Esa traición involuntaria pareció no tener consecuencias. Hubo de nuevo ciudades que se quedaban vacías con los primeros disparos, como cuando resuenan las primeras gotas de lluvia sobre un tejado de uralita (un día, los occidentales corrían hacia los aviones, precisamente bajo un chaparrón de gotas gordas y calientes, y el miedo a las balas que ya alcanzaban los accesos del aeropuerto se confundía de una manera cómica con el deseo de protegerse de la tromba de agua). Hubo barcos que maniobraban con pesadez en estrechísimas bahías y se dirigían mar adentro tan lentos que creíamos adivinar la cólera de los pasajeros en el puente, mientras rechazaban con sus miradas la costa incendiada. Nosotros nos quedábamos. Sabíamos que cuando pasara la fiebre de los combates y los saqueos, los vencedores necesitarían reconocimiento diplomático, dinero y armas. Entonces, en unas semanas podían obtenerse resultados para los que en tiempos normales se hubieran necesitado años de trabajo. La única dificultad era sobrevivir.

Nada cambió. Ni siquiera la impresión que nos perseguía en nuestros rápidos tránsitos de Europa a África. Todo lo que en el norte eran palabras, conciliábulos sigilosos, lentos acercamientos a una persona clave, se convertía en el sur en gritos de dolor, silbidos de balas, enfrentamientos cuerpo a cuerpo llenos de odio. Como si entre los dos continentes se produjera un horrible desajuste de traducción.

Y, sin embargo, fue un día en África cuando volví a ocultarte lo que veía cada vez con más claridad: el fin.

Llegaron dos meses después del alto el fuego, con la misión de encargarse de la red tras nuestra partida. Nos impresionó su juventud, como un recuerdo de nosotros mismos, varios años antes, cuando nos encontramos por primera vez en Berlín. También nos sorprendió que, entre risas, nos dijeran sus verdaderos nombres, con esa divertida asonancia del femenino y el masculino: Yuri y Yulia. No estábamos habituados a ese tipo de confidencias, nuestra vida se limitaba a nuestras identidades prestadas. Cuando nos separamos parecías inquieta, como una madre preocupada por no olvidar nada cuando deja a sus hijos solos… Debían ponerse en contacto con nosotros en Milán, al cabo de tres meses. No aparecieron. Nos pasamos cuatro días esperándoles. El Centro habló de una misión anulada. Cuando conseguí localizar a Chakh, en Estados Unidos, se quedó perplejo, como un jugador de ajedrez al que le han robado un peón y va a descubrir el engaño en unos minutos. Nos transmitió la orden de volver a África. Encontramos nuestra casa sin indicios de una salida forzada o de un registro. La tranquilidad de las habitaciones parecía esconder la solapada vigilancia de una trampa. El Centro farfulló la misma respuesta que antes. En su falta de transparencia no sólo se adivinaba un simple fracaso, sino un error más grande. Un fin. Decidí comentártelo, luego cambié de opinión. Por cobardía, sin duda. De nuevo me sentía en la piel del soldado que, en la guarnición más apartada del imperio, es el primero en enterarse de la derrota y se salva sin avisar a los últimos combatientes. Además, sabíamos lo que podían significar la prisión y la tortura en un país en guerra, sobre todo para una mujer. Yulia y Yuri…

El fin del alto el fuego hizo que desaparecieran nuestros remordimientos. Bombardearon la ciudad. Dejamos la casa y pasamos un día entero sin salir de uno de los grandes hoteles de la capital abandonado por los occidentales, saqueado, rehabilitado durante la tregua y vuelto a abandonar. Todavía esperábamos quedarnos en la ciudad… La habitación estaba preparada desde hacía días, y era algo extraño ver aquella cama con las sábanas estiradas y dobladas por una mano profesional, o el cartel de NO MOLESTAR en la puerta, cuando las paredes del pasillo estaban manchadas de sangre en varios lugares y en el vestíbulo, en el piso de abajo, se había torturado y violado a los prisioneros. Ahora el hotel se hallaba vacío y al final del corredor, por la ventana se veía el mar dominado por la masa gris y asimétrica de un portaaviones americano. Sus enormes dimensiones, podría decirse que talladas en un bíceps azulado, hipertrófico, parecían impedir cualquier movimiento de olas en un mar aplastado, inmóvil.

Parte de las tropas que defendían la ciudad retrocedía hacia la costa, los soldados tomaban posiciones en la planta baja del hotel, los futuros vencedores rodeaban el edificio, ametrallaban las ventanas para que el humo obligara a salir a los refugiados hacia las balas. Tuvimos tiempo de atravesar el jardín del hotel, bordear su pequeño puerto deportivo y llegar hasta la orilla. Sabíamos que un barco debía evacuar a los últimos de nuestros instructores. Sin aliento, nos detuvimos en medio de la pequeña playa, donde aún se veían las hileras de tumbonas de plástico blanco. En ese momento el tiempo se quebró, enloqueció en una serie de precipitaciones e inmovilidades. La arena enredaba nuestros pasos como en la carrera imposible de una pesadilla. El vehículo militar que arrancó desde el edificio del hotel venía ahora hacia nosotros, aumentaba rápidamente de tamaño, y las primeras balas acribillaban los cascos de los botes volcados sobre la arena. Mi grito se cortó y no tuvo ningún efecto sobre ti. Te quedaste de pie, haciendo con la mano un saludo que me parecía absurdo. El cargador resbalaba entre mis dedos como un trozo de jabón húmedo. Al disparar, creí apuntar al morro torcido del coche —ese rictus de la parrilla del motor y los ojos apagados de los faros.

Aturdido por el miedo, percibí su sombra antes de poder oírlo. Durante un segundo proyectó su sombra sobre mi refugio, detrás de los botes. Levanté la cabeza. Era muy fácil reconocer su silueta: un Mi-24, el helicóptero de combate que el imperio utilizaba en todos los continentes. Distinguí el movimiento de los dos cañones y, casi inmediatamente, en el lugar donde estaba el coche, que ya se encontraba a escasas decenas de metros, vi la bola de fuego de la explosión. Al aterrizar el aparato nos envolvió un remolino de arena que derribó las sombrillas de cañizo de la piscina del hotel. Su pesadez de acero contrastaba con ese pequeño paraíso tropical para turistas. Al subir observé en el fuselaje huellas de impactos, algunas camufladas por una capa de pintura gris verdosa, otras, recientes, dejaban un fragmento de metal al descubierto. El ventarrón levantado al despegar volvió a tumbar las sombrillas y un toldo azul al lado de la piscina. Desde la ventanilla contemplé cómo se alejaban rápidamente la playa, el mar, el edificio del hotel invadido por el humo. Intenté no pensar en los que todavía resistían, rodeados…

La bandera roja del imperio, que ondeaba en el puente del barco donde aterrizamos, golpeó nuestra vista, y también la tintura gastada que recubría los contornos de acero. Con rumbo mar adentro, el navio debía atravesar ese mar interior recortado en medio del infinito océano por la presencia del portaaviones americano. Las fragatas de escolta delimitaban esa vasta y cerrada extensión. Avanzábamos lentamente, como a tientas, bajo una luz sin embargo deslumbrante. A nuestra izquierda el portaaviones aumentaba de tamaño, nos dominaba, nos aplastaba contra la superficie del agua. Parecía ningunearnos. Un avión despegó, lo que nos obligó a taparnos los oídos; otro aterrizó, y en unos segundos contuvo su terrible energía. Sólo con su posición, los navios de escolta indicaban el trazado de la dirección en la que habíamos sido autorizados.

—Uno se cree sobre el Potemkin, frente a la escuadra del Gobierno —dijiste con ojos risueños y la cara manchada de negro.

Puede que fuera la última vez en nuestra vida que te vi sonreír.

Un mes después me encontré con Chakh en una gran ciudad alemana donde todo estaba dispuesto para la Navidad. Me confió unos documentos para que se los pasara a un enlace, bromeó sobre el cambio de clima que yo debía de acusar y sobre el rigor, tan propio de los alemanes, con el que preparaban las fiestas. Creí adivinar lo que un hombre de su edad debía de sentir en medio de la animación festiva de esa ciudad, en un país donde de joven había luchado en la guerra. Se calló, sumido en su pasado; luego retomó el recuerdo que primaba sobre los demás: los Rosenberg. Entonces me di cuenta de que las líneas de su rostro eran más angulosas y de que sus hombros estaban ligeramente levantados, como si practicara una disciplina corporal que él mismo se imponía. Mientras lo escuchaba no pensé: «Está chocheando», sino «¡Es de otra generación! ¡La que no puede o no quiere darse cuenta de que estamos en otra época!». Lo más sorprendente era que, a mi pesar, te incluía en la misma generación, aunque Chakh habría podido ser tu padre. La edad no tenía nada que ver. Era la generación que… De pronto lo supe con claridad meridiana: la generación que no creía en el fin. En el fin del imperio, en el fin de su historia, en el olvido de esa historia, de sus hombres.

—Cuando ejecutaron a los Rosenberg —decía Chakh—, me hice un juramento ingenuo (yo era ingenuo, como todos los que creen): el juramento de luchar hasta que se les levantara un monumento de verdad, grande, en pleno centro de Nueva York. Ni siquiera se ha hecho en Moscú.

Cuando se fue, deambulé durante mucho tiempo por las calles, bajo lo que parecía una nevada de pequeños gránulos grises y puntiagudos. Por la tarde el tiempo se suavizó y auténticos copos de nieve flotaban en el halo de las farolas. Los niños se concentraban ante los escaparates donde, de manera ininterrumpida, diversos Papá Noel sacaban de sus sacos regalos adornados con lazos. Dentro de la catedral, en réplica más digna y por ello inmóvil, los tres Reyes Magos ofrecían también sus presentes. En la calle, o también detrás de grandes escaparates, jóvenes casi desnudas sonreían a los viandantes, y no resultaba fuera de lugar en ese ambiente festivo. Al lado de la silla donde cada una de las chicas se exhibía, abriendo los muslos o arrodillada en el asiento y contoneando el trasero, había un arbolito de Navidad, iluminado por una guirnalda de lucecitas intermitentes de colores. Antes de instalarme en la cervecería donde me encontraría con el enlace, me metí entre los quioscos de madera, una especie de pueblecito decorado y ruidoso que ocupaba toda la plaza de la catedral. Olas de frío cortaban el calor de los braseros, las voces avivadas por el alcohol perdían su dureza germánica, en una copa de vino pude probar el gusto de una existencia completamente diferente a la mía y a la vez muy cercana. Pensaba en esa proximidad mientras miraba el reloj que había detrás de la barra para calibrar el retraso, cada vez más evidente, del hombre al que aguardaba. Llegó un momento en que, en lugar de la persona esperada, era muy posible que me abordaran otras, que se presentaran con su tarjeta, que me pidieran que les siguiera. Por lo general, esos retrasos no eran más que la culminación de una serie de fracasos. Desarrollaba mentalmente esa sucesión de fracasos hasta su lógico final: los dos disquetes que Chakh me había pasado, el arresto, los interrogatorios, una larga condena en prisión que tendría que cumplir en algún lugar del país. De pronto me pareció que resultaba muy sencillo levantarme, salir a la ciudad iluminada, perderme entre el gentío de la noche, en sus pequeños pueblos de madera decorados con ramas de abeto. En ese momento, mi identidad, mis papeles, me convertían en alguien normal, invisible. Habría podido cruzar las fronteras cada vez más permeables de esa nueva y a la vez vieja Europa, instalarme en cualquier sitio. Me vino el lejano recuerdo de mi primer día en Occidente: Berlín, la inauguración de la exposición y el comerciante de sellos que por unas horas había entrado sin saberlo en nuestros juegos de espionaje. Entró y salió para siempre… Había que imitarlo: como él, tenía una profesión a la que podía regresar, cerrando así el paréntesis. Además, nuestra vida está hecha de paréntesis; lo importante es cerrarlos cuando corresponde…

Miré el reloj de pared, pedí otra copa. Me acordé de una escena que había presenciado cuando paseaba por la ciudad y que ahora se me representaba con toda su bocanada de felicidad burguesa: en la escalinata de un palacete, un médico en bata blanca se despedía de un viejo paciente acompañado por su esposa, también mayor. Era evidente que el médico disfrutaba con la frescura de los copos al caer sobre su cabeza desnuda, y que le agradaba dejar su consulta y mostrarse cortés, sobre todo con ese paciente, quizás el último hasta después de las fiestas…

Antes de partir de nuevo me comunicaste la muerte del hombre al que había esperado de forma inútil en esa ciudad decorada como un cuento de hadas. La habitación anónima de un hotel, un cuerpo que nadie reclamaría, sus cosas minuciosamente registradas. Sin duda buscaban los dos disquetes que no había tenido tiempo de recuperar. Había estado esperando a un muerto…

Nunca tuve el valor de confesarte que, mientras le esperaba, envidié a un respetable médico alemán que exponía su cabeza a los remolinos de nieve. Y que te coloqué junto a Chakh en esa generación ciega que vivía en otro tiempo.

Cuando me contaste la muerte del enlace, hablaste también de Yulia y Yuri. Me di cuenta de que habías estado recabando esos escasos datos que normalmente acompañan a la desaparición de gente como nosotros: una habitación de hotel donde se afana la policía, un coche carbonizado en un solar. «Debí prevenirles, debí explicarles que…». Me miraste como si buscaras ayuda. «Debiste explicarles que era demasiado tarde para tener ilusiones», pensé.

Al final me atreví a decírtelo. Te lo grité al oído, tratando de imponerme al ruido que reinaba en ese avión demencial y en el cielo nocturno que le rodeaba, en la oscuridad que las baterías antiaéreas desgarraban con cegadores jirones de salvas. El avión evacuaba los restos de una guerra que el imperio había perdido bajo el cielo del sur. En las entrañas del aparato se amontonaban los vivos, los heridos y los muertos, éstos enfundados en largas envolturas de plástico negro. Ese montón de capullos de gusano se movía en la oscuridad, junto a las cajas de munición y al revoltijo de armas que parecía una enorme araña metálica. Los vivos, tirados en medio del caos, lidiaban cada uno a su manera con el miedo. Unos hablaban a gritos, acercando la cabeza del compañero hacia su boca, otros, la cara torturada por una mueca, se tapaban los oídos y se aovillaban. Los durmientes se confundían a veces con los muertos. Cuando un ala se inclinaba pesadamente, las heridas se despertaban con la nueva posición, los gritos de los lesionados se redoblaban y, por detrás de los capullos, se escuchaba el chirrido de la araña metálica. Te tenía cogida por los hombros, mis labios entre tus cabellos te quemaban la mejilla y la oreja con esas verdades esculpidas en la oscuridad irrespirable de ese cementerio volante. Hablé a gritos del fin, de la derrota, de la inutilidad de nuestra vida malgastada, de la estúpida ceguera de Chakh, de la desgracia de los pueblos a los que embarcamos en una aventura suicida… Parecías escucharme, pero de pronto, cuando el avión dio un giro cerrado y el único ruido que se oía eran los alaridos de los heridos, te separaste de mí, sacaste una cantimplora de la mochila y te deslizaste entre los cuerpos sentados o tumbados hacia la parte delantera, donde se distinguían las linternas de las enfermeras.

Llegamos a Moscú tras dos años y medio de ausencia para quedarnos, como siempre, muy poco tiempo. Esos años coincidieron con el inicio de las profundas transformaciones del país. La reciente riqueza aún no había perdido su talante de opereta, nadie se sabía de memoria los nuevos papeles, el nuevo lenguaje aún era titubeante. Los actores metían la pata. Como ese mendigo, que intentaba atrapar las cálidas bocanadas que salían por la puerta de un gran almacén. Sin duda era un auténtico excombatiente, pero se había colgado en la chaqueta toda clase de insignias de pacotilla para hacer bulto. Sus doradas arandelas eclipsaban la plata sin brillo de la medalla «Al valor» que tanto cuesta de ganar en la guerra… O esas dos mujeres que esperaban clientes delante de un hotel para extranjeros. Monumentales en sus abrigos de pieles, parecían inmóviles e inabordables como efigies de emperatrices. Su puesta en escena consistía en simular que acababan de salir del hotel, pero la nieve de su atalaya estaba demasiado acribillada por las perforaciones de sus tacones de aguja. «Un día también tendrán derecho a un escaparate con calefacción e incluso a un arbolito de Navidad con guirnalda de luces», pensé.

A varias manzanas de ese hotel, cerca de un restaurante, nos vimos inmersos en la oleada de borrachos que estaban celebrando un banquete y se arremolinaban en tropel en la acera. Una veintena de hombres y mujeres reía a carcajadas y se felicitaba por su estupenda idea: entre plato y plato, hacerse una fotografía con las torres del Kremlin, que estaba muy cerca, de fondo. «Venga, menead el culo», gritaba el principal animador, «puede que mañana las águilas reemplacen a las estrellas rojas. Será una foto histórica». Nos apartamos hacia el bordillo de la acera para dejarles pasar. Era extraño ver los trajes de las revistas de moda en esos cuerpos demasiado fuertes o demasiado recios, ese lujo exquisito asociado a sus anchas caras, enrojecidas y risueñas. Las mujeres se frotaban los hombros, exagerando escalofríos, los hombres las rodeaban por la cintura, las estrechaban contra ellos, las palpaban. Uno levantó a su compañera y el vestido remangado dejó al descubierto unos muslos abundantes, de un impudor sano y agresivo. El animador golpeó con el puño la puerta de un Mercedes enorme, del que salió un hombre soñoliento, quizá su chófer o su guardaespaldas, y tendió al juerguista una cámara de fotos. La alegría de vivir de éste sin duda era a la vez legítima y obscena. No conseguía separar ambos valores. Yo esperaba que reaccionaras, pero tú caminabas sin decir nada, levantando de vez en cuando el rostro hacia la ondulante nevada.

—¡Míralos, son los nuevos amos del país! —te espeté por fin volviéndome hacia el grupo, que entraba de nuevo en el restaurante. Guardaste silencio. Marchábamos a lo largo de una alameda, por la parte baja del recinto de las murallas, de las torres coronadas por los cristales empañados de las estrellas rojas. Ante tu mutismo, quise provocarte, obligarte a responder, arrancarte de tu calma.

—Los amos cambian pero los criados permanecen. ¡Cuántos años hemos pasado husmeando como perros en todas esas guerruchas de mierda para mayor gloria de una docena de viejos seniles, parapetados detrás de este muro! Y ahora estás dispuesta a hacer el mismo trabajo para todos estos derrochadores de pasta y sus putas embutidas en trajes de alta costura.

Me detuve y me volví hacia ti, esperando la respuesta. Pero tú continuaste caminando, los ojos bajos, mirando las huellas de los que nos habían precedido, y que la nieve borraba con paciencia. Enseguida nos separaron unos diez pasos, luego veinte, entonces te vi completamente sola en medio de los árboles de ramas nevadas, lejana y libre frente a la vida que acababa de ridiculizar. Un segundo antes, molesto por tu aire ausente, estuve a punto de volverte la espalda y marcharme. Ahora que con cada paso me resultabas cada vez más extraña, te sentía dentro de mí con una violencia que me hacía daño en los ojos. Te alejabas y yo adivinaba la tibieza de tu respiración en el aire nocturno, la frescura de tus dedos en los guantes, los latidos de tu corazón bajo el abrigo. Te volviste; estabas tan lejos que no pude distinguir si sonreías o me mirabas con tristeza. Caminaba hacia ti como si te reencontrara tras una larga separación, al final de una marcha infinita.

Por una absurda coincidencia volvimos a encontrarnos con los juerguistas del banquete de Moscú en un restaurante de París. Seguramente no eran los mismos, pero su riqueza tenía el mismo origen, sus caras, idénticos gestos… Buscábamos un lugar tranquilo, y aquel salón medio vacío lo era. Media hora después desembarcaron y se instalaron en la larga mesa que habían reservado. Nos quedamos atrapados, escuchándolos. Ya no hacía falta que te hablara de los «nuevos amos», ni de los años desperdiciados, ni del fin. Ahora entendías lo que yo pensaba al observar esas bocas repletas que emitían groseras risotadas, esas espaldas monolíticas, esos dedos recargados de anillos. Imaginaba tus respuestas. Más tarde nos trasladamos a un pequeño café para huir de ellos y me hablaste pausadamente de nuestra época, que llegaba a su fin.

—Hace diez años, o quizá más, pensaba igual que tú: ¿todas esas guerras para poner parches a una doctrina resquebrajada? ¿Todos esos esfuerzos para satisfacer a los vejestorios del Kremlin? Un día no pude más y se lo dije a Chakh. Como tú, ¿por la gloria de qué causa?, ¿hacia qué soleados abismos? Me escuchó y… me habló de Sorge. Me moría de rabia. Ya está, pensé, me va a dar un curso de propaganda: «Richard Sorge, el héroe de nuestro tiempo, el supermán de nuestro servicio secreto, que comunicó la fecha de la invasión de Hitler, fue traicionado por los burócratas de Moscú», etcétera. La misma historia de siempre. Pero Chakh sólo me contó el último minuto de Sorge. Lo único que yo sabía, como todo el mundo, era que los japoneses lo ejecutaron en 1944, después de que pasara tres años en prisión. Nada más. Sin embargo, en ese último minuto, subido en el patíbulo, Sorge gritó con voz fuerte y pausada: «¡Viva el Ejército Rojo! ¡Viva la Internacional Comunista! ¡Viva el Partido Comunista Soviético!». ¿Anticuado? ¿Grotesco?, le dije a Chakh pero con palabras menos matizadas, créeme. Sin embargo, volvió a sorprenderme. «¿Crees que Sorge no sabía lo que valía Stalin y toda su camarilla? ¡Pues claro que sí! Pero muriendo así demostró lo que valían esos cabrones».

Me di cuenta de que tu último argumento era aquel hombre en el patíbulo. No intenté relativizar las palabras de un condenado: un minuto antes de la muerte tienen derecho a ser lo absoluto Te observaba al hablar y percibía con dolor todas las marcas que la sonrisa ya no conseguía borrar: la corriente plateada que discurría por tu pelo, la vena que imprimía en la sien un finísimo trazado azul… Cortaste mi mirada, sin duda demasiado insistente, sacando de tu bolso un periódico:

—Lee esto.

Era una estrecha columna en la que se reseñaba la muerte de un tal Grinberg, un disidente del régimen soviético. Tras pasar varios años en campos de concentración, lo expulsaron a Occidente, donde había promovido una radio de oposición. El periodista precisaba que Grinberg había muerto en Múnich, en un minúsculo apartamento, olvidado de todos, con su mesilla de noche rebosante de hojas: sus escritos, que ya no interesaban a nadie, facturas que no podía pagar, cartas…

—¿No sabes quién es?

Me llevó unos segundos buscar en mis recuerdos, entre Rusia y Occidente. Grinberg… No, ese nombre no me decía nada.

—Es el hombre que tiró la peonza en la galería de arte de Berlín, ¿te acuerdas? Hace… casi diez años. Ya ves, él también ha perdido su guerra.

Estuvimos un rato en silencio. Después te levantaste y, al dejar el periódico sobre la mesa de al lado, murmuraste:

—No voy a jugar a las gitanas y adivinar tu porvenir, pero si no quieres servir a los «nuevos amos», debes irte. Sí, marcharte, retirarte de la partida, conseguir que te olviden, desaparecer. Después de todo, sólo será otro cambio más de identidad.

Por la noche llorabas, ahogabas los sollozos intentando no despertarme. No dormía, pero me quedé inmóvil, sabiendo que en tus pensamientos, y en esas lágrimas, ya vivía con otra identidad, en una lejana vida sin ti.