Nunca sabemos dónde, ni entre cuáles de los años vividos, se abren camino un día los objetos y los gestos del pasado. La peonza de la galería de arte de Berlín volvió a mi mente tres años después, en esa gran capital africana en guerra. Aquel día los soldados registraron la casa donde vivíamos y se llevaron lo poco que teníamos: dos o tres trajes, el televisor, algunos billetes que habías dejado bien visibles sobre el escritorio… Al salir se vieron sorprendidos por los disparos de una ametralladora pesada que de repente rastrilló las fachadas desde el final de la calle. El grupo pareció disolverse y que se lo tragara la estrechez de un callejón. Sólo el último soldado fue alcanzado en plena carrera. Herido en el costado, se puso a dar vueltas con los brazos abiertos, sin soltar los objetos confiscados. Las balas de ese calibre suelen transformar el movimiento del corredor en una especie de danza rotatoria. «Una peonza…», pensé, y en tus ojos vi que se reflejaba el mismo recuerdo.

Durante el registro me obligaron a permanecer de cara a la pared, como un niño castigado. De vez en cuando te pedían a ti, el ama de casa, que abrieras un cajón o que les dieras un vaso de agua. Lo hacías sin interrumpir el vaivén de un abanico improvisado con unas octavillas revolucionarias que inundaban las calles y ahora se colaban en las casas por los cristales rotos de las ventanas. Entre esas hojas volanderas deslizaste las fotos y los mensajes cifrados que no tuvimos tiempo de enviar al Centro ni de quemar y que, de ser descubiertos, nos habrían puesto realmente en peligro. Resultaba curioso que esos pasquines en tu mano trazaran una frágil zona de protección alrededor de nuestras vidas, manifiestamente incómoda para los soldados. Sentía esa tensión, comprendía a esos jóvenes armados. Se resistían a la tentación de una breve ráfaga que les habría liberado de nuestra mirada y devolvería al saqueo su desenfadada barbarie. Pero allí estaban las reivindicaciones de justicia revolucionaria recién impresas en las octavillas en forma de abanico. Y también ese altavoz del camión, que desde por la mañana esparcía por las calles llamamientos a la calma y proclamaba las ventajas del nuevo régimen. Si volvía un poco la cabeza podía ver las manos que introducían en la bolsa un transistor, una chaqueta, incluso la lámpara sujeta por un tornillo al borde de la mesa y que ayudaste a liberar sin traicionar el lado cómico de tu colaboración. Sabías que el menor cambio de humor podía provocar una cólera muy incubada y el breve salivazo de una ametralladora. El soldado que se llevó la lámpara también se apropió de los billetes que había a la vista sobre el escritorio. Y como ese acto se parecía más que los anteriores a un simple robo, se creyó en la necesidad de justificarlo hablando, en un tono amenazador y moralista a la vez, de la corrupción, del imperialismo y de los enemigos de la revolución. Era el mismo tono didáctico y pomposo del altavoz. Las expresiones de orden repetidas sin cesar terminaron por hacer mella en nosotros, y en ese estilo, muy a mi pesar, se formuló mi sentencia muda: «Este ansiado dinero es el fin de vuestra revolución. La serpiente de la codicia se ha colado en vuestra nueva casa».

Cuando salieron me di media vuelta y te vi sentada, moviendo maquinalmente las hojas de tu abanico. El desorden del cuarto era semejante al caos exterior y nos llevaba a pensar que ése era el objetivo de su visita. Desde la ventana vimos cómo se alejaban con tranquilidad por la calle y, un segundo después, presenciamos su huida bajo el estallido de las balas, y la muerte danzante del soldado que, al girar sobre sí mismo, desparramó a su alrededor los objetos confiscados, esos fragmentos familiares de nuestra vida cotidiana. Se desplomó, y te miré al tiempo que intuía que tenías el mismo recuerdo que yo: «Esa peonza…».

Me sentía infinitamente lejos de la inauguración de la exposición de Berlín; sin embargo, apenas nos separaban tres años de ella. Aún recordaba las caras que se habían reflejado en la superficie niquelada del juguete lanzado por el hombre de la risa forzada propia de un charlatán. A la chica morena en trance ante la palidez de un lienzo. La conversación de Chakh con el filatélico. Y también a ese hombre que consiguió empujar la peonza con la punta de su zapato de charol. Cierto tiempo después me crucé con la chica en un restaurante: hablaba con una amiga y comentaba los platos, su descripción era tan entusiasta como la que antes había hecho del cuadro. Es menos hipócrita de lo que pensaba, me dije, sólo un poco exagerada en sus elogios. El filatélico seguía pasando la mitad de su vida en su tienda, atestada de fajos de sobres franqueados y de álbumes, sin sospechar ni por un instante que había entrado durante unas horas en nuestra existencia de espías y había salido ignorante de lo ocurrido. En cuanto al hombre que con una patadita había cambiado la trayectoria de la peonza, dos años después perdió su puesto de primer secretario de una embajada occidental a causa de una relación amorosa. Chakh nos contó su desventura.

—No era un novato, sabía que la alcoba es la mejor trampa para un diplomático. Pero pasa un poco como con la muerte, siempre creemos que sólo les llega a los demás…

Pensamos que el relato terminaría ahí: en la historia de uno de esos estúpidos cincuentones que se tragan los encuentros amorosos interpretados para ellos. Pero un detalle hizo que Chakh continuara; en su voz se descubría la curiosidad del jugador de ajedrez ante una elegante combinación:

—El caso no podía ser más banal, creo que hasta en las escuelas de formación de los servicios secretos ya no se citan ejemplos tan evidentes. Sin embargo, hay que quitarse el sombrero ante la psicología de nuestros colegas de Alemania del Este. Pues bien, el diplomático conoce a una joven belleza aria, sucumbe ante sus encantos, pero se acuerda de las consignas de prudencia y sospecha. ¿Qué hacer para disipar estas dudas? La bella enamorada invita a una de sus amigas, todavía más joven y más irresistible. El pobre diplomático cede. La primera le hace una terrible escena de celos y se marcha para siempre. Ahora sí que se queda tranquilo. ¿Alguien ha visto alguna vez a una espía celosa? Seguro de su encanto, se lanza a la aventura. El resto ya es sabido, incluida la eventual reacción de la esposa, más temible para él que la justicia de su país…

Ese día, después del registro, hablaste de las sombras que se reflejaban en el brillante torbellino de una peonza. Sabías que después de esas horas en que hubiera bastado una palabra de más, o un gesto que hubiera disgustado a los soldados, para encontrar la muerte había que moverse, hablar y reírse de ese diplomático dispuesto a vender todos los secretos del mundo con tal de que su mujer no se enterase de su conducta inmoral. Mientras hablabas, ordenabas la casa y hacías desaparecer el vacío que habían dejado los objetos arrebatados.

Te escuchaba distraído, consciente de que lo importante no era el contenido de esas historias. En el resplandor de la peonza veía a ese hombre joven, de negro riguroso, con una copa de champán en la mano. Esa imagen de mí mismo me parecía una caricatura lograda gracias al ansia de vivir, a la febril espera de una vida nueva, a la impaciencia por sumergirme en la seductora complejidad de Occidente, la pistola en el hueco del brazo y una copa refrescante para la mano candente.

Muy pronto nuestra vida borraría esa caricatura al convertirse en una caza agotadora de hombres que fabricaban la muerte: de los que inventaban las armas en la comodidad segura de los laboratorios, de los que decidían su producción en las altas esferas y después su utilización, de los que las vendían y revendían, de los que mataban. De toda esa cadena humana, sólo necesitábamos conocer un minúsculo eslabón de información, una dirección, un nombre. Y a menudo la cadena se descubría con más facilidad en los países en guerra. Nos instalábamos allí con una identidad falsa (en esta ciudad africana representábamos a una compañía de exploración geológica), y averiguábamos quién suministraba las armas para los combates que iban a librarse. «Combates que quizá no estallarían si no se dispusiera de todas esas armas para matar», pensé dos días antes del comienzo de las matanzas, mientras hablaba con el traficante de armas que iba a tomar el avión a Londres. Al principio creí que lo más sencillo hubiera sido liquidar a ese Ron Scalper, a él y a los traficantes como él. En comparación con la carnicería que provocaba su negocio, su vida era tan insignificante… Pero la voluntad de hacerlo se quedó junto a los fantasmas de ese hombre joven con la copa de champán en la mano en una galería berlinesa. En realidad, había que arropar mucho a ese vendedor, porque era el eslabón que podía poner al descubierto toda la cadena. En el aeropuerto me dio su dirección de Londres, nuestro próximo destino.

Seguimos bromeando para olvidar las horas vividas en la repugnante promiscuidad de la muerte. Decías que cuando el hombre se siente seductor se vuelve muy hábil, como el diplomático con zapatos de charol, que, deslizando el pie entre las piernas de los invitados, empujó la peonza con la destreza de un futbolista. Te conté que me hubiese gustado matar al vendedor de armas que dos días antes había acompañado al aeropuerto, y cómo lamentaba que esa solución radical sólo fuera eficaz en las películas de espionaje. Al recoger los libros que los soldados habían tirado por el suelo durante el registro, me acerqué a la ventana y vi al desafortunado camarada tendido en la calle. En la oscuridad invasora de la noche, dos siluetas furtivas surgieron de una callejuela, atracaron al cadáver, se apropiaron de su botín desperdigado entre el polvo y desaparecieron en su escondite. Te acercaste a mí y, al percibir un detalle que se me había escapado, murmuraste sonriendo: «Mira, allí está nuestro álbum…».

Se trataba de un gran álbum de fotos en el que los atracadores del muerto no habían reparado, pues sólo se habían llevado la lámpara y la ropa. Los negativos, realizados a conciencia y colocados en un orden premeditado, debían confirmar nuestra identidad de entonces: una pareja de investigadores canadienses que dirigía una exploración geológica. Fotos de una familia, la nuestra, que nunca había existido, que sólo tenía de real nuestros rostros sonrientes y los de nuestros presuntos parientes, en un decorado de vacaciones o de encuentros familiares. Desde luego, la reconstrucción no se había hecho para engañar a saqueadores apresurados, sino para esas pruebas llevadas a cabo por profesionales y que habíamos ido superando durante tres años. Con la ingenuidad de la rutina conyugal, ese álbum depositado en el rincón polvoriento de una estantería era más convincente que la más elaborada de las leyendas. Ahora yacía junto al cadáver del soldado, en esa ciudad medio incendiada, y lo más extraño era imaginar que un habitante lo hojeara un día y creyera en una historia familiar auténtica, siempre conmovedora por la constante repetición de los sentimientos, de las etapas de la vida, del crecimiento de los hijos de una foto a otra.

Luego, por la noche, me daría cuenta de que ese pasado fotográfico nunca vivido despertaba en ti un recuerdo de nosotros mismos, de nuestra verdadera vida, que apenas se percibía bajo nuestras identidades prestadas. Esa vida no había dejado foto alguna, ninguna carta, ni provocado ninguna confesión. De pronto, el falso álbum nos recordó que habíamos pasado tres años en una cotidiana complicidad, que existía una cercanía imperceptible, un vínculo al que evitábamos dar el nombre de amor. Nuestro país existía en la lejanía: incluso a través de la noche africana, reconocíamos en ese fatigado imperio la masa que imantaba nuestros pensamientos. Percibíamos sus olores y el humo de sus chimeneas sobre las ciudades en invierno, la nieve de sus aldeas mudas bajo las blancas tormentas, los rostros marcados por guerras olvidadas y exilios sin retorno, su historia, en la que el victorioso estruendo de los metales se quebraba con frecuencia en un sollozo, en un silencio acompasado por los pasos de una columna de soldados después de una batalla perdida. Enterrados en esa nieve y en esas carreteras embarradas, veíamos los años de nuestra infancia y juventud, inseparables de los latidos de alegría y de dolor, de esa aleación viviente que se llama la tierra natal.

Tu palabra llegó como un eco de esa lejana presencia:

—Un día habrá que decir la verdad…

Me sentí sorprendido en el flagrante delito de seguir tus pensamientos. Pero, sobre todo, obligado a testificar sobre la verdad que apareció tras las fotos falsificadas de un álbum familiar. ¿Qué verdad? Miré otra vez el cadáver del soldado tendido en el suelo, ese hombre joven que acababa de confiscarnos unos billetes en nombre de la justicia revolucionaria. Recordé que la víspera había visto un vehículo blindado incendiado, y el brazo con una cinta de cuero en la muñeca, un brazo que sobresalía de un caos, de un amasijo de metal y carne. El chico de la correa era el enemigo del joven revolucionario. Tendrían más o menos la misma edad, quizás habían nacido en pueblos vecinos. Los que se decían revolucionarios estaban apoyados por los americanos. Los vencidos recibían, hasta la caída de la capital, nuestras armas y la ayuda de nuestros instructores. Ambos soldados ignoraban la potencia de las fuerzas que se enfrentaban detrás de ellos…

¿Era ésa la verdad de la que hablabas? Me temo que sí. En realidad, también habría que mencionar al traficante de armas que quizás estuviera en ese preciso instante entre los muslos de su joven amante, escrupulosamente atento al placer que con tanto esfuerzo había ganado. Habría que descifrar los dos mensajes con los que improvisaste tu abanico: la información tardía, e inútil ya, sobre los combates terminados. Esas dos columnas de cifras que habrían podido costamos la vida. Además, habríamos muerto bajo la identidad de una pareja canadiense, cuya existencia quedaría autentificada con la sonriente trivialidad de un álbum de fotos.

Te levantaste. En la oscuridad intuí que esperabas una respuesta. Yo también me levanté, dispuesto a confesar la confusión que sentía: la verdad que evocabas se transformaba sin cesar y daba vida a pequeñas verdades empañadas, huidizas, tentaculares. El drama de las masacres estaba mancillado por mis conversaciones con el traficante de armas en el aeropuerto, por la visión de su orondo cuerpo pegado a la desnudez de su amante. El pulso que echábamos con los americanos se perdía en la demagogia política, reescrita tantas veces, de que nosotros apoyábamos un régimen considerado conservador mientras ellos apostaban por la victoria de los revolucionarios. Las etiquetas no querían decir nada, la revolución significaba el acceso a los pozos de petróleo. En cuanto a nuestra propia verdad, se resumía en esa veintena de rostros viejos y jóvenes que nos rodeaban en las páginas de un álbum de fotos, nuestros seres queridos que jamás conocimos.

Iba a decirte todo esto cuando te vi iluminada por el reflejo del incendio que se extinguía en la calle. De pie frente a la ventana, con los brazos levantados, remendabas la tela de la mosquitera desgarrada. Se adivinaba la aguja titubeante que subía lentamente en la oscuridad y cerraba los lados de la tela polvorienta. Con una alegría por completo nueva, me di cuenta de que ese instante no necesitaba palabras. Estabas ahí, en la identidad más fiel a ti misma, en la verdad del silencio que sigue a nuestro fracasado intento de comprender. Bajo el montón de máscaras, de muecas y de coartadas que integraban mi vida, un solo día parecía responder a tu verdad.

Como si acabara de entender las palabras pronunciadas, vacilando empecé a hablarte del niño que dormía en el corazón de un bosque del Cáucaso.