De no ser por ti habría abandonado para siempre a ese niño dormido en medio del bosque del Cáucaso, como solemos abandonar en el olvido esas partes más irrecuperables de nosotros mismos, las demasiado lejanas, o demasiado penosas, o demasiado difíciles de confesar. Una tarde hablaste de la verdad de nuestras vidas. Creo que no te entendí; tal vez confundí el sentido de tus palabras. Pero ese error hizo que renaciera en mí el niño olvidado.
Después atribuiría ese contrasentido a la fiebre provocada por los peligros tanto lejos en el tiempo como inmediatos que entonces formaban parte de nuestra existencia. A nuestra dispersión en diversos países, a las distintas lenguas, a las máscaras que nos imponía nuestro oficio. Y, sobre todo, a ese amor que evitábamos nombrar por superstición; yo, por saberlo inmerecido, tú, por creer que estaba todo dicho con los instantes de silencio que compartíamos en las ciudades en guerra, donde podríamos haber muerto sin conocer esos minutos tras los combates que nos devolvían a nosotros mismos.
«Un día habrá que decir la verdad…». Esta frase, pronunciada con una mezcla de insistencia y amargura resignada, me confundió. Me imaginaba a un testigo —¡yo!— aturdido, falto de palabras, desbordado por la magnitud de la empresa. Decir la verdad sobre la época a la que se había vinculado, casi con torpeza, el curso de nuestra vida. Testificar sobre la historia de un país, el nuestro, que ante nuestros ojos había logrado erigirse en un imperio temible para luego derrumbarse en un estrépito de vidas aplastadas.
«Un día habrá que decir la verdad…». Te callaste, medio recostada a mi lado, la cara vuelta hacia la noche que maduraba deprisa tras la ventana. La rejilla de la tela mosquitera se apartaba a ojos vistas del negro y cálido fondo.
Y en mitad del polvoriento rectángulo podía distinguirse cada vez mejor un roto en zigzag: la onda expansiva del último obús rasgó la tela que nos separaba de la ciudad y su agonía.
«Decir la verdad…». No me atreví a replicar. Turbado por el papel de testigo o de juez que me confiabas, enumeraba mentalmente las razones que me hacían incapaz, e incluso indigno, de semejante misión. Nuestra época, pensaba, se bate ya en retirada y nos deja en la margen del tiempo, cual peces sorprendidos por el retroceso del mar. Testificar sobre lo que vivimos sería como hablar de un océano desaparecido o evocar sus fondos marinos y las víctimas de sus tempestades ante las impasibles arenas onduladas. Sí, predicar en el desierto. Nuestra patria, ese imperio aplastante, esa torre de Babel construida sobre sangre y sueños, ¿acaso no se desmorona piso a piso, bóveda a bóveda, transformando sus galerías de cristal en un montón de espejos de feria, y sus proyectos en callejones sin salida?
El cansancio de las noches insomnes moldeaba las palabras. Veía el desierto y los minúsculos charcos de agua absorbidos por la arena, la torre ciclópea en ruinas coronada de largas banderas rojas, de un líquido rojo, como un río de púrpura…
Te levantaste de la cama, me desvelé. Desde hacía muchos años, ante la eventualidad de que algo me despertase de repente estaba preparado para abandonar nuestro refugio temporal, para empuñar un arma, para responder con aplomo si alguien hubiera llamado a la puerta. Esta vez fue un reflejo inútil. Apenas rompían el silencio de la ciudad conquistada algunos disparos desordenados y el breve rugir de los camiones amortiguado por la densidad de la noche. Te acercaste a la mesa. En la oscuridad pude ver tu claro cuerpo ligeramente esbozado por los reflejos de un incendio al final de la calle. «Decir la verdad…». Toda la energía que tenía al despertar se movilizó hacia esa idea irrealizable. Volví a mi objeción silenciosa, siguiendo tus movimientos en la penumbra de la estancia.
«Hablas de la verdad…, pero todos mis recuerdos son falsos. Desde que nací. Jamás podría testificar en nombre de los demás. No conozco su vida, tampoco la comprendo. De niño no sabía cómo vivía la gente normal. Su mundo se detenía a las puertas del orfanato. Un día me invitaron a un cumpleaños, se trataba de una familia normal —dos niñas de largas trenzas, unos padres que desbordan amabilidad, según los cánones, confitura en copitas de alpaca, servilletas que no me atrevía a tocar—; creía que estaban interpretando una comedia y que en cualquier momento me lo confesarían y me expulsarían… Todavía lo recuerdo con un agradecimiento enfermizo, como si por su parte se tratara de una generosidad sobrehumana. Aceptar a ese joven bárbaro, con la cabeza rapada y las manos amoratadas por el frío bajo unas mangas demasiado cortas. Y, lo que es peor, hijo de un padre caído. ¿Cómo quieres que sea un testigo imparcial?».
Encendiste una linterna, vi tus dedos en el estrecho haz de luz, como el brillo de una aguja. «Contar la verdad sobre lo que hemos vivido…». Me incorporé sobre un codo con ganas de explicarte que no entendía nada de esa época que desaparecía bajo nuestros pies. Y que su confusión me recordaba a las entrañas del vehículo blindado que había visto el día anterior, en el centro de la ciudad, cuando me refugiaba de las ráfagas de ametralladora. Reventado por un proyectil, humeante aún, exhibía un complejo revoltijo de aparatos desarticulados, de metal retorcido y cuerpos despedazados. La fuerza de la explosión había convertido ese desorden en algo extrañamente homogéneo, casi ordenado. Los cables parecían vasos sanguíneos, el salpicadero, hundido y manchado de sangre, el cerebro de un ser insólito, de una bestia de guerra futurista. Enterrada bajo ese magma de muerte, la radio, indemne, lanzaba sus llamadas temblorosas. Para mí, la escena no era nueva. Sólo la clara conciencia de no entender nada era una novedad. Escondido en mi refugio, pensaba en los hombres que se mataban bajo ese cielo sin nubes, habitantes de un país donde las epidemias eran mucho más eficaces que las armas; pensaba en que el coste de un proyectil habría podido alimentar a toda una ciudad de esta región africana, en que aquel vehículo blindado habría podido pagar la excavación de cientos de pozos. Pensaba en que la culpa de esta guerra recaía en los americanos y en nosotros, en nosotros y en ellos, porque nosotros nos enfrentábamos por mediación de otros países, y también en los antiguos colonizadores, que habían corrompido el estado original de esos países, aunque ese paraíso primitivo sólo fuera un mito, pues los hombres siempre se han peleado, antes con lanzas, ahora con lanzagranadas. Lo único que diferenciaba la muerte de los ocupantes del vehículo blindado incendiado de las matanzas de sus antepasados era la complejidad con la que esta forma de muerte, tan individual (bajo una capa de blindaje desprendido vi un brazo largo, muy delgado, casi adolescente, con una fina pulsera de cuero en la muñeca) y anónima, se diluía en los intereses de las potencias lejanas, en su sed de petróleo o de oro, en el juego burocrático de sus diplomáticos, en la demagogia de sus doctrinas. Se diluía incluso en los pequeños problemas y próximos placeres de aquel vendedor de armas al que, dos días antes del estallido de los combates, vi tomando el avión rumbo a Londres. Se hacía llamar Ron Scalper, parecía un tratante de comercio normal, e intentó subrayar esa normalidad cuando entregó su maleta en el control de aduanas, con esa ingenua torpeza de turista, mientras se enjugaba la frente ante el encargado de comprobar su pasaporte… Sí, el soldado asesinado estaba ligado de manera subrepticia al alivio que sintió ese hombre una vez acomodado en el avión, al girar el botón del aire y cerrar los ojos, por fin transportado a la antecámara del mundo civilizado. Por las mismas y tortuosas vías, ese brazo con la pulsera de cuero se prolongaba en la vida de la mujer que el pasajero de Londres se imaginaba ya como una ofrenda, desnuda, obediente a sus deseos, esa joven amante que tanto se merecía en compensación a los riesgos corridos… «Nuestra época», pensaba yo, «no es más que una monstruosa fisiología que digiere el oro, el petróleo, la política, las guerras, y segrega placer para unos y muerte para otros. Un estómago gigantesco que trasvasa y muele las materias separadas por nosotros de manera púdica e hipócrita. La joven amante que en este preciso momento jadea bajo su vendedor de armas, gritaría indignada si yo le dijera que su felicidad (porque sin duda lo llaman felicidad) es inseparable de esa muñeca adolescente manchada de lubricante y sangre».
Me levanté con ganas de confiarte estas reflexiones en u desesperante simplicidad: no, no entiendo nada de esta grotesca fisiología porque no hay nada que entender. Atravesé la oscuridad de nuestra habitación estriada por reflejos llameantes y te encontré en la ventana. «Un día habrá que decir la verdad…». Iba a contestarte que la verdad de nuestra época era ese joven cuerpo embadurnado con cremas de belleza, esa carne que el traficante de armas se regalaba contra los lanzagranadas; y que el mercado, desenlace tragicómico del juego planetario, ordenaba que ese día, en ese preciso lugar, el soldado con la pulsera de cuero en la muñeca fuera despedazado por una explosión. La verdad, de una lógica y una arbitrariedad absolutas.
Cuando iba a decírtelo me fijé en tus movimientos. Con las manos levantadas a media altura de la ventana, remendabas la mosquitera desgarrada. Largas puntadas de hilo claro, lentos ademanes guiados por la aguja que tanteaba en la oscuridad, pero también otra lentitud, como de una ensoñación profunda, de una lasitud que ni siquiera buscaba el reposo. Me pareció que nunca te había sorprendido en tal abandono, en la armonía tan perfecta de un instante de tu vida contigo misma, con lo que tú eras para mí. Eras la mujer cuyos hombros rozaba mi mano, unos hombros que parecían fríos en el calor sofocante de la noche. Esa mujer en quien percibía como nunca la infinita singularidad, la perturbadora unicidad de ser amado y que de manera inexplicable se encontraba viva esa noche, en una ciudad asolada, tan cerca de una muerte accidental o prevista. Una mujer que reforzaba los bordes de la tela en una noche después de que cesaran los combates. Quien al sentir mi mano inclinaba la cabeza, retenía mis dedos bajo su mejilla y, casi dormida, se quedaba inmóvil.
Tu presencia era totalmente extraña, pero necesitarla resultaba, a la vez, de una naturalidad absoluta. Te encontrabas ahí y la asesina complejidad de este mundo, la maraña de guerras, avidez, venganzas, mentiras, se encontraba frente a una verdad que no precisaba argumentos. Esa verdad estaba suspendida en tu ademán: una mano que cose la tela de la mosquitera en una noche cebada de muerte. Sentí que todos los testimonios que pudiera aportar quedaban superados por la verdad de ese instante arrancado a la locura de los hombres.
Aunque no me atreví, tampoco habría sabido preguntarte por el sentido de tus palabras. Besaba tu nuca, tu cuello, el frágil comienzo del rosario de tus vértebras —con esa punzante ternura que provoca el cuerpo femenino desarmado por una ocupación que no puede interrumpir—. Y como un simple eco a tu deseo de verdad empecé a contarte el nacimiento del mundo a los ojos de ese niño perdido en medio de las montañas. Su miedo a comprender, su resistencia a nombrar y su salvación a través de la música de una lengua desconocida. Vaciló un instante en el umbral de nuestros juegos de placer y de muerte y se dejó inundar de nuevo por la intimidad fraternal del universo. La mujer que le llevaba en brazos seguía cantándole su nana en un susurro, incluso cuando le llegó el eco de los disparos en la otra orilla de la corriente. Esa lengua desconocida era su lengua materna.
Comencé el relato frente a la ventana, frente al rectángulo de mosquitera que remendabas; lo terminé en voz baja, inclinado sobre tu cara relajada por el sueño. Pensé que al dormirte te habías perdido el final, pero tras las últimas palabras, sin decir nada, apretaste suavemente mi mano.