Esos largos túneles de nuestro pasado con frecuencia desembocaban en la sonriente banalidad del presente y, concretamente ese día, fueron a parar a ese salón de recepciones, a esa mujer que no era capaz de despegar un diminuto dulce de la fuente que el camarero le acercaba, a ese pastelillo coronado por una lágrima de nata. Mientras me hablaba continuaba torturando al dulce pegado a los otros pasteles, y su voz, suavizada ya por la insignificancia del intercambio mundano, se había vuelto perfectamente maquinal:

—Era muy emocionante… Y sobre todo tan bien documentado… Todas esas imágenes de archivo…

Yo resurgía del pasado, pero no gracias a sus palabras, sino por el vaso que, en su mano derecha, se inclinaba y amenazaba con volcarse y derramarse. Sujeté su mano. Me sonrió. Consiguió por fin desprender el dulce.

—Realmente transmite un mensaje… ¡Es increíble!

Redondeaba la boca al hablar, su lengua emergía con delicadeza y barría un resto de dulce. Al final me percaté de mi presencia en ese salón, junto a esa mujer que elogiaba una película recién proyectada en preestreno. En el túnel de mis recuerdos aún veía a ese soldado que acababa de caer y que cubríamos con un mantel, aún percibía el olor de esa ciudad africana en llamas y, más hacia el fondo de las galerías, en un pasado más remoto, se dibujaban otras ciudades, otros rostros paralizados por la muerte… Parecía que la mujer esperara mi respuesta. Asentí, repetí cual eco sus últimas palabras, había que retornar al presente.

Para asentarme de nuevo en ese presente parisino, bastaba con identificar las antiguas relaciones bajo su disfraz actual. La mujer rubia que me hablaba de la película era la misma rubia con la que me había topado cientos de veces en esas reuniones donde esperaba descubrir tu rastro. Desde la última vez parecía diez años más joven, se había cambiado el color de los ojos y el rostro era más ovalado, se había alargado la nariz, había cambiado de nombre y de profesión. Era, sin duda, otra persona, aunque encajaba a la perfección en ese dorado tipo femenino, sonriente y de una vacuidad casi agradable. Un poco más allá, en la refinada agitación que surgía en torno a las mesas, intuí al ex embajador, aquel hombre grueso y de pelo gris. Ahora era ex ministro, exhibía menos pelo y había adoptado una voz más nasal pero igualmente irónica. Con un hábil manejo de la pinza servía a su mujer, que le acercaba el plato. Bromeaba, y las personas a su alrededor sonreían, afanados tanto por deslizar sus tenedores entre el paso cruzado de brazos como por conseguir su trozo de pastel o su ración de ensalada.

También me topé con el muchacho de cincuenta años, el intelectual que conocía la verdad. Ahora se le veía mayor que dos semanas atrás y, en vez de los rizos negros de la última vez, había elegido un peinado liso color ceniza, pero sus palabras podría haberlas dicho, con puntos y comas, aquel doble suyo que habló del «país fantasma». Ya había llenado su plato y conversaba con un hombre que llevaba una trenza, muy corpulento y vestido de negro: era el autor de la película que acababan de proyectar. Sentados en un pequeño círculo de invitados, formaban involuntariamente una pareja de cómicos, el gordo y el flaco, y sus reflexiones se correspondían con esa diferencia física: el flaco, el intelectual, modulaba y desarrollaba el discurso del gordo, sabiamente tosco y cuyas palabras «procedían de sus entrañas». Y el gordo, el artista, empezaba sus frases diciendo «la historia oficial me trae al fresco», y se ponía a explicar que «los archivos son para comérselos crudos». Me acerqué a su círculo atraído por las declaraciones de una mujer grande, huesuda, de rasgos masculinos (me recordaba a la periodista literaria en la que ese arquetipo parisino se había reencarnado la última vez), esa noche era funcioriaria del Ministerio de Cultura.

—Debería proyectar su película en Moscú, también ellos deben conocer esa realidad —dijo dirigiéndose al director con la autoridad propia del que subvenciona.

En Moscú… Me había acostumbrado a interceptar esas evocaciones rusas. Más importante aún que ese acto reflejo, era el deseo de ver el rostro del que había realizado la película. Desde donde me hallaba sólo distinguía su espalda ancha y la trenza, que descendía sobre su camisa negra de seda. Me acerqué a ellos.

La película se titulaba El retraso tenía un precio, y estaba rodada en blanco y negro, pues casi todo eran imágenes de archivo de la segunda guerra mundial. Durante los primeros minutos se veían soldados soviéticos que comían, iban y venían, reían, fumaban sentados, bailaban al son del bandoneón o chapoteaban en un río. Luego aparecía Stalin chupando su pipa, con aspecto sonriente y marrullero a la vez. Y la voz en off, en tono de veredicto, anunciaba que ese hombre era culpable de… (aquí la voz hacía una pausa) la lentitud. El avance de las tropas era mucho más lento de lo factible y debido. El resultado: miles y miles de muertos en los campos, que podrían haber sido liberados antes por un ejército de tortugas. Un plano encadenado de imágenes de archivo de cuerpos amontonados, filas de alambradas, macizas moles con chimeneas que escupen una especie de humo negro. Sin transición, reaparecían soldados muy sonrientes, un primer plano de un fumador que exhalaba bonitos círculos blancos en el aire, otro soldado dormido bajo un árbol con la chapka caída sobre los ojos. Después, otras imágenes volvían a mostrar esqueletos vivientes en sus pijamas de rayas, ojos dilatados por el dolor, cuerpos desnudos, raquíticos, que en nada se parecían a los humanos. La voz en off emprendía una suma de cifras: el retraso acumulado por esos ociosos soldados, el número de víctimas que se habrían salvado… La película incluía algunos avances técnicos. La pantalla de pronto se dividía en dos. En la mitad derecha la secuencia avanzaba a cámara lenta, presentaba soldados que se desplazaban con andares de sonámbulo. En la mitad izquierda, a cámara rápida se mostraban cadáveres de rayas, que enseguida completaban una fosa común. En la secuencia final palidecían esas dos realidades yuxtapuestas, y en transparencia se veían blindados y soldados americanos que corrían, liberadores, hacia la entrada de un campo.

No debí intervenir, y más sabiendo hasta qué punto era inútil. O al menos debí hacerlo de otra manera. Hablé de ese frente que abarcaba miles de kilómetros del Báltico al mar Negro, de esas ofensivas a marchas forzadas lanzadas por Stalin para salvar a las tropas americanas vencidas en las Ardenas, del simple cálculo aritmético de los miles de soldados que morirían cada día por desplazar la línea del frente en unos kilómetros hacia el oeste…

Hundido en su sillón el voluminoso director de cine cruzó las piernas justo en ese momento y tiró el vaso, que estaba en el suelo, de su vecina. Prorrumpió en risas mientras pedía perdón, la vecina le acercó una servilleta de papel y él sacudió el bajo de su pantalón salpicado. Todos se movieron, como liberados por ese intermedio. Y ya, en un tono de discusión mundana, me lanzó unas palabras groseras y burlonas:

—A mí toda esta historia oficial, Stalin, Jukov y demás me importa un bledo. Yo abro un archivo como una lata de conservas, me lo trago y lo escupo tal cual en la pantalla… —Debió de darse cuenta de que después de «tragado» no podía expulsarlo tal cual y se apresuró a corregir la imagen con una entonación más agresiva—: ¿No irá a repetirnos las viejas historias sobre los veinte millones de rusos muertos en la guerra?

El intelectual de pelo color ceniza moduló:

—La gran baza de la propaganda nacionalista.

La conversación se generalizó.

—El pacto germano-soviético —intervino el ex ministro.

—Sin los americanos, Stalin habría invadido toda Europa —dijo la mujer, joven todavía, que hablaba como si recitase una lección.

—Por cierto, en esos veinte millones se incluyen seguramente todos los que murieron de viejos. ¡Y en cuatro años son bastantes! —dijo el ex ministro.

—Las masacres de Katyn… —decía la funcionaría del Ministerio de Cultura.

—El deber de recordar… —decía el intelectual.

—El arrepentimiento… —decía el hombre que unos minutos antes había hecho un gesto consternado cuando estuvo a punto de tropezar con una mujer en la mesa de las ensaladas; hablando ahora de arrepentimiento exhibía exactamente el mismo gesto.

—Miren, es muy sencillo. Se ve muy claro en los archivos que he consultado en Moscú: si los rusos no se hubieran demorado en Polonia y Alemania, se habrían salvado al menos medio millón de hombres. Esperen, que un poco de contabilidad no viene nada mal…

El autor de la película sacó una agenda del bolsillo, y al levantar la tapa apareció una pequeña calculadora. Varias personas ladearon la cabeza para seguir mejor sus explicaciones. Igual que si viniera de otro lugar, escuché cómo resonaba mi voz por encima de las cabezas inclinadas. Intenté decirles que los soldados no podían usar la artillería para liberar un campo, ni granadas de asalto. Que con frecuencia debían avanzar sin disparar pues los alemanes utilizaban a los prisioneros como escudos humanos para protegerse, y que de los doscientos hombres de una compañía al final del combate sólo quedaba una docena…

El sonido de un teléfono en el fondo de algún bolso interrumpió esas palabras inútiles. Los asistentes se palparon los bolsillos, registraron sus bolsos. Al final el cineasta sacó el aparato del bolsillo de su chaqueta. De mala gana levantó su cuerpo del sillón y dio unos pasos para alejarse. Sin su presencia la conversación se dispersó en parejas, desapareció en el alboroto del salón.

Atravesé la multitud con la intención de liberarme de la nauseabunda sensación de haber hablado demasiado, pero mis palabras regresaban una y otra vez elevando el tono de forma irremediable: «Sin artillería… A pecho descubierto… Los escudos humanos…». Creí adivinar en las miradas que la gente intercambiaba la irónica comprensión que se manifiesta hacia una torpeza, anodina al fin y al cabo. Me parecía mucho más fácil que me comprendiera aquel oficial de la Wehrmacht que ladraba en la plaza de la fortaleza de Brest-Litovsk, que esas gentes que apuraban sus bebidas a sorbitos.

Apostado en un rincón delante de la ventana, junto a un piano de pared, observé por un instante la sala, los pequeños corros en torno a las mesas con los restos de comida de las fuentes, el círculo recién abandonado, otros grupos, y al director de cine, que ahora entraba en mi campo visual. Estaba sentado en el taburete del piano y gritaba al teléfono a la vez que ejecutaba bruscos giros acordes con la energía de sus réplicas:

—Pero ¡qué te crees! ¿Que soy una ONG? Si ya nos cuesta un ojo de la cara… Sí… bueno… pues que reduzcan sus comisiones. Oye, déjate de estupideces, que no le estoy poniendo a nadie la pistola en el pecho… Ni tampoco en la sien, eso es lo que quería decir. Ni el más idiota les propondría un millón y medio. Pero tío, si ya estaba acordado. Espera, que te lo voy a decir ahora mismo. Si mantenemos la tasa acordada, vas a percibir en total…

Dejó la agenda-calculadora sobre la tapa del piano y se puso a contar y a comunicar el resultado a su interlocutor. De haber levantado la cabeza habría visto en mis ojos cierta mirada de admiración…

En ese momento me acordé de un soldado: rodeado por sus camaradas, se detuvo a orillas de lo que debió de ser un estrecho río, ahora estancado, obstruido por cadáveres y cenizas de cuerpos humanos. Tras unos segundos de vacilación penetró en esa especie de líquido turbio; los demás le seguían. Pronto se hundirían hasta el pecho y saldrían recubiertos de una repugnante espuma. Luego iniciarían una carrera hacia las filas de alambradas, las torretas de vigilancia…

Ahora me daba cuenta de que, en la absurda discusión a raíz de la película, sólo debía haber hablado de ese soldado. Mencionar únicamente los escasos minutos entre el momento de introducirse en ese pardo revoltijo de miles de muertos en suspensión, y el instante en que, aún consciente, llevó su mano a la cara medio arrancada por un trozo de metralla… Sí, tenía que haber explicado cómo la visión de esa agua aminoró la carrera de los soldados (sí…, la lentitud rusa). Ya nada podía sorprenderles, ni la sangre, ni la infinita diversidad de heridas, ni la resistencia de los cuerpos, que, desmembrados, despedazados, ciegos, se aferraban a la vida. Salvo esa espuma parda, esas vidas en polvo… Los soldados pisaban como si estuviesen en el límite de lo razonablemente concebible.

Observé por un momento al cineasta, que, junto a una mesa casi vacía, miraba y remiraba un vaso, sin duda para comprobar si estaría usado. Una mujer joven (la que anunció que Stalin podría haber invadido Europa), que se veía obligada a gritar a causa del ruido, acercaba la boca a su oreja para hablarle, dirigía a esa oreja todo un juego de mímica, como si ese órgano pudiera ver. Tras el relieve ondulado de cabezas, el intelectual de pelo color ceniza hablaba rodeado de siluetas femeninas y sus manos ejecutaban unos pases de hipnotismo. Los del círculo del ex ministro y su mujer-adolescente reían a carcajadas.

De repente, la idea de hablar del soldado me pareció inimaginable. Sólo hacía falta suponer su muda e invisible presencia, en algún lugar de ese salón donde flotaba un olor a salsas y a vino derramado en la alfombra. Seguir su mirada, primero dirigida a las secuencias de la película y después a esas bocas que comían, cataban el vino, sonreían y hablaban de los campos. La mirada del soldado no juzgaba, sino que se posaba sobre las cosas y los seres con un amargo desapego y lo comprendía todo. Comprendía cómo mentían aquellos que en la sala hablaban de los millones de víctimas, del arrepentimiento, del deber de recordar. No es que esas víctimas no hubieran existido, pues el soldado aún tenía las cenizas adheridas a sus manos, a los pliegues de su guerrera. Pero llegado el momento de su martirio, de su muerte, todas tenían un rostro, un pasado y un nombre, que ni el número tatuado en su muñeca conseguiría borrar. Ahora estaban cómodamente agrupadas en esos millones de anónimos, un ejército de muertos expuesto sin tregua en los grandes bazares de ideas. El soldado se daba cuenta sin inmutarse de que ese lúgubre caserón de la película que escupía humo negro y producía cenizas humanas se había convertido en una verdadera empresa familiar para el director de cine y su amigo. Y como buenos comerciales, ese hombre gordo de la calculadora y su flaco amigo de categórica voz, ambos y sus omnipresentes e innumerables dobles lanzaban ensordecedoras llamadas, increpaban a los indiferentes, maldecían a los incrédulos. No dejaban ni un minuto de paz para los millones de muertos, renovaban sus torturas ante las cámaras, en las páginas de los periódicos, en las pantallas. Era imprescindible innovar. Por ejemplo, el rostro falsamente contrito de un obispo fundido en el arrepentimiento. O la policía, cual inconsolable penitente, que pedía perdón por los errores de sus compañeros de hace medio siglo. Y un buen día, ese hallazgo feliz: acusar de lentitud a los soldados que liberaban los campos. Gordos y flacos invocaban de continuo la memoria, pero curiosamente el alboroto suscitado incitaba al olvido. Pues hablaban de millones sin rostro, como los ceros que con tanta fluidez escribían sus calculadoras…

Sabía que el soldado no se esforzaría por desmentir o polemizar. Su mirada sería muda. Observaría el salón y sólo le impresionaría una cosa como resumen de todo: la fealdad. La fealdad de las palabras y de los pensamientos, la fealdad de la mentira compartida. La extraordinaria fealdad de ese joven rostro femenino inclinado hacia la oreja del cineasta, ese joven cuerpo, alto y grácil, encorvado por la hipocresía de las palabras que el hombre escucha con paternal indulgencia. La fealdad de todos esos rostros y cuerpos, suaves y cuidados, que se codean en la agradable tibieza del clan. La infinita fealdad de esa Francia singular.

No, el soldado no pensaría en todo eso. Su silenciosa presencia le situaría lejos de esos cuerpos bien nutridos, de esas mentes conformistas, lejos de los hipnotizadores de la memoria y de los traficantes de millones de muertos. En ese tiempo lejano estaban las alambradas donde cayó y su cuerpo se convirtió en pasarela para sus seguidores. Estaba el instante, más allá de su muerte, en el campo liberado donde se extinguía el eco del último disparo. Estaban los minutos inciertos en que los soldados supervivientes deambulaban entre barracones de puertas abiertas de par en par, entre cuerpos colocados a capricho de la muerte, esos interminables minutos en que se acostumbraban a sentirse vivos, a contemplar la tranquilidad del cielo, a oír. Ahí, en esos primeros minutos, se encontraba el herido con uniforme de disciplinario, un joven soldado desplomado junto a la pared de un barracón, con las manos cruzadas sobre el vientre llenas de sangre. Pedía agua a gritos; pero los demás, aún bajo los efectos de la sordera de las últimas explosiones, no le oían. En la abrasadora madurez del dolor, creía que nadie en ese universo escuchaba su grito, pero no estaba en lo cierto. Un hombre se acercaba, muy lentamente, por temor a caer. Ese hombre, sin piel, sin músculos, cubierto de harapos de rayas, avanzaba como un niño que aprende a andar. Gracias a la vieja escudilla llena de agua que apretaba entre las manos mantenía el equilibrio. Era el agua que había recogido del exiguo goteo de una cañería, un agua que ya era salvadora. El disciplinario herido vio al prisionero, observó sus ojos ahogados en el cráneo demacrado, y enmudeció. Lo único que había en ese mundo eran esas dos miradas que se aproximaban lentamente.

El prisionero inspiraba en mí un gozo que no conseguía explicarme. Sólo pensaba en su mirada, una mirada que ninguna minicalculadora sumadora de millones podría computar y ningún martirologio oficial podría registrar. Nadie me imponía su recuerdo pero vivía en mi memoria, un personaje realmente singular en la dolorosa belleza de su gesto.

Cuando me encaminaba hacia la salida entre unos grupos de invitados, me crucé con la mujer-adolescente. Por el sonido sólo pude captar el final de la frase que me dirigía:

—¡Apasionante!

—Sí, muy interesante —repetí imitando su entonación.

Me apretó la mano y, al tirar ligeramente de ella, me obligó a inclinarme un poco.

—Lleva usted mucha razón con lo que ha dicho del pacto germano-soviético —añadió entrecerrando los ojos en señal de complicidad.

—En realidad… Realmente yo no…

—Y ése…, ¿cómo era, por cierto? Ese Katyn. ¡Vaya historia! A decir verdad, nunca me he fiado de los polacos.

—Sí, pero…, en ese caso…, fueron más bien los rusos…

—Pues mi hija tiene una amiga rusa, una joven encantadora, cultísima, que habla tres o cuatro idiomas y conoce medio mundo. A ver si un día tiene ocasión de conocerla. Además, es violinista…

Al conocer ese detalle seguí distraído el resto de la historia. Según la mujer, la violinista afirmaba: «Rasque debajo de un ruso y hallará un tártaro».

A la mujer-adolescente le encantaba esa fórmula. Mientras la escuchaba, intentaba encontrar esa pausa en el ritmo de su respiración que me habría permitido ausentarme. Pero el aire contenido en su enclenque pecho parecía inagotable.

—Rasque debajo de un polaco y le puedo asegurar que hallará un… —y me atrajo hacia sí para terminar su sentencia. En vano protesté, dije que no, que seguro que algunos no lo eran.

En ese momento, entre las parejas y los grupos que se hallaban a espaldas de la mujer-adolescente entreví el semblante de un hombre que de perfil me resultaba a la vez conocido e irreconocible. Me fijé en él: así como estaba, de lado, parecía sonreír a otra persona además de a su interlocutor. Intenté acordarme pero desapareció en el desfile de invitados sin que me diera tiempo de ponerle un nombre o de situarlo en un lugar.

Cuando la narradora estaba a punto de acabar un relato y antes de que empezara el siguiente, conseguí colocar unas breves palabras de despedida, liberar mi mano de sus dedos y perderme entre la multitud. «El pacto, Katyn, la irremediable reputación de los polacos…». Curiosamente consideraba todo ese popurrí mundano como una especie de respuesta indirecta a las mentiras de los hipnotizadores de la memoria… Vi al director de cine y al intelectual juntos, un poco apartados de los demás. Un retazo de su conversación atravesó el bullicio:

—… mañana tendrás el papel de Jean-Luc, y luego, el jueves…

El televisor de la garita del guarda reflejaba los últimos minutos de un partido. El hombre, de pie en el umbral de la puerta, parecía cansado y aún desorientado por la emoción del espectáculo.

—¡Cuatro a uno! Lo nunca visto… —exclamó al darse cuenta de que yo le había echado una ojeada a la pantalla y sin imaginar siquiera que ese resultado pudiera no sorprender a alguien. Posiblemente el partido estuviera retransmitiéndose durante la proyección de la película.

Se formó un corro a la salida, el último ya, el que tardaría más en deshacerse. Esperé a que los invitados se deslizaran uno a uno por el embudo de la puerta. De repente, como una repetición perturbadora, descubrí el rostro del hombre, ese perfil discretamente sonriente. Ahora me daba cuenta de que su sonrisa parecía tener en cuenta mi presencia. El hombre, como yo, esperaba la salida de la multitud. Avancé unos pasos hacia él, y volvió ligeramente la cabeza. Era Chakh.