Todo, aquella noche, me parecía de una exageración teatral: sus voces, sus cuerpos y sin duda sus pensamientos. Los comentarios de excesiva admiración ante aquella escultura o aquel cuadro. Las sonrisas que intentan reflejar una felicidad desmesurada. Y tras esa apariencia de entusiasmo, la indiferencia demasiado evidente hacia la persona presentada. La hipocresía sobradamente mundana y casi gozosa de la promesa de quedar un día para comer juntos. Y esas miradas de hombre, demasiado atrevidas, que diseccionaban las siluetas de los cuerpos femeninos, para luego fingir un desinterés y una dignidad impropias de los hombres.

Llegué a pensar que tal exageración de sentimientos experimentados o simulados en esa galería de arte la provocaba la calidez plástica, y por tanto sensual, de las obras expuestas. Se trataba de una suposición equivocada: las pinturas eran de una geometría descarnada y fría, y las esculturas, cubos superpuestos o cilindros truncados, parecían huecas a pesar de estar hechas en bronce macizo.

Atribuí esas reacciones excesivas a la esquizofrenia de una ciudad dividida en dos, cual cerebro con dos hemisferios, cada uno con su particular visión del mundo, sus costumbres y rarezas. Berlín, esa ciudad de calles estrelladas contra el Muro, que reaparecían al otro lado, iguales e irreconocibles al mismo tiempo. Caminaba lentamente entre la multitud de la galería pensando en el hemisferio occidental de ese cerebro perturbado por la guerra, donde la gente se creía investida de una misión particular, en especial los invitados a la primera de las exposiciones de aquel nuevo centro de arte. A su entender, esas enormes salas iluminadas se convertían en la vanguardia de Occidente frente a la angustiosa inmensidad de tierras bárbaras que empezaban detrás del Muro. Todos sus ademanes se proyectaban en la pantalla de las tinieblas que se cernían sobre el Este. Las palabras y las sonrisas despertaban un eco en esa imprevisible oscuridad. Desde su pedestal, cada cilindro truncado era un desafío a las pinturas realistas y a las esculturas con formas humanas que se exponían en el hemisferio oriental. Los invitados se sentían observados por atentas pupilas —rebosantes de celos, odio o admiración—, y ante esas miradas del otro lado del Muro jugaban a exagerar sus emociones: el éxtasis ante un lienzo, el saludo a alguien que se acaba de conocer, una ojeada a un cuerpo o a un rostro…

Un camarero me sirvió champán. Mientras tomaba la copa sonreía al pensar en ese Occidente que me parecía casi una caricatura ahora que lo veía por vez primera. Seguía contemplándolo desde el otro lado del Muro, así que sólo podía ser teatral.

En el otro extremo de la sala, a través de las idas y venidas de la gente, pude ver a Chakh, vestido de traje oscuro con pajarita, la cabeza canosa inclinada hacia su interlocutor. Haríamos como si no nos conociéramos y justo antes de marcharse alguien nos presentaría. Ese alguien sería una mujer que yo no había visto en mi vida. Y, sin embargo, debíamos fingir conocernos desde hacía tiempo.

Durante esa ficticia presentación, Chakh estaría al lado del dueño de una tienda de filatelia. Yo le saludaría con toda naturalidad para, de ese modo, tener la ocasión de conocer unos días más tarde, en su tienda, a uno de sus clientes habituales, especialista en venta de armas y coleccionista apasionado de sellos de tema floral… Quizá nuestro propio juego, inmerso en la farsa mundana representada durante la noche, me hizo pensar en el teatro. Resultaba curioso observar al comerciante de sellos, que pasaba a escasos centímetros de mí sin percatarse de mi presencia. No me sentía oculto entre bastidores sino sencillamente invisible en la escena, entre actores que recitaban y gesticulaban interpretando sus personajes.

Mi emoción se trocaba en una especie de embriaguez tremendamente lúcida. Me parecía oír el pulso íntimo de la vida occidental con la que debía fundirme. Ese proceso de fusión tenía la discreta violencia de una posesión física. En mi fuero interno luchaba para no reconocer mi felicidad. Esa quintaesencia berlinesa de Occidente hacía que renacieran en mí unas intensas ganas de vivir. No creí que esa sensación fuera a salir nunca de su hibernación definitiva.

También experimenté ese despertar en Moscú, durante los años de estudio y entrenamiento en que me formaba para un trabajo nuevo en el extranjero. Mientras me preparaba me alejaba cada vez más de mi vida anterior. Y no era el hecho de aprender las técnicas de los servicios secretos o a saltar en paracaídas por la noche lo que confirmó esa ruptura, sino el placer de convertirme en un hombre sin pasado, de reducirme a un cuerpo entrenado para la acción futura. Ser sólo ese futuro y tener, a guisa de pasado, una leyenda bien tramada y aprendida de memoria…

Una pareja se detuvo ante un cuadro y pude oír las palabras de ella, cuyo hombro casi rozaba el mío. Respecto a la pálida distribución de los colores sobre el lienzo, la mujer decía:

—Pero ¿te das cuenta de la fuerza que le da, del realismo? ¿Y ese tono rojo que trasciende completamente el fondo?

Volví apenas la cabeza. Era joven, morena, muy elegante, con el rostro realmente embelesado por la contemplación. La admiraba. Todo Occidente estaba ahí, en esa hipocresía en éxtasis ante unos garabatos sin gracia donde había que encontrar genialidad. Ese fingimiento compartido era su contrato social, su contraseña mundana, su inconformismo conformista. Ese tácito acuerdo aseguraba su bienestar, y el esplendor de ese palacio de las artes, y ese cuerpo femenino, arrogante casi, de tanta belleza cuidada con tanto esmero. Observaba a la mujer, y a la pintura, y experimenté esa mezcla de fascinación y de repulsa que el Este siempre había sentido por el Oeste. Noté un repentino deseo de apretar con más fuerza la copa que sujetaba, de aplastarla, de que la pareja se volviera, de ver el reflejo sanguíneo en sus ojos, de esperar su reacción con una sonrisa…

En ese momento advertí tu presencia.

Vi a una mujer cuyo rostro me resultaba familiar por las fotos que me habían mostrado durante la preparación de la misión. Conocía su vida: esa vida artificial tan ficticia como mi leyenda, que ella a su vez también conocía… No entró por el lado de la calle, sino por la amplia puerta de cristal que daba a un jardín inmenso, así que me perdí su primera aparición en la sala. Ahora volvía, tras haber contemplado las esculturas más voluminosas, expuestas al aire libre.

Mi primera impresión me dejó perplejo: te parecías a la mujer que acababa de alabar el lienzo. Morena, igual que ella, con el mismo modelo de traje e idéntico tono de tez. De inmediato comprendí el motivo de mi error. Te desplazabas con el mismo aplomo que ella, respondías a los saludos de los demás con igual naturalidad, y esa perfecta fusión con la multitud de los invitados te acercaba físicamente a la mujer ditirámbica. Pero ahora que venías a mi encuentro me percataba de las diferencias: tu cabello era más oscuro, tus ojos ligeramente rasgados, la frente más alta, la boca… No, no te parecías en nada a ella.

Te asaltaron dos o tres veces mientras cruzabas la sala. Entretanto pude contemplarte a través de la mirada de los otros, esa mirada que exagera el deseo, que repasa el contorno del cuerpo, que posee. Me comporté como si acabara de verte, me dirigí hacia ti zigzagueando entre unos grupos que conversaban. Al cruzarse nuestras miradas vi pasar por tu frente la sombra, rápidamente disfrazada, de un profundo cansancio. Te reproché que hubieras estropeado la exaltación del primer día de mi nueva vida de una forma tan brutal. Ya me hablabas como a un viejo amigo y me dejabas besarte en la mejilla. Deambulamos como los demás. Y cuando vimos a Chakh junto a un hombre de cabeza grande, calvo como una bola de billar, nos dirigimos hacia la puerta del jardín para que nos interpelara al pasar…

Una escena inesperada interrumpió de repente ese juego tan organizado. La multitud se agolpó en torno a un hombre que no podíamos ver pues las cabezas de la gente nos tapaban. Era un charlatán que hablaba un alemán entrecortado. Recordaba a los militares germanos de las películas cómicas sobre la guerra. Nos sumimos discretamente en la multitud y vimos que el hombre mostraba al público una peonza de gran tamaño. Las risas respondían a sus explicaciones.

—Los soviéticos fabrican esto en sus industrias de armamento. Así disimulan su producción de misiles y además entretienen a los niños. Y eso que este aparato pesa más que un obús y hace más ruido que un tanque. ¡Miren!

El hombre se agachó y presionó varias veces la punta de la peonza para accionar el resorte escondido en el interior de su cuerpo niquelado. Con estruendo de chatarra, el juguete emprendió un movimiento de rotación que parecía un vals y describía círculos cada vez más amplios. Los espectadores, obligados a retroceder, reían a carcajadas. Algunos, como el invitado con zapatos de charol, intentaban empujar al bicho con la punta del pie. El propietario de la peonza tenía un aire triunfal.

—Si no me equivoco, es él, ¿verdad? —te pregunté mientras me alejaba de las personas que retrocedían.

—Sí. ¡Qué viejo está! —me contestaste al tiempo que observabas al hombre de la peonza.

Era un conocido disidente expulsado de Moscú que vivía en Múnich. El juguete, agotado, dio sus últimas vueltas y se detuvo mientras el público aplaudía.

Nos unimos a Chakh y al filatélico. Ese primer contacto se desarrolló según lo previsto, casi punto por punto. La imagen de la peonza pasaba de vez en cuando por el fondo de mi mirada.

Al salir al parque nos quedamos unos instantes entre las enormes construcciones de bronce y hormigón que no cabían en el interior de la galería. El otoño se reflejaba ya en los árboles.

—Con las hojas secas se soportan mejor todas estas obras de arte —me dijiste sonriendo. Y continuaste con un tono de voz que vacilaba sobre la necesidad de esas palabras—: Soy mayor que usted. Mi infancia transcurrió durante los primeros años de la posguerra. Semejante pobreza no cabía en la imaginación de nadie. Todavía me acuerdo de los escasos días en que no sentimos hambre: eran una auténtica fiesta. No tuvimos ni un juguete, ignorábamos lo que significaba la palabra. Un día, para Año Nuevo, nos trajeron una caja repleta de tesoros: peonzas, nuevas y relucientes, que todavía olían a pintura. Exactamente el mismo modelo que la que acabamos de ver. Más tarde, cuando se empezaron a fabricar muñecas y otras cosas, éramos demasiado mayores para jugar…

Estuve a punto de confesarte que, a pesar de la diferencia de edad, también yo conocía esas enormes peonzas, y que recordaba con cariño su olor e incluso el terrible ruido que hacían. Pero no te dije nada porque tendría que haberte hablado del niño perdido aquella noche en el Cáucaso. Sin embargo, ese pasado me parecía confesable por primera vez en mi vida.