… En ese momento nocturno, ella interrumpió su relato sobre la vida de Pavel. Pensé que se trataba de una simple pausa entre dos palabras, entre dos frases y que el pasado despertaría de nuevo en su voz. Pero poco a poco su silencio se confundió con la inmensidad de la estepa que nos rodeaba, con el silencio del cielo que tenía esa densa luminosidad de los primeros minutos después del ocaso. Estaba sentada en medio de esa infinita ondulación de la hierba, con la cabeza un poco levantada, los ojos entrecerrados, mirando a lo lejos. De pronto adiviné que no continuaría y comprendí el porqué: yo ya sabía el final. Ya conocía lo que le ocurrió al soldado, a la mujer, al niño… Me había contado la historia un año antes, una tarde de invierno en la gran isba negra, aquel día en que el grito de un adolescente estuvo a punto de matarme: «Tu padre…, pero si todo el mundo sabe que a tu padre lo mataron como a un perro». Desde entonces, el relato continuaría de sábado en sábado para darme lo que más echaba de menos en el orfanato: la certeza de haber sido precedido en esta tierra por personas que me amaban.
Al mirar a esa mujer de pelo cano, sentada a unos metros de mí, comprendía cada vez con más claridad que el auténtico final de su relato era ese silencio, ese mar de luz que flotaba sobre la estepa y sobre nosotros, unidos por la vida y la muerte de seres que sobrevivían únicamente en nuestra memoria. En sus palabras y, a partir de entonces, en mi recuerdo. Ella guardaba silencio, pero yo imaginaba ahora su sombra en el fondo de la casa escondida en un pequeño y estrecho valle del Cáucaso. Reconocí en ella a la mujer que, con una vela en la mano, sonreía a una joven madre con un niño en brazos y a un hombre que dejaba en un banco su pesado cubo de madera, recubierto de algodón.
Pronuncié su nombre mentalmente, Sacha, como para hacer coincidir a la mujer sentada a mi lado sobre la hierba de la estepa, y a quien tan discreta e intensamente había atravesado la vida de mi familia. En ese momento hizo un esfuerzo por levantarse, sin duda al advertir que estaba anocheciendo. Con torpeza, me apresuré a ayudarla, a tenderle mi brazo. Por primera vez adiviné la labilidad de su cuerpo, la fragilidad de la vejez, que cuesta imaginar cuando se tienen catorce años. En ese gesto apresurado por mi parte, mis dedos apretaron su mano mutilada. Sentí en ella un estremecimiento instintivo, ese reflejo de pudor de algunos heridos que no quieren asustar ni provocar compasión. Me sonrió y me habló con una voz que recuperó su tonalidad serena y precisa.
Tras caminar unos minutos, me di cuenta de que me había olvidado sobre la hierba donde nos habíamos sentado el libro de lectura de nuestras largas jornadas pasadas en la estepa, a la orilla de un río. Se lo dije a Sacha y corrí a buscarlo. Cuando volvía la contemplé a lo lejos, completamente sola, en medio de una extensión sin límites, rebosante de la transparencia de la tarde. Yo andaba lentamente para recuperar el aliento, y ella me estaba esperando allí, en una soledad absoluta, con esa distancia que hacía de su presencia algo semejante a un milagro. Ya no pensaba en los últimos recuerdos de mi historia familiar, que acababa de transmitirme. Pensaba en ella, en esa mujer que de una manera discreta, quizás hasta involuntaria, me había enseñado su lengua y con esa lengua, me había mostrado su país de origen, que nunca le había abandonado durante su larga vida rusa.
De lejos reconocí su sonrisa, el ademán de su mano. Y con todo el ardor propio de mi edad me hice el juramento silencioso de devolverle algún día su verdadero nombre y su país natal, como ella lo había soñado en la infinitud de la estepa.