En las semanas previas al nacimiento del niño tuvo tiempo de enseñar a la muchacha a leer y escribir. Quizás ése fuese el mayor orgullo de su vida: jamás alardeó de haberla liberado de su tumba, sin embargo, le entusiasmaba hablar de las lecciones que le impartía por la noche, una vez finalizado el duro trabajo de labranza. Gracias a sus enseñanzas ella pudo indicarle su nombre, que escribía en mayúsculas: Anna. Eligió el nombre del niño: Pavel. Y firmó los papeles de la boda. Una amiga de juventud de Anna, que a veces iba a verles a Dolchanka, se acostumbró enseguida a esas palabras, pensamientos, preguntas y respuestas, plasmadas en papel o en el polvo de un camino. La amiga tenía un ligero acento al hablar, propio del sur, según creía Nikolai. Se imaginaba que su mujer habría tenido el mismo tono melodioso de voz que su amiga Sacha.
En cuanto a él, no necesitaba siquiera esas letras angulosas para entenderla. La tierra cultivada, el silencio de su hogar, la rutina del ganado, nada de eso precisaba de palabras. Anna y él se miraban durante largos ratos, se sonreían. Durante el día se observaban el uno al otro de lejos, se saludaban, sin lograr distinguir la expresión de sus caras pero adivinando hasta el más mínimo detalle de sus rostros.
A su alrededor, la gente cada vez charlaba más: se hablaba de trabajo en lugar de trabajar. Decretaban la felicidad del pueblo pero dejaban morir de hambre a una anciana en su isba, con el techo hundido. El supuesto defensor de los trabajadores no había abierto un surco en su vida, era un joven mujik, pequeño y agresivo, a quien por ser pelirrojo llamaban Carassin, como el pez escarlata del río. Y el que prometía la felicidad, ese hombre de edad y rostro indefinidos, casi sin mirada a causa de unos ojos muy pálidos y huidizos, ese monje que colgó los hábitos y se hacía llamar camarada Krasny, ese luchador de la dicha, nunca sonreía, utilizaba la palabra «matar» en cada frase y se mostraba especialmente intransigente hacia todo aquello que, de alguna manera, se relacionara con la Iglesia. Antes que a Carassin o a Krasny, Nikolai prefería a Batoum, un viejo marinero enviado por el soviet de la ciudad que, al menos, no ocultaba su verdadera naturaleza: bebía lo robado a los licoristas y era público y notorio que convivía con dos amantes. Cuando los campesinos le amonestaban por su comportamiento diciéndole: «Pero, si no tienes derecho…», él acallaba sus quejas con un expresivo ronquido de hilaridad: «¡Éste es mi derecho!», al tiempo que golpeteaba la enorme funda del máuser contra su muslo riendo a carcajadas. Había muchos más; se llamaban a sí mismos activistas. Hablaban sin descanso, obligaban a todos a escucharles y no permitían que nadie soltara palabra. Nikolai lo intentó una vez que se le ocurrió poner en duda el razonamiento del «camarada Krasny». Carassin explotó, con los ojos desorbitados por la ira:
—¡Te vamos a cortar la lengua, como a tu mujercita!
Nikolai se abalanzó hacia él, pero se topó con el cañón del máuser que le apuntaba. Batoum estaba ebrio, podía disparar sin notar siquiera el gatillo bajo el dedo. Nikolai abandonó la sede del soviet, ubicada en la antigua residencia del conde Dolchanski.
En medio de las penalidades de la labranza, Nikolai pensaba a veces en todo ese nuevo orden como en un oscurecimiento pasajero de las mentes, similar a las muecas de un borracho, una especie de resaca que algún día terminaría por sí misma. ¿Qué cosas esenciales cambiarían esos charlatanes con chaquetas de cuero? En cuanto a Krasny, su principal proeza consistía en movilizar a los activistas para arrancar las cúpulas de las iglesias de los alrededores de Dolchanka. Batoum, por su parte, si no tenía una botella entre las manos, sólo conocía dos gestos: desabrocharse el pantalón o desenfundar su máuser. Nikolai movía la cabeza, sonreía y presionaba con fuerza sobre la esteva del arado. No, nada podían hacer ellos contra la marcha de esa reja gastada por la tierra, contra esos surcos abiertos en espera de la siembra, contra ese aire aún fresco por la nieve, aunque entremezclado ya con el templado aliento de la labor.
En otras ocasiones, al conversar con los aldeanos, cada vez más reacios a hablar, o al conocer la creación de un nuevo comité (comité de los pobres, de los sin-Dios, de los sin-caballo; a él le parecía que los activistas siempre inventaban algo nuevo), Nikolai se daba cuenta de que había perdido confianza en la estabilidad de las cosas. Se detenía en los confines de la finca para que Renard recuperara el resuello, recorría con los ojos esa planicie que suavemente se elevaba hacia las casas de Dolchanka, se imaginaba a todas las gentes que antaño, durante la guerra, cruzaron esas tierras matando, muriendo, quemando las casas, violando a las mujeres, torturando a los hombres, enterrándolos vivos en esos campos ahora salvajes. Entonces pensaba en esa simiente, regada con tanta sangre; sin duda daría sus frutos. Y también pensaba en la eventual fuerza oculta de los ruidosos tejemanejes de los activistas, cuyo sentido no acertaba a adivinar en ese momento.
Esa fuerza se manifestó en la primavera de 1928, en esas mismas tierras, entre la tibieza mañanera de las labores cotidianas. Sin interrumpir su lento caminar tras el caballo, Nikolai vigilaba de reojo a las cuatro siluetas que llegaban de la ciudad: Carassin, Krasny, Batoum y un desconocido con abrigo largo de cuero. Debía de ser un inspector comisionado para verificar la puesta en marcha de la colectivización. Un grupo de activistas, hombres y mujeres, les seguían a escasa distancia. Nikolai conocía la razón de su visita: desde hacía varios meses no se hablaba de otra cosa en Dolchanka. Los carteles pegados en la puerta del soviet lo anunciaban claramente: se estaba organizando un koljós. El único tema que no quedaba claro en las declaraciones de Krasny se refería a las agujas de coser: los campesinos tenían dudas sobre si también debían entregarlas al koljós, como el ganado y las herramientas. Algunos llevaron al soviet incluso sus vajillas, por temor a ser acusados de contravenir la política del partido. Otros estaban a la expectativa, con la esperanza de que ese arrebato de locura se calmase; Nikolai se encontraba entre éstos.
Al final del surco sujetó al caballo y se detuvo. Sus ojos seguían el avance de los activistas a través del campo cuando experimentó un sentimiento sofocante de rabia que le recordó un día lejano en el tiempo: el desconsuelo de unos prisioneros agrupados en un patio, y esa fina banda de papel que serpentea al salir del telégrafo y anuncia la muerte. No había dormido en toda la noche. Su mente se debatía en inútiles reflexiones: «¿Cojo a toda la familia y huimos? ¿Quemamos la casa para no dejar nada a esos parásitos? Pero ¿hacia dónde huir? En las aldeas cercanas es peor aún, encierran a la gente que posee dos caballos. ¿Hacia el bosque? Mas ¿cómo viviríamos con un niño de ocho años y cómo pasaríamos estas noches aún tan frías?». Se imaginaba la huida y veía a todo el país repleto de activistas, enredado entre madejas de bandas telegráficas…
Estaban acercándose. Nikolai se agachó, quitó una barba de hierba seca que se había enrollado alrededor de la reja, y con la otra mano comprobó un escondite en la huella del arado: sus dedos rozaron el mango de un hacha. Se sintió liberado: se acabaron los razonamientos y las dudas. Le rodearían. Él se inclinaría como si fuera a cambiar el ángulo de la reja, cogería el hacha, se abalanzaría primero contra Batoum y luego contra el inspector. Carassin, el más cobarde de todos, intentaría escapar. Krasny, paralizado, se pondría a gritar… Creía tener la cabeza envuelta en una especie de cristal helado y líquido. Con sorprendente precisión veía el brillo de una franja de tierra removida, ese escarabajo negro que corría, trepaba por su bota… Se levantó un poco de aire y escuchó, aunque todavía no podía distinguir las voces de las personas que se aproximaban.
Les miró, luego alzó la mirada hacia la elevación de la planicie, donde se veían las primeras isbas de Dolchanka.
Y observó la silueta de Anna, como solía hacer mientras araba. Se encontraba allí, inmóvil, con los dos cubos a sus pies. A esa distancia no llegaba a distinguir la expresión de sus ojos y sabía que sólo podría guardar silencio. El aire de esa mañana, más que la voz o el estremecimiento adivinado de los párpados, le alejó del minuto que acababa de vivir. Un aire gris, ligero. El viento transportaba la húmeda acritud de las ramas apenas salpicadas de hojas y la consunción de los últimos cúmulos de nieves escondidos en el bosque… Desde el otro extremo de la planicie, Nikolai se sentía unido a la mujer que estaba allí, su mujer, Anna, por ese aire, por la pálida luz que indicaba un día de primavera, una de las primaveras de su vida…
Los cuatro hombres aminoraron el paso antes de abordarle, como si rodearan a una fiera dispuesta a atacar. Por un momento creyó haber olvidado sus nombres y el objetivo de su expedición. Aún se encontraba muy lejos, entre los recuerdos de todas las primaveras, todas las nieves, los amaneceres y las noches vividas y contempladas con Anna que de repente se le habían despertado. Especialmente aquella noche, a orillas de un río, junto a una hoguera, de vuelta de la muerte…
Saludó a la delegación de activistas con un movimiento de cabeza. Hizo esfuerzos por no sonreír, pues su aspecto exageradamente serio y digno desentonaba con las botas de los activistas, convertidas en verdaderas patas de elefante a causa de los terrones de barro que se les habían pegado. En lugar de la rabia de los últimos meses, Nikolai sintió algo parecido al disgusto que provoca la idiotez de los hijos en la adolescencia, una idiotez peligrosa e imposible de evitar hasta que «se les pase». Carassin dio un paso hacia delante, volvió la cabeza para asegurarse de la presencia de Batoum y lanzó una perorata bien estudiada:
—¡Qué pasa, propietario burgués! No lees los periódicos, te traen sin cuidado las decisiones del soviet…
Krasny intervino con un tono que expresaba una condena mejor formulada:
—Sigues utilizando bienes que pertenecen al pueblo. Y además ¡sin intención de devolverlos!
Nikolai simuló estar escuchando con aire atento y respetuoso. Y habló sin perder esa expresión, a la que añadió el talante de un campesino obtuso pero lleno de buena fe.
—¿Devolverlos al soviet? No se me ocurriría hacer algo así, sería una gran estafa —exclamó, fingiendo que había sido herido en su honor.
Los activistas se miraron, desconcertados.
—Pero… ¿por qué hablas de una estafa? ¿Qué quieres decir? —preguntó el inspector extrañado, forzando el timbre metálico de su voz.
—¡Acérquese y mire, camarada inspector!
Nikolai aprovechó la confusión para asirlo del brazo y llevarlo hacia el caballo.
—¿Se ha fijado en esto? ¿Le parece bien entregar al koljós un caballo en este estado? ¿Ha visto sus cascos? ¿Cómo quiere ajustarle las herraduras? Sólo nos quedaba un herrero y el camarada Batoum lo detuvo hace dos semanas… Pues sí, el herrero, Iván Gutov. ¿Y qué me dice de esto? No es un arado, es chatarra. ¿Por qué? Pues porque el tornillo para regular la reja se ha roto, y como la forja está cerrada… Con la mano en el corazón, le aseguro que entregarle esto al koljós sería peor que hacer trampa, sería… —Nikolai bajó la voz— ¡un sabotaje!
Ésta era la palabra clave de la época, la conclusión de muchos veredictos publicados en todos los periódicos. La palabra preferida de los discursos de Krasny. En esta ocasión, los tres activistas evitaron la mirada del inspector. Batoum sacudía el barro de una de sus botas dándose con la otra. Krasny carraspeaba para aclararse la voz. Carassin se pasaba la lengua por los labios. Nikolai suspiró y, sin dejarles tiempo para reaccionar, anunció en tono de resignación:
—Aunque si el camarada Krasny decide que eso es lo mejor, no puedo hacer otra cosa. Ahora mismo llevo el caballo y el arado. ¿Para qué vamos a retrasarlo? Me voy con ustedes. Y que la secretaria me extienda un recibo donde diga que el koljós acepta herramientas estropeadas…
Sujetó el arado, retiró la reja e hizo avanzar al caballo. Carassin, nervioso, agarró una de las riendas.
—No, espera un poco. Todavía puedes labrar la tierra. Hoy… —dijo tartamudeando, y se volvió hacia el inspector con la intención de buscar su aprobación. Nikolai fingió enfadarse:
—¿Qué dice? ¿Labrar con un caballo que ya no es mío? De ninguna manera. No soy un ladrón. Lo decidido, decidido está. Lo llevo al koljós, les devuelvo el arado… Entregado, recibido y firmado. También llevaré esta tarde la carreta. Y para empezar, ¡aquí tienen el hacha!
Nikolai sabía que el patio delantero de la sede del soviet estaba abarrotado de telegas confiscadas, muebles, pilas de vajillas… El interior de las habitaciones parecía el almacén de un enorme bazar de pueblo. Carassin tendió la mano para coger el hacha, pero enseguida la retiró, como para evitar una trampa. El inspector se había desplazado a Dolchanka con la intención de ver cómo calmar ese delirio de expropiación, sin empañar su prestigio. Él fue quien resolvió la cuestión:
—Ya sé lo que vamos a hacer. Camarada, veo que te tomas bastante más en serio que otros los bienes del koljós. —Lanzó una severa mirada a Carassin—. Voy a proponer tu candidatura para el puesto de jefe de la cuadra colectiva. En cuanto al herrero, tengo algo que decirle al camarada Batoum…
Nikolai volvió a su tarea abriendo un surco sobre las huellas de los activistas, que se alejaban. Carassin y Batoum intentaban convencer al inspector, movían los brazos, se golpeaban el pecho. Nikolai levantó los ojos hacia el alto de la llanura y vio a Anna, que caminaba lentamente entre los árboles de la calle principal.
Al día siguiente, ya liberado el herrero, herraron al caballo. Los campesinos volvían de la sede del soviet cargados de vajillas y herramientas recuperadas. Por la noche, un largo convoy procedente de las aldeas vecinas pasó bajo sus ventanas: continuos y extenuados lamentos al compás del estruendo de las ruedas y la marcha de los caballos. Familias enteras que jamás volverían a ver.
Al contemplar cómo vivía y crecía su hijo, Nikolai perdió la costumbre de volver mentalmente a la vida de antaño. Pavel era feliz. Caminaba en medio de una columna de niños de su edad, entonaba canciones en honor de los valientes revolucionarios, e incluso un día trajo de la escuela una foto: su clase, dos filas de niños de pie y una sentada, el tambor y la corneta delante, una rodilla apoyada en el suelo, todos muy orgullosos de llevar pañuelos rojos de pioneros, y detrás, esas palabras pintadas en blanco sobre una amplia tela de algodón: ¡GRACIAS AL CAMARADA STALIN POR NUESTRA INFANCIA FELIZ! Cuando hablaba con su hijo, Nikolai comprendía que algo de cierto había en esa inscripción estúpida. El niño estaba convencido de que el Ejército Rojo era el mejor y el más fuerte del mundo, que los trabajadores de todos los países sólo aspiraban a vivir como las gentes de Dolchanka, que en algún lugar de Moscú existía ese misterioso Kremlin coronado de estrellas rojas, donde vivía un hombre preocupado tanto de día como de noche por cada uno de los habitantes de ese inmenso país, que tomaba siempre decisiones justas y sabias, y desenmascaraba a los enemigos. Pavel también sabía que su padre era un héroe por haber luchado contra los Blancos, los mismos Blancos que mutilaron a su madre. Odiaba a los kulaks, y repetía lo que los libros de texto decían de ellos, que eran unos «chupadores de sangre». Un día que Nikolai estaba hojeando el libro de historia de su hijo se topó con el retrato de un oficial del ejército al que conoció durante la guerra civil. El rostro del militar estaba cuidadosamente tachado con tinta: acababan de declararle «enemigo del pueblo». Nikolai pensó en los millones de alumnos de miles de escuelas por todo el país que empuñarían sus plumas estilográficas y, tras una breve explicación del profesor, emborronarían los ojos, la frente, el mostacho con los extremos en punta…
En momentos como ése deseaba hablar con su hijo del mundo de antaño, de su juventud antes de la guerra, antes de la revolución. Bastaba con hacer una sencilla resta. Sí, restar el presente del pasado y ver la diferencia de felicidad, de libertad y tranquilidad que ese pasado contenía. Parecía tan fácil realizar ese cálculo aritmético y, sin embargo, cuando procuraba revivir el tiempo anterior, se atenuaba la diferencia. Porque antes de la revolución ya había existido una guerra, la de 1914 (y los bolcheviques no tuvieron nada que ver con ella): vagones repletos de heridos, y él, aún muy joven, en un campo cubierto de cadáveres, llorando de dolor, sin poder sacar la pierna aplastada por su caballo muerto. En Dolchanka, bastante antes de la llegada de los bolcheviques, los días tenían la duración de la penosa labor, la resistencia a la sierra de los gruesos troncos, el sabor del pan ganado con tanto esfuerzo. Sólo quedaban de la felicidad de antaño algunos amaneceres, esas frías aguas del fondo del valle, un día de siega del tórrido verano, la carretera cubierta por la última tormenta de nieve. Lo mismo de hoy, lo mismo de siempre…
Sin saber si alegrarse o entristecerse por la singularidad de esa felicidad, que sin embargo era constante, Nikolai recordaba aquella noche, tan lejana, a orillas de un río, el sueño de Anna junto al fuego, el gozo extraordinario que colmaba ese momento. ¿En qué tiempo situaría aquella noche? La guerra, la huida, un país con nombre y fronteras provisionales, él, enemigo de Rojos y de Blancos, esa mujer de la que no sabía ni el nombre ni nada de su vida. Ella, aún convaleciente. La noche sembraba en el río sus estrellas, el fuego, el silencio. Su felicidad dependía sólo de eso.
Un día intentó explicar a su hijo esa vida de antaño. Creyó incluso tener las palabras apropiadas para hacerlo. Le habló del zar, del anciano conde Dolchanski, de la revolución… Era un día de octubre suave y apacible, los campos ya estaban vacíos. Se hallaban sentados en una ribera alfombrada de crecidas hierbas color ocre. Nikolai observaba unas ocas salvajes que surcaban el cielo cuando se dio cuenta de que el adolescente hacía unos minutos que no le escuchaba. Los pájaros se reflejaban en la lisa superficie del río, y Pavel seguía su reflejo; parecía remontar la corriente entre alargadas hojas de sauces y unas barcas encalladas. Nikolai guardó silencio y, mirando en la misma dirección que el niño, sonrió: el nítido deslizamiento de las alas sobre el agua era aún más bello que el propio vuelo.
A la famosa primavera de las agujas confiscadas le siguieron dos años de hambruna, unos cien muertos en Dolchanka y varias detenciones. El sentimiento de repulsa que experimentó aquel día ante el telégrafo se había convertido en algo tan cotidiano que Nikolai apenas era consciente de él. Todos sabían que la hambruna había sido provocada. Y para no perder la cabeza, para sobrevivir en medio de esa locura, debía evitar pensar en ello, había que ocuparse de la rectitud del surco y de su profundidad adecuada.
Incluso durante esos años, a veces despertaban ante una preciosa mañana de octubre en la que los pájaros sobrevolaban el río. O ese otro día de frío invernal, cuando Nikolai volvió a casa y vio a Anna junto a la ventana, con una mano en la cuna de su segundo hijo y la otra sujetando un libro. Se acercó, se sentó a su lado, entumecido por el viento glacial, y lanzó una ojeada a las páginas. Era un libro extranjero, Anna miraba las imágenes, hombres y mujeres con amplios trajes a la antigua usanza, ciudades desconocidas. Todavía se encontraban en las casas del pueblo volúmenes dispersos de la biblioteca del conde Dolchanski y, al no poder leerlos, servían para atizar el fuego o liar un cigarrillo.
—¡Aunque me lo pidieras, esto no podría enseñártelo! —dijo Nikolai riendo, mientras deslizaba el dedo sobre los enigmáticos caracteres. Anna sonrió, aunque con cierto aire de lejanía, como si buscara una palabra olvidada… En ese momento reinaba en su isba una infinita tranquilidad.
El niño dormía, el fuego silbaba suavemente en la estufa. Miles de gránulos escarlata de un sol poniente chispeaban en la ventana, cubierta de hielo. Esa claridad, ese silencio bastaban para vivir. Lo demás era una pesadilla. Discursos, voces llenas de odio que hablaban de felicidad, del temor de no ser lo bastante duro, de no mostrar suficiente alegría, o suficiente odio hacia los enemigos, temor, temor, temor… La vida, sin embargo, sólo precisaba de esos minutos de un atardecer de invierno, en una habitación protegida por el silencio de esa mujer reclinada sobre el niño dormido.