—No, miren, seamos serios, ese país es políticamente un cadáver. O mejor dicho, un fantasma. Un fantasma que aún pretende asustar pero que sólo da risa.

Hablaban de Rusia. Yo no intervenía. Aunque de vez en cuando asistía a ese tipo de reuniones tan parisinas, nunca tomaba la palabra. Respondía a la invitación porque sabía que en ese mundillo tan heterogéneo quizá tendría la oportunidad de dar con un invitado que, al conocer mis orígenes, exclamase:

—Vaya, ayer mismo coincidí en Lisboa, en casa de Fulano, con una compatriota suya… ¿Cómo se llamaba…?

De esa manera, preguntando a ese invitado providencial, imaginaba poder captar tu sombra, retenerla, situarla en un continente, en un país, en una ciudad… Durante más de dos años regresé cargado de paciencia a los lugares donde tu presencia me parecía probable, a las ciudades donde antaño vivimos, aunque fuera por poco tiempo. Ahora, en vez de esa investigación (a menudo pensé que, por lógica, evitarías esas ciudades), me situaba al acecho de un eco que el azar de una charla mundana pudiera deslizar entre dos sentencias sobre el «cadáver político» u otras verdades de salón.

Ese día la Rusia fantasma acertó de lleno. La conversación se animó.

—Un agujero negro que se traga todo lo que le echen —siguió diciendo uno.

—Son alérgicos a la democracia —afirmó otro.

Una mujer habló mientras acercaba su cigarrillo al cenicero:

—En algún sitio he leído que su esperanza de vida está ahora por debajo de la de algunos países africanos.

—Querida, eso es sin duda porque fuman demasiado —dijo su marido a la vez que le sustraía, bromeando, su paquete de tabaco.

El comentario provocó una risa generalizada, y luego se cambió de tema. Con el pretexto de tomar una copa me alejé y contemplé a ese pequeño grupo en medio de otros círculos que se hacían o se deshacían por la casualidad de una mirada, de una palabra, o por aburrimiento. Me fijé en la mujer que aplastaba la colilla, una especie de adolescente minúscula de más de sesenta años. También en su marido, un ex embajador grande e imponente que, mientras escuchaba o, mejor dicho, fingía escuchar, arqueaba las cejas para saludar a la gente por encima de las cabezas de sus interlocutores y volvía a la conversación, en la que reaparecía con medias palabras. Y a esa gran sacerdotisa de la cultura parisién, mujer de perfil masculino y voz ronca, que por su extrema delgadez, por la expresión de sus ojos y por cómo movía el mentón parecía militar en una causa, y sin embargo su cuello, bajo un pelo muy corto, desmentía esa militancia con su fragilidad casi infantil, último refugio de su feminidad, de una belleza que incluso quizás ella misma ignoraba. Distinguí a una rubia sonriente, la típica rubia que crees haber encontrado mil veces hasta que se manifiesta, bajo el caparazón dorado y risueño, como una desconocida. Y por último, a un muchacho que un momento antes hablaba del «país fantasma». Aunque tenía cincuenta años, jamás dejaría de ser un muchacho: vestía pantalón vaquero negro, camisa blanca desabrochada sobre un pecho de vello claro, melena de artista, pequeñas gafas redondas. Más que de su indumentaria, la ilusión de juventud provenía de su habilidad para estar siempre al día. Poco importaba lo que decía, ya que en su larga vida de decidor de verdades había sido maoísta, comunista, anticomunista, liberal, antiburgués en uno de los barrios más burgueses. Había defendido todas las causas y sus contrarios. Pero sobre todo sabía lo que era preciso decir para hacerse pasar por un contestatario, por un revolucionario, por una mente inquieta, incluso a fuerza de soltar banalidades que rebatiría al día siguiente. Ahora había llegado el momento de denigrar al país fantasma. Era un maestro de la fórmula…

Al salir me alcanzó un periodista al que había conocido en una de esas reuniones.

—Voy a cubrir la visita de su presidente con una periodista rusa. Quizá la conoce, se llama…

Mientras caminaba de noche por las calles pensaba que la probabilidad de encontrarte con una identidad rusa era prácticamente nula. Y mucho menos junto a «nuestro» presidente. Sin embargo, era también la única manera que me quedaba de descartar, una a una, a todas las que no eran tú.

El apelativo de «país fantasma» me persiguió por un tiempo como un obsesivo estribillo que la memoria descargaba en mí. Y también el pesar: debí intervenir, intentar explicar, decirles que… Después, por la noche, pensé en el dolor fantasma que experimenta un herido tras la amputación de un miembro. Siente en sus carnes la vida del brazo o de la pierna que acaba de perder. Me decía que sucedía lo mismo con el país natal o con la patria: perdida o reducida a una sombra, se despierta en nosotros, en las pulsaciones más íntimas de las venas rotas, como desgarro y amor a la vez.

«Debería haberles hablado de…». Pero me venían a la mente episodios silenciosos: una mujer sola, en medio de la inmensidad de la estepa, con la mirada abandonada en la última claridad del ocaso. Imaginaba a la misma mujer, más joven, al principio de la guerra, enfermera en un hospital, en una pequeña ciudad más allá del Volga. Salas atestadas de heridos, de agonizantes, de muertos. Cirujanos que operan día y noche y se desploman por el cansancio. El suelo que por los bombardeos se vuelve sonoro bajo sus pies, como una gran baldosa colocada sobre el vacío. Llegan los convoyes, depositan su cargamento de cuerpos sucios de sangre, barro, piojos. Los brazos terminan entumecidos bajo el peso de todos esos hombres que hay que transportar, dar la vuelta, levantar. En el tumulto de los gritos no pueden distinguirse los labios que llaman. El dolor vuelve iguales todas las miradas. Se trata de un país que tiene sus dos capitales sitiadas, el ejército que huye en desbandada, sus ciudades devastadas. Un país fantasma…

Ella nunca lo hubiera llamado así, nunca se dijo: «Soy una extranjera, este país no es el mío, no tengo que soportar el destino desmesurado de este pueblo». En un bombardeo, un fragmento de metralla le mutiló los dedos de la mano derecha. Desde aquel suceso se puso a trabajar en la estación de clasificación. Allí estaba durante todo el día, y a menudo por la noche, en medio de convoyes que salían para el frente o que volvían de él.

… Me acordé de algo que oí decir al abandonar aquel grupo de gente con quienes pasé el inicio de la velada: que el precio de los inmuebles («en cualquier caso, en el París intramuros», precisaba la mujer adolescente) experimentaría una subida…

La noche de invierno era tibia, la lluvia en la ventana abierta desgranaba hasta el infinito las luces de la ciudad. Miríadas de puntos luminosos, obtusos símbolos de la dispersión humana: para encontrar a una persona desaparecida basta con visitar todas esas fuentes de luz, una tras otra, en todo el planeta. Con frecuencia, en mi desesperación, esa infinita selección en las luces me parecía realizable.

Recordé muy claramente el día en que te hablé de Sacha, esa mujer que se me apareció de pronto completamente sola en la inmensidad de la estepa.

En nuestra jerga les llamábamos «mirones»…

Ese día, en la hoguera en la que estaba sumida la ciudad africana sólo quedaban retazos de los dos ejércitos enfrentados, soldados agotados que ya no tenían fuerzas ni para odiarse. También algunos habitantes escondidos, ensordecidos por las explosiones, que velaban a sus muertos. Y, ¡cómo no!, los mirones, esos profesionales contratados por las empresas de armamento eran especialistas que seguían los combates desde una distancia razonable, hacían fotos, tomaban nota de la eficacia de las armas, rodaban la muerte. Los compradores de cañones no se contentaban con anuncios publicitarios ni con demostraciones de tiroteos en polígonos de opereta. Exigían condiciones reales de guerra, pruebas obtenidas en la batalla, auténticos cuerpos despedazados en lugar de maniquíes agujereados. Los teleobjetivos de los mirones recortaban ese carro con la torreta arrancada de donde salían carcasas humanas ennegrecidas, conseguían encuadrar a ese grupo de soldados partido por la mitad por la granada de asalto…

Los mirones eran el motivo de que permaneciésemos en la ciudad. Logramos acercarnos a ellos, conocerlos, serles de utilidad, asegurarnos de que podríamos dar con ellos en Europa. Luego, cuando el humo de los incendios enturbiaba sus perspectivas, los habíamos visto partir: en un helicóptero que se deslizaba por el fondo de las colinas rojizas y en su ligereza hacía pensar en un vuelo turístico.

Yendo de un refugio a otro nos encontramos en el último piso de la torre de un hotel que dominaba el barrio portuario. Hasta el quinto o sexto piso todo estaba negro de hollín y las ventanas no tenían cristales. Una explosión había arrancado la escalera de caracol de hierro que conducía al jardín colgante del primer piso y ahora se balanceaba como un enorme resorte que apuntaba al vacío. El último piso lo ocupaba un restaurante panorámico que en tiempos de paz giraba lentamente, permitiendo a los turistas contemplar el mar, el bullicio multicolor del mercado, las siluetas ocres de las montañas. Ahora la sala permanecía inmóvil y sin aire acondicionado, y nos sentíamos como en una jaula de cristal. El doble acristalamiento no dejaba penetrar ni una brisa leve, e incluso amortiguaba el ruido de las descargas. Las mesas estaban preparadas, las servilletas se alzaban en pequeñas pirámides almidonadas. El silencio y el aire confinado recordaban a un museo desierto en una tarde de julio. Un gran espadón colgado de la pared, encima del bar, contribuía a que tuviéramos la impresión de estar tras la vitrina de un museo. De vez en cuando se oían las ráfagas en los bajos del edificio, luego resonaban en los pisos, subían… Una noche volvió la electricidad durante unos segundos, las tulipas de cristal oscuro esparcieron una luz suave, de color té, los ventiladores de encima de las mesas se animaron. Al lado del bar sonaron los suspiros de un magnetófono: dos o tres compases de una balada que desaparecieron enseguida en cuanto volvió la oscuridad.

De día, por el ventanal circular podíamos observar casi toda la ciudad. Dos grupos de soldados, rebeldes y gubernamentales, a menudo avanzaban los unos hacia los otros sin verse, separados por una manzana de casas, de pronto se encontraban cara a cara, se tiraban bajo los porches o por el suelo y se mataban entre sí. A veces un hombre solo marchaba pegado a la pared, con el arma apuntando hacia delante y desde nuestro refugio de cristal veíamos a su enemigo que caminaba de puntillas, a la vuelta de la esquina. La guerra vista desde arriba revelaba por entero su naturaleza de juego cómico y despiadado. Seguíamos el acercamiento de los dos soldados que aún no se divisaban, sabíamos lo que iba a pasar. Nuestra posición y ese conocimiento sobrenatural nos hacían sufrir, como si fuera una prerrogativa usurpada… A lo lejos, a varios kilómetros de la ciudad incendiada, podíamos distinguir los rectángulos grises del acantonamiento de las tropas americanas. Esperaban el fin de los combates para intervenir.

Durante los días de reclusión en ese refugio elevado, nuestros pensamientos y nuestras palabras eran muy claros y terminantes. Quizá fuera por ver la batalla desde muy arriba, como si de una maqueta se tratara, y comprobar que bastaba con subir diez pisos para que la locura humana se manifestara en toda su desnudez. O tal vez fuera porque nuestra propia situación era demasiado clara e inapelable: al seguir con la mirada la evacuación de los mirones dejamos de esperar que, como antaño, un pesado helicóptero de combate se posara —se impusiera— junto a las casas incendiadas para trasladar los restos de las tropas que se empeñaban en servir al imperio. Las últimas noticias que nos llegaron de Moscú, dudosas e inverosímiles, hablaban de tiroteos en las calles y bombardeos de edificios civiles. Una confusión que anunciaba claramente el fin.

Pero esta guerra parecía ante todo transparente, a pesar del humo de los incendios, de la densidad de la sangre derramada, del embrollo de comentarios de que era objeto en los periódicos. Sus motivos eran simples: el cambio del equipo de gobierno decidido por los americanos a diez mil kilómetros de esa ciudad. La recompensa era el barril de petróleo a mitad de precio. El nuevo equipo lo vendería para pagar las armas ya entregadas y que se habrían de renovar con cierta regularidad con el consejo de los americanos. Y para facilitar la elección, los consejeros proyectarían los vídeos filmados por los «mirones», que mostrarían las armas en combates totalmente reales…

Te pusiste a hablar de esa transparencia unos minutos después de la muerte del soldado. Le oímos subir las escaleras corriendo, disparando a quienes le perseguían. La puerta del restaurante no estaba atrancada —sabíamos que eso hubiera enfurecido a los asaltantes y nos habría privado de una exigua oportunidad de sobrevivir—. Primero escuchamos el estallido de unas ráfagas multiplicado por el eco de los pisos, luego la explosión. Nos era imposible saber si la granada la había lanzado el fugitivo o sus perseguidores. Lo cierto es que estos últimos no llegaron arriba y que el soldado murió en el descansillo del restaurante. Ya no recuerdo en qué bando luchaba, únicamente me impresionó por su juventud.

Tapamos su cuerpo con un mantel, y en ese momento me hablaste de quienes cubrían las guerras de reportajes, artículos, emisiones, encuestas, desde sus despachos de Londres o Nueva York. Fingiendo olvidar el precio del barril, en nuestra conversación surgieron los odios ancestrales, las catástrofes humanitarias, los procesos democráticos obstaculizados.

—Ya verás, van a explicar esta carnicería a raíz de la rivalidad entre los bantúes y los pueblos del Nilo —dijiste con una acritud que no te conocía.

—Yo pensaba que en esta región todos eran bantúes…

—El antropólogo de turno encontrará tantas etnias como haga falta y se dirá que se han odiado siempre y que no han hecho otra cosa más que matarse entre sí… O bien recordarán que hace veinte años el indeseable presidente visitó a Gaddafi o a Fidel. Y en todas las pantallas del planeta, en todas las radios se le presentará como un terrorista sanguinario. Y a la organización de todo este escándalo se le pagará con el abaratamiento del barril. ¿Cómo decía el viejo Marx? «Promete al capitalismo un trescientos por cien de ganancia y ningún crimen lo detendrá». Siempre vigente…

Nos callamos y miramos la maqueta de la ciudad que en el crepúsculo recordaba a las hogueras de un campamento nómada. Los dos ejércitos, parapetados en sus posiciones, aguardaban la mañana. A lo lejos, por encima del contingente americano, se veían los haces de luz que lanzaban contra el suelo los helicópteros ya engullidos por la oscuridad… Creí adivinar tus pensamientos y para distraerte empecé a contarte mi encuentro en Milán con uno de esos disimuladores de la actualidad. Con la lengua suelta por la bebida, sostenía que su empresa era capaz de crear un personaje político, imponerlo, conseguir su aclamación y, tan sólo noventa y seis horas después, derribarlo, presentar su exacto negativo, sin que la opinión se diera cuenta de la manipulación. «Sí, en noventa y seis horas, cuatro días», se jactaba, «con una sola condición: tiene que ser durante un fin de semana, el espíritu crítico es menor, y con el corte del ritmo es más fácil remodelar la memoria colectiva. No me creerá usted, pero durante unas vacaciones da tiempo a que la opinión se acostumbre a la idea de Sadam Hussein como futuro presidente de Estados Unidos…».

En vez de sonreír, vi que tu rostro se crispaba, cerraste los ojos y sacudiste ligeramente la cabeza, como para reprimir un dolor súbito. Estabas muy lejos de esa ciudad, de esa guerra tan auténtica y tan falseada. Estabas en un pasado y no podía saber si el dolor procedía de un daño profundo o de una alegría demasiado grande. Te atraje hacia mí y en ese momento, como una broma pesada, de mal gusto, volvió la luz. Me precipité hacia los interruptores, pues tras los cristales sin cortinas nuestras siluetas se habrían visto desde cualquier punto de la ciudad. Pero el magnetófono, escondido en el fondo del bar, siguió enchufado y en la oscuridad escuchamos los altos y bajos de un saxofón que entonaba una melodía nada violenta. Era un suspiro de notas fatigadas que a veces resbalaba como sobre una hoja de afeitar a punto de caer, de gritar, de sollozar, y luego volvía a una respiración más rítmica y profunda, apuntando en la oscuridad el final de una larga carrera, de una lucha, el cansancio de un hombre en la noche de una batalla perdida… La melodía se quebró pero continuamos escuchando en la oscuridad, por un tiempo, su cadencia silenciosa.

Por la noche te conté mi último encuentro con Sacha, su soledad en medio de una estepa infinita, el instante en que terminó su relato, dejándome ante una madre y un padre inclinados sobre su hijo, en una noche del Cáucaso.

Poco antes del amanecer, un obús chocó contra el muro del hotel y en el bar una fila de vasos resbaló uno a uno y se estrellaron contra la barra. Las ráfagas ya estaban adentrándose en el vestíbulo, subían por los pisos. Rompí un cristal de la cocina, otro del rellano, con la esperanza de encontrar una escalera de incendios. Sólo un viejo nido se desprendió de una cornisa y cayó sobre el trasiego de los soldados que disparaban. Sabíamos por experiencia que las cuerdas, túneles de descenso, escaleras que llevan a la azotea y demás instalaciones de salvamento sólo existen en las películas de aventuras. El humo ácido reptaba por la barandilla y poco a poco entraba en el salón del restaurante.

El tiempo vibró con la reanudación de los ataques, el estruendo de las explosiones y las breves treguas de un silencio ensordecedor. La mirada se detenía en una mesa, en los cubiertos, en el ramillete de flores de tela, en el sol y el mar tras el cristal —la calma del desayuno en un hotel—. Durante ese segundo nos costaba imaginar al soldado con las piernas acribilladas a balazos, que unos pisos más abajo se arrastraba por el pasillo para esconderse en una habitación. En una de esas pausas intentamos salir por el jardín colgante, pero ya cerca de la escalera de caracol nos encontramos con un tiroteo. Eran combatientes del régimen derrocado. Pensaron en un ataque procedente de los pisos superiores. Retrocedimos por la escalera que resonaba con los disparos, una bala que rebotó me partió la ceja, te volviste enseguida y descubriste mi frente ensangrentada, pero me dio tiempo de interceptar tu mirada y tranquilizarte con un guiño. Emprendieron una nueva descarga contra nosotros. Los asaltantes terminaron por rodear el edificio.

Durante el día, en la agitación de los bruscos movimientos de supervivencia, nuestros ojos se cruzaban en una mirada rápida, sin palabras, que contenía en un instante nuestra vida entera y lo que nos esperaba. Esa mirada cruzada lo comprendía todo, hasta el final. Pero en el pensamiento, en las palabras susurradas en mi fuero interno, dicha penetración resultaba inverosímil: «Esta mujer que siento tan cerca va a caer, a morir en una, en dos horas…».

Combatían en la escalera, en la puerta del restaurante. Los gritos traslucían el histérico ensañamiento de quienes están seguros de haber ganado. Las ráfagas eran más cortas, de las que rematan. No luchaban ya, sólo acorralaban, desalojaban, remataban. El humo olía al vapor del agua vertida sobre las llamas. Anochecía tras los cristales, lo que incitaba a los soldados a actuar más deprisa, antes de que llegara la oscuridad.

Por un instante, el cansancio y el ensimismamiento nos volvieron invisibles. Los soldados se precipitaron en el salón, ametrallaron los rincones donde se concentraban las sombras y el humo, transformaron la cocina en una larga cascada de vidrios rotos. Estábamos ante ellos, junto a la ventana sin cristal, donde se podía respirar. De pie, uno contra el otro. Para nosotros todo se reducía a ese abrazo, a unas pocas palabras adivinadas en medio de los disparos, al movimiento de los labios…

Un segundo después repararon en nosotros. El cañón de una metralleta me empujó por la espalda, una culata nos golpeó en los hombros para separarnos. Luego retrocedieron, a fin de tomar la distancia necesaria para ejecutarnos sin que les salpicara la sangre… Tras tres días de asedio y sus noches en vela, el mundo más allá de nuestros cuerpos era algo impreciso, invertebrado. El pensamiento se perdía intentando comprender en medio de esa blandura la dureza de la muerte y, sin espantarse, volvía a la somnolencia. El único instante de lucidez se produjo cuando vi de soslayo, al despegar por un instante tu rostro del mío, el brazo de un soldado: llevaba una fina pulsera de cuero en la muñeca. «No disparará», pensé con una seguridad irracional, «no, no disparará contra nosotros».

Todos percibimos el movimiento bajo nuestros pies. La electricidad había vuelto hacía rato y la plataforma del restaurante daba vueltas. Su ventanal acristalado encuadró el incendio del puerto y, un momento después, el minarete y los tejados de la ciudad vieja. El magnetófono retomó la misma corriente de notas cansadas. Su rítmico suspiro nos aisló. Estábamos solos y todavía seguíamos con vida, pero ya al margen de nuestros cuerpos enlazados, que los soldados maltrataban gritando. Necesitaban dos condenados ordinarios, dos cuerpos colocados con la cara contra la pared. Nuestro abrazo era un obstáculo. Para ellos éramos una pareja de bailarines sobre un minúsculo islote dibujado por la luz de color té, por la mesa con las flores de tela, por el suspiro del saxofonista… Las olas metálicas de la música se encresparon de pronto en una agitación vertiginosa, volviéndose a la vez risa, grito, sollozo. De haberlas seguido alguien en su locura, sólo hubiera podido morir a causa de ese naufragio vibrante. Restalló el ruido de un cargador al ser introducido en un arma. Alzaste los ojos hacia mí, unos ojos muy serenos, y me dijiste:

—Hasta mañana.

Su voz atravesó los berridos de los soldados porque el tono era despectivo y seguro de sí mismo. Más tarde lo calificaste de extraterrestre. Ésa fue precisamente mi primera impresión: un cosmonauta capturado por los habitantes de un planeta. Era la voz de un soldado americano que entraba en el salón del restaurante escoltado por los africanos. Su equipo superaba lo que se veía en las películas de guerras intergalácticas. Casco con micrófono incorporado y visera transparente, chaleco antimetralla, cinturón que parecía de castidad al descender por delante para proteger las partes genitales, gruesas espinilleras acolchadas que cubrían hasta las rodillas, guantes de dedos anillados, pero sobre todo infinitas burbujas, cápsulas, frascos enganchados a un entramado de nudos o encajados en los innumerables bolsillos de la guerrera. Sin duda llevaba todos los antídotos y vacunas posibles, todas las antorchas y las bombas con filtro… Les sacaba una cabeza a los autóctonos, que le rodeaban con respeto y le miraban mientras hablaba. Ante nuestro asombro, se pusieron a gritar todos al unísono para arrancarnos una respuesta. Precisamente aquel griterío nos impidió entender. Me oí exclamar, aún ajeno a mí mismo:

—¡Para empezar, haga callar a sus guardaespaldas!

Vi que sonreías, así que me di cuenta de la absurda comicidad de la expresión y yo también reí. Ese bodyguards se me había escapado.

Desde aquel día solíamos rememorar esa novedad militar: el intrépido guerrero americano flanqueado por diez guardaespaldas, el nuevo método de hacer la guerra. Lo cierto es que les aterrorizaba la idea de tener que enviar ataúdes a América, sobre todo en el momento de las elecciones presidenciales.