte su muerte. Los pésames de parientes y amigos no iban con ella. En cuanto a ti, piénsalo bien, a veces se vive más tranquilo si se conserva una vaga esperanza. Al menos mientras no se sabe…

—Precisamente quiero saber…

Los ojos de Chakh se endurecieron de nuevo, luego me confió como a regañadientes:

—Su última identidad era alemana. Una mujer alemana que había vivido mucho tiempo en Canadá y regresaba a Europa. De manera que puedes abandonar tus pistas rusas. No pierdas el tiempo, entre las mujeres rusas que viven en París sólo encontrarás violinistas de San Petersburgo, prostitutas ucranianas y esposas moscovitas, y a veces, todo junto en una sola persona… Dentro de diez días vuelvo a Francia, para entonces espero saber al menos en qué país hay que buscarla.

Antes de que volviéramos a encontrarnos ya sabía lo que había cambiado en Chakh. Hubiera sido más simple decir: ha envejecido. O tal vez atribuir la acritud de sus palabras a la desaparición del país al que había servido durante tantos años. Pero había algo más. Ahora trabajaba sin ninguna protección, como un funámbulo al que le han quitado la red, y sobre todo sin la menor esperanza de que lo intercambiaran por un occidental en caso de fracaso, como se hacía antes. Se lo dije cuando nos volvimos a ver. Le dije que en Moscú pensaban más en abrir cuentas en Suiza que en repatriar a un agente. Sonrió:

—¿Sabes? Antes o después todos seremos repatriados por el buen Dios.

Precisamente la noche de nuestro segundo encuentro hablamos de esos años en los que todo había cambiado de forma radical en Moscú. Años durante los cuales el Kremlin se transformó en un enorme tumor mañoso, cuyas metástasis minaban el país entero. Años en los que, como sucede en medio del pánico de la derrota, se abandonó a los aliados del pasado, se saldaron guerras, se desmanteló el ejército. Hablamos de la época de la caída del imperio, cuando eslabón tras eslabón se rompieron las redes de información tejidas durante sus setenta años de existencia. Cuando no sabíamos si un enlace que faltaba a una cita había sido interceptado por los americanos o vendido por los nuestros. La época en la que un día te vi desaparecer entre la muchedumbre del aeropuerto de Frankfurt, tras unas palabras de despedida premeditadamente insignificantes.

Chakh me hizo hablar de tu partida, de los meses precedentes, de los colegas con los que entonces tratamos. Le conté el asedio sufrido en el restaurante de plataforma giratoria, en medio de una ciudad incendiada, y remontándome en el pasado le hablé de las semanas que estuvimos en Londres, y más atrás aún, de la desaparición de la pareja que debía sustituirnos: Yuri y Yulia. Y de tus remordimientos por no haber sabido protegerlos…

—¿Cómo era Yuri? —me interrumpió Chakh de pronto.

—Rubio, bastante corpulento, con una bonita sonrisa…

—Eso ya lo sé, he visto las fotos. ¿Le oíste hablar inglés?

—Creo que no, ¿por qué?

Chakh no respondió, me miró fijamente y se frotó la frente.

—Casi con toda seguridad, ella vivió un tiempo en América. Tengo las direcciones y los contactos. Pero luego fue la época del gran desorden en el Centro y se rompieron muchos documentos en los servicios, a partir de entonces es muy difícil localizarla… Si quieres, volvemos a hablar a final de mes, sin duda lo tendré más claro.

Chakh se presentó a la siguiente cita con una maleta que todavía llevaba pegadas las etiquetas del aeropuerto. Ese equipaje colocado junto a nuestra mesa me recordó con toda nitidez la existencia nómada que tú y yo habíamos vivido y en la que este hombre todavía vivía, esa ronda incesante de ciudades, hoteles, mañanas de invierno en cafés vacíos donde silba la cafetera y donde un cliente, acodado en la barra, le habla a un camarero que opina sin escuchar… Y esa maleta. Captó mi mirada y me anunció sonriendo:

—Lo más preciado no está en la maleta sino aquí. —Dio una palmadita a un maletín de cuero depositado en el asiento—. Dos millones de dólares. Es el precio que me han pedido por esta pila de papelotes. Toda la documentación técnica de un helicóptero de combate. Una maravilla. Me pregunto cómo esos ingenieros que llevan meses sin cobrar pueden fabricar artefactos de ese nivel. A su lado, los Apaches americanos son latas de conserva volantes. Pero Rusia permanece fiel a sí misma. Los ingenieros no cobran nada y los mañosos que organizan las fugas se compran villas en las Bahamas… Este maletín volverá mañana a Moscú, pero lo más demencial es que no sé si el Centro se alegrará de recuperarlo. Probablemente quien lo reciba esperaba en su lugar el pago de las comisiones de la venta…

Al intuir en qué consistía su trabajo en la actualidad volví a pensar en el funámbulo sin red. Por experiencia sabía que, en casos extremos, esa ausencia total de protección podía convertirse en una gran ventaja. Sin duda, Chakh lo vivía así. Ese vacío que únicamente le separaba de la muerte le liberaba. Ya no pensaba en que podía morir, ni debía dominar el miedo, tampoco necesitaba de parapetos o salidas de socorro. Se citaba con las personas que traían de Rusia esos maletines cargados de secretos en venta, se hacía pasar por un intermediario de un grupo de armamento americano, negociaba, pedía tiempo para un examen pericial. Sabía que los vendedores no eran como los agentes de antes, con sus tácticas probadas y sus refinados paraguas asesinos. Ahora reflexionaban poco, mataban mucho y deprisa. Les confundía su indiferencia ante la muerte, lo tomaban como una prueba de dignidad americana. Y cumplía con éxito su misión porque superaba todos los grados imaginables de riesgo.

Con torpeza y en un tono absurdamente moralista le dije que eso no podía durar. En ese momento el camarero nos trajo los cafés y tropezó sin querer con la maleta colocada debajo de la mesa. Chakh sonrió y murmuró a espaldas del hombre, que se alejaba:

—Debería haber tenido más cuidado, esta maleta es algo radiactiva. He tenido que transportar en ella las piezas de una bomba atómica portátil. Y no bromeo. No te puedes imaginar lo que consiguen sacar de Rusia. A veces me pregunto si terminarán por desmontar todo el país, o lo que queda de él, y por transportarlo a Occidente. Y esa bomba era un auténtico juguete. Peso total: veintinueve kilos, setenta centímetros de largo. Un sueño para un pequeño dictador que quisiera hacerse respetar… —Echó un trago y continuó con voz más sorda—: Tienes razón, como estoy jugando ahora no podré jugar durante mucho tiempo. Puede funcionar diez veces, pero no once. ¿Sabes?, aunque todavía pensara que podemos ganar creo que no funcionaría ni siquiera una vez. Quizás el verdadero juego empieza cuando se sabe que se va a perder. Y nosotros ya hemos perdido. El helicóptero de mi maleta va a aterrizar en América de todas maneras, por otra vía, con un poco de retraso, pero al final lo obtendrán. Como conseguirán también a todos los investigadores de talento que se mueren de hambre en Moscú. Como tendrán un día al planeta entero a sus pies. En Europa ya está hecho, no son naciones, son criados. Si los americanos deciden bombardear mañana algún pueblo que hallen culpable, esos sirvientes responderán «¡presentes!» al unísono. Se les autoriza a conservar su folclore nacional, como en un burdel, donde cada chica tiene su tarea. Los franceses, tradición obliga, escribirán ensayos sobre la guerra y prestarán sus palacios para las negociaciones. Los ingleses representarán la dignidad, la madama siempre tiene una chica que sabe comportarse con clase. Y los alemanes harán de puta entregada con fervor, como la que intenta hacer olvidar sus errores del pasado. El resto de Europa es una cantidad insignificante…

—¿Y Rusia?

Formulé la pregunta sin segundas intenciones y, sobre todo, sin querer interrumpirle, pero debió de malinterpretarme. Se calló y luego añadió con aire apesadumbrado:

—Perdóname, estoy chocheando. He interpretado tantas veces al americano notable, comprador de secretos, que he terminado por detestarlo. Soy un antiyanqui primario y visceral, como dirían los intelectuales parisinos. No, no hay que ser un mal perdedor. ¿Sabes? Un día le conté a… nuestra amiga la muerte de Sorge. Sin duda, ella pensó que le estaba soltando un curso de propaganda patriótica, quizá me expresé mal. Lo único que quería decirle es que en ese último minuto, sobre el patíbulo, él, el perdedor, con la soga al cuello, supo vencer. Sí, con ese grito que hoy da risa: «¡Viva la Internacional Comunista!». Pero quién puede saber lo que pesará más en la balanza del bien y del mal: todas las victorias del mundo o el puño levantado de ese agente traicionado por todos…

—¿Y Rusia?

Lo repetí con una voz neutra y fingiendo que estaba distraído, como dejándole la posibilidad de no contestar. Su respuesta me sorprendió por su tono de confidencia:

—He tenido varias veces el mismo sueño: cruzo la frontera rusa en tren, es invierno, campos blancos hasta donde la vista alcanza y ninguna estación, ninguna ciudad, entonces me doy cuenta de que sólo habrá nieves infinitas hasta el final del trayecto… Va a hacer veinte años que no he vuelto. La última persona que conocí allí y que todavía vive es nuestra amiga, a la que terminarás por encontrar. A los demás rusos los he conocido en el extranjero. Y los que vienen aquí para venderme helicópteros sobre plano son una raza nueva: la de los que reinarán aquí abajo, después de nosotros.

Miró su reloj, se inclinó para sacar la maleta y, cuando ya se iba, me guiñó un ojo y me dijo:

—Ya que ardes en deseos de saber lo que contiene esta maleta, te contaré la sucesión de acontecimientos. Esta tarde, dos hermosos especímenes de esa nueva raza se alojarán en mi mismo hotel, esperarán a que anochezca y entrarán en mi habitación. Al no encontrarme, se ensañarán con la maleta. La diligente policía francesa está avisada. Los especímenes serán expulsados a Moscú y acogidos en Cheremetievo. Intentaremos tapar la brecha por donde se escapan los helicópteros de combate y demás juguetes diseñados por nuestros hambrientos ingenieros.

Pidió un taxi y, mientras lo esperábamos a la salida, oímos el enérgico caudal de noticias que resonaba en el bar: una mezcla de huelgas, guerras, elecciones, partidos, muertos y goles.

—Nada me sorprende más en este mundo —dijo Chakh observando la calle gris por la lluvia— que el hecho de que los aviones alemanes que bombardean los Balcanes tengan la misma cruz negra en las alas que cuando bombardearon Kiev o Leningrado, me parece una broma pesada…