Atravesaron Moscú al anochecer, en camión, de una estación a otra. Pavel no conocía la ciudad e inconscientemente esperaba que la fuga de las calles, vistas desde la lona levantada del furgón, le mostrara el misterio de esa vida sin guerra. Se detuvieron en el semáforo rojo de un cruce y vio la ventana abierta de un restaurante, la cocina. Era una bochornosa tarde de julio. Un cocinero desplazaba con mucho cuidado una voluminosa olla, el cuerpo echado hacia atrás, una mueca de esfuerzo en sus labios. Resultaba extraño pensar en una vida donde esa enorme cacerola y su contenido tuvieran importancia. Al fondo de la cocina se abrió una puerta y, aunque el camión ya se había puesto en marcha, a Pavel le dio tiempo de vislumbrar, una tras otra, la sala del restaurante, la lámpara de araña, una mujer inclinada sobre su plato, un hombre que agitaba la mano para apagar una cerilla… «Están cenando…», pensó Pavel, y esas palabras, esa actividad, le parecieron de una extrañeza desconcertante. Mientras esperaba en la estación la salida de un largo convoy compuesto de vagones de mercancías al que subirían, captó las últimas palabras de una pareja que se despedía en un tren de cercanías:

—Mañana sobre las siete…

Gesticuló y movió la cabeza como para desprenderse de una sensación de vértigo. Esa cita de las siete se situaba en un tiempo, en una vida y en un mundo donde jamás podría introducirse.

Pavel todavía vivía aquellos días en que, terminado el combate, los soldados iban y venían con pasos torpes, entre los muertos, acostumbrándose a estar vivos. De aquellas jornadas guardaba un cuchillo con las marcas hechas por un disciplinario. En esos días otro soldado palpó, antes de desplomarse, el vacío que habían dejado sus mandíbulas arrancadas… Un grito le despertó durante la noche. «¡Los carros, ahí, a la derecha!», exclamó su vecino mientras luchaba contra una pesadilla. En la oscuridad hubo algunas burlas, algunos suspiros y, de nuevo, reinó un silencio en el que sólo se oía el repiqueteo de las vías.

Tenía la certeza de que encontraría esa vida nueva y olvidadiza incluso en Dolchanka. En la ciudad cabeza de partido, antes de empezar el viaje, vio a una mujer que recogía frambuesas detrás de la tapia de su casa. La casa de enfrente tenía el techo reventado por una explosión y parecía deshabitada. Observó las manos de la mujer, extrañamente finas, blancas, los dedos manchados de un jugo violeta. Observó la redondez de sus antebrazos, que le resultó insoportable. Carraspeó, se acercó con torpeza y, apoyado sobre la tapia con aire de apatía un tanto agresiva, preguntó por dónde se iba a Dolchanka.

—¿Cómo dice? ¿Dolchanka? —dijo sorprendida la mujer, y se encogió de hombros. En el tono de su voz se percibía la curiosidad satisfecha de hablar con un militar y el deseo de mostrarse orgullosa. Pavel se alejó, luego se volvió y pensó: «¡Vaya hembra! Cogerla, arrancarle la cesta de las manos, violarla…». Pero una parte de él, una parte muy tierna, se deshacía ya en un cálido fluir y le acariciaba el corazón. Una mañana de felicidad reunía a esa mujer, sus dedos manchados de rojo, y esa vieja tapia cuya madera comenzaba a templarse bajo unos rayos aún pálidos.

Al salir pensó en cómo sería su llegada a Dolchanka, que tantas veces había imaginado. Ahora en cambio deseaba pasar inadvertido, deslizarse por los huertos, evitar las miradas, los saludos. Inconscientemente proyectaba en Dolchanka a todas las personas que había encontrado en su camino de vuelta, en Moscú, en la cabeza de partido. El pueblo imaginado se llenaba de esa vida sin guerra, de su alegría cotidiana, segura de sus derechos. Observaría el trasiego de los jóvenes en la calle principal, oiría los sonoros estiramientos de un bandoneón, quejumbrosos y festivos a la vez; a la muchedumbre; las preguntas; multitud de niños desconocidos. Y para soportar ese júbilo torturador tomaría un vaso de vodka, luego otro…

¿Y si no volviese? De repente, ese pensamiento se le antojó verosímil. Advirtió en ese momento que la carretera, esa carretera conocida hasta en la más mínima curva, había cambiado. Y esa impresión no la causaba la columna de camiones incendiados a la salida de la cabeza de partido ni los cráteres provocados por los obuses, sino que se debía a la desaparición intermitente del camino de tierra ante el avance del bosque. En medio crecían jóvenes cerezos silvestres, la hierba inundaba las huellas de los vehículos. En algún momento golpeó con su bota el sombrero de una falsa oronja, y rodeó un hormiguero. Sin embargo, las referencias importantes seguían ahí: ese robledal que descendía por un cañón, un gran montículo de piedra caliza entre abetos… Pavel se inclinó y tocó la capa de arena y las agujas de pino, era una sólida costra, un espeso entramado de raíces y tallos. Al retomar la carretera aceleró el paso sin saber por qué.

Antes de entrar en Dolchanka la carretera dibujaba una curva cerrada para amoldarse al meandro del río. Al volver la cabeza podía verse el lugar recién sobrepasado, como cuando en una curva se ven los últimos vagones del tren. Pavel miró hacia atrás y, en la roja luz del ocaso que rozaba el suelo, observó cómo ondeaba el polvo que levantaban sus pasos en un aire aún inmóvil y cálido, al otro lado del camino curvado. No sólo vio esa huella. Se imaginó casi tal cual era hace un instante: un soldado que acababa de limpiar sus botas, de ajustarse la guerrera, de lavarse la cara con el agua tibia sacada de entre los juncos. Durante unos segundos se sintió muy lejos de ese doble feliz y emocionado ante el regreso. Dejó atrás el pequeño bosque de la entrada del pueblo, se estiró otra vez el bajo de su guerrera, se detuvo de repente, luego corrió y se detuvo de nuevo.

Lo que sus ojos vieron no le asustó, tan profunda era la calma. Las plantas de los huertos, ahora salvajes, cubrían casi por completo los restos de las isbas calcinadas. Los árboles crecían en desorden, en medio de la calle, y quebraban su línea recta. Dolchanka ya no existía, pero sus ruinas no reflejaban la violencia de una destrucción reciente. Las lluvias habían limpiado días atrás la negrura de los muros quemados, las hierbas que lo invadían todo ocultaban las piedras de los cimientos. Sólo los hornos alzaban sus chimeneas e indicaban así el emplazamiento de las casas. Pavel se agachó y tiró de la portezuela de hierro de un horno; el chirrido de los goznes era el único ruido evocador de la presencia humana en ese silencio vegetal.

En su lento caminar por la calle principal iba hablando en voz alta. Las palabras, aunque azarosas, daban a esos minutos una apariencia lógica. Reconoció la fragua: entre las ortigas despuntaban los cuernos color pardo de óxido del yunque. En su discurso hizo un cálculo muy sencillo: quemaron el pueblo durante la ofensiva alemana del otoño de 1941 y, desde hacía cuatro años, la nieve, los árboles… Se detuvo ante una casa de muros casi intactos y recordó la mole del soviet. Sobre la puerta colgaban, de grandes clavos, unos trozos de cuerda blanqueados por el sol. En el suelo, cubiertos de jirones de ropa, había esqueletos sentados o tumbados, invadidos por tallos y hojas firmes, rodeados de grandes y cremosas umbelas que olían a vino caliente…

Pasó la noche en el cuadrado que formaban unos troncos negruzcos que delimitaban entre la maleza el lugar de su desaparecido hogar. Ya no sufría. Con los primeros pasos en torno a ese viejo incendio (bajo los escombros de unas vigas reducidas a pedazos de carbón, adivinó una cama de hierro completamente negra y la reconoció), con el primer crujir del cristal al andar, el dolor traspasó el umbral de lo soportable y le volvió insensible. Sólo algunos pequeños detalles absurdos herían aún la mirada. Esas guirnaldas de flores blancas prendidas de la chimenea: las flores de abajo, que estaban junto al suelo se habían cerrado ya, pero en la franja de arriba, donde todavía se reflejaba el sol de la tarde, exhibían sus corolas abiertas. Se acercó y tiró con fuerza de la guirnalda… Y entonces, esa sombra en la oscuridad de la noche que le lleva a efectuar una rápida exploración por detrás de los restos de la casa (¿sería un perro callejero?, ¿un lobo?), y siente miedo, y humillación por tener miedo. Allí y en ese momento. Pero el verdadero suplicio era el cielo con sus estrellas, veladas por una ligera bruma de calor, que cautivaban la mirada por la geometría de sus constelaciones aprendidas en la escuela y, desde entonces, obtusamente invariables. En su reflejo mate había una especie de apacible impostura, una promesa usada por miles y miles de plegarias jamás atendidas. Aunque cerraba los párpados no conseguía escapar de esos sempiternos trazados. Entonces se sentó y se imaginó muy viejo, sí, un anciano que vela su casa destruida. Se sintió indeciblemente feliz en ese cuerpo viejo imaginado, en ese moribundo sin recuerdos, sin deseos. Era el verano de 1945 y tenía veinticinco años. El tiempo que le separaba del anciano le parecía de una inhumana lejanía. Cogió su equipaje y palpó la culata del parabellum envuelto en un trozo de tela.

Abandonó el pueblo antes del amanecer. Mientras caminaba sentía que lo perseguía su propia mirada, una mirada de desprecio. Sabía que si le había faltado valor era debido a aquella mujer con las manos manchadas de jugo de frambuesa.

Al principio supo hallar justificación a su vida errante. En vano intentó encontrar a su hermana y durante varios meses se desplazó de una ciudad a otra por la región. Luego fue a Leningrado, estaba convencido de que hallaría a la familia de Marelst, como si aún quedara una esperanza de ver a alguien vivo después de un silencio de varios años. Le pidió información de Dolchanka a un funcionario, un funcionario muy perspicaz que intuyó en él esa manía de nómada y le reprendió:

—Camarada, ya es hora de ponerse manos a la obra y participar en la reconstrucción del país.

En efecto, si todo el mundo se ponía a buscar a los supervivientes de los pueblos incendiados… No encontró a nadie en Leningrado. De manera muy concienzuda llamó a todas las puertas de aquel inmenso y húmedo edificio, siniestro, cerrado sobre un patio encajonado que no conseguía avivar un gran árbol de incoloras hojas que había allí. El resultado de su empeño le sorprendió. Una anciana surgió de un apartamento cavernoso, le miró con cierta alegría y enseguida se puso a hablar, cada vez más alto, le contó el bloqueo, los cadáveres helados de las calles, los apartamentos donde vivían muertos que no se recogían… Él retrocedió en la escalera, balbuceó unas palabras de despedida y empezó a bajar. Se sabía todas esas historias. La mujer se percató de que estaba huyendo y gritó con una euforia demente:

—¡Y en nuestro edificio las personas se comían a sus perros! Y si no lo hacían morían y los perros destrozaban sus cadáveres…

Pavel se precipitó por la escalera, y la voz, amplificada por el eco, le persiguió hasta la salida, por las calles, y luego en el tren mientras dormía.

En cuanto permanecía varias semanas en un lugar, empezaba a olvidar. En esa posguerra el olvido era, más que nunca, el secreto de la felicidad. Quienes no quisieron olvidar bebían, se suicidaban o, como él, deambulaban sin cesar en un amago de retorno sin fin.

Un día esa felicidad le sorprendió bajo la forma de una mujer que se parecía a la de las frambuesas. Se acercaba incluso más a lo que desearía un hombre ávido de carne: esa subyugante plenitud del cuerpo que dota a los pechos, a las nalgas, al vientre de una vida independiente. Después de un par de días de ausencia (formaba parte de un equipo instalador de cables eléctricos en las carreteras), cuando regresaba se hundía en ese cuerpo, en el empalagoso vapor de unas patatas cocidas. Se alegraba de que la vida fuera posible con sólo esa carne prieta de los senos y el denso olor de esa isba en la frontera de la cabeza de partido.

Sólo en dos ocasiones dudó de esa felicidad. Una tarde contemplaba cómo su compañera removía el contenido de una gran sartén que desprendía un olor igual a la grasa azulada de los torreznos. «Lo remueve como cuando lo hace para los cerdos», pensó sin mala intención, embotado por una jornada lluviosa de trabajo y por la felicidad. «De seguir así no sería difícil volverse un cerdo», se dijo sintiendo a la vez un tenue latido de viveza, un fluir de recuerdos, para sumergirse de nuevo en la agradable modorra de la tarde.

La segunda vez (el equipo volvió antes de lo previsto a causa del frío, en la entrada se quitó las botas embarradas y subió sin hacer ruido), esa felicidad a punto estuvo de convertirle en un asesino. La puerta de la habitación se hallaba entreabierta y desde la cocina vio a su compañera desnuda, y junto a ella a un hombre muy delgado, que parecía querer sacarla de la cama con sus resuellos. Sus ojos no encontraron el hacha que buscó en la entrada. Esos segundos de búsqueda le calmaron. «¿La cárcel por ese pedazo de tocino y ese gusano de culo arrugado? Ni loco…». Se calzó las botas y salió corriendo. Sabía que para matar habría bastado ver el rostro de la mujer, escuchar su voz. Pasó la noche en casa de un amigo, y entre cierta indiferencia y la trama de una venganza no consiguió dormir. En un momento de lasitud creyó saber con qué tipo de mujer había compartido su vida durante un año. Nunca lo había pensado. La guerra era el tiempo de mujeres sin hombres y hombres sin mujeres, y también de mujeres que, más bien por la casualidad de hallarse en una ciudad próxima al frente que por falta de pudor, amaban en exceso, acostumbradas a esos hombres que volvían a la guerra y que la muerte hacía irremediablemente fieles a sus amantes de una noche. La mujer con quien Pavel había estado era esa amante. «Puta asquerosa», susurró en la oscuridad de la cocina donde su amigo le instaló una cama. En verdad la intención de ese insulto era acallar un oscuro perdón. Su concubina le recordaba los tiempos de guerra, precisamente por su infidelidad. Ella aún vivía esos tiempos. «Como yo», pensó.

A la mañana siguiente le venció el deseo de venganza. Volvió a la isba y la encontró vacía. La mujer se había marchado a trabajar y le había dejado patatas en una cacerola. Retiró los cartuchos de su parabellum, decidido a meterlos en el horno. Imaginaba con un perverso gozo los fuegos artificiales nocturnos. Luego cambió de opinión, entró en la habitación y sacó su cuchillo. Perforó el edredón con desgana, como para quedarse tranquilo, y luego se detuvo. Algunas plumas revolotearon por la cama. La habitación le parecía ya irreconocible, como si nunca hubiera vivido en ella. Acarició las marcas de cebra del mango de su cuchillo, cogió varios objetos que le pertenecían y se fue. Guardada en un rincón de la entrada detrás de la puerta divisó el hacha.

Su vida nómada duró varios meses más, interpretaba el papel del soldado que regresa, esquivaba la nueva vida de los demás para quedarse junto a los no presentes. Pensando en ellos se acordó un día de la amiga de su madre, de esa extranjera que parecía rusa y que solía visitarles en Dolchanka, de Sacha. La encontró en su pequeña ciudad, cerca de Stalingrado. Se dejó convencer, se quedó en su casa y empezó a trabajar en un almacén ferroviario.

Se aproximaba el tercer aniversario de la victoria, la ciudad se cubría de carteles rojo y oro, eslóganes triunfantes, radiantes figuras de soldados-héroes. Pavel tenía la extraña impresión de que las personas de su alrededor hablaban de otra guerra, en la que creían cada vez más; una guerra que los periódicos, los carteles, la radio inventaban para ellos. Cuando Pavel habló de la suya, de los disciplinarios, de los asaltos a pecho descubierto, el jefe del taller le reprendió y llegaron a las manos. Pavel se detuvo al descubrir en el brazo del jefe un largo corte burdamente suturado, como se hacía en primera línea. Cuando volvió la calma y se quedaron solos, el hombre se llevó a Pavel afuera, detrás de un cúmulo de viejas traviesas, y le dijo en tono de advertencia:

—Todo lo que dices es cierto, pero si mañana te embarcan por tu verdad, que sepas que yo no tengo nada que ver. En el taller hay soplones.

Pavel se lo contó a Sacha; ésta le dio pan, todo el dinero que tenía en casa y le aconsejó que pasara la noche en Stalingrado, con una vieja amiga. Tenía razón: a las tres de la mañana fueron a buscarle a casa de Sacha.

Ya no necesitaba buscar justificación a su vida errante, ahora simplemente debía alejarse poco a poco de Stalingrado, volverse invisible, fundirse en la nueva vida que hasta ese instante había rechazado. Abandonó la región del Volga en dirección oeste y, por los avatares de su azarosa existencia, fue descendiendo hacia el sur, pensaba en el mar, en los puertos, en el bullicio meridional donde su dudoso aspecto de soldado vagabundo pasaría inadvertido. Con el tiempo, las estaciones y los trenes se convirtieron en su verdadero domicilio. Las semanas pasadas en el almacén le dieron un aplomo de profesional. Más de una vez descubrió la presencia de una patrulla militar. Se cambiaba, se ponía su mono de trabajo y se hacía pasar por ferroviario. Luego volvía a ser soldado: los maquinistas no solían negarse a ayudar a un «defensor de la patria».

Aquel día Pavel vestía de uniforme. El tren, oteado desde la mañana, ya estaba descargado y saldría de un momento a otro. Su destino le convenía, así que Pavel sólo tenía que negociar con el maquinista o, si éste se negaba, saltar a un vagón con el tren en marcha. Se hallaba al acecho entre dos barracones que servían de almacén cuando escuchó sus voces: las voces de dos hombres se secundaban con amenazante hilaridad, y, en cuanto a la mujer, enseguida adivinó su marcado acento oriental. Por curiosidad dio la vuelta a la esquina y los vio. Los hombres (uno de ellos se apoyaba sobre una escoba, el otro encendía y apagaba su linterna, jugando, pues todavía era de día) no dejaban que la mujer se fuera, le bloqueaban el paso, la empujaban contra la pared del almacén. Lo hacían sin violencia, pero con la misma autoridad de un gato que juega con un pájaro ya vencido.

—Mira, preciosa, primero nos dices adonde vas y en qué tren, y luego tu nombre… —repetía el barrendero adelantando un hombro para retener a la joven.

—… y también queremos ver tus papeles —añadía el ferroviario mientras enfocaba su linterna hacia el rostro de la mujer.

La mujer dio un paso más enérgico para liberarse, y en su voz se rompió una cuerda cansada:

—¡Suéltenme!

El hombre de la linterna le aplicó la mano sobre el pecho como para repeler un ataque:

—Pórtate bien con nosotros, sólo te pedimos eso… Si no, la milicia irá por ti.

La mujer, aturdida y con los ojos entrecerrados para no ver lo que ocurría, no conseguía deshacerse de las cuatro manos que tiraban de su vestido, le apretaban la cintura, la empujaban hacia la puerta entreabierta del almacén.

Pavel se precipitó hacia ellos dando un brinco, con la intención de anticiparse a las advertencias de prudencia que resonaban en su cabeza. No se decidió por el deseo de prestar auxilio, sino por una visión irreflexiva: el contraste tan fuerte entre la belleza de la mujer, la fragilidad cincelada de su rostro, y el revuelto de palabras, fisonomías y gestos que la manoseaban.

Su repentina aparición, su uniforme, imponían, incluso daban miedo. Al oír su voz ronca el ferroviario se volvió y se separó de la joven inclinándose para recoger la linterna dejada en el suelo. Tartamudeó:

—No, sargento, oiga…, es que…, si es una ladrona… La descubrimos robando en los almacenes…

Intentaba justificarse tomando como testigo al barrendero, pero, poco a poco, fue dominando su miedo y empezó a percatarse del extraño aspecto del sargento: las mejillas cubiertas por una barba de cuatro días, una guerrera burdamente zurcida, aquí y allí, y sin cuello, las botas con las cañas aplastadas y deformadas por el uso. Entonces cambió el tono, indignado por su error.

—¿Y tú? ¿Qué haces aquí? ¿Por casualidad no habrás venido a visitar los almacenes? Entonces, ¿la ladrona viene contigo? ¡Dos colegas, dos sinvergüenzas!

Pavel percibió el peligro y quiso interrumpir:

—¡Ni una palabra más! ¡Suelta a la mujer y ve a comprobar los frenos! ¡Y nada de silbatos!

El otro se estaba dando cuenta cada vez más de la fragilidad de ese soldado que tanto le había asustado, y se enfureció.

—¿Qué dices? ¿Los frenos? Pero ¿quién eres tú? Espera un poco, vamos a ver de qué regimiento has desertado. ¡Vassilitch, sujétalo! ¡Voy a llamar a la patrulla! Están ahí, junto a la estación…

Pavel empujó al barrendero que quería atraparlo, y se volvió: el ferroviario no mentía, pues un oficial y dos soldados venían en su dirección, por la vía. Golpeó a los dos hombres para atajar sus gritos. Su puño se hundió contra una boca sudorosa, resbaladiza, la otra mano percutió una barbilla. Pero el grito continuó, con un tono más agudo. Unos dedos se aferraban a su guerrera y no la soltaban. Golpeó de nuevo. La linterna se cayó y rodó por el suelo, se encendió sola, su luz recortó las ruedas de un tren que acababa de arrancar. A lo lejos, los dos soldados de la patrulla empezaron a correr, el oficial aceleró el paso…

La joven le separó de esa pelea sin vía de escape. Petrificada junto al muro, pareció despertar de repente y se lanzó, cual flecha, hacia el tren que avanzaba con el paso lento de un sonámbulo. Pavel recogió su equipaje y la siguió mientras se limpiaba la mano manchada de sangre en el pantalón.

Treparon a la plataforma del vagón, saltaron a las vías del otro lado, se deslizaron bajo un convoy y, al ver que los soldados lo rodearon en su extremo, saltaron de nuevo, corrieron a lo largo del tren, reptaron entre las ruedas. Los silbatos de la patrulla les guiaban, de pronto alejados, de pronto ensordecedores, tan sólo separados por una fila de vagones. Sus ojos pudieron captar la calma de ese obrero fumando, tranquilamente sentado sobre una pila de traviesas, y la placa de esmalte (en la que se leía un extraño destino) de un viejo vagón sobre una vía de reparaciones, e incluso el interior de los compartimientos (los niños, el té, una mujer que preparaba la cama) en ese tren de viajeros surgido a gran velocidad que les salvó al separarles de sus perseguidores. Se abalanzaron y, arrastrados por el golpe de aire a su paso, se encontraron entre ese tren rápido y un convoy de mercancías que apenas avanzaba, como si no se decidiera a salir. Descubrieron la apertura de una puerta corredera, intercambiaron por vez primera una mirada de complicidad y subieron. Pavel cerró la puerta, en la oscuridad se encontró con el brazo de la joven. Se quedaron quietos. Tras el delgado panel de madera podían oír el ir y venir de los pasos, las llamadas, los silbatos. Una persona se acercó, caminó a lo largo del tren que aún se deslizaba con torturante lentitud. Una voz que se dirigía a alguien que se hallaba al otro lado de los raíles gritó:

—¡Pero si deben de andar por aquí, si los he visto! ¡Dile que venga con su perro!

Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Se miraban fijamente, y adivinaban por separado que su peligro, hasta entonces tan singular y tan ligado a sus respectivos pasados, se mezclaba en ese momento con el peligro que hacía huir al otro. Que sus vidas se fundían. A lo lejos retumbaba una voz furiosa, una orden, y algunos ladridos. En ese momento una sacudida recorrió el convoy, y Pavel sintió tanto en su cuerpo como en el de la mujer ese esfuerzo involuntario de todos los músculos en el infantil deseo de ayudar a la marcha. El movimiento apenas se aceleró, pero tras golpear una docena de veces las ruedas el ruido cambió, se hizo más sonoro, más vibrante. El tren se deslizó sobre un puente, avanzaba a mayor velocidad.

Pavel se levantó por la mañana temprano, aturdido después de una noche de acecho, la cabeza todavía llena de los sobresaltos, de las visiones de la víspera. Deslizó la pesada puerta del vagón y, de repente, retrocedió asustado, maravillado. Sobre el fondo de un cielo aún oscuro, más allá de las colinas boscosas, emergían los nevados picos del Cáucaso, de una belleza casi amenazante. Su masa, ligeramente azulada, parecía avanzar por segundos, dominar el tren. Gracias a aquella altura, todo el espacio se edificaba en vertical, y al sempiterno habitante de la llanura le resultaba imposible imaginar la vida bajo ese mudo esplendor.

La muchacha también se acercó a la puerta, se apartó de la cara sus largos mechones de pelo revueltos por el viento y miró. Pavel gritó su admiración entre el martilleo de las ruedas. Ella movió la cabeza sin expresar sorpresa ni temor. No parecían interesarle las nevadas cumbres del horizonte, en cambio escrutaba las arboladas colinas y los escasos pueblos aún dormidos.

Pavel quiso bajar en cuanto tuvieran ocasión, atraído por una gran ciudad que el tren atravesó, y donde se detuvo unos minutos. Esos parajes verticales le eran demasiado extraños. La mujer le retuvo.

Saltaron del vagón cuando el convoy redujo la marcha a la salida de un largo túnel, en una curva entre montañas. Los pasos de la mujer eran rápidos, descendían por una ladera recubierta de árboles y matorrales, desconocida para Pavel. La seguía con dificultad, se dejaba prender por zarzas que ella sabía evitar, derrapaba sobre pequeños pedregales escondidos entre la maleza. El bosque, sin senderos, parecía virgen. Cuando llegaron a la orilla de un río, la mujer se detuvo y Pavel, al alcanzarla («¿Quiere que me pierda o qué?», pensó unos minutos antes), no pudo ocultar su inquietud y lanzó una bravata:

—Ya que estamos, podríamos escalar el Kazbek, ¿no? ¿Adónde quieres llevarme de este modo?

La mujer sonrió, y en ese preciso instante Pavel se dio cuenta de que estaba agotada. Sin contestar, avanzó sobre los guijarros, entró en el agua, se hundió vestida. No se movía, el agua lavaba su cuerpo, su cara, su vestido deshilacliado en las mangas. Pavel quiso llamarla, pero cambió de opinión. Sonrió y se dirigió hacia las rocas que un poco más abajo descendían al río. De repente, todo le pareció simple, como previsto por un insólito orden de cosas que luego descubriría. Se desnudó tras las rocas y se deslizó en la corriente. El sol ya estaba en el cénit y quemaba la piel. La ropa se secó en unos minutos.

Durante la parada en la ribera del río confirmó lo que ya había adivinado: la joven era de los Balcanes, de uno de esos pueblos del Cáucaso deportados en 1944. Quienes intentaban entrar de forma clandestina eran detenidos bastante antes de poder ver la nieve de las cimas.

Ella le mostró de lejos su aldea: una calle desierta, las ramas de los árboles de los huertos vencidas por la inútil abundancia de frutas, y una hilera de ropa hecha jirones, colgada de una cuerda en el patio de una casa.

Se instalaron a varios kilómetros de allí por prudencia. Pavel bajaba de vez en cuando a esa aldea vacía donde encontraba herramientas de carpintero, cajas de clavos, un viejo mechero de yesca… Un día descubrió las marcas de unas ruedas impresas en el espeso polvo de la calle. Reconoció un todoterreno militar. Pasaron varios meses y el coche no volvió. No le dijo nada a la mujer. «A mi mujer», pensaba con frecuencia.

El refugio construido por ellos en el repliegue rocoso de un valle estaba a un día de camino de un pequeño pueblo con estación de tren. Desde allí le envió una carta a Sacha, a la única persona que conocía su vida oculta, y que los visitaba una o dos veces al año.

Sacha también fue cuando nació el niño. Esta vez se quedó más tiempo. Una tarde, Pavel regresaba de su colmenar, instalado al otro lado del valle, en la linde de un bosque de castaños. Atravesó el río con un cubo lleno de miel fresca sobre su hombro y se detuvo para recuperar el aliento al pie de una pequeña subida que llevaba a su casa. A través de la puerta entreabierta veía la silueta de las dos mujeres. Sacha de pie sujetando una vela, su mujer sentada, el rostro inclinado sobre el niño. No podía oír sus palabras, sólo el tono, lento y monocorde, de su conversación a media voz. Pensó en Sacha, con ese doloroso agradecimiento que se siente hacia quien no espera palabra alguna de gratitud, ni siquiera piensa en ello, y da tanto que los demás no pueden devolverlo. «De ser rusa, nunca se habría atrevido a venir aquí…», pensó Pavel, al tiempo que se daba cuenta de que ésa era una forma muy imperfecta de expresar la naturaleza de Sacha. Como extranjera se tomaba más libertades que otros respecto a las estrictas leyes y costumbres que gobernaban el país, y puesto que no las consideraba leyes absolutas, entonces dejaban de serlo.

Pavel se detuvo en un lugar donde se oía el fluir del agua, ese ligero y sonoro murmullo que de noche colmaba su casa, fundido con los ruidos del bosque y el crepitar del fuego. Bajo la roca, frente a la vivienda, la superficie del agua era lisa y muy negra. El cielo lanzaba el reflejo de una constelación que ondeaba y cambiaba de contorno lentamente. Le sorprendía lo poco que necesita el hombre para vivir y ser feliz. Pensaba en el mundo del que habían huido, donde ese poco se perdía en innumerables estupideces, mentiras, guerras, en el deseo de privar de ese poco al resto, en el miedo de sólo poseer tan poco…

Levantó el cubo e inició la subida hacia la casa. Su mujer se encontraba en el umbral de la puerta con su hijo en brazos. El niño se había despertado pero no lloraba. Las estrellas iluminaban tenuemente su frente diminuta. Por un instante permanecieron inmóviles en esa noche, sin decirse nada.