Un día, en otra ciudad y en otra guerra, descubrí de nuevo en ti ese silencioso recogimiento. Una explosión había hecho estallar los cristales de la terraza, y la mesa que utilizábamos a veces para comer estaba salpicada de trozos de vidrio. Los recogías con paciencia, sin hablar, en cuclillas o apoyada con una mano en el respaldo de una silla. Estabas casi desnuda; el calor del golfo con la marea baja era sofocante. Contemplaba tu cuerpo y la mezcla de fragilidad y fuerza que traslucían tus movimientos. El juego carnal e inocente de la desnudez que no se sabe observada. El perfil de un torso musculoso, el trazo firme de una pierna, y, de pronto, como traicionada, una fina clavícula casi doliente en sus cándidas líneas…
De repente me sentí indignado. Al principio, la tarea de recoger restos siempre parece no tener fin. En realidad, tú eras el motivo de mi indignación. Desde hacía muchos años habías sobrevivido a tantas amenazas, y ahora tu vida se estaba consumiendo sin pena ni gloria en una de nuestras escasas veladas tranquilas. Una semana antes del estallido de los combates conseguimos llegar al origen de un negocio de venta de armas: nueve intermediarios por toda Europa, que compraban y revendían para enriquecerse de paso y, como suele ocurrir en ese tipo de tráfico, para despistar. Inicialmente, el asunto parecía escurridizo e inabordable. Chakh había conseguido la copia del primero de los contratos y nos la había enviado a Londres. Una transacción banal, aun cuando al leer la relación de las armas suministradas pudiéramos imaginar sin ninguna duda su eficacia en términos de muertes sobre el terreno. Por lo demás, una venta de armas como tantas. Tú detectaste la anomalía, ese primer eslabón que nos permitiría llegar al principio de la cadena: en ningún momento aparecía en el contrato mención alguna a la asistencia técnica de posventa. Como si los compradores no tuvieran intención de utilizar ninguno de esos blindados y cohetes. Hablaste de una posible reventa por parte de un tercer país. Dimos con ese eslabón al conseguir acercarnos a un primer comprador extrañamente pacífico. Luego con el segundo… Nueve en total antes de llegar a quienes, en esa ciudad devastada, mataban y se dejaban matar con las armas relacionadas en el contrato. Comisiones de millones de dólares y, entre los beneficiarios, un ministro de Asuntos Exteriores en activo.
Proseguías en tu tarea de recoger los fragmentos de cristal, agachada junto a la ventana. Tranquila, resignada, resultabas insoportable por la ternura de mi (¿tu?) presencia silenciosa, por la locura de ellos, por el injusto destino que te había adjudicado esa casa de ventanas reventadas, esa intimidad con la muerte y los fantasmas de esos nueve personajes que se habían instalado en tu vida.
Mis palabras permanecieron mudas de furia. En medio de esa vida nuestra, destrozada, con lo imprevisto como única lógica posible, esa mesa que limpiabas y prepararías para comer, como antes de que empezaran los combates, ese sencillo gesto cobraba todo su sentido.
—Ya me queda poco —me dijiste al incorporarte, y hablaste de la pareja que nos sustituiría. Ésa, entre otras, era nuestra función: preparar el terreno para los compañeros que retomarían la red cuando acabara la guerra. Detecté en tu mano izquierda un ligero corte marcado con sangre, causado sin duda por el borde afilado de un trozo de cristal. Paradójicamente, entre tantas y tantas muertes esa minúscula herida me hizo sentir un profundo dolor.
Aquella noche te hablé del niño que dio sus primeros pasos alrededor del granito, ese bloque plantado en medio de la casa construida por su padre.
Las palabras que aquel día me guardé para mí, al contemplarte en la terraza, surgirían un año más tarde, en casa de una pareja de médicos enviados por una organización humanitaria. Ahora era ésa nuestra identidad. Nadie vivía en la casa de al lado, pues sus propietarios se fueron cuando empezaron las primeras refriegas en las calles. Desde el jardín vecino nos llegaban desgarradores lamentos de unos pavos reales que los soldados se dedicaban a cazar por diversión. Una de las aves tenía el cuello roto y se retorcía en el suelo. La otra, empalada con una barra de hierro, yacía inmóvil… Yo removía en un cubo algunos papeles y fotos que iban consumiéndose poco a poco entre pequeñas llamas humeantes, y de vez en cuando miraba hacia la masacre. En nuestra casa ya no quedaba nada, se lo habían llevado todo. Después de una semana de pillajes, esa actividad se había vuelto cada vez más desinteresada, casi artística, como el suplicio infligido a los pavos reales. Por experiencia sabía que las más peligrosas eran las actividades de registro sin motivo alguno… Los soldados abatieron la última ave, la más ágil, acribillada a balazos —un revoltijo de sangre y plumas—. Luego se dirigieron al centro de la ciudad, guiados por los disparos. Aplasté las cenizas, las revolví y las tiré en medio de un arriate con plantas secas. Después me puse a esperarte: eso significaba precipitarme a todas horas en el caos de las calles saturadas de oleadas de gente que gritaba. Parecían perseguirse unos a otros, a la vez que huían delante de aquellos a quienes perseguían. Me pararon en un control del camino, permití que me registraran, intenté parlamentar. Si no me mataron fue sin duda por el ruido infernal que reinaba por toda la ciudad, pues los soldados no podían oír lo que yo decía, de lo contrario la primera palabra habría desencadenado su ira. Luego volvía a casa, me encontraba con el hogar vacío, con la ventana que daba a la casa contigua, con el jardín en cuyo centro había un pavo real clavado al suelo por una brocheta… Estabas en algún rincón de esa ciudad. Intuía con dolor tu presencia. Allí quizás, en la zona rica, coronada por el grupo de torres de cristal —dos de ellas ocultas ahora por una humareda— o bien en la zona pobre, en las callejuelas junto al canal atestado de inmundicias. Salía de nuevo, me precipitaba hacia los corros que se formaban alrededor de una persona que daba órdenes o a la que iban a ejecutar de un momento a otro. En un patio cuyo recinto parecía haberse desprendido de esa ciudad de locos encontré a una mujer sentada, apoyada contra la pared. Parecía ausente, con los ojos muy dilatados y la mejilla deformada por una bola de qat que su lengua desplazaba lentamente. Y en la calle, unos hombres arrastraban por el suelo un cuerpo semidesnudo que los transeúntes intentaban pisotear lanzando berridos de júbilo.
Cuando volviste a casa aún quedaba luz suficiente para descubrir en tu rostro una multitud de cortes. «El parabrisas…», murmuraste, y te quedaste unos segundos frente a mí, mirándome fijamente en silencio. Los rasguños de tu frente, que habías limpiado al llegar, volvieron a sangrar. Yo también callaba, aturdido ante la frase que acababa de formarse en mí y que no podía pronunciar: «De todas formas, no habrías muerto…». O mejor: «Aunque estuvieras muerta, nada cambiaría entre nosotros…». Me impresionó sobre todo la serenidad, en cierto sentido la alegría, que esa extraña frase impronunciable y aparentemente cruel me había proporcionado. Una alucinante inmersión en la luz, muy lejos de esa ciudad, más allá de nuestra vida… Empecé a hablarte en un tono duro, tanto más duro cuanto más enternecedora y desarmada parecías en tus gestos cotidianos nocturnos: te desnudaste, fuiste al cuarto de baño, me pediste ayuda. Despacio, iba vertiendo un chorrito de agua, que sacaba de vez en cuando de nuestras reservas, de los recipientes alineados a lo largo de la pared, y seguía hablando, gritando casi, forzando mi indignación como para convencerme de que esa luminosa inmersión era una simple ilusión causada por la tensión.
—¿Sabes a qué me recuerda nuestra vida? Pues a esos samuráis de la última guerra que vivían apartados en la jungla y seguían combatiendo quince años después del final. No, es peor aún. Ellos al menos abandonaban las armas al conocer la verdad. Sin embargo, nosotros… Pues sí, sí, somos igual de inútiles que esos locos que terminaban disparando contra fantasmas. También nosotros cazamos fantasmas. Hemos tardado seis meses en acercarnos al cretino del agregado militar. Hemos pasado tres meses en Roma, en pleno verano, para concertar una entrevista informal de diez minutos. Me desquicia esta ciudad para turistas. La odio. Hemos estado horas en esos archivos apolillados, pues nuestro hombre era un apasionado de la escritura uncial o de no sé qué otra estupidez. Al final lo hemos encontrado aquí (por casualidad, por supuesto, pero la suficiente como para encontrar un cartucho de escopeta de caza en un cargador de pistola). Y es que nuestros insignificantes estrategas del Centro quieren resultados rápidos y espectaculares para colgarse medallas. Después nos toca a nosotros encontrar cuanto antes a un tipo que los servicios han tenido durante años en el punto de mira. Pero el colmo es que deba irse. Ya oíste su simpática risa: «¡Qué suerte tengo! Estalla la guerra justo cuando me voy de vacaciones». Y se va. Seis meses de trabajo, a punto, más de una vez, de perder el pellejo en estos trópicos infernales.
Y todo para nada. ¡Ah! Perdona, se me olvidaba otra cosa. Hemos conseguido una información de importancia vital: las minas que harán volar a las gentes de aquí vienen de Italia. Seguro que eso te valdrá una medalla. ¿Por qué te ríes?
Veía tu sonrisa reflejada en el espejo mientras te secabas el pelo, inclinando la cabeza a uno y otro lado. No me contestaste. Te recogías el pelo hacia atrás y me sonreías. Tus ojos se rasgaban hacia las sienes y te daban el aspecto de una mujer asiática. Permanecí en silencio al comprender de repente que la sensación de luminosa inmersión no era imaginaria. Esa intuición de claridad y de espacio que nos alejaba del mundo provenía de tu rostro, de tu mirada, de esa sucesión de días que se perdían en tus ojos entreabiertos. «Aunque estuvieras muerta, nada cambiaría entre nosotros…». Viniste hacia mí y te quedaste un rato con la frente apoyada en mi hombro… Y cuando de noche me levanté para relevarte en tu vigilia y para que pudieras dormir, me dijiste que no tenías sueño. Empezaste a hablarme de un día de invierno, de una casa a orillas de un lago helado en la que había un reloj de péndulo, en cuya cadena algún gracioso había realizado un nudo. Ese nudo obligaba a tu madre a levantar con frecuencia las pesas, a vigilar que no bloqueara el engranaje. En tu cabecita de niña esa confusa inquietud doméstica se oponía a la tranquilidad reinante alrededor del lago, en el bosque nevado.
Salí justo antes del amanecer, mientras dormías. Recogí los cuerpos de los pavos reales y los arrastré, rodeando la valla, hacia las ruinas de un edificio. Al volver sobre mis pasos me agaché varias veces para retirar las plumas que, en la tenue claridad de la mañana, señalaban el camino con sus apagados reflejos.
Tres días después ya se podía atravesar la ciudad si se negociaba, en algún punto, el derecho a cruzar un peaje delimitado con dos toneles oxidados y unos metros de cable que cortaban el paso por la carretera. La guerra se alejaba de la capital, retrocedía hacia el interior del país. En un mercado aún clandestino, instalado en un cruce de calles, pude comprar algunas verduras y una torta de trigo. A volver a casa te vi de lejos, junto a la entrada que daba al jardín, la que últimamente solíamos utilizar para no dejarnos ver demasiado por la calle. Estabas sentada en el umbral, con las manos abandonadas entre las rodillas y los párpados caídos. En el cubo junto a la puerta, el agua recién traída parecía tener el color violeta del cielo en el ocaso. Al verme en el extremo del jardín agitaste con suavidad la mano. En ese momento tuve un pensamiento a la vez claro y desconcertante: «Ésta es la mujer a la que quiero. Me espera paciente a la entrada de la casa que pronto abandonaremos para siempre, en este país donde hemos estado a punto de morir, bajo el cielo tan hermoso de esta noche». Me repetía a mí mismo «una mujer a la que quiero», para simplemente medir la pobreza de esas palabras. Me apetecía decirte todo lo que eras para mí, lo que significaba tu silencio y esa serena espera en el umbral de una casa que no volveríamos a ver jamás.
Te levantaste y entraste con el cubo de agua. En lo que fue una sensación muy física, percibí en ti los días soñados de un pasado ajeno por completo a esa ciudad y a esa vida. E incluso cuando más tarde, durante la noche, parecías quedar reducida a ese cuerpo amoroso, esa lejanía seguía existiendo. En un arrebato de pasión mi mano estrechó tu antebrazo y mis dedos sintieron las cuatro heridas recortadas en la piel, marcas de antiguos disparos. Esas profundas huellas me hicieron pensar en los surcos abiertos por una enorme y afilada garra que deja escapar a su presa.
Tuvimos que atravesar el país en coche y abandonarlo en barco. A unos cien kilómetros de la capital, del otro lado de la incierta línea del frente, nos apartamos de la carretera, impracticable a causa de las explosiones. Cuerpos destrozados, coloridos montones de mantas y ropa, carcasas de carros que rodeaban la zona minada. Nuestro acompañante, un hombre del lugar, nos habló de minas «trucadas», que elegían a la víctima. Con un dedo apuntando en dirección al lugar de la masacre, relataba:
—Las pisaron cuatro mujeres y no les pasó nada. Luego las pisó una mujer con un niño, y las minas despertaron…
Sabíamos que, gracias a un artificio neumático, los detonadores de esas minas sólo funcionaban tras varias presiones. Así daba tiempo a que el convoy de vehículos al completo estuviera en el campo minado. Una fila de vehículos o una muchedumbre de mujeres y niños que huían de su pueblo en llamas. Las famosas minas italianas…
Quizá fuera aquel día, en aquella carretera reventada por las minas, cuando por primera vez pensé en el final de la vida que habíamos llevado durante tantos años. Nuestro guía regresó al coche, se sentó en su sitio y nos confió:
—Los rusos nos han engañado. Primero prometieron el paraíso, todos los pueblos son hermanos y demás. Luego nos dimos cuenta de que ni ellos mismos se lo creían. Y ahora que se han ido para siempre, nos matamos sin motivo.
Te miré: quería saber si, como yo, te habías percatado de ese «para siempre». Pero me pareció que no estabas escuchando, la mirada perdida en el brillante azul del mar que resurgía a la derecha, en las cuestas de la carretera. En ese momento me pareció que te traicionaba, como el soldado que abandona su posición al enterarse de la rendición inminente y del armisticio, sin avisar a quienes siguen luchando.