Como estaban casi seguros de que no volverían a verse, los disciplinarios se hablaban entre sí de un modo distinto a los soldados ordinarios. Usaban expresiones sencillas, un tono despreocupado con el fin de hacerse entender, para convencer o sorprender. Con palabras que uno sólo se dice a sí mismo o a las sombras. Antes de un combate ya se sabía que, en pocas horas, nueve de cada diez voces habrían dejado de resonar para siempre en esa tierra. Cosa que les confería a las voces tranquilidad, distanciamiento, indiferencia a lo que pudieran pensar las tinieblas de mañana. A veces se interrumpía el relato y se adivinaba que continuaba soterrado en el silencio de los recuerdos.

—Para no cascar ese huevo —contaba Ancre dos días antes de morir— me ataba la muñeca al muslo mientras dormía. El huevo estaba siempre al calor de la axila. Todo el barracón me ayudaba a incubarlo. Durante los registros nos lo pasábamos de unos a otros, se lo ocultábamos a los guardias como si fuera una bomba o un lingote de oro. Qué quieres, no hay muchas distracciones en un campo… Un tractor tiró su nido. Los demás huevos se estrellaron, pero éste no se rompió. Teníamos mucha curiosidad por ver qué clase de pájaro saldría…

Salió un minúsculo trozo de vida, una pequeña pulsación tibia cubierta de plumón, una boca amarilla, muy abierta, que los prisioneros alimentaban con pan mascado. Los guardias se enteraron pero no intervinieron. Comprendían que los prisioneros no rechistarían aunque se doblaran las normas, se les privara de víveres, se agravaran las penas, pero se sublevarían si tocaban a ese animalito que aprendía a volar en el asfixiante aire de los barracones.

Mataron a Ancre, y Pavel se quedó sin saber el final del relato. Imaginaba tan sólo a un pajarillo que, ante los ojos fijos de los prisioneros, sobrevolaba la línea de las alambradas.

Cuando contaba su historia, Ancre se llamaba a sí mismo «Gallo Clueco». El apodo hacía sonreír a otro prisionero, llegado a la compañía al mismo tiempo, que se empeñaba en conservar su verdadero nombre entre el anonimato de los soldados disciplinarios. A cualquiera que abordara, aunque fuera un instante, le decía su nombre, Zourine, feliz sin duda de recuperarlo después de haber sido sólo un número durante mucho tiempo. Ese deseo de personificación le llevaba a narrar lo que le había sucedido.

Herido en la batalla de Brest-Litovsk, fue capturado por los alemanes, pasó más de un mes tras las alambradas, consiguió evadirse y reunirse con nuestras tropas. Entonces, en un movimiento inverso, lo arrestaron, lo juzgaron por traidor y lo enviaron a un campo soviético.

Pavel ya había oído relatos de evadidos que sin saberlo huían de una muerte a otra. Sabía lo que querían decir las palabras de Stalin: «Ninguno de mis soldados será hecho prisionero por el enemigo», es decir, nunca había que entregarse vivo.

No le impresionó tanto el destino de Zourine en sí, como un episodio que el soldado contaba con torpeza, balbuceando, como si se sintiera culpable de confesar su captura.

Era, decía, el último día del combate en la fortaleza de Brest-Litovsk. Los alemanes acababan de desalojar a los últimos defensores que peleaban en las galerías subterráneas. Algunos perecieron bajo las bóvedas derrumbadas, a otros los abrasaron con lanzallamas o se asfixiaron con el humo. A los supervivientes se les alineó en la plaza central de la fortaleza, ante los soldados alemanes que los observaban con una curiosidad burlona. Los combatientes guiñaban los ojos bajo un sol demasiado intenso, después de haber pasado varias semanas en la oscuridad de las casamatas. Su uniforme era una costra de barro endurecido. Los apósitos estaban manchados de tierra y sangre, los cabellos rígidos, pegados a la frente, los labios cortados por la sed. Parecían animales recién salidos de su madriguera, animales que habían perdido la cuenta de los días y no sabían que la ciudadela fronteriza defendida por ellos hacía tiempo que había sido abandonada por el resto del ejército que retrocedía en dirección a Moscú.

Como se lleva a una bestia capturada, dos alemanes trajeron en una improvisada camilla a un combatiente más y lo colocaron a los pies de los otros. Su cara tocó la piedra, parecía escuchar un ruido lejano. En su espalda despuntaba un fragmento de hueso, muy blanco en medio del sucio tejido de su guerrera. Permaneció inmóvil, tendido entre los alemanes y la fila de los prisioneros. Uno de los oficiales dio una breve orden. Un soldado salió corriendo y volvió con un cubo de agua, que vertió sobre el hombre yacente. Entonces el hombre volvió la cabeza, y vieron que la mitad de su cara estaba carbonizada; la misma superficie negra que los muros de ladrillo vitrificados por el lanzallamas. Con mucha dificultad se levantó apoyándose sobre un codo. En ese rostro hecho de piel calcinada y de barro, brilló un ojo, consciente y todavía embargado por la oscuridad de las galerías subterráneas.

El oficial se inclinó para captar esa mirada tuerta. En la cara abrasada, los labios se movieron. En lugar de un salivazo, un cuajaron de sangre oscura se desprendió de la boca y se estrelló contra las botas del oficial.

—Nos dijimos: Está jodido —contaba Zourine—, el fritz va a rematarlo, un pistoletazo y se ensañarán con nosotros para hacernos pagar ese escupitajo…

El oficial se incorporó e hizo restallar una nueva orden. La fila de soldados vibró y, con un rudo taconeo, se cuadró, los ojos fijos en el suboficial. Él los miraba con dureza e hizo resonar en la plaza algunas palabras entrecortadas. Zourine entendía el alemán, la lengua del enemigo que había aprendido en la escuela leyendo a Heine:

—Es un auténtico soldado —dijo el oficial—. ¡Debéis luchar como él!

Durante un segundo que pareció eterno la plaza enmudeció. Una fila de soldados alemanes en posición de firmes y ese hombre agonizante, tendido sobre las baldosas, con la frente apoyada en la piedra.

En la nueva compañía formada por los restos de las anteriores, Pavel no habló con nadie. Estaba acostumbrado a la inutilidad de relacionarse con alguien, pues sabía que todo lo que podía guardarse de una amistad como ésa, previa a la muerte, era un cuchillo con el mango marcado por los días de supervivencia o bien un relato inacabado. Sin embargo, si inició aquella conversación nocturna fue porque le parecía inverosímil la falta que se atribuía a un nuevo disciplinario: se decía que el soldado se había negado a gritar el nombre de Stalin durante los ataques.

Coincidieron en una guardia y hablaron en voz baja y a oscuras, sin poder verse. Las posiciones alemanas estaban muy próximas, ni siquiera se atrevían a encenderse un cigarrillo. Las respuestas del soldado dejaban perplejo a Pavel. «Me está tomando el pelo», se decía éste de vez en cuando, e intentaba en la claridad gris de esa noche de junio distinguir los rasgos de su extraño interlocutor. Pero el reflejo de la luna sólo devolvía el breve brillo de las gafas, la pálida mancha de la frente.

—¿Es cierto que cambias el vodka por pan? —preguntaba Pavel. El rechazo a beber el decilitro reglamentario antes del ataque se le antojaba una curiosa muestra de audacia: esos tragos abrasadores daban el valor para levantarse de la tierra bajo el silbido de las balas y la metralla—. ¿Es que no te gusta beber?

—Sí, pero es que siempre tengo hambre. Soy hijo de ricos, ¿sabes? Mis padres me cebaron como a un pavo cuando era un crío.

A Pavel le desconcertaba su sinceridad y se decía que si le hubieran interrogado a él, habría inventado un motivo más noble para explicar por qué rechazaba el vodka. Diría que no bebía porque no temía nada; en todo caso, jamás confesaría un pasado de niño mimado.

—¿Es verdad que te mandaron a una compañía disciplinaria por culpa de Stalin? ¿De verdad te negaste a gritar?

—Ya ves, no le caía bien a un comisario político. No había nada que hacer, iba a por mí continuamente. Un día me hizo salir de la fila y me ordenó que gritara: «¡Por la patria! ¡Por Stalin!». Como me negué y le dije que no estábamos en un ataque…

—Pero en un ataque, ¿gritas?

—Sí… Como todo el mundo. Se tiene menos miedo al gritar, ya lo sabes.

Esa noche Pavel supo que el soldado marchó al frente con diecisiete años, mintiendo, como tantos otros, acerca de su edad. Era de Leningrado y tras el bloqueo no había recibido ninguna carta, ni siquiera cuando se levantó el sitio. Cuando llegó el relevo, Pavel vio cómo el soldado permaneció un momento inmóvil, en ese atontamiento vacilante de quien se siente de pronto invadido por la ola de sueño contenida hasta entonces. Pavel se volvió y le vio alejándose: era una silueta completamente sola en la extensión de los campos nocturnos, bajo un cielo que se impregnaba de la primera claridad.

Al día siguiente, se encontraron durante un alto en el camino. La compañía se había quedado reducida a la mitad durante un ataque frustrado y ahora era más fácil identificar las caras. El soldado le saludó y le tendió la mano. «Es judío», pensó Pavel, y sin saber por qué sintió una mezcla de decepción y desconfianza. A menudo se oía decir en el frente que todos los judíos permanecían en la retaguardia o estaban recomendados en la intendencia. Sin embargo, los había en primera línea, o en el hospital, desfigurados por las heridas, o incluso en ese rápido paréntesis que separa los gestos insignificantes previos al combate (la lengua que humedece el papel de un cigarrillo, una broma, una mano que espanta una abeja) y los primeros pasos de después, sobre una banda de tierra cubierta de cuerpos silenciosos o ululantes. A pesar de todo, seguía oyendo la misma cantinela sobre los recomendados y los listillos de intendencia. Ahora se daba cuenta de que, entre los disciplinarios, no se decían esas cosas: la cercanía de la muerte quitaba oropeles a los apellidos y los orígenes.

—Me llamo Marelst. Es mi nombre de pila.

Pavel le miró fijamente, sin poder reprimir una sonrisa: alto y muy delgado, era de hombros estrechos como un adolescente y tenía una fisura en diagonal en un cristal de las gafas. Su físico se correspondía muy poco con su nombre, formado por la contracción de Marx-Engels-Lenin-Stalin. Uno de los vestigios revolucionarios de los años veinte… En la guerrera, por encima del corazón, se veían los desgarrones dejados por las condecoraciones confiscadas.

—¿Tenías una Estrella roja? —preguntó Pavel al percibir una mancha más oscura y angulosa sobre el tejido descolorido por el sol.

—Sí, y una medalla «Al valor» —respondió Marelst y, para contrarrestar un poco el orgullo juvenil con que había contestado, continuó—: Las tenía… Pero, a fin de cuentas, ahora pienso que no habría conseguido nada más a no ser que hubiese capturado a Hitler en persona…

Cuando marchaba con su columna extendida a lo largo del camino, divisó a Marelst tres filas más allá, acarreando la placa de acero del mortero, la carga más voluminosa de todas, la que nunca se sabía equilibrar en la espalda. Pavel observaba el espinazo ligeramente curvado, las secciones de la fila más separadas debido al vaivén de la placa… Una espalda como cualquier otra, pensaba Pavel distraído, un soldado que arrastra sus pies cansados por el polvo de un camino de guerra. Se acordó de su desconfianza, de su pesar al saber que se trataba de un judío. Reconoció de mala gana que ese pesar le parecía inexplicablemente justificado e incluso inseparable del hecho de ser ruso. Le habría gustado encontrar la razón. Pero en su infancia la posibilidad de ser judío formaba parte de la teoría, porque nunca se vio a uno en un lugar como Dolchanka, donde incluso se consideraba extranjera a la gente del otro extremo del pueblo. Después, en la escuela, oyó esos refranes de la sabiduría popular sobre el judío que «recoge el dinero a dos manos». Una sabiduría puesta en entredicho por su profesor de historia, excombatiente judío y manco, difícil de imaginar en ese papel de recogedor.

Al día siguiente (les habían lanzado, como siempre sin el apoyo de la artillería, sobre el laberinto empedrado de una pequeña ciudad polaca) se fijó de nuevo en Marelst buscando una explicación. Hubo muchos heridos por los rebotes de la metralla en los muros de las calles estrechas. Pavel llevaba a un soldado con la guerrera hinchada por la sangre, como si fuera un extraño odre. Al volver una esquina vio la silueta de Marelst, también cargado con un fardo humano. Caminaron juntos un momento, en silencio, sumidos ambos en la enajenación del fin del combate, en ese instante en que uno se reinstala en su cuerpo y lo encuentra vivo, cuando los pensamientos que se han tenido unas horas antes parecen antiquísimos. A veces Marelst flexionaba las rodillas y a continuación se incorporaba con esfuerzo, ajustando la posición del herido en su espalda. Los cristales de sus gafas estaban salpicados de barro, una de las patillas se había roto y la sustituía un alambre de hierro. Pavel miraba fijamente sus gafas, su rostro, sin decir nada, impresionado por la desproporción: ese gran cardenal en el mentón, en realidad un simple cardenal, como el de cualquier pelea, un sencillo hematoma resultado de un combate donde habían muerto muchos hombres. Veía una burla curiosa en ese empujoncito con que la muerte parecía rechazar a quienes no les había llegado la hora.

Marelst debió de notar esa mirada, o quizás adivinó que sus orígenes no habían gustado. Por la tarde, sentado cerca del fuego de campamento, habló con esa voz monótona y sorda de los disciplinarios que, en susurros, sondean su pasado, sus vidas, tan extrañas tras cada día de prórroga que parecen vividas por otro. En medio del relato, sospechando el tono de la confesión, se paró para anunciar con una ironía categórica:

—De hecho, he decidido que no voy a morir. Nada de lo que cuento es definitivo. La vida continúa, como dijo el ahorcado cuando vio llegar a los primeros cuervos. Ya verás, nos salvaremos y beberemos nuestro decilitro de vodka en Berlín. ¿Qué digo? Nada de un decilitro, ¡un tonel!

Al anochecer, Pavel se acordaba de ese relato y no conseguía encontrar la razón de esa explosión de alegría. En su memoria, las palabras de Marelst tenían una cadencia grave y densa, donde era imposible colar ni una pizca de gracia.

En el relato de Marelst aparecía su padre, un joven relojero de Vitebsk que un día salió de su tienda y estrelló contra el pavimento un gran reloj de péndulo con su caja de caoba. Luego, llorando, se puso a pisotear los fragmentos de cristal. Todos pensaron que había enloquecido; de alguna manera se había vuelto loco cuando supo lo del saqueo de la casa de su hermano que vivía en Moldavia: el pillaje había terminado en matanza y hasta habían metido clavos en los cráneos de los recién nacidos. Se imaginó el crujido de la punta de hierro al taladrar esas cabezas apenas recubiertas de pelo, los grandes ojos abiertos de los niños. Ese ruido, esa mirada le perseguían sin descanso, le impedían oír la marcha de sus relojes, responder a la sonrisa de los vecinos. Le torturaba también saber que la mayoría de los saqueadores eran obreros con hambre de tres días, que envidiaban el edredón de plumas de su hermano. Sintió una fuerza desesperada que lo empujaba a coger el globo terrestre con las manos y sacudir de él todo el mal. Necesitó de esa fuerza cuando le detuvieron, durante los años de clandestinidad, en el exilio. Cuando estalló la revolución se convirtió en el señor todopoderoso de su ciudad natal, después, Lenin mismo lo llamó para que fuera a Moscú. El objetivo parecía más claro que nunca: que en el país y en el mundo entero el hambre no pudiera convertir a ninguna persona en asesino. Para ello había que dar de comer a unos y matar a algunos entre los otros. Durante la guerra civil se dio cuenta de que hacía falta matar a más que algunos. Unos miles, pensó al principio. Decenas de miles. Millones… Llegó un momento en que se sorprendió de haber olvidado por qué mataba. Fue el día en que su secretaria puso en su escritorio un nuevo paquete de denuncias. En una de ellas encontró una fórmula sinuosa cual serpiente: «Debe arrestarse al ciudadano N. por ser sospechoso de ser sospechoso». De pronto le pareció que la secretaria espiaba su reacción por la puerta entreabierta. Ese mismo año se enteró de que uno de sus compañeros de la época de la clandestinidad se había suicidado. Intentó reflexionar con tranquilidad. Sólo se le planteaban dos opciones: seguir a su amigo u olvidar definitivamente por qué mataba. Tenía tres hijos; el más pequeño, Marelst, había nacido el día en que a Stalin se le llenaron los ojos de lágrimas ante el féretro de Lenin. «Tengo una familia», trataba de convencerse, «además la revolución no se hace con guante blanco». Un piso inmenso frente al Kremlin, coche con chófer, una nueva secretaria, más joven y más conciliadora que la anterior —cuando salía del despacho arreglándose la falda, él sentía durante un largo rato un agradable atontamiento que ninguna pregunta podía perturbar—. Cuando se enteró de la hambruna organizada en Ucrania y de los millones de muertos que provocó, pensó que era preciso extender esa enajenación a la totalidad del día para no perder la razón… Cuando se fueron a Crimea, en el verano de 1934, Marelst tenía diez años. La excitación del largo viaje en tren con sus padres, su hermano y su hermana le impedía dormir, de modo que vio lo que no debía: en la estación, en una noche deslumbrada por los reflectores, los soldados empujaban con las culatas de sus fusiles a una muchedumbre de mujeres y niños hacia los vagones para ganado.

—¿Quién es toda esa gente? —preguntó Marelst desde su litera.

—Kulaks ricos y saboteadores —respondió el padre enseguida, y a continuación bajó al andén para recriminar al jefe de estación que se hubiera atrevido a retener su tren en una situación ideológicamente dudosa.

La madre puso la mano sobre los ojos de Marelst. Y él experimentó un goce complejo, como el sabor del pastel de cumpleaños de su hermana: esa crema blanca que se pegaba al paladar, las finas virutas de chocolate, las minúsculas laminillas de fruta confitada. De igual manera degustaba en su boca y con todos sus sentidos la calma de su compartimiento, que se deslizaba a lo largo del andén en un movimiento suave, el delicioso balanceo de su litera, el olor del té frío en la mesita, debajo de la ventana, y, sobre todo, con un presentimiento de felicidad, los guijarros de Crimea que sería preciso inspeccionar a fin de encontrar la misteriosa calcedonia de la que le había hablado su padre. La existencia de kulaks que embarcaban en horribles vagones para ganado agudizaba aún más esa satisfacción. Se disponía a dormir con ese regusto a pastel en la boca, cuando de pronto sintió como un golpe de viento helado en la oscuridad del compartimiento, y tuvo miedo. Era un miedo irreflexivo, al que se añadía una intuición que excedía su capacidad de razonamiento: un día sería castigado por ese gusto azucarado de felicidad en la boca, por la alegría de saber que hay otros hacinados en vagones sin ventanas… Varios años después sabría formular ese miedo. En aquel momento sólo notó esa breve corriente de aire frío y vio a una mujer que intentaba proteger a su hijo del trasiego de las culatas de los fusiles… Comprendió este miedo en el invierno de 1938. En sólo dos meses sus padres habían envejecido y hablaban en susurros, avanzando a tientas de una palabra a otra. Todas las conversaciones evitaban el secreto, revelado precisamente por el hecho de no nombrarlo: la detención inminente del padre, la desaparición de lo que llamaban con tanta naturalidad su vida, su familia. El padre consiguió adelantarse a la llamada nocturna a la puerta. En el edificio del ministerio que dirigía, las escaleras se alzaban en una majestuosa curva y dejaban al menos un metro de espacio entre las barandillas. El padre se tiró desde el último piso y tanto los empleados que subían como los que bajaban tuvieron tiempo de ver el cuerpo mientras caía, que surcó el aire y rebotó varias veces contra el hierro del pasamanos. Alguno intentó atrapar al vuelo los paños abiertos de la chaqueta, pero sólo consiguió quemarse las yemas de los dedos… Gracias a su muerte, el padre no se convirtió en «enemigo del pueblo» y su familia, aunque desalojada de la prestigiosa vivienda, no fue deportada. Se instalaron en casa de unos amigos, en Leningrado. El recuerdo de esa noche le volvía, los vagones para ganado que vio de niño —el recuerdo de su felicidad—, junto con la quemadura de las yemas de los dedos que imaginaba por los relatos de los empleados. Partió al frente con la esperanza de expiar esa dicha infantil. Pero los primeros combates borraron el recuerdo de la vergüenza y la necesidad de disculparse por ello. Había demasiados muertos, demasiados cuerpos hundidos en el barro, demasiados remordimientos que se superponían unos a otros: un día un herido abandonado que le tendía su mano ensangrentada, al día siguiente el oficial abatido por una ráfaga al incorporarse al ataque justo un momento antes que él… De su antigua vida sólo le quedaba ese cuaderno lleno de poemas adolescentes. Un cuaderno cuyas hojas, una a una, se desparramaban, pues era utilizado como papel de fumar. Primero experimentó una dura lección de vida, que reducía a cenizas esas páginas con sus sonetos, elaborados y melancólicos. Pero de inmediato el gusto del tabaco grueso, que disipaba el olor de la sangre y de la carne en descomposición, dio al cuaderno un sentido nuevo: el del silencio de los soldados que después de un combate lían un cigarrillo con un fragmento de poema. A partir de entonces, la calma de esos minutos le parecía infinitamente más verdadera que todo lo que podía decirse sobre la vida o la muerte en esas estrofas rimadas…

Cuando hablaba, Marelst levantaba de vez en cuando la cabeza y los cristales de las gafas captaban el reflejo del fuego, los ojos desaparecían tras una especie de salpicadura de sangre. Pavel se decía que en tiempos de paz nunca se habrían encontrado, y aunque hubiera sucedido, nunca se habrían comprendido. «Alguien de Leningrado», habría pensado Pavel con suspicacia, «hijo de un ministro…». Ahora se daba cuenta de que la guerra lo había simplificado todo. Ese fuego que secaba y hacía caer las placas de barro de las botas, la noche en esa llanura perdida en algún lugar entre Polonia y Alemania, ese trozo de tierra nocturna que acababan de arrebatar al enemigo. Y ese hombre sentado junto al fuego, un hombre que hablaba muy bajo, como en sueños, y que era muy consciente de lo que decía. De pronto Pavel comprendió que no había nada más: una noche, un hombre, una voz; lo demás se inventaba en tiempos de paz… El hombre sólo era una voz desnuda bajo el cielo.

Cuando reanudaron la marcha al día siguiente, pensó en contarle a Marelst después del combate todo lo que se había callado: la historia de la mujer enterrada con su niño en el vientre, una mujer sin voz, a quien siempre entendía.

En ese combate debían liberar un campo de prisioneros que, transformado en base fortificada, estorbaba la ofensiva de toda una división. No sabían si aún quedaban prisioneros en los barracones: sólo se veía una treintena de detenidos, atados a postes alrededor del campo, haciendo de escudos humanos. Era preciso atacar sin tirar un solo obús, sin granadas. «¿A pecho descubierto?», preguntó extrañado un recién llegado. Nadie le respondió. Tres compañías disciplinarias se lanzaron al asalto, seiscientos hombres. El primer ataque fue repelido y Pavel pudo ver que la mitad de los rollos de alambradas habían desaparecido bajo los cuerpos inmóviles. Más allá, a lo largo de la valla, los prisioneros amarrados observaban mudos el flujo y reflujo de soldados que se dejaban matar sin poder defenderse.

En la quinta o sexta oleada, cuando sólo quedaba la cuarta parte de los hombres de las tres compañías, Pavel, ya sordo, con el regusto de la sangre abrasada en la garganta, retrocedió con una docena de soldados hasta un gran foso, en la parte de atrás del campo. Alguien se inclinó para beber, pero se incorporó enseguida: sus manos sacaron una papilla viscosa, amarillenta. Era un río estrecho y muerto, cubierto de cenizas. Lo pisotearon durante unos segundos sin decidirse a atravesar ese líquido estancado, donde flotaban algunos cadáveres. En ese momento surgió Marelst. Pavel lo vio avanzar, hundiéndose hasta las rodillas, hasta el cinturón, hasta el pecho. Sus brazos levantaron la metralleta por encima de la cabeza. Cuando reapareció en la otra orilla cubierto de grumos de espuma, los soldados siguieron sus pasos con precipitación y el tiempo enloqueció como para recuperar el que habían perdido. Desde el puesto de vigilancia, el cañón de una ametralladora les apuntó frenéticamente. La espuma parecía animada, hervía por las balas. El tirador en la garita luchaba contra los ángulos muertos. Sin duda, no habían previsto un ataque por ese lado. Los soldados se lanzaron contra las alambradas. Y como siempre en el combate, todo se rompió en fragmentos vertiginosos y fortuitos. Una viga reventada del puesto de vigilancia. El artillero con la frente abierta por una ráfaga. Cae y reaparece —con la cara intacta, es otro alemán—. Las balas baten la espuma, hacen estrías en la orilla. Un soldado se para, se sienta como para descansar. Pavel le rodea corriendo, le lanza una maldición, luego se percata… A lo lejos, una mancha de uniformes gris verdosos se extiende entre los barracones: el refuerzo de los alemanes. A la izquierda, atado a un poste, un prisionero parece sonreír, sin duda está muerto. La primera línea de las alambradas. El soldado que corre delante de Pavel salta, de pronto se incorpora y se toca la garganta. Un fragmento de granada le ha arrancado la parte inferior del rostro. Su cuerpo se derrumba y sirve de pasarela sobre el espino erizado. Avanzamos sobre su espalda. Caemos. La pasarela se alarga. Una explosión parece volver el cielo del revés. La tierra sacude el cuerpo y lo proyecta hacia el cielo. En la mirada se encuentran una mota de tierra y una nube. El cielo está bajo el cuerpo que se ahoga en el azul. Un brazo arrancado, como si alguien lo hubiera olvidado bajo un rollo de alambrada. Los ojos del alemán, su boca entreabierta y esa ligereza, casi blandura, con que se hunde la bayoneta en su vientre. Otra explosión. El cuerpo atravesado protege de la metralla. La puerta abierta de un barracón. Una pila de esqueletos en camisola de rayas. Un alemán emboscado tras el montón de huesos. Una granada que esparce a los muertos. Un trozo de pared se derrumba; la violencia del sol. El alemán se enreda en medio de los cuerpos de rayas. Un barracón incendiado. Un ser medio desnudo se arrastra y se salva de las llamas. Sordera total. Las explosiones se oyen en el estómago, en los pulmones, en la presión de las sienes. El silencio también viene del interior, del vientre. La mirada, aún febril, rebota de una pared a otra, de una sombra a una puerta que de pronto suena golpeada por el viento. Pero el cuerpo ya no oye nada. El fin. A su vez, los oídos poco a poco vuelven a oír. El silencio. El ruido de un saltamontes en la hierba, entre dos líneas de alambradas. Y apoyado contra la pared de un barracón, ese soldado con un gran reguero de sangre sobre el pecho. Por el momento su grito («¡Agua!») sólo significa para los demás la prueba del oído recuperado y de la vida intacta.

Los soldados iban y venían por el campo como los corredores que deambulan tras la carrera para sosegar la fiebre del esfuerzo. Se registran todos los barracones y se libera a los detenidos amarrados (la mayoría cae al suelo al lado de su poste). El comandante empezó a contar. Unas cuarenta sombras en camisola de rayas daban signos de vida, algunos abrían los ojos, otros intentaban levantarse. De los seiscientos soldados disciplinarios de las tres compañías quedaban veintisiete…

A Pavel le costó sacar el cuerpo de Marelst. Hubo que levantar otros cuerpos, retirar las alambradas. Pero sobre todo, los dedos del soldado parecían agarrarse a la tierra. En el petate de su camarada, Pavel encontró dos cartas de Leningrado, enviadas antes del bloqueo. Las guardó.

A pesar de las batallas que emprenderían al día siguiente y de la infinita diversidad de cuerpos mutilados, no pudo olvidar el gesto de Marelst: esa mano que tuvo tiempo de tantear la papada arrancada por un fragmento de metralla. A menudo había pensado en su propia muerte, en el último segundo antes de morir, en la posibilidad o imposibilidad de saberse morir. Ese gesto era una respuesta.

El asalto al campo de prisioneros les valió a los supervivientes la amnistía y el reenvío a unidades ordinarias. Oyeron la noticia sin manifestar ninguna alegría, como si no les afectara.

La guerra había rejuvenecido. Pavel se percató de ello al observar a los últimos soldados reclutados y aquella despreocupación ante la muerte o el miedo a morir, la torpeza ante el sufrimiento, la disponibilidad para todo lo que la guerra ofrecía. Había olvidado que también él conjuraba la muerte con plegarias de aficionado, sacaba brillo a sus medallas, soñaba con el regreso, esperaba cartas.

Entre el enemigo también era visible ese rejuvenecimiento. Las balas desgastaban con más facilidad las filas alemanas, esa veta desmenuzable de la gente joven, de los adolescentes reclutados en la Hitlerjugend. Pero una vez arrancado ese trozo, el núcleo aparecía casi mineral por su dureza: soldados que habían sobrevivido en Stalingrado, Kursk, Koenigsberg. Soldados conocedores de que la aviación había convertido en ruinas carbonizadas sus ciudades natales o las ciudades de donde recibían cartas. Para ellos, la guerra era su patria desde hacía tiempo. Y el soldado que sabe que nadie le espera es temible.

Pavel se topó con uno de esos soldados en los suburbios de Berlín, donde su compañía se perdía en medio de pequeños focos de resistencia. La bandera roja ya ondeaba en el Reichstag, la victoria estaba anunciada, pero allí, detrás de una iglesia a la que un obús había arrancado la cúpula, se escondían aún algunos tiradores que se negaban a rendirse. Sobre todo aquel con la cara negra por el humo, que acribillaba la calle desde su escondite tras una columna agujereada por las balas. Parecía invulnerable. Después de cada ráfaga, cuando se despejaba el polvo, se veía reaparecer su perfil rígido detrás del pilar y se reiniciaba el tiroteo. Los jóvenes soldados, perplejos, se encogían de hombros, le apuntaban con precisión o, por el contrario, regaban toda la fachada con gestos coléricos… Al final consiguieron matarlo con el lanzagranadas. Cuando Pavel se aproximó junto con los demás se dio cuenta de su error y silbó sorprendido: en un nicho entre dos columnas había una estatua de bronce cosida a balazos. El escondite del alemán se encontraba justo debajo. Estaba tendido, muerto, con la cara vuelta hacia ellos. La mano izquierda, cubierta de sangre, estaba atada al mango de la metralleta por un alambre de hierro que sustituía a los ligamentos desgarrados y que le permitía disparar. Tostado por el hollín de los incendios y por el polvo, su rostro se parecía al metal de la estatua. Sus rasgos carecían de expresión.

El tiroteo se había desarrollado mientras se celebraba la victoria en los alrededores del Reichstag. Llegaron demasiado tarde y Pavel ni siquiera tuvo tiempo de escribir su nombre sobre los muros en ruinas. Ya habían dado la orden de subir a los camiones y no consiguió encontrar un trozo de yeso sobre ese suelo alfombrado de casquillos y metralla. Lamentaba sobre todo no haber escrito el nombre de Marelst, como se había prometido desde hacía tiempo.

Intuía que en esas jornadas de victoria había algo inacabado. No era sólo la inscripción fallida, sino mucho más que eso. La guerra había terminado, pensaba, y esa idea le resultaba extraña. De un día para otro todo ese trasiego de caras, vivas o muertas, de cuerpos indemnes o magullados, de gritos, de llantos, jadeos agonizantes, todo pertenecía al pasado, se devolvía al pasado a través de la alegría de ese sol de mayo en Berlín. Sin poder confesarlo, Pavel esperaba un signo, un cambio en el color del cielo, en el olor del aire. Pero las semanas transcurrían seguras de su cadencia rutinaria. Los camiones llegaron a la estación. Los convoyes se llenaron de soldados y se encaminaron lentamente hacia el este.

Ya en Rusia, en un amanecer en el que el tren se hallaba detenido en un pueblo, Pavel vio a una muchacha que en cuclillas enjuagaba ropa a orillas de un riachuelo. La singularidad de esa mañana tranquila era enloquecedora. Aunque no podía formularlo con claridad, Pavel comprendía que después de todo lo vivido en la guerra, le era imposible quedarse allí, sosegado, en esa orilla, del mismo modo que también era imposible hacer ondular en el agua esos trozos de tela blanca. Era imposible que tuviera esas piernas, esas nalgas. Ese cuerpo hecho para amar no debía existir. Ella debería haberse levantado, haberle mirado, gritar de alegría o llorar y desplomarse en el suelo. Él sacudió la cabeza, se repuso. Los soldados dormían a su alrededor. Sintió que su cara temblaba en una mueca de celos. La muchacha se incorporó y cogió el asa de su cubo lleno de ropa escurrida. Él siguió sus movimientos, la deseó y, aunque le embargó una felicidad violenta, sintió que estaba traicionando a alguien.