Mucho antes de conocerte, mi memoria volvía a los recuerdos de esa noche en el Cáucaso, junto al niño dormido. Esas evocaciones me permitían escapar de una repentina sobrecarga de dolor, de una fealdad demasiado agresiva. Marcaban mi existencia con un punteado de breves resurrecciones que se alternaban con las muertes que siembran nuestras vidas. Una de esas muertes me sobrevino el día en que un alumno, jefecillo de una de las bandas que dominaban en el orfanato, anunció en tono despectivo: «Tu padre…, pero si todo el mundo sabe que a tu padre lo mataron como a un perro», mientras escupía tabaco hacia donde yo me encontraba. O, en otra ocasión, cuando caminando sin rumbo fijo sorprendí, inmersa entre los desordenados matojos de una cuneta, a una mujer medio desnuda y ebria a quien dos hombres poseían con una brutal precipitación, jadeando palabras groseras y risas sardónicas. Sobre el fondo oscuro de las hierbas del mes de junio, su cuerpo orondo, realmente obeso, deslumbraba por su palidez. Volvió la cabeza y reconocí a la retrasada del pueblo, a la que la gente llamaba Lubotchka, diminutivo de «muchacha»… O aquel cumpleaños de las copas de alpaca. Todos procuraban tratarme como si fuera igual que ellos, sin prestar atención a mis torpezas o intentando prevenirlas. La buena voluntad de la gente era tan evidente que no cabía duda alguna: nunca llegaría a ser como ellos, siempre sería ese adolescente de manos amoratadas por el frío, perseguido por su pasado y que, cuando se le preguntase por sus orígenes, contestaría balbuceando verdades que se tomarían por descabelladas mentiras, o mentiría para contentar a los curiosos. Siempre habría, como aquel día, algún pequeñuelo que le tiraría de la manga y le preguntaría: «¿Por qué no te ríes tú también?».
Después de todas esas muertes, regresaba de nuevo a mi noche del Cáucaso. Contemplaba el rostro de la mujer de pelo cano, los ojos fijos en mis párpados. Escuchaba su canto, susurrado en una lengua tan bella que parecía proteger ese instante nocturno.
Años más tarde, cuando estudiaba medicina, intenté poner fin a esos retornos, ya que los consideraba una muestra de debilidad sentimental, indigna de un futuro médico militar. Luego, dejé de avergonzarme cuando comprendí que aquella noche no se parecía en nada al enternecimiento que nos provoca una infancia feliz, pues no la hubo. Sólo aquella noche y un niño asustado al franquear la frontera del mundo vuelve durante algún tiempo al universo de antaño gracias a la magia de un idioma desconocido.
Desde entonces, cuando deseaba huir de la vida y sus agobios regresaba a ese universo. Y mientras trabajé para el ejército, cuando curaba a los soldados de las guerras no declaradas que el imperio mantenía en los cuatro extremos del planeta, la noche del niño se convirtió poco a poco en la única huella con la que podía identificarme.
Un día esa huella se borró.
Al principio me obligaba a creer que podía existir un último herido. El herido del final de la última de las guerras. Pensaba que, según los diplomáticos, las guerras eran pequeñas, locales: por consiguiente, creer entonces en su final era razonable. Poco después descubriría que las grandes sí finalizaban, pero no las pequeñas, pues eran la prolongación de aquéllas en tiempos de paz… Durante los primeros meses, quizá durante un año, dirigí un periódico: costumbres del país, idiosincrasia de sus habitantes, pequeños testimonios vitales que los heridos me confiaban. Luego, otro país, otra guerra, y fui percatándome de que las diferencias de paisajes y costumbres se atenuaban cada vez más en la cotidianidad de los combates, idéntica bajo cualquier cielo, con su monotonía de sufrimiento y crueldad. Etiopía, Angola, Afganistán… Las páginas de mi periódico me producían náuseas por el tono de turista curioso, por el desapego del observador que abandona el lugar al día siguiente. Sabía que no me iría. Mis noches se poblaban de rictus de heridas más que de rostros humanos. Cada cual mostraba su sonrisa especial, extensas y carnosas unas, de corte profundo otras, ennegrecidas por las quemaduras. Cual filtro fotográfico, ese mismo reflejo teñía mis sueños del color de la sangre oscurecida por la suciedad, o del óxido de la carcasa de los blindados, o del polvo rojizo levantado por los helicópteros que traían nuevos heridos al hospital. Con frecuencia me despertaba la misma imagen: no cosía el rictus de una herida sino unos labios que hacían esfuerzos sobrehumanos por hablar. Me levantaba. La luz parecía aliviar durante unos segundos aquella especie de horno, donde un viejo ventilador se atascaba de vez en cuando. El reloj marcaba la hora de regreso de los soldados tras las incursiones nocturnas. Ante el espejo intentaba recomponer al hombre que rescataría a la mañana siguiente. Me esforzaba durante unos segundos, pero al poco regresaba junto al niño escondido entre las montañas del Cáucaso.
Ese refugio perdió un día su poder. Durante la noche se había escapado un soldado con ambos brazos amputados, que apareció ante el centinela lanzando un grito amenazador y murió acribillado. Prefirieron hablar de arrebato de locura más que de suicidio. Ese día tuve dos quemados graves y otra amputación, y al final de la tarde caí en la cuenta de que apenas recordaba al suicida de la noche anterior. Al acostarme, esperé el efecto de agradable liviandad de la morfina para reconocer que en mi interior ya no existía ni un lugar ni un instante donde pudiera esconderme.
Y así seguí viviendo, dejando que cada nuevo día borrara los horrores del anterior con la mirada asustada de los nuevos heridos. La única forma de medir el tiempo que quedaba se basaba en el evidente perfeccionamiento de las armas utilizadas por nuestros soldados y sus enemigos. Ya no recuerdo en qué guerra (Nicaragua, quizá) nos topamos por vez primera con esas curiosas balas cuyo centro de gravedad está desplazado. Tenían la espantosa particularidad de pasearse por el cuerpo de manera imprevisible y alojarse en los lugares más recónditos. Poco tiempo después aparecieron las bombas de metralla y los obuses de aguja, más ingeniosos, que parecían conducirnos hacia una macabra carrera para la cual nuestros instrumentos habituales se revelaban con frecuencia inadecuados. Una mañana esperamos al helicóptero de supervivientes que traería a los heridos y a los muertos tras el combate, pero nunca llegó. Luego supimos que lo había derribado un nuevo misil portátil. Desde aquel día nuestros oídos percibirían en el estridente mido de las hélices una sorda vibración de peligro.
No tenía tiempo para reflexionar sobre las profundas causas de esas guerras. De hecho, cuando hablaba del tema con otros médicos o con oficiales-instructores, la discusión desembocaba en el callejón sin salida de la limitada geopolítica de siempre. La tierra se había vuelto demasiado exigua para los dos grandes imperios que, con tal profusión de armas, se la disputaban. Se enfrentaban cual bloques de hielo en el angosto paso de un estrecho. Sus bordes se desmoronaban, partían los países en dos, desgarraban los pueblos para evitar lo peor en el continuo deterioro de las zonas en litigio. Bastaba con pensar en Hiroshima y en Vietnam para señalar al agresor: América, Occidente. Algunos de nosotros, los más prudentes o los más patriotas, no iban más allá. Otros veían en América a ese enemigo útil que justificaba numerosas sinrazones en nuestro propio país. De igual manera, nuestra maléfica existencia contribuía a que los americanos disculparan las suyas. Ése era el precio del equilibrio planetario, concluían… Sabias conclusiones a menudo desbaratadas unas horas después por un blindado ardiendo bajo cuyo caparazón de acero resonaban los gritos de personas quemadas vivas, o, como la última vez, por la muerte de un herido que tendía sus muñones hacia las ráfagas de una ametralladora. Me esforzaba para no acabar comprendiendo esas muertes, para no diluirlas entre tanta charla estratégica.
Curiosamente, pude preservar esa incomprensión beneficiosa para mi salud mental gracias a un hombre que exaltaba la guerra.
Era instructor de carrera; pequeño y robusto, vestía de forma impecable su uniforme de mercenario de elite. Se encargaba de presentar las nuevas armas y proyectiles de guerra a los soldados, les explicaba su manipulación y comparaba sus características. El aula donde impartía las clases estaba separada de nuestra sala de operaciones por una delgada pared. Sin duda, su voz se habría podido oír en medio del estruendo producido por una columna de carros. Me llegaba cada una de sus palabras.
—Este fusil de combate tiene una extraordinaria frecuencia de tiro: ¡setecientos veinte disparos por minuto! Consta de seis piezas y es muy fácil de desmontar. Además, como es poco voluminoso, se puede disparar desde un coche. También hay cargadores de cincuenta disparos… Esto es un misil guiado, lleva tres dardos con una carga explosiva que estalla después de haber penetrado en el blanco. Para ese calibre se pueden utilizar municiones perforantes, explosivas e incluso incendiarias…
Su voz sólo quedaba interrumpida por la del intérprete, que hablaba más bajo, y de vez en cuando por las preguntas de los soldados. Acabé odiando ese tono que pretendía ser magistral y desenfadado a la vez.
—Que no, hombre, que si no bloqueas bien ese tornillo de sujeción estás perdido desde el primer disparo…
Parecía una predicción teórica de los resultados que en breve se encontrarían sobre nuestra mesa de operaciones, bajo el aspecto de carne humana desgarrada por tollos esos hallazgos explosivos, incendiarios y perforantes. También yo formaba parte de esa cadena de muerte que vinculaba a los políticos que decidían las guerras, a ese intrépido instructor que adiestraba y a los soldados que mondan o se tumbarían desnudos bajo nuestras diligentes manos calzadas con guantes. No me servía la pobre excusa de ser el humanista de servicio, ya que con frecuencia curaba para reincorporar a la cadena.
De vez en cuando me asaltaba la idea de irrumpir en el aula y degollar al militar delante de su auditorio. Pensaba en una escena de rebelión propia de una película sobre guerras coloniales, y al mismo tiempo era consciente de c|ue la vida, por su rutina y la inercia de sus compromisos, me reconciliaría poco a poco con la voz del otro lado de la pared.
—De verdad que es un tanque volador… La cabina está protegida con titanio. Puede combatir de día y de noche…
Ahora lo oía sin irritarme como antes. Al igual que cualquier conferenciante de talento tenía su tema preferido: los helicópteros de combate (había pilotado varios modelos antes de ser instructor). Ese asunto lo volvía épico. Repetía la misma historia ante los distintos contingentes de soldados, y había conseguido elaborar una verdadera mitología del helicóptero, que narraba su nacimiento, las debilidades de su infancia, las audacias de su juventud y, sobre todo, las proezas técnicas de los últimos tiempos. El extraordinario aparato transportaba camiones, fulminaba carros, disponía de un sistema de protección exterior contra misiles. Me parecía que de un momento a otro la voz del otro lado de la pared empezaría a modularse en estrofas.
—Ya pueden echar a correr los americanos. Y eso que pensaban dominarnos con sus Stinger… Ahora se instalan transmisores de contramedidas infrarrojas, y en los extremos de los estabilizadores lanzadores de señuelos. ¡Y eso no es todo! Que no cunda el pánico si un trozo de metralla ha penetrado en el depósito: los depósitos son autoobturantes. Aun cuando el aparato cayera en picado, no pasaría nada, pues los asientos soportan una caída de unos catorce metros por segundo. ¿Os dais cuenta de lo que esto supone? ¡Catorce metros por segundo! Además, hay pernos explosivos que revientan las puertas, y en un segundo se hincha un tobogán y se procede a la evacuación, evitando de este modo la carnicería que podría ocasionar el rotor.
En algún momento en medio de ese poema la sinceridad del oficial era indudable. Al final me aprendí el episodio de memoria: en plena guerra del Yom Kipur, en un cielo azotado por las hélices, se enfrentaban un helicóptero de la armada siria (un Mi-8 soviético cuyo piloto se había entrenado con este instructor) y un Super-Frelon israelí. Fue el primer combate entre helicópteros de la historia: nadie pensaba que un aparato así pudiera atacar a otro igual. Con asombrosa perfidia, el soldado israelí abrió la puerta lateral por completo, apuntó con la ametralladora y acribilló a balazos al helicóptero sirio, que cayó derribado ante los ojos del instructor… Mientras narraba el combate, el oficial utilizaba unas veces la palabra «judío» y otras «israelí». Ese segundo término se convertía en su boca en una especie de superlativo del primero, como para indicar el grado de perversidad y de malicia. Sin embargo, cual auténtico poeta, reconocía la utilidad de ese genio perverso sin el cual la Historia se habría estancado y quizá perdido una de sus páginas más bellas.
La voz que resonaba al otro lado de la pared y tanto me exasperaba al principio estaba a punto de pasar inadvertida gracias a una agradable indiferencia cuando de pronto descubrí su secreto: se necesitaban poetas como él para que las guerras fuesen eficaces y duraderas. Hacía falta esa pasión pura y ese entusiasmo de creyente que ninguna geopolítica podía suplantar.
Esas clases acerca de la guerra, que escuchaba inclinado sobre los cuerpos de los operados, me llevaron, de una manera directa y sinuosa a la vez, a reflexionar sobre la extraordinaria pobreza de mis vivencias con las mujeres que conocía y creía amar. Realicé una divertida comparación entre la ingeniosidad de las armas que el instructor exaltaba (todos esos depósitos autoobturantes y los lanzadores de señuelos) y la rudimentaria mecánica de mis amoríos. Entonces aún no había cumplido los treinta, y a veces mi cinismo se suavizaba. «Me dieron lo que quise de ellas», me decía sin convicción. «Lo que ellas querían darme… Todo lo que una relación de ese tipo podía aportarnos…». Le daba vueltas y más vueltas a esas frases con la intención de competir, al menos por medio de esas combinaciones verbales, con la perfección de las máquinas.
«¡Curiosidad!». Esa palabra, intuida de forma inconsciente hacía tiempo, sonó de repente en un tono duro y preciso. La mujer que tres días antes había regresado a Moscú sentía curiosidad por mí. Y esa curiosidad nos dio la oportunidad de tener una relación intensa. De principio a fin interpretamos correctamente nuestros papeles, sin riesgo de enamoramiento. Cual inmersión submarina, ella me sondeaba con su cuerpo, exploraba al hombre que le había intrigado. Se forjaba un recuerdo similar al de un país exótico que nuestros ojos no han contemplado nunca. La noche antes de su partida no vino a verme. Tenía «muchas maletas» que hacer. Me parecía que ya casi empezaba a echarla de menos. Sin invocar demasiado al cinismo, conseguí reducir ese vacío a la ausencia de sus carnosos pechos, del ángulo formado por sus rodillas separadas, de la cadencia respiratoria de su placer…
«Características técnicas, diría el instructor», pensaba a la vez que recordaba en ese preciso instante a las mujeres que la precedieron (una trabajaba en la embajada, a otra la conocí en Moscú) y que también tenían esa curiosidad de exploradoras. Volvió el lejano recuerdo que me perseguía desde niño: un cumpleaños en casa de una familia que amablemente invita a un joven salvaje de pelo rapado; dos niñas rubias que me observan con una curiosidad intermitente, como una sonda. Sin duda sus padres les habían avisado de que no se trataba de un niño como los demás. Sin familia, sin casa propia, y quizá sin haber probado nunca la mermelada. Las dos hermanas sentían todos esos «sin» como una privación inimaginable o como una vaga promesa de libertad. Me observaban con la falsa indiferencia de un zoólogo que rodea al animal distraídamente, para no espantarlo, al tiempo que examina de reojo todos sus movimientos…
Me puse a traducir la curiosidad de las niñas al lenguaje de la mujer. Yo seguía siendo la misma fiera extraña que no actuaba como los demás: no ahorraba la soldada ganada en esos países en guerra, no soñaba con forjarme una carrera, no tenía proyectos. Esa vida «sin» contenía para las mujeres la promesa, evidente en ese momento, de una relación no lastrada por el amor, de una rápida exploración zoológica que no repercutiría en su vida. Con una ironía no exenta de acritud, me decía que al fin y al cabo me parecía mucho al instructor que gritaba al otro lado de la pared («En la parte delantera del vehículo hay cuatro dispositivos para lanzar bombas de humo, aquí y allí») y que poseía, además de su uniforme, impecable y sin arrugas, una única maleta donde guardaba un viejo traje y un par de zapatos pasados de moda.
Quizá fue su juventud o su inexperiencia (ella acababa de cumplir veintidós años y era la primera vez que viajaba al extranjero) lo que me liberó de mi caparazón animal. Era intérprete en la embajada de Adén. Un día sufrió una insolación y la trajeron al hospital… Me sentí útil, yo conocía muy bien Yemen, y su fragilidad me convirtió en alguien agradablemente maduro y protector. Esa impresión se parecía a la ternura. Durante el amor, su cuerpo mantenía la misma vulnerabilidad resignada y conmovedora que el día de su indisposición. Llegué a esperar la continuidad de ese afecto, a pesar de que la embajada dejara el país cuando empezó la guerra civil. «Nos veremos en Moscú», me decía a mí mismo. «Ha llegado la hora de echar raíces». Por primera vez en mi vida me vinieron a la mente tales pensamientos.
Partió en uno de los primeros aviones que evacuaron al personal de la embajada y a los cooperantes. No me sorprendió tanto su negativa a volver a vernos en Moscú, como el descubrir en mí un miedo súbito a ese rechazo, un miedo que ya duraba varios días.
—Sería delicado desde el punto de vista diplomático zanjó sonriéndome, pero con un tono decidido que la situaba ya en un futuro sin mí.
—¿Delicado de cara a tu novio? —pregunté, en un intento no muy afortunado de copiar su ironía.
—Es más complicado que eso…
Intentó evitar una réplica por mi parte («¿Qué puede haber más complicado que un novio?») cuando me pidió ayuda para bajar las maletas. Delante del coche, su aspecto era el mismo que tendría cuando llegara: traje de chaqueta (en Moscú los días eran todavía bastante frescos), unos zapatos de salón en lugar de las sandalias, y la apariencia de mujer joven que ha trabajado en el extranjero, con todo lo que eso suponía en un país del que era difícil salir en aquella época. En vano busqué una palabra hiriente pero educada que la convirtiese de nuevo, aunque fuera sólo por un segundo, en la persona cándida, sorprendida y frágil que yo amaba y tenía miedo de perder. Sentada en el coche, a través de la ventanilla fijó en mí una mirada de desapego total. Posiblemente repararía en mis zapatos grises de polvo. «Un hombre al que he amado…», debió de pensar, y experimentaría sin duda esa tristeza pasajera que nos invade al contemplar aquella parte de nosotros mismos que queda en el cuerpo de un ser ahora extraño.
—Te escribiré, pero…
—Pero…
Pronunciamos ese «pero» como una sola voz, ella irguiéndose en su asiento, yo protegiéndome del polvo levantado por el coche al arrancar. De su nuevo destino, yo sólo conocía la imprecisa dirección de un apartamento compartido donde desde hacía tiempo tenía alquilada una habitación. Se oían ya los primeros fragores de las armas en los extrarradios de la ciudad.
Volví caminando al hospital. La gente se apiñaba alrededor de las embajadas, todos los coches iban en la misma dirección, al aeropuerto. Era curioso ver cómo, en medio de ese ajetreo, cada nación se mantenía fiel a sí misma. Los americanos bloqueaban las calles por la abundancia de medios de locomoción, por la lenta y tranquila arrogancia de sus preparativos. Los ingleses se marchaban como si se tratara de un desplazamiento cotidiano, tan banal que no merecía ni una palabra ni un gesto de más. Los franceses organizaban el desorden, entre ellos se intercambiaban consignas, mientras esperaban a una persona sin la cual no era posible salir, pero que ya se había ido. Los representantes de los países pequeños solicitaban la comprensión de los grandes…
No pude entrar en el hospital. Los soldados estaban instalando trincheras alrededor del edificio, habían cerrado la puerta principal, aunque no sabíamos bien por qué, y apuntaban hacia el cielo los cañones de los morteros que oiría camino de vuelta. Pasé la noche en la embajada. Intentaba identificar de oído el barrio más afectado de la ciudad, imaginaba el hospital vacío, mi equipaje en la habitación de la primera planta y, en un cajón, esa concha del mar Rojo envuelta como un regalo para la persona que acababa de marcharse. El cinismo no es un sentimiento nocturno, por ello no conseguía mofarme ni de la concha (que encontraría al día siguiente, bajo los escombros del hospital bombardeado) ni de nuestra despedida delante del coche.
Y cuando por fin conseguí que se despertara en mí esa burla sin regocijo, me topé con lo único que me quedaba en la vida: esa ironía manida y las cenizas de recuerdos inútiles.
Por la mañana, la ciudad ardía en llamas y la progresión del fuego daba la impresión de que empujara a los extranjeros que quedaban hacia el mar. Me encontraba en una playa, entre una muchedumbre de compatriotas que agitaban los brazos hacia los botes que avanzaban hacia nosotros. A lo lejos se veía un enorme buque blanco, cuya bandera roja ondeaba ligeramente levantada por el viento. Los botes parecían inmóviles, frenados por el aceite azul del mar. A unos cientos de metros, en las calles que iban a parar a la playa, los soldados corrían, disparaban, caían derribados. Su juego mortal se acercaba y en escasos minutos exigiría nuestra participación. Los brazos se estiraban hacia el vaivén de los remos, los gritos quedaban ahogados en una desesperada angustia. Me venció el deseo de no morir allí de forma absurda, en esa playa, bajo los rayos del sol. Era un sentimiento contagioso, como toda histeria colectiva. Estuve a punto de seguir a unos hombres cargados con enormes maletas. Se metían en el agua para distanciar sus vidas, de repente febrilmente valiosas, de la muerte. Mi falta de equipaje me devolvió el juicio. Lo poco que tenía se había quemado en el hospital, destruido durante la noche por los obuses. Un empleado de la embajada me había prestado esa misma mañana su máquina de afeitar…
Me senté en la arena y observé distraído la escena. Me asombraba la cantidad de maletas que los hombres embarcaban en los botes. Pensé que, sin duda, en algún lugar existía una vida donde todas esas cosas, que con tanto esfuerzo transportaban, eran insustituibles. Imaginaba esa vida, para la cual mi pasado no me hacía apto, adivinaba el gozo reconfortado por el contenido de esos bultos, una vida que se me antojaba legítima y conmovedora. Al levantarme para ayudar al embarque me topé con un hombre que deseaba subir al bote al lado de su equipaje y me lomó por un competidor, así que retrocedí. Él trepó, esquivando mi mirada. El impacto de un obús hizo que por detrás del espigón surgiera un enorme géiser de arena. El hombre, ya instalado, se impulsó rápidamente hacia delante y apoyó la frente en una de sus maletas de cuero. Se oyó a alguien que gritaba: «¡Venga! ¡Rápido! ¡Que nos vamos!». Otro hombre que seguía avanzando con dificultad por el agua lo insultó. Nos empujábamos unos a otros sin disimular el miedo.
A ese otro hombre lo vi justo después de la explosión. Tampoco llevaba equipaje. Estaba detrás de mí y parecía seguir con atención la disputa entre dos que intentaban embarcarse. Primero dijo algo sin dirigirse a nadie en concreto:
—¡Qué desnudos estamos todos en estas circunstancias…! —Luego, volviéndose hacia mí, añadió—: Como no tiene equipaje, le pediría un favor. Por orden expresa del embajador… —Hizo esa observación en tono respetuoso y sonriente a la vez, para darme a entender que su autoridad no necesitaba apoyarse en la del embajador, ya repatriado. Le miré a la cara y recordé haberlo visto en una recepción de la embajada. Recordaba su rostro porque se parecía a Lino Ventura, aunque por el mismo motivo lo olvidé, su cara se me perdió entre múltiples escenas de películas. Con intención de anticiparse a mi pregunta, precisó—: Nos iremos juntos un poco más tarde… —Luego lanzó una última ojeada a los botes sobrecargados de maletas, y creí ver en sus ojos un breve atisbo de ironía, que poco después desaparecería tras una mirada neutra.
Nos volvimos invisibles entre la ajetreada multitud de la orilla. Me llevó hacia un edificio de piedra, detrás del cual vi un todoterreno aparcado. Nos dirigimos hacia la ciudad, que parecía prolongarse en el cielo mediante el humo de los incendios. Mientras conducía me dijo su nombre (uno de los muchos que llegaría a conocerle) y me pidió que le llamara «señor consejero» ante las personas con las que íbamos a encontrarnos. Hacía rato que tenía la sensación de estar viviendo alejado de la realidad. La sencillez y casi indiferencia del consejero al explicarme la tarea que me encomendaba acentuaba aún más la singularidad de la situación.
—Su presencia en estas negociaciones o, mejor dicho, en estos tejemanejes, será útil por partida doble. Uno de los participantes está herido y, dada su edad, el calor, la emoción… Deberá usted mantener con vida su viejo corazón hasta que se produzca el acuerdo final. Pero sobre todo, si no me equivoco, habla usted su lengua.
Al principio pensé que su tono despreocupado era una pose, una actitud de valentía fingida que adoptaba ante mí (el parecido con el comediante Ventura hizo que lo despreciara un poco). Pero, cuando más tarde, conduciendo por la calle, nos vimos inmersos en medio de un fuego cruzado y consiguió evitar los disparos abalanzándose contra un muro sin abandonar ese aire de indiferencia, comprendí que sencillamente se trataba de un hombre muy acostumbrado al peligro.
Llegamos a un barrio que yo no conocía y que, situado a unas calles de los combates, parecía dormido. Sólo las trazas del humo en la superficie ocre de las casas y los cartuchos vacíos que nos hacían resbalar al andar indicaban que había guerra. Atravesamos un patio, y luego otro. Nos paramos ante un estrecho pasaje que recordaba a la entrada de un laberinto. Media docena de soldados, que estaban allí para protegerse del sol, salieron, nos registraron y nos dieron paso.
Las ventanas protegidas por paneles metálicos seccionaban la oscuridad con largos haces de luz. Esas cuchillas deslumbrantes fragmentaban la imagen. Tras unos segundos de ceguera vi a dos guardas: uno estaba agachado junto a la puerta, con la metralleta sobre sus rodillas; el otro vigilaba la calle mirando desde el intersticio formado entre dos láminas de acero. También vi a otros dos hombres, situados uno enfrente del otro: un yemení, de tez morena y brillante, sentado y reclinado contra la pared, con un colorido turbante que le caía sobre un hombro; y en el otro extremo de la estancia, medio tumbado en un sillón, un hombre de una palidez extrema, con una venda que le cubría la frente, curiosa réplica del turbante. Sus rasgos angulosos y afinados por el cansancio parecían casi transparentes con el reflejo del sudor. Aunque canoso, su rostro desprendía una juventud propia de las personas mayores ante un inminente desafío mortal. Nuestra llegada interrumpió su conversación. Sólo se oía el tamborileo rabioso de las moscas prisioneras entre el cristal y el acero, el lejano eco de los disparos y las pequeñas sacudidas provocadas por la respiración del herido, que parecía que fuera a cantar pero no se decidiera a ello.
Nos saludó y empezó a hablar esforzándose por imponer una cadencia regular a su resuello. El consejero me pidió que tradujera. El hombre calló para permitirme hacerlo, pero yo no dije nada, sólo sentí que me alejaba de manera vertiginosa de aquella habitación sofocante…
El herido hablaba el mismo idioma que escuchó el niño dormido entre las montañas del Cáucaso, en la noche más oscura de mi vida.
La persona a quien tenía que mantener con vida y cuyas palabras debía traducir sabía que su muerte habría simplificado las negociaciones. Me lo dijo con una imperceptible sonrisa cuando le puse otra inyección:
—Me siento como un anciano rico, cuya resistencia desespera a los herederos…
Esta fue una de las frases que no traduje. Además, desde el primer momento se estableció entre nosotros una especie de doble traducción: interpretaba sus argumentos y los de los adversarios lo mejor que podía, al mismo tiempo que en mi interior iba resucitando la lengua que durante tantos años había permanecido muda.
Pronto se me manifestó el objeto de tan laborioso combate verbal bajo la forma de un acertijo. El hombre del turbante, uno de los cabecillas militares de la revuelta, había capturado a tres occidentales. El diplomático herido se esforzaba por conseguir su liberación. El «señor consejero» podía presionar al yemení porque nosotros le suministrábamos armas y financiábamos a sus tropas. A cambio de este servicio, el diplomático garantizaba la neutralidad de Francia, que pasaría por alto nuestra participación militar en el conflicto. El trato estuvo a punto de cerrarse diez veces, pero de repente el yemení se indignaba, arremetía contra la perfidia de Occidente y contra el gran Satán americano. Su cólera, expresada tanto en un inglés rudimentario y tajante como en un ruso propagandístico, sin duda aprendido en Moscú, parecía poner fin a las conversaciones, de modo que yo casi estaba dispuesto a levantarme. Pero ni el francés recostado en su sillón, ni el consejero que escuchaba con la cabeza un poco ladeada hacia mí parecían impresionados por esos accesos; sólo esperaban en silencio a que terminaran, con su particular manera de mostrarse cortésmente indiferentes. Luego entraba un ayudante de campo y durante un largo rato le hablaba al jefe al oído, éste daba su opinión y poco a poco iba abandonando su gesto ofendido. Volvíamos a la discusión, siempre siguiendo el círculo descrito: el yemení liberaba a los rehenes, el consejero organizaba la entrega de las armas, el diplomático se comprometía a la discreción de su gobierno. Llegué a darme cuenta de que el éxito de las negociaciones no dependía de la lógica de los argumentos esgrimidos, sino de un ritual secreto que sólo conocía el yemení y que tanto el francés como el ruso intentaban descifrar. Una fórmula mágica.
Las rondas de frases más o menos idénticas me daban la oportunidad de tocar la textura de las palabras que traducía, como se toca la rugosidad de las páginas de un viejo libro. Cuando el diplomático se dio cuenta de esa traducción interior, comenzó a hablar de manera más personal, abandonando el lenguaje estándar que se adopta ante un intérprete cuyo dominio de la lengua se ignora. Algunas de sus palabras tenían para mí más de veinte años y procedían de la época en que las había aprendido o las había conservado, aunque muy pocas veces utilizado. Resonaban en esa estancia de techos bajos, calurosa, cerrada por paneles de acero, y su sonoridad abría grandes brechas de luz y de viento. Con el recuerdo se mezclaba, intacto, el orgullo infantil de haber conseguido domesticar una lengua insólita. Durante una nueva ruptura de las negociaciones, el francés nos habló con ironía de un navicert, una especie de salvoconducto que el consejero y yo necesitaríamos para salir de la ciudad por mar. Al oír este término volví a experimentar ese cómico orgullo infantil, pues conocía el vocablo por mis lecturas de Loti, y la tonalidad de esos sonidos trajeron al calor sofocante de la estancia la brisa oceánica de sus novelas y la frescura de una larga tarde en que nevaba al ritmo del roce de las páginas.
De vez en cuando, la discusión se interrumpía debido al estado de salud del diplomático francés. Durante unos segundos cerraba los ojos y después volvía a abrirlos, enormes, en unas órbitas huecas que no veían, sobre todo a nosotros. Su cara inundada de hilillos de sudor parecía un fragmento de cuarzo, unas veces lechoso, otras traslúcido. Yo actuaba convencido de que mis inyecciones sólo servían para aguantar una nueva vuelta de esas negociaciones absurdas. Se lo dije. Su rostro de cuarzo se iluminó con el reflejo de una sonrisa: «Ya sabe que aquí, en Oriente, a menudo se practica la medicina expectante…». De nuevo me sentí ante un hombre de otra época. Y no porque su francés fuera el de mis libros, sino por esa calma irónica y altiva con la que se enfrentaba a la cruel farsa del presente, como si la observara desde lo alto de una larga y extensa historia, llena de victorias y de derrotas.
Resistió hasta el final, hasta el acuerdo definitivo, que se produjo a altas horas de la noche. Cuando supo que había ganado la partida, se enderezó un poco en su sillón y lanzó una pulla al «señor consejero» (que estaba prometiendo algunos morteros más al jefe yemení): «Su generosidad será su perdición, querido colega». El consejero le sonrió antes de escuchar mi traducción, como para mostrar que ya no necesitaban esconder su auténtico oficio bajo las apariencias diplomáticas, ni simular la ignorancia de una lengua.
Al día siguiente, un helicóptero procedente de Yibuti se llevó a los tres rehenes liberados (una pareja de alemanes y una cooperante francesa) y el cuerpo del diplomático, que falleció en la madrugada. Asistimos a los preparativos quedándonos un poco al margen. Mientras esperaban el avión, los supervivientes se intercambiaron las direcciones y se invitaron a pasar unas vacaciones en Francia o en Alemania; también se empeñaron a toda costa en hacerse una foto con los legionarios. El cuerpo envuelto en una lona ya estaba cargado.
—Nuestra vida entera se reduce a medicina expectante, ¿verdad?
El consejero lo dijo en francés, luego guardó silencio mientras miraba a los pasajeros que lanzaban risas de admiración al subir al helicóptero. Por un instante examiné su rostro de perfil: no se leía en él la menor voluntad de impresionar.
—¿A qué viene entonces esa pantomima del intérprete?
Forcé el tono a sabiendas, para que sonara casi dolido.
—Ya sabe que su labor no era únicamente la de intérprete. Además, en este tipo de transacciones a veces es útil poder alegar un error de traducción… En cualquier caso, considérelo como un inicio que tendrá continuación si está dispuesto a cambiar de vida. Durante el viaje dispondrá de tiempo para reflexionar sobre mi propuesta.
Al despegar, el helicóptero borró las huellas de los pasos en el suelo polvoriento. Por un instante lo siguieron nuestras miradas. Mientras se alejaba, el aparato parecía correr sobre el cielo un pesado velo de nubes pardas que avanzaban rápidamente hacia el océano.
—Bertrand Jansac, uno de los últimos mohicanos de la vieja guardia —dijo el consejero cuando dejó de mirar el helicóptero, que sobrevolaba las aguas—. O mejor, uno de los últimos mohicanos, sin más. En cuanto a nosotros, nuestro barco partirá pronto con todas las velas desplegadas, pero sin la protección de…, ¿cómo dijo?, un navicert, ¿no?
Del flujo de gestos y palabras de esa última jornada sólo quedó una frase, que me tentaba meciendo todos mis pensamientos. «Si está dispuesto a cambiar de vida…».
Tenía veintiocho años. Mi vida, considerando la densidad de carne y de muerte que la integraban, podía pertenecer a un hombre mucho mayor. Y sin embargo, el mismo niño de siempre temblaba cuando alguien por curiosidad o por distracción preguntaba: «¿Dónde naciste? ¿A qué se dedican tus padres?». Ya hacía tiempo que había aprendido a contestar con mentiras, evasivas o haciendo oídos sordos. Pero eso no servía de nada. Se me colaba el escalofrío infantil como una cuchilla entre las placas separadas de una armadura. Cuando era adolescente temía que se descubriera la verdad, después, el miedo y la vergüenza se mezclaban con la certeza de no saber explicar esa verdad, de no encontrar a nadie a quien confiársela.
Sentía ese desasosiego en aquel instante, en el exiguo camarote de un barco que, a pesar de estar cargado, se balanceaba con los primeros azotes de la tormenta. Nos habíamos instalado uno al lado del otro en nuestras estrechas literas, y nuestros rostros quedaban tan cerca que podíamos susurrarnos al oído. Enseguida se despertó mi reflejo infantil: imaginaba que el consejero me preguntaba sobre los inicios de mi vida. Un segundo después me sentí como un idiota cuando comprendí que lo sabía todo… Estaba frente a un hombre a quien no le interesaba indagar sobre mi pasado, aunque la situación fuera propicia para las confidencias. Su propuesta me pareció entonces una oferta liberadora. Y esa liberación dignificante se llevaba a cabo con la rapidez de un sueño feliz. Al subir al barco me había liberado de mi nombre y del pasaporte que lo certificaba. A cambio, el consejero me proporcionó otro: mi primera identidad falsa, con un nombre que iba repitiendo para mis adentros a fin de hacérmelo propio, junto con algunas pinceladas de mi nueva biografía que debía aprenderme de memoria. Era plenamente consciente de que la naturalidad con la que se iniciaba esa transformación sólo era una técnica de reclutamiento experimentada a la perfección, y que la propuesta de «cambiar de vida» no tenía nada de improvisado. A cada nuevo paso en esa dirección el consejero hacía pequeñas pausas para darme la posibilidad de echarme atrás: negarme a cambiar de pasaporte, no subir con él al pequeño carguero de aspecto sospechoso, no aceptar la pistola. Después me di cuenta de que para él nuestra partida y el cambio de identidad eran una serie de movimientos casi maquinales, una rutina que llevaba a cabo sin percibir mi emoción. Pero en ese momento vi en sus gestos la insolente destreza de un prestidigitador que, despreciando toda apariencia, me liberaba con sus juegos de manos de la carga más pesada: yo mismo.
Cuando se ausentó durante unos minutos del camarote, saqué mi nuevo pasaporte y escruté con detenimiento ese rostro, el mío, irreconocible por los datos de la página anterior. El hombre de la fotografía parecía mirarme con desdén. Sentí una febril envidia de su libertad.
Llegó la noche. Esa envidia me provocó un miedo animal, un deseo de supervivencia que nunca habría imaginado en mí. En la oscuridad del camarote se me antojaba que, bajo cada desplome de las olas, el barco se licuaba, se fundía como un bloque de hielo. Me parecía oír el agua por todas partes: dentro del casco, en el pasillo y de pronto en el suelo, como un río. Con enloquecida precipitación me asomé y palpé una superficie metálica seca que vibraba bajo mis dedos. Mi mano rozó también mis zapatos cuidadosamente alineados, en una espera absurda. Volví a acostarme con la esperanza de que el consejero no hubiera adivinado la causa de mi agitación. Mudo en la oscuridad, parecía dormido. Sin ojo de buey, nuestro camarote me hacía pensar en un ataúd de acero que se soltaría del barco en cualquier momento. Imaginaba su lento descenso hacia las glaucas entrañas de las aguas. Y ese par de zapatos colocados bajo la litera. Y esa pistola, que se oxidaría en su funda; se movía suavemente con el cabeceo del barco, y parecía acariciarme bajo el brazo, junto al corazón. Para mí, en esa caricia estaba cifrada toda la perfidia de la vida: moriría de una muerte lenta y consciente, en posesión de un nuevo pasaporte, bajo una identidad que por fin me había liberado. El hombre de la foto que tanto envidiaba por su libertad se hundiría tras una breve existencia llena de promesas.
Me senté en la litera y me agarré al borde como si estuviera encaramado en la cornisa de un abismo; una cornisa que se inclinaba cada vez más, haciéndome perder la noción de lo alto y lo bajo. Sólo después de haber implorado fui consciente de lo que estaba murmurando: «Hay que hacer algo. ¡No quiero morir! ¡No ahora!…».
No sabía si el consejero me había oído, pero un minino después su voz pareció resonar en el fondo de ese abismo. Usaba un tono monocorde, como si hablara consigo mismo, y parecía que su relato había empezado un momento antes. Curiosamente, su letanía había conseguido imponerse sobre el rugido de las olas y la histeria del viento, como el rastro recto y regular de un torpedo en un mar agitado. Al principio, la repetición de mi súplica («No quiero morir… No ahora… No quiero…») y, sobre todo, la vergüenza de haberla formulado me impidieron seguir su discurso. Sin embargo, al evocar algo tan alejado de nuestra situación (hablaba de un desierto), terminé por encontrar en la singularidad de su historia el único punto al que mi pensamiento febril podía agarrarse.
—Había una ciudad, unas calles más bien, en mitad de un desierto de Asia central. Casas de cuatro pisos, todas iguales, ventanas vacías, los vanos de las puertas abiertos, como si los constructores hubieran paralizado las obras sin llegar a terminarlas. Sin embargo, estaban habitadas: podía verse un rostro en una ventana, una silueta humana de cuerpo entero cuando el sol inundaba el interior de una estancia. Fuera, en recintos protegidos del sol por tejados de uralita, los animales dormían o correteaban a lo largo de la cerca. Un rebaño de ovejas, algunos camellos, caballos, perros. Una única carretera conducía a esta ciudad y, tras comunicar sus tres o cuatro calles, se perdía en la arena. En el cruce central se alzaba un cubo enorme, formado por planchas perfectamente ensambladas; parecía el encofrado ile una estatua preparada para ser descubierta ante el público en una próxima celebración…
Una ola azotó el carguero con tanta violencia que durante unos segundos cesaron todos los ruidos. No podía saber si las máquinas se habían parado bruscamente o si mis sentidos se habían paralizado por el terror. El barco daba bandazos, resbalando cada vez más deprisa por una pendiente líquida; parecía incapaz de interrumpir el descenso. En medio de ese silencio volvió a sonar la voz del consejero, como para romper el maleficio y poner en marcha las máquinas. Sin duda, se percató de que su relato creaba un suspense involuntario, pero como ése no era su objetivo, añadió unas frases que acabaron con cualquier atisbo de misterio:
—El cubo de la plaza central era nuestra primera bomba atómica. Los habitantes eran prisioneros condenados a muerte que serían utilizados como cobayas. La ciudad se construyó expresamente para esa primera prueba… La habíamos sobrevolado varias veces. Los prisioneros nos saludaban al pasar, no sabían lo que ocurriría la noche siguiente. Algunos esperaban que les conmutaran la pena, aunque estuvieran atados con una cadena, y empezaban a sentirse a gusto en una ciudad de ventanas sin rejas. En el avión, las agujas de los equipos que medían la radiación señalaban el segmento rojo. Por la noche, en el momento de la explosión, estábamos a quince kilómetros de la ciudad. Nos habían ordenado que permaneciéramos tumbados en el suelo, que no nos diésemos la vuelta y no abriéramos los ojos. Por primera vez en mi vida sentí que la tierra estaba viva, tan intensamente se removió bajo mi cuerpo. Una onda expansiva arrastró los cuerpos de los que intentaron levantarse. Podían oírse los alaridos de los que habían perdido la vista al darse la vuelta. Sentimos esa tremenda sacudida de la tierra bajo nuestros vientres… Al día siguiente, cuando nos encaminamos a la ciudad de los prisioneros, yo iba imaginándome la destrucción, las casas en ruinas y los esqueletos carbonizados de los animales, había visto ciudades bombardeadas durante la guerra… Pero me equivoqué. Cuando el avión se acercó al lugar, lo único que vimos fue un inmenso espejo de arena vitrificada. Una superficie lisa y cóncava que reflejaba el sol, las nubes e incluso la sombra en forma de cruz del avión, nada más. Era lo bastante joven como para formular, lleno de orgullo, un estúpido pensamiento: «Después de esto, nada podrá causarme inquietud o miedo».
El consejero dejó de hablar, y tuve la impresión de que mientras guardaba silencio estaba al acecho. Parecía sopesar el estrépito de pasos que se oía sobre nuestras cabezas, asociarlo al intercambio de gritos en el pasillo, y comparar esos ruidos con la fuerza de la tempestad. Su voz retomó el relato y proporcionó a aquel alboroto una apariencia de orden.
—En menos de un año no quedó ni rastro de mi orgullo juvenil. Viajaba por Estados Unidos, vasto país donde en ese momento me sentía como una rata que, a golpes de agujas clavadas en el cráneo, fuera expulsada de mía jaula a otra. Acababan de arrestar a los Rosenberg. La prensa los acusaba de haber vendido la bomba americana a los soviéticos, los buenos ciudadanos esperaban el veredicto con un apetito bastante carnívoro. Trabajaba con los Rosenberg desde hacía dos años. En su piso de Nueva York había una habitación transformada en laboratorio fotográfico, donde preparábamos los documentos que mandábamos al Centro. En esa misma habitación solía jugar al ajedrez con Julius… Sabía que las acusaciones formuladas contra ellos eran absurdas, en todo caso completamente desproporcionadas. No tenían ningún acceso a los secretos de la bomba. Pero la opinión pública necesitaba un chivo expiatorio. Los americanos sabían que en algún lugar del desierto de Asia central habíamos explosionado una bomba, copia de la de Hiroshima, que ponía fin a su reinado atómico. Suponía una auténtica bofetada, así que hacía falta un castigo ejemplar. La hipótesis de la silla eléctrica que aventuró un fanático no parecía inverosímil. Confesión o silla. Estaba convencido de que los Rosenberg hablarían. Confiaba ciegamente en su amistad, pero… no sé cómo expresarlo. Un día, cuando salía con Julius del laboratorio, vi a Ethel en la cocina. Estaba sentada y cortaba verdura sobre una tabla de madera. Embobado, pensé que parecía una mujer rusa. No, sólo parecía una mujer como las demás, una mujer feliz de hallarse allí, en la tranquilidad del momento, y de hablar con su hijo mayor que le sonreía de pie, apoyado en el marco de la puerta… Cuando me enteré de su detención, recordé ese instante, esa mirada maternal y me dije: «Hablará…». Me marché de Nueva York y viajé de ciudad en ciudad por un país que estrechaba su cerco sobre mí. Para evitar mayores perjuicios, el Centro bloqueó todas las redes y no respondía a las llamadas, y yo sospechaba que estaba dispuesto a sacrificar a varios de nosotros como se amputa una mano con gangrena. Sobre todo en Moscú, los efectos de ese arresto serían especialmente duros. Al conocer la noticia, Stalin ordenó una purga completa de los servicios secretos. Cientos de personas se preparaban para lo peor. Aunque hubiera conseguido llegar hasta Moscú, una vez allí me habrían ejecutado. Al principio viajé, luego me escondí durante un par de meses en el hormiguero de una gran ciudad. Compraba el periódico todas las mañanas. LOS ROSENBERG HAN HABLADO; LOS TRAIDORES LO HAN CONFESADO TODO. Esperaba un titular así. Recordaba a Ethel preparando la cena y charlando con su hijo mayor, que le sonreía… No dijeron nada. Decenas de interrogatorios, careos, amenazas de silla eléctrica, chantaje con la vida de los hijos, incluso enviaron a rabinos muy persuasivos a la celda de Julius. Nada. Julius fue el primero en ser ejecutado. Ethel recibió la misma oferta: la confesión o la vida. Se negó. Yo pude volver a Moscú. No hubo purgas en el Centro. Muchas cosas cambiaron durante el periodo de ensañamiento con la pareja: Stalin había muerto. Los americanos no arrojaron la bomba sobre Corea ni sobre China como estaban dispuestos a hacer. Tuvimos tiempo de alcanzarlos en la recta final, por decirlo de alguna manera. El conflicto atómico se convertía en un arma de doble filo. En resumen, no hubo tercera guerra mundial. Gracias al silencio de esa mujer que cortaba verdura sobre una tabla de madera y hablaba con su hijo…
Las masas de agua que ahora tronaban contra la borda del carguero parecían más rítmicas, como resignadas a la lógica de resistencia de ese barco insignificante. Oí que el consejero se incorporaba, y su rostro, iluminado por el fugaz resplandor de una cerilla, me pareció más viejo, surcado por profundas arrugas. Su voz tenía un deje ligeramente frustrado de quien ha preparado una sorpresa y ha dejado pasar el momento exacto para anunciarla:
—Por fin. Estamos en el mar Rojo. Ahora habrá mayor calma…
O más bien se trataba de una leve irritación por tener que interrumpir su relato para dar la noticia; un relato que retomó para concluirlo enseguida:
—Debido a nuestras partidas de ajedrez, Ethel me puso el apodo de Chakhmatoff, abreviado, Chakh. Entendía el ruso. Dos o tres personas todavía me conocen por ese alias… ¡Buenas noches!
Durante los años siguientes volvió a hablarme con frecuencia de los Rosenberg. Un día me contó por qué, cuando los arrestaron, estaba seguro de que hablarían.
—Porque yo lo habría hecho si hubiera tenido dos hijos como ésos.
Con la distancia que dan los años comprendí que su narración me permitió olvidar el miedo, el egoísta y humillante temor de perder la vida cuando promete ser bella.
En fin, esa noche conocí el apodo de Chakh, del que pocas personas sabían. Tú entre ellas.