Como en una pesadilla, los cambios se atropellaban unos a otros, se contradecían, convertían en inútil cualquier intento de comprensión. Una noche de verano, Batoum murió en el granero, en un incendio provocado por la colilla de su propio cigarrillo. Su amante se salvó. Pero él, demasiado ebrio, había quedado enredado en la maraña del heno. No era fácil entenderlo: el hombre que había llevado a la muerte a tanta gente pereció como un simple borrachín de pueblo, daba hasta pena. Los campesinos del koljós no lo entendían. Carassin se casó en el pueblo cabeza de partido y allí se quedó con su esposa, una mujer de pechos enormes y que sobrepasaba en una cabeza a su marido. Esa masa de carne pareció tragarse al revolucionario pelirrojo con su excitación y sus rencores. Un día se les vio juntos, él parecía un pequeño y amable funcionario, llevaba en una malla una botella de leche y bizcochos crujientes… Los habitantes de Dolchanka se encogían de hombros. El camarada Krasny hizo una brillante carrera en el aparato del Partido. Su nombre salió varias veces en el periódico de la ciudad, precedido por su nuevo título —y la última vez sin título, aunque con una mención que se había convertido en habitual: «Traidor desenmascarado, caudatario de la burguesía, espía a sueldo de los imperialistas». Quienes le conocieron en Dolchanka se preguntaban por qué habían hecho falta más de diez años para «desenmascararle». Además, en ese año de 1936 había en el pueblo toda una generación de jóvenes para los que los nombres de los activistas de la década de los veinte no significaban nada.
Cuando pensaba en la juventud del momento, Nikolai se daba cuenta de la solidez del nuevo mundo. Poco a poco la revolución se deshacía de los revolucionarios y la vida volvía a su esencia de tierra y pan. Gutov, el herrero, dejó el yunque a su hijo y fue elegido presidente del koljós. Era miembro del Partido, y se había llevado a Nikolai consigo diciéndole: «Hay que hacer algo, paisano, si no, nos van a colocar a otro Carassin…». Hacía tiempo que en cada casa el retrato de Stalin era casi invisible en su evidencia, tan familiar como antes lo fue un icono. Nikolai creía firmemente en la paciencia de las nevadas, de las lluvias, de los vientos, en la fidelidad de los campos, en la dichosa rutina de los días que todo lo pondría en su sitio. Y cuando empezaron a rodar cabezas en Moscú, pensó en la distancia de llanuras, de bosques y de nieves que les alejaba de la capital. Con la esperanza de un hombre cansado que quiere convencerse a toda costa.
En primavera, cuando más trabajo había, arrestaron al presidente del koljós. Durante varias noches permanecieron en vela, montando guardia junto a la ventana: Nikolai, Anna, Pavel, que había vuelto de la ciudad para pasar una semana de vacaciones, y Sacha. Ante todo querían evitar verse sorprendidos en pleno sueño y luego encontrarse a medio vestir metidos en el coche negro, como les había ocurrido a tantos detenidos. Nadie hablaba y Nikolai se alegraba de no haber conseguido explicarle a su hijo la diferencia entre su vida y la vida de antes. Ahora el muchacho podría juzgarlo por sí mismo.
El coche llegó una mañana muy temprano. Anna despertó a Nikolai, que se había quedado dormido sentado en una silla. Se lo llevaron enseguida, pero le dio tiempo, como en un trago rápido, de retener lo que dejaba: sus caras, el saludo vacilante de una mano, la luz de la lámpara sobre la mesa…
En la ciudad, antes de dar comienzo al interrogatorio, el juez de instrucción declaró que el presidente del koljós le había contado «todo, absolutamente todo», que su complot estaba «desenmascarado» y que le convenía confesar los hechos. Las preguntas fueron desfilando, pero durante los primeros minutos Nikolai las escuchaba como a través de un muro: la traición del herrero le había dañado alguna fibra vital, cuya fragilidad él mismo desconocía. Después se acordó de las torturas capaces de arrancar cualquier calumnia, se calmó y decidió defenderse hasta el final.
Al escuchar al juez comprendió que éste lo ignoraba todo sobre él, que no imaginaba ni remotamente dónde se encontraba Dolchanka y de qué vivían sus habitantes y que, de hecho, no disponía de ningún expediente. Sólo una decena de páginas, que era preciso acreditar con las respuestas del acusado, para hacer de él un condenado lo antes posible. Por la noche, en una celda donde dos tercios de los presos permanecían de pie por falta de bancos, Nikolai habló con un anciano que de vez en cuando le cedía su sitio en la pared en la que todos intentaban apoyarse. El anciano volvería por segunda vez al campo de reeducación y trabajo donde ya había pasado seis años. Le explicó que el número de condenados estaba planificado de la misma manera que las toneladas de la cosecha. Y como siempre había que superar las previsiones del plan… Hablaron hasta el amanecer. Antes de que lo condujeran al interrogatorio, Nikolai se enteró de que el viejo era tres años menor que él: un anciano de treinta y nueve años.
El juez contaba con dar por zanjado el asunto en una hora. Tras varias preguntas, anunció el cargo principal, irrebatible tras las declaraciones del presidente: Nikolai había redactado panfletos que su esposa leía a los miembros del koljós, practicando así la propaganda contrarrevolucionaria…
Nikolai consiguió que no le traicionara la emoción y explicó con tranquilidad por qué el cargo que se le imputaba a su mujer era imposible. En la mirada del juez creyó ver pasar todas las versiones que habrían permitido esgrimir otro argumento. Se podía acusar a Anna de atentar contra la vida de Stalin, de querer incendiar el Kremlin o de envenenar el Volga. Pero no se la podía acusar de hablar…
—Mañana enviaré a un médico para que haga un reconocimiento pericial —le espetó el juez, y llamó al guardia.
El médico apenas estuvo un minuto en el hogar de Anna. Al despedirse, se disculpó alzando la mirada al cielo al tiempo que suspiraba. Sacha relató la escena cuando liberaron a Nikolai.
Al volver a su casa, tras una semana de ausencia, se detuvo ante la puerta cerrada de la forja del herrero. Por las noches que había estado entre presos apretujados unos contra otros, podía suponer lo que sentiría un hombre como Gutov, que había pasado meses en esas celdas abarrotadas. Hizo un esfuerzo para imaginarse las torturas. Y las noches después de las torturas, con la boca llena de sangre y las uñas arrancadas. Gutov lo habría experimentado todo y durante una noche, entre los vapores asfixiantes del dolor, se le ocurrió una acusación que salvaría a los denunciados: que Anna hablaba a los miembros del koljós… Al retomar el camino, Nikolai se dio cuenta de que alrededor de la isba de la forja del herrero crecían las primeras hierbas y flores en manojos claros y frescos. Como cada primavera.
Confiando en una especie de superstición, se dejó convencer de que al final había ganado la vida. De que la muerte de Gutov, sobre todo una muerte como ésa, era un tributo suficiente. De que Anna y él se habían alejado de la imprevisible visitante. Además, los libros que Anna había acumulado poco a poco en la casa sólo hablaban de esa justicia final, de esa felicidad ganada a costa de pruebas y sufrimientos.
Apenas un año después, cuando se hallaba junto al lecho de muerte de Anna, por un momento creyó entenderlo todo, hasta las últimas consecuencias: la vida era como esa Lubotchka, la retrasada con la que un día se había encontrado en el pueblo vecino. Esa mujer sentada en el cruce de caminos con las piernas separadas, de ojos muy claros que penetraban sin ver, labios beatíficos que hablaban de «plantar tres sables bajo las ventanas de cada isba», manos que sin cesar barajaban en el halda del vestido un montoncito de fragmentos de cristal, o guijarros, o pequeñas piezas gastadas…
Se despabiló para no dejarse llevar por la locura sonriente de Lubotchka. Descubrió el movimiento de Anna, que le tendía un sobrecito gris. Lo cogió, adivinó que no había que abrirlo antes de tiempo y, al oír un ruido, salió a recibir al médico. En la puerta se cruzó con Sacha, que entraba con una garrafa de agua. Todo se repitió, como meses atrás, pero en un orden diferente: el médico, el silencio, la proximidad de la muerte… Como los pequeños fragmentos de cristal combinados por la mano ciega de la Lubotchka.
Tres días antes, Anna volvía del pueblo cabeza de partido y caminaba a lo largo del río, sobre el suelo que vibraba, despertado por el rompimiento de los hielos, por los ruidos del deshielo. Un vértigo feliz mezclaba el sol, los sonoros choques de los bloques de hielo, la brava frescura de las aguas liberadas. Las gentes con las que Anna se cruzaba tenían la mirada embelesada, la sonrisa turbada, como si les hubieran sorprendido borrachos en pleno día. A la salida de la ciudad, cuando se acercó al viejo puente de madera, por un segundo creyó que también ella estaba borracha: el puente ya no cruzaba el río, sino que ahora se erguía en el mismo sentido de la corriente. Acababa de desprenderse, pues a los niños que correteaban entre sus barandillas no les había dado tiempo de percatarse de nada, fascinados por la vorágine frenética de los témpanos, por los embates que soportaban los pilares. Si hubiera podido gritarles, les habría impedido que fueran hasta el extremo del puente. Pero sólo consiguió acelerar el paso, después correr, bajar la pendiente congelada de la orilla. Como perlas de un collar roto, los niños resbalaron hacia un agujero de agua negra. El salvamento debería haber sido ruidoso, haber atraído a mucha gente… En la desierta y soleada ribera sólo resonaron algunos gemidos y el estruendo del hielo resquebrajado. Para sacar a uno de los niños, Anna se adentró en el agua de cabeza, con las manos extendidas en busca del pequeño cuerpo que acababa de desaparecer. Luchaba contra cada segundo de frío, primero los dejó en la orilla, luego los llevó a la isba más próxima, y allí los desvistió y frotó. Su propio cuerpo era de hielo y, una hora más tarde, sería de fuego.
Un mes después del entierro, Nikolai encontró casi por casualidad el sobre olvidado. Aunque no reconocía la hermosa caligrafía pues no se parecía a los caracteres de imprenta que le había enseñado a Anna, sin duda era una carta de su mujer. En ella le confesaba su verdadero apellido, el de su padre, el gran terrateniente cuyos dominios lindaban antaño con las tierras de Dolchanski, que era un pariente lejano de su familia. No quería llevarse con ella esa mentira. Le daba las gracias por haberle dado la vida, por haberle enseñado a vivir… Nikolai pasó varios días intentando acostumbrarse no a la ausencia de Anna, sino a su nueva identidad a lo largo de los años que habían vivido juntos y en los precedentes. Necesitaba imaginar a Anna, esa muchacha que vivía en San Petersburgo, que hacía largos viajes al extranjero y a la que nada le auguraba su encuentro con él, su vida en una isba de Dolchanka… Sacha le contó lo que la carta no tuvo tiempo de explicar.
Una noche se despertó sobrecogido por la intensidad del sueño que había tenido. En él reinaba la misma luz pálida previa al alba que había tras la ventana. Caminaba por un bosque tan alto que aún inclinando mucho la cabeza no podían verse las copas de los árboles. Avanzaba guiado por un canto que cada vez parecía más cercano y reunía en su eco toda la belleza del bosque aún brumoso de la noche, la amplitud del cielo que empezaba a palidecer y hasta el fino dibujo de las hojas que iban separándose a su paso, al acercarse a la mujer que cantaba. En la superficie del sueño chirrió una duda: «Ella no puede cantar… Ella es…». Pero a medida que avanzaba reconocía mejor la voz.
Le contó el sueño a Sacha, que seguía visitándolos en Dolchanka.
Año y medio después, en una hermosa madrugada de junio, Nikolai volvía de la ciudad a caballo. No había salido el sol y el bosque que bordeaba el camino tenía la sonoridad de una nave profunda y vacía. Los trinos de los pájaros mantenían una resonancia discreta, nocturna… Antes de tomar la cuesta de arena se volvió, se adentró en el bosque y buscó un lugar que sólo él conocía. Pero el claro de entonces, más de veinte años después, había desaparecido bajo un bosque de álamos. Iba a salir al camino cuando de pronto oyó el repiqueteo de unos cascos. El ruido aumentaba tan rápidamente que sólo podía tratarse de un caballo conducido a toda velocidad. Nikolai agitó las bridas un poco y se escondió detrás de un árbol. Por el camino apareció un jinete: se trataba de un militar inclinado sobre la crin de su caballo, pegado a él como una única flecha negra que rayaba los troncos de los abedules. El gesto de su cara inmóvil le dejaba los dientes al descubierto. «¡Un loco!», se dijo Nikolai, sacudiendo la cabeza. El remolino de polvo se levantaba suavemente sobre las huellas dejadas por la ráfaga de cascos.
Al atravesar el pueblo vecino de Dolchanka vio a la Lubotchka sentada sobre una pirámide de troncos de pino.
Algunos ya estaban tallados a escuadra; en sus carnes rosadas los flujos de resina brillaban como gotas de miel. La visión de la madera clara, preparada para convertirse en la pared de una isba, prometía la felicidad. La muchacha dormía con la boca entreabierta, como si quisiera anunciar una noticia. En el sueño, su mano seguía removiendo los tesoros de vidrio esparcidos sobre la tela gastada del vestido.
Cuando llegó a Dolchanka, hacia el mediodía, Nikolai vio a una gran muchedumbre delante del soviet del pueblo. Las mujeres lloraban, los hombres fruncían el entrecejo, los niños reían y recibían pescozones. Una voz repitió varias veces, de forma maquinal:
—Hitler, Hitler…
Otros decían:
—Los alemanes…
Acababa de declararse la guerra.
Los días se sucedían y a Nikolai no le parecía que se vivieran grandes trastornos. Sencillamente, al repaso habitual de los trabajos en el campo le correspondía ahora el avance paralelo de la línea del frente. Los nombres de las ciudades caídas le dejaban atónito, se trataba del interior de Rusia, donde la presencia de los alemanes parecía una ilusión óptica, un error de cartografía. Recordaba las películas de los últimos años: siempre se abatía al enemigo cerca de la frontera. Las canciones que se le ocurría silbar eran prometedoras: «¡Vamos a recibir al enemigo a la manera de Stalin!». Vitebsk, Chernigov, Smolensk…
Un día, incluso esa extraña topografía desapareció. Las ciudades se desplazaron como en un mapa arrugado. Los soldados derrotados corrían en estampida por Dolchanka: los alemanes habían sitiado varias divisiones. El pueblo, rodeado, se encontró en ese extraño territorio en medio del ejército enemigo. El círculo se estrechó, empujando a los habitantes hacia el bosque, luego más allá del río acribillado de balas, hasta un campo de trigo calcinado, para terminar en la calle del pueblo cabeza de partido, donde todavía se luchaba. La gente tropezaba en este mapa que se abría bajo sus pies, plegado por las orugas de los carros, surcado de explosiones. Escondido detrás de una cerca, con el fusil que le había quitado a un soldado muerto, Nikolai observaba la progresión de los alemanes. Parecían no percatarse de las sacudidas del mapa. Avanzaban con calma, actuando con movimientos estudiados y precisos: una ráfaga, una casa incendiada por un lanzallamas, un carro que limpiaba la calle ante ellos.
Dejó su refugio, el humo del incendio le quemaba los ojos. Algunos civiles cruzaron la calle corriendo, con decisión. Debían de conocer la salida de la ciudad sitiada, así que les siguió hasta los largos convoyes del ferrocarril, cerca de la estación. Uno tras otro se metían debajo de un vagón, luego debajo de otro… Cuando Nikolai se incorporó después del último convoy, pudo ver a los soldados alemanes instalados en la base del terraplén, en el lugar exacto de la salida. No sintió dolor, pero tuvo tiempo de pensar en su hijo, ya movilizado: «Tengo que decirle a Pavel que esta gente son como máquinas…». Los soldados disparaban, cambiaban de cargador, continuaban disparando. Si hubieran seguido saliendo fugitivos de debajo del convoy, aquellos nueve soldados habrían dedicado todo su tiempo a matarles.