El caballo volvió ligeramente la cabeza, su ojo violeta reflejó el resplandor del ocaso, el cielo límpido y frío. Nikolai le acarició la crin, le dio unas palmadas en su cuello tibio, en respuesta obtuvo un breve resoplido quejumbroso. Atravesaban al paso un bosque, interminable al anochecer, que exhalaba el olor de las últimas placas de hielo escondidas en la espesura. Nikolai sabía que el caballo repetiría en cualquier momento su juego: volvería la mirada hacia el jinete y de forma imperceptible reduciría la marcha. En ese caso, habría que reñirle con cariño, a media voz:

—¡Qué perezoso! Conque quieres dormir, ¿eh? Bueno, bueno, si sigues así voy a venderte a los bandidos. Ya verás…

Al oír estas palabras, el caballo bajaba la cabeza con un aire resignado y gruñón a la vez. Después de haber pasado juntos dos años de guerra era capaz de entender hasta las bromas del hombre que portaba sobre su lomo.

Las horas del crepúsculo eran las mejores para evitar los encuentros. Todavía se veía por dónde caminaba el caballo, además los soldados que acampaban dispersos por la llanura encendían hogueras y era más fácil rodearlos. Había que evitar a los Rojos, pues acababa de abandonar sus tropas, y eludir a los Blancos, pues para ellos seguía siendo un rojo. No debía cruzarse con bandas armadas, porque su color sólo variaba con la intensidad del pillaje…

Y el bosque de primavera, lleno de brotes recientes, no constituía una buena protección.

Hacía más de una semana que cabalgaba. Primero había remontado el Don, luego avanzaba en diagonal, hacia el este. La estepa, hasta entonces monótona y plana, ahora se veía salpicada de bosques y de pequeños valles. Los pueblos eran cada vez más frecuentes. Los primeros días se orientaba por el curso del río o por el sol. Por todas partes se extendía la misma tierra rusa sin límites. Pero a medida que se acercaban a su pueblo su vista parecía aguzarse, como si las tierras que atravesaba estuvieran hechas a otra escala y los lugares con más detalle. La víspera había creído reconocer a lo lejos, de manera confusa, el blanco campanario del pueblo cabeza de partido. Por la mañana, la curva de un río, con la orilla pisoteada en el lugar por donde se vadea, hizo que se acordara de un viaje realizado con anterioridad a la guerra civil. Ahora estaba casi seguro de que podría atravesar el bosque antes del anochecer y salir al camino que se tomaba para ir a la feria de la ciudad. Sí, el final del bosque, luego una cuesta de arena y el camino a la derecha. Al trote, a media jornada de casa.

Durante su larga travesía, Nikolai había visto campos atestados de cuerpos de hombres y de caballos abandonados después de la batalla, pueblos habitados por cadáveres colgados delante de las puertas, y ese rostro que, antes de darse cuenta de lo que pasaba, confundió con su propio reflejo al asomarse al pozo… Ya no le impresionaban los muertos, el fuego, las casas en ruinas, porque él formaba parte de ese ejército inmenso y andrajoso que descendía hacia el sur, haciendo retroceder a los Blancos. Matar, destruir, para eso servía la guerra. Pero ahora, en el silencio y el vacío de los hermosos días de mayo y, sobre todo, en la luminosidad de la tarde, los campos de batalla, las ciudades desiertas que rodeaba, estaban alejadas de la guerra, de sus motivos, de las causas que hacía una semana parecían justificarlo todo. Ya no existían razones. Un campo abandonado como por capricho, sin labranza, sin un grano después de dos primaveras. En la cuesta que lleva a la acequia, el cuerpo ennegrecido e hinchado de un caballo. Y los graznidos de los cuervos que rompieron el silencio a medida que el jinete se acercaba.

Al inicio de la guerra, sí que le emborrachó un deseo caprichoso. Los comisarios hablaban de un mundo nuevo, la primera novedad era la posibilidad de no trabajar la tierra nunca más. Así, por antojo. Tenía veinticuatro años, entonces no se dejaba engañar fácilmente, pero la libertad que se le ofrecía era demasiado tentadora. ¡No trabajar la tierra! Resultaba maravilloso. También decían que era preciso matar a los que les chupaban la sangre. Nikolai se acordaba de Dolchanski, terrateniente a quien perteneció su pueblo, Dolchanka, e intentaba imaginarse a ese viejo noble como un explotador. No era fácil. Entre los campesinos, sólo los más viejos habían conocido el vasallaje. El pueblo era rico. Dolchanski, arruinado años atrás, era ahora más pobre que algunos mujiks, y sólo tenía una manía: dedicaba su tiempo a esculpir su ataúd de madera… No, era mejor imaginarse a los chupadores de sangre en general, entonces la sangre le hervía de rabia y resultaba más sencillo acuchillar, disparar, matar.

El caballo inclinó la cabeza. Aminoró el paso y Nikolai sintió una ligera sacudida: la potrilla que iba detrás atada con una cuerda estaba medio dormida, y cada vez que el caballo reducía la marcha su cabeza chocaba con la grupa. Nikolai sonrió y creyó adivinar una risa ahogada en el bufido del caballo. No le riñó, sólo le dijo en voz baja:

—Vamos, Renard, ya no estamos lejos. Pasamos el bosque y a descansar.

Si le puso nombre de zorro, no fue por su pelaje rojizo, sino por su astucia. Al principio, Nikolai creía que el animal era sencillamente testarudo. En una de las primeras batallas, Renard se negó a lanzarse al ataque con los demás. Unos cincuenta jinetes debían saltar desde un bosquecillo sobre los soldados que se preparaban para vadear el río con un convoy de carros. El comandante dio la señal, la caballería se precipitó hacia delante, acompañada de un torbellino de ramas quebradas. Pero el caballo de Nikolai se encabritó, bailoteaba en el sitio, daba vueltas sobre sí mismo y no arrancaba. El jinete lo espoleó con brutalidad, hincándole los tacones en los costados, lo fustigó con rabia, le pegó en el hocico. Lo peor era que el ataque parecía ganado de antemano, pues los soldados, pillados por sorpresa en la orilla, ni siquiera habían tenido tiempo de echar mano de sus fusiles. Y mientras eso ocurría, Nikolai luchaba contra su maldito caballo. Cuando los jinetes estaban a cien metros del enemigo, aullando de alegría, dos metralletas, en un terrible fuego flanqueado, los derribaron con la precisión del objetivo calculado con anterioridad. Los jinetes caían sin que les diera tiempo de comprender que se trataba de una emboscada. Un escuadrón, surgido de entre la maleza que recubría la orilla, perseguía a los que habían conseguido dar media vuelta. Nikolai llegó al campamento con un puñado de supervivientes. Aún creía en la casualidad cuando miraba a su caballo, que tenía un aire gruñón al que habría de acostumbrarse. Más adelante, volvió a repetirse el mismo azar. Una, dos, tres veces. El caballo acudía hasta él, distinguiendo su silbido en medio del estrépito de un campamento de mil hombres y miles de bestias. Obediente a su palabra, se acostaba, se detenía o reanudaba la carrera, parecía que le adivinara el pensamiento. Entonces Nikolai empezó a llamarle Renard y se inició ese amargo vínculo que nace de la guerra, en medio del lodo y de la sangre, de los primeros minutos después de un combate, cuando se siente con violencia la vida del otro, cercana, silenciosa y más sorprendente aún que nuestra propia supervivencia.

Por esos caminos de guerra, Renard había visto caballos ahogados y caballos destrozados por obuses, y un semental con las patas delanteras arrancadas, que intentaba levantarse en un salto monstruoso, y aquel tiro abandonado en la profunda turba de una ciénaga: caballos que se hundían poco a poco, prisioneros de un cañón inútil. Y aquel oficial blanco que llevaba la cuerda anudada al cuello y era arrastrado por un caballo que aceleraba el paso a golpes de fusta y de los gritos de los soldados. A su manera, Renard debía de comprender que hacía mucho tiempo que todo lo que le rodeaba se les escapaba a los hombres que se mataban entre sí, que espoleaban a sus caballos, que pronunciaban discursos. También sabía que su amo no era inocente.

Nikolai no pretendía enjuiciar nada. Había envejecido mucho en esos dos años, ahora le bastaba con llegar a una simple conclusión: sin duda, existía la posibilidad de no trabajar la tierra, de no sembrar, pero entonces los campos se cubrían de cadáveres.

La potrilla adormecida golpeó de nuevo con su hocico la grupa de Renard, que había reducido de forma imperceptible el paso. La confianza del joven animal adormilado tenía el sabor apacible de la felicidad. Al respirar profundamente, Nikolai reconoció la leve acritud de la nieve escondida en los barrancos, el olor seco de los campos que devolvían el calor del día. Todavía no había anochecido, al oeste el cielo era de un violeta transparente, pero lo más importante es que muy cerca, ante ellos, clareaba la espesura del bosque como promesa de la libertad de la llanura y el camino que conducía a Dolchanka. Nikolai carraspeó y empezó a susurrar preguntas y respuestas que iba preparando al azar, por temor a que algún tribunal revolucionario local o, sencillamente, vecinos curiosos lo interrogasen sobre su súbita aparición.

El relato compuesto mientras cabalgaba omitía lo esencial. Había huido de su regimiento a causa de una máquina: un aparato colocado sobre un gran escritorio negro, en el edificio ocupado por el estado mayor del frente. Nikolai llegó a aquella ciudad como correo, con una carta del comandante de su regimiento. En el patio vio a una veintena de civiles, viejos y mujeres con niños, vigilados por algunos soldados. Se le dijo que esperara en el pasillo. La puerta del despacho estaba entreabierta y pudo oír la discusión de los comisarios. Estaban decidiendo si debían o no ejecutar en represalia a los rehenes, a los civiles del patio. Uno de los comisarios gritaba:

—Mientras Moscú no nos dé su parecer…

De pronto, un objeto cobró vida en el gran escritorio de madera negra. Era ese extraño aparato en torno al cual todos se habían reunido. Nikolai no aguantó más la curiosidad y estiró el cuello. La máquina vomitaba una larga banda de papel que los comisarios extraían y leían como un periódico.

—Aquí está. Ahora no hay duda —anunció una voz detrás de la puerta—, lean: «Fusilar como enemigos de la revolución, exponer en lugares públicos».

Nikolai entregó la carta, saltó sobre su caballo y, al pasar por el patio, vio que los «enemigos de la revolución» eran conducidos detrás del edificio. No llevaba la cuenta de todas las ejecuciones que, como ésa, había visto durante los dos años de guerra. Pero la serpiente blanca que salía de la máquina le ponía en la garganta un nudo causado por la rabia y dolor, ahora distintos. Le faltaba el aire, se tiraba del cuello de la casaca, de pronto hizo frenar al caballo en medio del camino y dijo en voz alta:

—Espera, Renard, atajaremos a campo traviesa.

Para ahuyentar ese recuerdo que lo atormentaba, Nikolai echó su mano izquierda hacia atrás y palpó el asa de los dos cubos nuevos colgados de la silla. Constituían, junto con algunos pares de camisas y pantalones de algodón grueso, su único trofeo. Sacudió con suavidad los cubos, el cinc emitía un soniquete tranquilizador, doméstico. Había soñado con conseguir dos cubos de la guerra, algo tan útil, y no dejaba de imaginarlos sujetos a ambos extremos de un palo que llevaría una muchacha, su futura esposa. Ya tenía uno en su petate, pero lo abandonó al desertar. Cuando se acostaba en medio de soldados que deambulaban en la oscuridad y de los caballos que pasaban entre los cuerpos dormidos, metía la cabeza en el cubo para protegerse de un golpe de pezuña, cosa que sucedía de vez en cuando en esas caravanas nocturnas. También lo hacía para protegerse de los robos. Perderlo fue lo que más lamentó al huir. Pero, como dice el refrán, si uno perdí, diez me encontré… Un día que atravesaba una ciudad incendiada se topó con dos cubos nuevos cerca de un pozo, dentro del cual creyó verse reflejado en el rostro hinchado del ahogado. Y al dejar ese lugar muerto descubrió a la potrilla atada a un árbol. Apenas se sostenía sobre las patas, se había comido toda la hierba alrededor del tronco y sólo quedaba la tierra, y había dejado al árbol sin corteza hasta donde alcanzaba con el hocico. Haría días que estaba allí…

Pronto dejarían el bosque. La llanura se adivinaba en el último resplandor del ocaso, a través de la claraboya que formaban las ramas. De repente, Renard repitió su maniobra: cabeza inclinada, ojo que busca la mirada del jinete. Nikolai le regañó, le amenazó con venderle en la feria. El caballo siguió caminando, pero a regañadientes. La cuesta de arena que debía terminar en el cruce de caminos no aparecía; muy al contrario, con los últimos árboles del bosque el camino desapareció, los cascos chapotearon como ventosas. Un poco más lejos, viejos haces de ramas crujían a su paso. Por la humedad, se notaba que había un río muy cerca. Tendría que volver al bosque y prepararse para pasar la noche. Nikolai se internó entre los árboles y vio un extenso claro detrás de los matorrales recién reverdecidos, que parecían azules en la equívoca transparencia del crepúsculo.

Sintió el peligro incluso antes de que Renard se detuviera. Un rápido escalofrío recorrió la piel del caballo, que se paró y empezó a retroceder en un bailoteo nervioso empujando a la potrilla soñolienta. «Lobos…», pensó Nikolai, y agarró la culata del fusil que estaba a su espalda. El caballo seguía pataleando y resoplaba violentamente, como para ahuyentar moscas. Las sombras entre los árboles eran demasiado espesas, no se distinguían los contornos. La luna estaba tan baja que su reverbero lechoso obnubilaba la vista. Los troncos se desdoblaban en pálidos reflejos. Invisible aún, alguien o algo estaba al acecho.

Renard dio una rápida espantada arrastrando tras de sí a la potrilla. Una mancha negra, un jirón de piel erizado, saltó a sus pies y desapareció entre la maleza. Mientras observaba la huida del animal, Nikolai bajó la mirada y los vio: en un extremo del claro, en medio de la confusa luz del anochecer, unas cabezas sobresalían de la tierra y, más cerca de los matorrales, unos cuerpos tendidos en desorden.

En un primer momento, Nikolai retrocedió dispuesto a volver sobre sus pasos, casi tranquilizado por su descubrimiento, menos peligroso que un encuentro con los vivos. Pero, un instante después, pensó que sería conveniente examinar cómo habían sido ejecutados para ver lo que corría el riesgo de encontrarse en el camino al día siguiente. Desmontó del caballo, dejó a Renard temblando aún y se acercó a pie.

Sabía que no era inusual en esa guerra ordenar a los cautivos que se cavaran su propia tumba y luego enterrarlos vivos. Lo que le dejaba perplejo era la anarquía con la que los homicidas habían actuado en ese lugar. Algunos de los enterrados tenían la cara cortada por un sable, uno de ellos estaba decapitado como si su suplicio no fuera bastante. Nikolai pensó que quizá los enterrados se habrían puesto a maldecir a sus enemigos, que se disponían a partir, y habían provocado esa masacre. Además, habrían gritado para que los mataran, para no ver, llegada la noche, las cautas maniobras de los lobos alrededor de sus cabezas indefensas. Nikolai imaginó los gritos, el regreso de los soldados, el golpe de gracia, el silencio. También había hombres abatidos por disparos de bala, sin duda por las prisas o por indolencia.

Nikolai regresó junto a Renard, le dio unas palmadas en la carrillera y se dijo que ambos se habían asustado más con los saltos del pequeño carnívoro negro que mordisqueaba los cadáveres que con las cabezas emergentes de la tierra. Al montar sobre el caballo, oyó el débil gemido de la potrilla. Recordó que Renard, al retroceder, la había empujado y seguramente se habría apretado el nudo del ronzal. Bajó, aflojó la cuerda y revolvió la crin del joven animal… De pronto se repitió el gemido, pero procedía del claro del bosque.

«De todas maneras morirá», pensó Nikolai poniendo un pie en el estribo. Una profunda expiración de dolor silbó en la oscuridad, no era un gemido. Nikolai vaciló. Imaginó la noche en el claro, al hombre enterrado viendo que los lobos se aproximaban o sintiendo las mordeduras de un roedor. Empuñó el fusil y se dirigió hacia donde se hallaban los muertos.

En la guerra, entre los heridos rematados había dos tipos: los primeros sabían que estaban heridos de muerte y con la mirada agradecían que se les matara; los segundos, mucho más numerosos, se aferraban a las pocas horas de sufrimiento que les quedaban de vida… Recorrió el claro, en el que reinaba un silencio absoluto. Algunas cabezas se inclinaban hacia la tierra, otras, inmóviles, parecían haberse callado al oír sus pasos. Una sonreía con un profundo rictus de dolor. «Es él», pensó Nikolai, y apoyó el cañón del fusil en la nuca del hombre. No le dio tiempo a apretar el gatillo, pues la queja se repitió del otro lado, más perceptible, y casi como si fuera consciente de que alguien estaba inspeccionando a los muertos.

Se hallaba separado de los demás: un joven soldado con la cabeza rapada se alzaba sobre un túmulo negro. Nikolai se inclinó, le tocó en el cuello, no encontró ninguna herida. El soldado abrió los ojos y gimió profundamente, con un tono cadencioso, como para demostrar que se trataba de un ser humano. Nikolai se encaminó hacia Renard («¡Me largo! ¡Que se vayan todos al diablo!», le dijo una voz en su interior), pero luego vaciló, sacó una cantimplora y retornó hasta la cabeza. El soldado bebió, se atragantó, tosió con una sonoridad casi llena de vida. Nikolai se puso a cavar, primero con las manos, para liberar el cuello, luego, a la altura de los hombros, con la hoja de un hacha. Cuando llegó a la espalda descubrió, como esperaba, los brazos atados con alambre. Al seguir bajando, comprobó con satisfacción que el soldado no estaba enterrado de pie sino de rodillas, sin duda para ganar tiempo.

Ahora había que sacarlo. Nikolai se colocó detrás del cuerpo inerte, buscó un buen apoyo para sus pies, agarró al soldado por debajo de los brazos, pero lo soltó enseguida: al asirlo, sus dedos acababan de apretar unos senos femeninos…

Tomó una de las manos liberadas, la miró a la luz de la luna. Se trataba de una mano helada, magullada, ennegrecida por la tierra, pero era una mano de mujer, de eso no cabía duda.

Si se hubiera tratado de un hombre todo habría resultado más fácil. Le habría zarandeado por la espalda y luego lo habría sacado del agujero. Pero con ella… Farfullando juramentos que ni siquiera él mismo podía oír, Nikolai cavó por delante del cuerpo. Sus dedos tocaban los jirones de lana gruesa y la piel desnuda entre los desgarrones. Al fondo la tierra estaba tibia, calentada por la vida que se derramaba antes de apagarse.

La mujer no decía nada, sus ojos entornados parecían no ver al hombre que la desenterraba. Nikolai, tumbado ante ella, quitaba la tierra con amplias brazadas, como un nadador. Al llegar a medio cuerpo, al liberar el vientre, se incorporó de golpe sobre sus rodillas y sacudió la cabeza, como para deshacerse de una visión. Luego se inclinó y, con una autoridad de adulto, tocó el torso manchado de tierra, el vientre redondo, portador de una vida.

Ella permanecía inmóvil, acurrucada junto a la gran hoguera que él había encendido en una oquedad de la escarpada orilla. Dos cubos llenos de agua se calentaban colgados sobre las llamas. Nikolai trabajaba como lo hubiera hecho para construir una casa o en la forja. Con movimientos precisos, seguros. Los pensamientos que le atormentaban no guardaban relación alguna con su actividad. «¿Qué vas a hacer con ella? ¿Y si muere mañana? ¿Qué pasa con el niño?». También se decía que en ese tipo de matanzas solían abrir el vientre de las mujeres encintas y patear al niño. Y que, probablemente, los homicidas del claro del bosque estarían ebrios o tenían demasiada prisa. Y que se había matado a tanta gente en esa guerra que uno se volvía perezoso… Pero no se escuchaba. Sus manos partían leña, sacaban tizones del fuego, los extendían sobre la arcilla de la ribera. Cuando el suelo estuvo lo bastante caliente, pisoteó la brasa, la cubrió con ramas tiernas, primero una brazada, luego otra, y recostó en esa cálida capa el cuerpo ausente de la mujer. El agua de los cubos ya hervía, la templó con la del río. Después desvistió a la mujer, lanzó sus harapos al fuego y empezó a bañar ese cuerpo manchado de fango y de sangre. Luego lo recubrió suavemente con cenizas aún tibias, le dio la vuelta, lo lavó, sacó agua del río, la puso otra vez a calentar. Con cada mano de agua se disipaba un poco más el olor acre de las manchas y de la tierra, arrastrado hacia el río en un reguero negruzco. Ahora el cuerpo femenino desprendía la fragancia del follaje tierno empapado de agua caliente. Al recuperar la vida, la mujer alzó el rostro por primera vez y posó en Nikolai una mirada que por fin se hacía cargo. Estaba sentada, con los brazos apretados contra el pecho, en medio de un lago humeante en la noche. Él quiso preguntarle, pero cambió de opinión, sacó de su bolsa una camisa nueva y se puso a frotar aquel cuerpo, que se dejaba hacer como si fuera el de un niño… La vistió con otras dos camisas, le ayudó a ponerse un pantalón y la acostó junto al fuego, envuelta en su largo abrigo de jinete. Durante la noche, Nikolai dormía unos minutos, luego se levantaba para reavivar la hoguera. Si se alejaba para buscar leña, se volvía, veía su hoguera y, dibujado por la danza de las llamas, un círculo oscilante de luz rodeado de oscuridad. Y aquel cuerpo dormido, un ser increíblemente extraño, desconocido, que sin saber por qué le resultaba muy cercano.

A tientas levantaba las ramas muertas, luego se volvía de nuevo para controlar el fuego. A veces un brillo escarlata titilaba en la oscuridad; era Renard, que levantaba la cabeza y le buscaba con su ojo en los reflejos de las llamas. Había tal silencio que de lejos Nikolai podía oír la respiración del caballo junto a unos cortos suspiros de amargura y de alivio. Cuando regresaba junto a la hoguera, tenía la extraña sensación de volver a su casa.

A la mañana siguiente cruzaron por una zona donde la senda estaba llena de baches y de haces de ramas, remontaron un valle aún blanco por la neblina y por fin encontraron el cruce de caminos que Nikolai había buscado en vano la víspera. Intentó varias veces hablar con la muchacha, a la que había instalado a lomos de Renard, mientras que él continuaba a pie. Ella no respondía, a veces sonreía pero con la tensión propia de un rostro al borde de las lágrimas. Hacia el mediodía, en el alto que hicieron para comer, Nikolai se exasperó ante el silencio de ella:

—Oye, ¿por qué no hablas? Ya estamos muy lejos, ya no volverán a hacerte daño. ¡Dime por lo menos cómo te llamas!

El rostro de la muchacha se contrajo en una mueca. Luego echó la cabeza ligeramente hacia atrás y despegó los labios: entre los dientes, en el lugar de la lengua había la cicatriz de una cuchillada oblicua.

Cuando él se recuperó del susto, pensó que la habían mutilado para que no pudiera contar lo que había visto. Pero ¿a quién se lo diría? Todo el mundo había visto lo mismo durante la guerra. Y por otra parte, ¿cómo contar lo de las cabezas en el claro del bosque, lo de los ojos que se apagaban unos tras otros? Y sobre ellos, en las ramas, los pájaros construían su nido.

Medio deshabitada durante la guerra, en Dolchanka no se reparó en su regreso. Habían arrasado la ciudad tantas oleadas de hombres armados, Rojos, Blancos, anarquistas, simples bandidos, otra vez los Rojos, tantos saqueos, incendios y muertes, que sus habitantes no se extrañaban de nada. Sólo una anciana, al pasar por la calle, le preguntó: «Dime, soldado, ¿es verdad que los bolcheviques han prohibido la muerte?». Nikolai asintió.