Esos minutos perturbarían el sueño de Pavel durante largas noches: un estruendo de orugas a escasos centímetros de su cabeza y el derrumbamiento de la trinchera donde caería al escapar de los carros. De no haber tropezado habría seguido su carrera entre los extenuados pasos y el pánico de los soldados. Pero resbaló al pisar un terrón de barro, se hundió en una trinchera poco profunda, a medio terminar, y no tuvo tiempo de levantarse de nuevo. La sombra de una estrepitosa masa le cubrió, los nudos de acero de la oruga trituraron la tierra justo encima de su rostro. Por un momento se sintió arrastrado hacia las entrañas del artefacto. El acre olor del metal y luego el verdoso reguero de gases del escape llenaron sus pulmones. Del otro lado de la trinchera, entre ronquidos de motores, llegaban los gritos y crujidos de unos cuerpos aplastados bajo las orugas.
Pasó la noche en un bosquecillo de pinos entre algunos de los supervivientes de su compañía, agotado y acechando el retorno de esos segundos debajo del carro. Se durmió, pero el sueño lo tergiversó todo, empujó una puerta disimulada, tradujo a su idioma, preciso y opaco a la vez. En lugar de carros, una enorme máquina-herramienta recién estrenada, con tuercas y palancas de mando niqueladas cubiertas de lubricante. Sus entrañas vibraban con un ruido acompasado y expulsaban arandelas acuñadas a intervalos regulares. Había que deslizar muy hábilmente la mano en el vaivén del mecanismo y colocar la plancha de acero bajo el regatón de la prensa. La mano avanzaba cada vez más lejos, el cuerpo se adelantaba un poco más en el interior de la máquina, intentando evitar la rotación de las enormes ruedas dentadas, de las correas de transmisión. Además, la cadencia de la inmensa máquina no estaba bien ajustada. Parecía que sentía el avance de la mano, el enroscamiento del cuerpo en sus entrañas. Los dedos agarraban un cuadrado de metal, el brazo se estiraba, el hombro penetraba en la máquina, el cuerpo trepaba, se introducía entre decenas de engranajes, codos y cilindros… Consiguió colocar la pieza, retiró la mano justo antes del golpe y quiso retroceder. Pero a su alrededor la máquina vibraba sin dejar un segundo de tiempo muerto, ni la más mínima apertura por donde salir. Y entre la ruidosa marcha de la mecánica reconoció la habitación, la luz y los objetos de su infancia.
El sueño no volvió en las noches siguientes; en realidad no hubo noches, sino una continua huida hacia el este y el intento de transformar, durante las escasas horas de oscuridad, un pueblo abandonado en un campo atrincherado. Por la mañana, a la desordenada resistencia le siguió una nueva retirada ante la tranquila progresión de los carros y la sonrisa de los soldados alemanes al disparar. El rictus de esas gentes que mataban le impresionaba más que los carros.
Durante las primeras semanas de guerra tuvo que olvidar todo lo aprendido en el servicio militar. Aún recordaba cómo el sargento mojaba con saliva su dedo índice, lo levantaba en el aire para determinar la dirección del viento y les explicaba en cuánto debían rectificar su tiro… Ahora habrían tomado por loco a quien, en el transcurso de los penosos combates de retaguardia, hubiera escupido sobre su dedo para ver de dónde venía el viento. Los alemanes sonreían mientras ametrallaban. Se les contestaba con sincopados tiros de fusil, que solía ser la única arma al principio de la guerra. Retrocedían sin poder trasladar a los heridos, ni memorizar el nombre de los pueblos vencidos. Le parecía estar librando, junto con sus compañeros, una batalla como las que le había narrado su padre: los fusiles de antaño, las tropas de caballería… Frente a ellos se desarrollaba una guerra totalmente diferente: una rápida sucesión de blindados sobre la tierra revuelta por las bombas de los aviones. ¿No sonreirían los alemanes al descubrir el centelleo de los sables sobre los caballos, como se sonríe ante el paso de un viejo automóvil fabricado décadas atrás, claro recuerdo de una época pasada?
Durante los sangrientos días del desastre también hubo pequeñas anécdotas inútiles que a veces impedían concentrarse y pensar sólo en la silueta gris verdosa del punto de mira. Como ese perro herido por un trozo de metralla, que gemía dando vueltas en el sitio y dirigía hacia ellos una mirada lastimosa. Al huir de aquel burgo incendiado abandonaron a varios camaradas, y, sin embargo, era aquel perro, esa bola pelirroja con el lomo partido, el que volvía una y otra vez a su mente… O como en ese otro lugar, una suave maraña de hierba invadida por el perezoso zumbido de insectos, la hierba de un verano radiante que crecía como si nada ocurriese, a escasos metros de las isbas en llamas de cuyo interior procedían los gritos de los que habían quedado atrapados. Los soldados de su destacamento se escondían en una fosa, sus fusiles en el suelo, sin cartuchos. El aire era cálido, impregnado de flores, cargado ya de los acres efluvios procedentes del pueblo… Y luego el semblante de ese niño, entrevisto entre el hacinamiento de un vagón. Unos ojos que afortunadamente aún no comprendían nada, reflejaban un mundo en el que la muerte aún estaba ausente. El tren arrancó. Pavel tomaba posición en los alrededores de la estación junto a otros soldados, a la espera de poder hacer frente a los alemanes mientras el tren abandonaba el lugar.
Al salir de una aldea en ruinas, cuando empezaba el otoño, recogió una página arrancada de un periódico, de un número de la semana anterior. Al leerlo, cualquiera habría llegado a la conclusión de que el enemigo acababa de cruzar la frontera y sería expulsado de un día para otro. Esa misma noche se luchaba a unos cien kilómetros de Moscú…
Desde hacía tiempo sabía por qué los alemanes sonreían al disparar, ese gesto nada tenía que ver con la alegría. Era la expresión inconsciente de un hombre que resiste entre sus manos las sacudidas de una ráfaga prolongada. Como la mayoría de sus compañeros, Pavel disponía de una ametralladora alemana recuperada en el combate. Ahora esbozaban la misma sonrisa que ellos. Ya no corrían delante de los carros, sino que se metían en las trincheras, se hacían los muertos, se volvían a levantar, lanzaban granadas. Al despertar despegaban los faldones de sus abrigos de la tierra helada y dirigían sus rostros hacia la claridad, a la espera del sol naciente. Moscú estaba en algún lugar de ese frío velo, cada vez más cerca, la percibían como la inflamación de desnudas venas que palpitan bajo el viento de esa gélida planicie.
A veces creía haberlo visto todo sobre la muerte. Que ningún cuerpo herido, destrozado o descuartizado le sorprendería por la fantasía de sus mutilaciones. Y, sin embargo, la muerte seguía manteniendo la capacidad de desconcertar. Como ocurrió aquella mañana, en la preciosa luz de un amanecer por el lado de Moscú. Un soldado con los ojos quemados por una explosión se precipitó hacia los carros, ciego, guiado por el ruido de los motores y por la angustia, y se deslizó bajo las orugas para hacer estallar una granada. O el joven alemán sin casco, medio recostado junto a un cañón volcado, las manos ensangrentadas apretadas contra sus quebradas costillas, que llamaba con la quejumbrosa voz de un niño y lloraba en un idioma en el que hasta ahora Pavel sólo había oído ladrar, y creía hecho para el ladrido.
También vio su propio cuerpo, durante un segundo que le pareció infinito, tumbado e inerte sobre las huellas nevadas de los carros. La detonación de un obús suprimió todo ruido y, en medio del silencio de un mundo extinguido, se vio con mirada ajena y desde muy lejos («como desde el cielo», pensó más tarde): el cuerpo de un soldado con su capote salpicado de barro, los brazos separados, el rostro boca arriba, hacia ese magnífico sol de invierno que guardaría la misma espléndida indiferencia aunque no quedara nadie en esa mañana de diciembre. Estaba seguro de haber vivido esos escasos instantes de contemplación externa e indolora, seguro de haber visto el frágil encaje de escarcha alrededor de la cabeza del soldado inmóvil. Su cabeza… Cuando recuperó el conocimiento en el hospital y pudo oír de nuevo, se enteró de que estuvieron a punto de darle por muerto en ese campo donde no quedaba nadie vivo. Una enfermera, por prurito profesional, se acercó a lo que parecía un cadáver con la cabeza metida en un charco helado, se agachó y llevó un pequeño espejo a los labios del soldado. La transparencia del cristal se cubrió de un ligero vaho.
De vuelta en el frente, en los últimos días del invierno de 1942, observó que durante su ausencia el mundo había cambiado. Ahora, por la mañana, al retomar su tarea de guerreros, tenían el sol a la espalda. Y por la noche, en los últimos kilómetros previos a la tregua, los más duros, cuando las botas frenadas por el barro parecen echar raíces en tierra, ese sol brillaba ante sus ojos, en el oeste, en dirección a Alemania. Como si en los gélidos campos cercanos a Moscú, los puntos cardinales se hubieran invertido.
Esa inversión del sol fue una lógica reconfortante, la única en el caprichoso caos de la guerra. De haber tenido suficiente tiempo para reflexionar, también habría observado otra lógica: en las filas, el número de hombres nacidos, como él, a principios de los años veinte, de aquellos que luchaban desde el inicio de la contienda, iba reduciéndose. Más adelante, los supervivientes de su generación se dedicarían al pasatiempo de examinar el diagrama de edades, esa pirámide de lados mellados, parecida a un abeto, puntiaguda en la parte de arriba y ensanchada hacia abajo. A la altura de 1920, 1921, 1922, había una profunda muesca, como si una misteriosa epidemia hubiera exterminado a los hombres nacidos durante esos años. Sólo quedaba el uno o el dos por ciento; unas ramas peladas hasta el tronco.
En la penosa ofensiva humana hacia Occidente, Pavel aprendió que con frecuencia la supervivencia no dependía tanto de la lógica como del conocimiento de las pequeñas astucias del caos, de sus imprevisibles caprichos que desafiaban al sentido común. Una victoria podía ser más sangrienta que una derrota. La última bala mataba a quien al final del combate pregonaba su alivio y encendía un cigarrillo. De lo sucedido nunca podía decirse si sería la salvación o la muerte.
Mientras caminaba por esa ciudad recién recuperada a los alemanes pensaba en la victoria que suponía más bajas que una batalla perdida. Las ciudades, vacías, aún conservaban perspectivas inestables, amenazantes, deformadas por la mirada que las había atravesado con la puntería del tiro, por la exhausta carrera que iba del ángulo de una casa a otra. Los muertos parecían buscar un objeto perdido entre el polvo de los patios, entre los escombros de edificios reventados. Unos minutos antes, un silencio más largo que una simple pausa entre ráfagas anunció el fin de los combates, y el soldado que estaba agachado junto a Pavel, detrás de un trozo de pared, se levantó, bostezó con satisfacción y aspiró el aire húmedo de esa tarde de mayo. Enseguida volvió a sentarse, luego cayó desplomado hacia un lado. Aún sujetaba un pellizco de tabaco entre los dedos índice y pulgar, y en la esquina de una ceja había un hueco que rápidamente se impregnó de sangre. Pavel se lanzó cuerpo a tierra, pensando en un tirador emboscado. Pero al observar la herida reconoció la obra de un trozo de metralla perdida, uno de esos fragmentos de metal venidos de no se sabe dónde al final de un combate, no precedidos por el ruido de una explosión. Al otro lado de la ciudad, en un cielo oscurecido de tormenta, el rayo imitaba las explosiones con un sordo fragor. Pavel se levantó e interpeló a los enfermeros que, cargados con dos cuerpos en la camilla, atravesaban la ciudad corriendo…
Marchaba junto a otros soldados bordeando las casas perforadas por los obuses cuando escuchó el ruido sordo de unos pasos; entonces se dio media vuelta hacia una callejuela con casas aún intactas y se puso a inspeccionar uno a uno los edificios. En el penúltimo se encontró solo. Los pasillos, las puertas de las aulas y, en ellas, pizarras, y en la ranura de éstas, trozos de tiza, abajo… Había alguna ventana rota. En la penumbra del fin de un día con olor a tormenta, le pareció reconocer ese momento tan especial de mayo cuando las últimas clases del año se funden con el júbilo de fuertes aguaceros, de húmedos racimos de lilas tras la ventana abierta, en esa oscuridad tormentosa que de repente inundaba el aula y creaba entre ellos y el profesor una discreta y ensoñadora complicidad. En una pizarra leyó una inscripción trazada con intención pedagógica: LA CAPITAL DE NUESTRO PAÍS ES BERLÍN. La enseñanza se impartía según los programas alemanes elaborados para los «territorios del Este», se suponía que Moscú desaparecería en el fondo de un mar artificial. Al escuchar disparos en el pasillo de la planta baja salió del aula. Todavía quedaban soldados alemanes escondidos en el edificio, pero no era tarea fácil dar con ellos en las múltiples aulas, pues el ojo se distraía continuamente ante unas letras pintadas con tiza sobre la pizarra o las páginas de un libro de texto olvidado.
A Pavel no le sorprendió que el recuerdo de esas aulas desiertas fuera más tenaz que el de la propia batalla, aunque por ella recibiera una medalla y unas salvas victoriosas en Moscú anunciaran su efeméride. Conocía muy bien los imprevisibles caprichos de la guerra y lo que quedaba en la memoria. También por un capricho de su mal humor el comandante le negó una semana de permiso, el tiempo justo para ir a Dolchanka, a menos de cien kilómetros de la ciudad liberada. Era el tercer año de guerra, un año como los precedentes, con muchos movimientos de tropas, duros avances y repliegues caóticos. Entre esas complicadas trayectorias había un único punto fijo, inalterado desde su partida: la casa de su familia, las hojas de llantén alrededor de la escalinata de madera, el familiar chirrido de la puerta. Pese a todas las ciudades calcinadas, pese a todas las muertes, la tranquilidad de esa casa parecía intacta e idéntica la sonrisa de los progenitores en esa foto del comedor: la cabeza del padre ligeramente vuelta hacia la madre, de quien parecía esperar que le hablase… En esa ciudad tan próxima a Dolchanka, una ciudad medio destruida por los obuses, le asaltó una duda: sólo quería asegurarse de si la foto aún sonreía colgada de la pared. En la negativa del comandante vio un signo de mal agüero, que se confirmó días más tarde: marchaban sobre un campo de minas como un grupo de ciegos, y luego aquella metralla proyectada, el dolor, y antes del dolor, la imagen de ese cuerpo seccionado en dos, que aún se arrastraba: era el soldado con quien, una hora antes, hablaba de las diferentes tretas de la pesca. En el hospital, Pavel rumiaba su rencor contra el comandante. Cuando por fin pudo levantarse y salir al pasillo, se enteró de cómo la artillería alemana había enterrado a su división en el transcurso de una ofensiva mal desarrollada. No se alegró de haberse librado, pero tampoco sintió remordimientos. La guerra convertía todo lo que podía decirse o pensarse de ella en verdadero y falso al mismo tiempo, había demasiado mal y demasiado bien entremezclados en cada minuto como para juzgar lo ocurrido. Sólo se podía callar y observar. Junto a una ventana, un joven soldado aprendía a encender un cigarrillo cogiéndolo con los muñones de las manos.
Durante aquel día de marzo de 1944, Pavel creyó adivinar un sentido entre los sangrientos caprichos del caos, un proyecto importante del que ya no cabía dudar. A unos metros de su acantonamiento, en medio de una llanura gris sin señales ni bordes, los soldados cavaban un agujero en la tierra para introducir un poste recién cortado a escuadra. El olor a tierra revuelta y a corteza añadía un extraño matiz a la inscripción del estrecho panel horizontal clavado en lo alto del poste: URSS. No era fácil imaginar la frontera —ese punteado invisible que sólo había visto en los mapas de la escuela— bajo sus enormes botas embarradas, entre tallos de hierbas secas. Tardaron casi tres años en llegar desde Moscú. Algunos soldados cruzaban esa línea por la diversión de encontrarse de una sola zancada en el extranjero. El comisario político les habló por la noche de la «patria purificada de la deshonra nazi», de la «misión liberadora» a ellos encomendada en la Europa subyugada. Pero para Pavel ese hito fronterizo era mucho más convincente que todos los discursos.
No comprendía por qué el paso de la frontera despertó en él el temor a morir. Quizá fuese porque por primera vez después de largos meses se podía pensar en el fin de la guerra y, por tanto, en el regreso. Y, cual jugador que ha ganado mucho y teme perderlo todo en los últimos minutos del juego, fue consciente de su suerte, de esa vida hasta entonces protegida de tanta muerte y que cada día de combate volvía más preciada y amenazada. En un pensamiento inconfesable reconoció que, para no morir, habría sido capaz de engañar, de aminorar la carrera durante el ataque, de esconderse detrás de alguien o de simular una caída. Pero conocía las leyes de la muerte, que con frecuencia ponía la mira en esos granujas y perdonaba a exaltados.
La esperanza del regreso sólo avivó su temor. Se imaginaba caminando con el pecho cubierto de condecoraciones por la calle de Dolchanka, nada podía ser mejor que ese momento único. En las horas de tregua, mientras lustraba sus medallas y la hebilla del cinturón, interpretaba cientos de veces la misma escena soñada: la calle principal de su pueblo natal, las miradas maravilladas de los habitantes, y él caminando pausadamente y feliz en dirección a la casa donde adivinaba esa espera silenciosa y llena de vida. Durante esos preparativos del regreso, entre un combate y otro, tenía la impresión de transportar una parte de sí mismo hacia el futuro, que así escapaba de la guerra, y vivía en la posguerra.
El barro con el que se topó aquel día a orillas de un río se deshacía como el jabón. Gracias a él se iluminó la deslucida plata de sus dos medallas otorgadas «Al valor»; la silueta del soldado de infantería en medio de la estrella roja brillaba como una lámina de mica. Guardó sus condecoraciones y limpió sus dedos con un puñado de arena. En esa tarde de abril, el agua parecía casi tibia. Y en la paz del crepúsculo, un pájaro escondido entre los sauces repetía dos notas con una alegre insistencia.
Al levantarse oyó un breve alboroto. Serían los soldados de su compañía que, para aprovechar la tregua, se lavaban o enjuagaban la ropa. El alboroto resonó de nuevo, demasiado irregular como para tratarse de una diversión. Pavel rodeó la espesura de los sauces, sorteó un enorme tronco medio sumergido y, tras separar unas ramas en cascada, los vio. Una mujer yacía en la arena de la orilla, la cabeza hacia el agua. Un hombre aplastaba esa cabeza entre sus dos manos para sofocar los gritos, otro sujetaba los puños de la mujer, el tercero forcejeaba sobre ella.
No era la primera vez que sorprendía a violadores. En una ocasión disparó al aire para espantarlos. En otra, la mujer trabajaba para dos prostíbulos y le trataron de estúpido. Otro día dispararon hacia él cuando oyeron su voz… Ahora debía actuar con celeridad. El alboroto provenía de una boca medio ahogada. La mujer consiguió liberar su cabeza y tragar una bocanada de aire, pero enseguida amordazaron su rostro con una enorme palma. Pavel se abrió paso entre el ramaje, empujó al hombre que sujetaba las manos de la mujer y golpeó de arriba abajo a quien le aplastaba la boca. En una fracción de segundo tuvo el tiempo suficiente para echar una ojeada al rostro de la mujer y reconocerlo. En realidad no podía decir que lo reconociera, aunque sí que quizá lo había visto, soñado o imaginado… El primer soldado se abalanzó sobre él. Pavel lo esquivó, cogió por el cuello de la guerrera al hombre que seguía tumbado, lo hizo ponerse de lado y, antes de distinguir sus rasgos en el crepúsculo, identificó su voz, que lanzaba improperios: se trataba de uno de los oficiales de la compañía.
Más tarde comprendió que la proximidad de la muerte fue lo que precipitó las cosas. De haberse reconocido la violación, los tres hombres habrían pasado por un Consejo de Guerra y los habrían fusilado. De no haber intervenido él, la mujer se habría ahogado. Si los soldados hubieran estado ebrios, no se habrían dado cuenta de nada. De no estar ebrios, la habrían matado de todas formas para que no hablara. Cada cual alejaba la muerte a su manera como se aleja en un combate cercano la granada por un juego febril de unos segundos suspendidos de la explosión.
Luego pensaría en ese juego, en esa mortal cantinela infantil que se usa para echar a suertes algo cuya última palabra recayó sobre él. Fue unas semanas más tarde, pues en ese momento todo transcurrió demasiado deprisa. Lo detuvieron, le arrancaron los galones y le retiraron sus condecoraciones (sus medallas bruñidas con barro). Le subieron a un camión abarrotado de hombres con uniformes sin ninguna insignia distintiva. Sabía que se trataba de una compañía disciplinaria, y por tanto de la muerte a corto plazo.
Desde la primera batalla, la distancia que separaba de la muerte se medía por el número de muertos. Unos doscientos soldados de su compañía avanzaban directos hacia las posiciones alemanas, sin apoyo de artillería, sin carros, en una planicie desnuda, con una ametralladora por cada cinco hombres. Sabían que, tras ellos, una sección de control estaba preparada para disparar sobre el que quisiera retroceder. Sólo se podía avanzar o recular hacia la muerte, no había otra opción.
Saltó a la trinchera detrás de un muerto, un soldado con el pecho despedazado por una ráfaga. Al caer, el cuerpo desvió por un segundo la atención de dos alemanes, que se apartaron para evitar al cadáver. En ese segundo se contiene la puñalada oblicua, se arranca una metralleta de las manos de uno de los alemanes, se dispara un tiro que apenas se anticipa al gesto del otro soldado. Pavel corría, se tiraba al suelo, disparaba —siempre con un ligero adelanto sobre el tiempo de los demás—. Todo le parecía lento: el movimiento del cuchillo bajo la oreja del alemán, el cuerpo que se resistía a caer y le manchaba de sangre, la mirada del otro soldado encajado en la angosta trinchera, que sacudía su arma bloqueada entre su vientre y la pared de tierra, al tiempo que acertaba a darse cuenta de que era demasiado lento… El combate había terminado hacía ya un rato, y ahora, en el fondo de su mirada, transcurría con retraso el tiempo que había conseguido ganar. Salió de la trinchera y la bordeó en dirección al pequeño grupo de supervivientes reunido en torno al comandante. Se miraban como si se vieran por primera vez.
Con los restos de otras compañías disciplinarias formaron una nueva: doscientos hombres sin nombre, sin grado, sin armas, los últimos en llegar. Se les mandaba allí donde sólo podían morir, como a aquella larga hondonada minada por socavones con turba que Pavel atravesó durante el tercer combate. Los alemanes dispararon, escondidos entre matorrales. Y traicionaron sus posiciones. Podía lanzarse una verdadera ofensiva. Los disciplinarios servían de señuelo…
Con la constitución de una nueva compañía iban a «lavar con sangre sus faltas contra la patria», repetía el comisario. No temía ser repetitivo pues el contingente se renovaba casi con cada combate. «Un mes, o dos en el mejor de los casos», pensaba Pavel al evaluar, según el número de supervivientes, la esperanza de vida de los disciplinarios.
Esa esperanza se redujo a una fórmula aritmética gracias a los prisioneros del gulag, muy numerosos en esas compañías de kamikazes designados. Los ojos de uno de ellos (sin nombre, como todos los demás; un tatuaje en el dorso de la mano hacía las veces: le llamaban Ancre, «ancla») no estaban acostumbrados al sol, y tenía el rostro quemado por el frío de las tierras del norte. Le enseñó a Pavel su escrupuloso sistema de descuento de los días, finas marcas en el mango de su cuchillo. Le explicó que por cada mes de servicio en las compañías disciplinarias su pena se reducía en cinco años, dos meses extinguían siete años de campos, tres meses valían diez. No existía mejor ecuación para expresar la época en que vivían. Ancre murió tras ocho años de guerra (es decir, dos meses y unos días). Pavel recogió su cuchillo con el mango estriado de ilusiones.
A veces recordaba el rostro de la mujer violada, pero no para compadecerla o para quejarse y lamentar su comportamiento. Más bien tenía la sensación de que ese rostro, que se parecía a unos rasgos vistos en alguna parte, no le abandonaba. Pensó en su hermana, en su madre, también en Sacha. En otros rostros de mujer. En algún momento tuvieron en sus ojos el mismo reflejo de dolor y belleza… Un día que pasaba ante una iglesia de una ciudad polaca medio derruida por los obuses lo supo: le vino a la mente el recuerdo de la iglesia de Dolchanka. Igualmente demolida, aunque con un rencoroso ensañamiento: la cúpula arrancada, la techumbre quemada, un lienzo de pared dinamitado, todo obra del camarada Krasny. El interior, a la intemperie, estaba invadido de ortigas y brotes de arce. En los muros se extendían garabatos de obscenidades hechos con fragmentos de ladrillo. Aislado en el ángulo, a una altura inaccesible para la mano humana, un rostro se inclinaba hacia el que entrara por la puerta abierta. Los ojos de una mujer, grandes y afligidos; una mirada procedente de un fresco ennegrecido por el fuego.