Siempre he vivido con la certeza de que el hogar que cobijó su amor y más tarde mi llegada a este mundo se encontraba mucho más cerca de la noche y sus constelaciones que de la vida de este país inmenso, del que consiguieron huir sin abandonar su territorio. El país los rodeaba, los envolvía, pero ellos estaban en otra parte. Y si al final los descubrieron entre los arbolados repliegues del Cáucaso, se debió al azar de un juego de símbolos.
Simbólico era el vínculo que, de una u otra forma, unía a cualquier habitante del país con la mítica existencia del señor del imperio. Desde su escarpado refugio se creían liberados del culto que todo el país, e incluso el planeta entero, profesaba hacia un anciano que vivía atormentado por no haber matado a quienes podían matarle. Adorado u odiado, se hallaba en el corazón de todos. Aclamado de día, maldecido en un febril murmullo al anochecer. Entretanto, gozaban del privilegio de no mencionar ni siquiera su nombre. Podían pensar en la tierra, en el fuego, en el agua que fluye, en la jornada. Podían amarse el uno al otro y amar la fidelidad de las estrellas y la noche.
Pero un día el dictador, que agotaba su último año de vida, les llamó al orden. Además de sus mórbidas manías, también cultivaba la ironía y con frecuencia sonreía bajo su mostacho. ¿Que no tenían intención de acercarse? Pues iría él. Un estruendo de explosiones inundó de repente la montaña que dominaba el estrecho valle donde se escondía el hogar del hombre y la mujer. ¿Estarían construyendo una presa que llevaría el nombre del dictador? ¿Un lago artificial hecho en su honor? ¿Habría decidido instalar una línea de alta tensión para iluminar los pueblos aislados? ¿Se trataba de un yacimiento descubierto en su honor? Sólo sabían que, cualquiera que fuese la naturaleza de las obras, la sombra del señor del imperio estaba ahí.
Tras cada deflagración aparecían numerosos fragmentos de roca por encima de la cumbre de la montaña, que luego rodaban ladera abajo. Unos se empotraban en la enmarañada maleza del bosque, otros quebraban la superficie lisa del agua. Algunos bloques se detenían a escasos metros de la valla que protegía la casa. Cada vez que veían un nuevo obús de piedra, el hombre y la mujer se estremecían e instintivamente abrían los brazos como si así pudieran impedir la imparable caída de rocas que partía troncos y arrancaba anchos jirones de humus…
En medio del silencio que sucedió a las explosiones se miraron. Tuvieron el tiempo justo para comentar que no les habían descubierto y que su morada era en verdad segura, o que quizá (no se atrevían a creerlo) habían aceptado finalmente la vida que llevaban, clandestina y criminal… La última salva sonó distinta de las anteriores, creyeron oír un eco perdido que llegaba retardado. El fragmento de roca que se desprendió de la cima también era diferente: plano, redondeado, podría decirse que silencioso. Al caer apenas hizo ruido. Chocó contra un árbol y se irguió de nuevo al tiempo que mostraba su verdadera naturaleza: un disco de granito, recortado caprichosamente por la explosión, que rodaba cada vez a mayor velocidad. El hombre y la mujer permanecieron inmóviles, subyugados tanto por la rapidez de la rotación como por la inverosímil parsimonia del movimiento que se desarrollaba ante ellos. Un tronco bloqueaba la marcha de la rueda de piedra, pero no se rompió, sino que fue seccionado como cortaría un sable un brazo. La maleza que podría haberla retenido parecía apartarse a su paso. Evitó otro árbol con la taimada agilidad de un felino. El crepúsculo les arrebató ciertas etapas de la caída; oyeron el golpe seco que cortó la valla, antes incluso de poder verlo.
El disco no derribó la casa. Se introdujo en ella, se metió dentro como si fuera barro, seccionó el techo y ahí se quedó, de pie.
El hombre estaba a cien metros de la vivienda, corrió en dirección a la cima, levantó los puños en un gesto amenazador y soltó un reniego. Como un autómata se dirigió hacia la casa, que todavía parecía vibrar, muda por el impacto. La madre, más cerca de la entrada, no se movió, pero se hincó de rodillas y escondió el rostro entre las manos. El silencio había vuelto a su esencia primera, a la afilada pureza de las cumbres en un cielo aún inundado de luz. Sólo se oían los pasos desorientados del hombre, y se intuía el sordo murmullo interior de la indescifrable oración que ella rezaba.
Irrumpieron en la estancia y vieron el disco de granito, aún más macizo debajo del techo, encastrado entre tablones con hondas grietas. Había rozado la cuna del niño, suspendida en medio de la habitación por temor a las serpientes. Se balanceaba con suavidad, pero las cuerdas habían resistido y el niño seguía durmiendo. La madre lo abrazó con fuerza, aún incrédula; luego se convenció y escuchó su latido. Al levantar los ojos, el padre descubrió en su mirada una huella de espanto que nada tenía que ver con la vida del niño. Era el eco de su terrible plegaria, de su anhelo, del sacrificio inhumano que había aceptado ante aquel que podía repeler a la muerte. El padre no conocía el nombre de ese dios tenebroso y vigilante, más bien creía en el destino o simplemente en el azar.
Y el azar quiso que las explosiones cesaran. El hombre y la mujer, para quienes cada día de silencio era como un regalo de Dios o del destino, ignoraban que ya no había necesidad de lagos artificiales, pues aquel en cuyo honor se construían acababa de morir.
La noticia de la muerte de Stalin les llegó tres meses más tarde a través de una mujer de pelo cano, andares ligeros y juveniles, y mirada indulgente. Sólo ella conocía su refugio secreto. Era más que una amiga o un familiar. Llegaría al anochecer, los saludaría y se quedaría unos segundos acariciando la superficie de granito, cuya presencia en la casa no extrañaba ya ni a la pareja ni al niño. Para éste era tan natural como el sol en la ventana o el fresco olor de la colada tendida al otro lado de la pared. «Piedra» sería una de las primeras palabras que aprendería.
De ese niño sin duda he heredado el miedo y la dolorosa tentación de nombrar las cosas. Ese niño abrazado por la mujer de pelo cano, que en la huida nocturna hacía lo imposible para que el niño no se diera cuenta de nada. Al principio lo consiguió, antes de que atravesaran un estrecho puente colgante sobre el río. El pequeño dormitaba con los ojos abiertos y no parecía sorprendido. Reconocía la tibieza del cuerpo femenino, la forma y firmeza de los brazos que lo estrechaban. A pesar de la oscuridad, flotaba en el aire el agradable aroma de siempre, la suave acidez de las hojas caídas. Al niño ni siquiera le extrañó que las montañas se tornaran negras o que los árboles fueran azules por la luna: con frecuencia, a mediodía, la violencia del sol parecía oscurecer el suelo y la hojarasca alrededor de la casa.
De pronto, en medio del puente que se balanceaba colgado de las cuerdas, todo cambia. El niño ya no puede ver los gastados travesaños sobre los que la mujer avanza bamboleándose, ni el hueco dejado por los maderos que faltan, ni la fosforescente espuma de la corriente. Pero sí percibe, sin saber por qué, el miedo de la mujer que le lleva. Y ese miedo, en un adulto, le resulta tan extraño como el brusco movimiento que la mujer realiza a fin de atrapar con los dientes su camisa de niño mientras lo deja de sujetar con las manos para agarrarse a las cuerdas, y él queda suspendido en la oscuridad del aire. Para el niño es como si volara en medio de las zancadas, casi saltos, por encima de las maderas rotas. Los guijarros de la orilla entrechocan bajo los pies de la mujer. Destensa las mandíbulas, coge de nuevo al niño entre los brazos. Y con rapidez le aplica la mano sobre la boca para anticiparse al grito que está a punto de proferir ese ser que empieza a comprender.
Para el niño, la huida nocturna coincidió con ese instante único en que el mundo se convierte en palabras. La víspera todo parecía fundirse en una luminosa aleación de sonidos, cielos y caras conocidas. Atardecía y en el umbral de la casa se dibujaba la silueta del padre. El gozo ante el sol poniente se confundía con la alegría de ver a ese hombre feliz que el sol devolvía a su hogar. O quizás era el retorno del padre la causa de que el sol se disolviera entre el ramaje del bosque y tiñera sus rayos de color cobrizo. Las manos de la madre olían a ropa lavada en las heladas aguas del río, y ese aroma inundaba las primeras horas del día junto con el aire que descendía de las montañas. Esa corriente llena de fragancia era inseparable de las breves caricias de la madre al despertar al niño, de los dedos surcando su cabello. Y de vez en cuando, un matiz diferente en ese entramado de luz y olores: la presencia de la mujer de pelo cano. Su llegada coincidía con el repliegue de las últimas nieves hacia las cumbres o con la aparición de enormes flores de color púrpura que, sobre sus largos tallos, parecían iluminar el monte bajo. En esos momentos el niño sentía que había una claridad aún más intensa sobre todo lo que veía y respiraba. Terminó por asociar esa misteriosa felicidad con el puente colgante que la mujer atravesaba para pasar unos días con ellos.
Aquella noche, esa misma mujer mordió con fuerza el cuello de su camisa y caminó sobre un puente que les tendía la trampa de sus maderos rotos. Se hundió entre la maleza para poder ahogar el grito del niño. Durante unos segundos él opuso resistencia, pero luego se quedó inmóvil, aterrorizado por una sensación totalmente nueva: la mano de la mujer temblaba. En ese momento de silencio veía cómo el mundo se quebraba ante sus ojos en objetos que podía nombrar y que rechazaba una vez nombrados. La luna era una especie de sol helado. El puente ya no le traía ninguna felicidad secreta. El olor del agua no evocaba el frescor de las manos de su madre. Pero por encima de todo estaba aquella mujer, sentada en medio de la oscuridad con el rostro ansioso y tenso cada vez más amenazante.
Recordó que el paseo iniciado bastante antes del crepúsculo no era más que un lento acercamiento hacia ese inundo resquebrajado por la confusión y el miedo. Primero caminaron por el bosque, subieron y bajaron cuestas y pendientes con un paso demasiado acelerado para tratarse de un paseo. El sol se puso sin esperar la sonrisa del padre. Luego el bosque les empujó hacia un espacio vacío y llano, y el niño, sorprendido por lo que se mostraba ante sus ojos, vio varias casas alineadas a lo largo del camino. Antes sólo existía una casa en el mundo, la suya, oculta entre las aguas y la falda arbolada de la montaña. Única, como el cielo o el sol, impregnada de las fragancias que el bosque desprendía, unida al otoño de las hojas que recubrían su tejado, atenta a los cambios de luz. Ahora se encontraban en fila a lo largo de la calle. Su multiplicación daña la vista, provoca una dolorosa necesidad de reaccionar… La palabra «casa» se moldea en la boca del niño dejándole un sabor desagradable, vacío. Durante un rato se detienen en un patio desierto, tras un seto, y cuando el niño se impacienta y articula «casa» para expresar que quiere entrar, la mujer le abraza con fuerza y le impide hablar. Por encima de su hombro descubre un grupo de hombres. Su aparición le sumerge en una confusión total. Inconsciente, dice: «La gente…». Había oído esa palabra en casa, pronunciada siempre con cierta vacilación angustiosa. La gente, los demás, ellos… Ahora los está viendo en carne y hueso, existen. El mundo se amplía, se agita, destruye la singularidad de quienes antes formaban su entorno: la madre, el padre, la mujer de pelo cano. Al pronunciar «la gente» cree estar haciendo algo irremediable. Cierra los ojos, luego los abre. Quienes desaparecen al final de la calle son todos iguales, van vestidos con chaqueta y pantalón oscuros y altas botas negras. Oye la profunda respiración de la mujer.
Ocurre de noche, después de atravesar el puente colgante. Siente que las palabras le atacan, le obligan a comprender. Se percata de lo que no existe en las casas del pueblo donde acaban de ver «gente»: el enorme disco de piedra. Las casas vacías, con las puertas entreabiertas y ningún destello de mica brillando en la penumbra de las estancias. De pronto, le asalta una duda: ¿y si no fuera necesario ese bloque gris en medio de la casa? ¿Y si la suya no era una casa de verdad? Las conversaciones de los adultos, latentes en la memoria como una simple cadencia, se colman de palabras. Poco a poco va encontrando sentido a esas frases que de forma inconsciente ha memorizado. La historia de la piedra, de su aparición, de su fuerza… Con frecuencia hablaban de ello. ¿Acaso nada de eso tendría que haber ocurrido? ¿Ni siquiera esa actividad nocturna de la madre al fijar una vela en la pronunciada fisura de la rueda de piedra?
De repente descubre cuán frágil es su vida familiar frente a la agresividad de un mundo en que las casas prescinden del disco de granito y sus habitantes, todos con botas negras, desaparecen en una calle sin fin. El niño intuye, apenas, que por culpa de esa «gente» su familia se vio obligada a vivir en el bosque y no en las aldeas de los demás. Sigue intentando descifrar las palabras que recuerda de las conversaciones de los adultos, y cada vez siente más miedo. No ha visto a sus padres desde el sol de media tarde y sospecha que, en ese mundo sin límites, la separación puede prolongarse de forma indefinida. Una mano, que siente extraña porque tiembla, ha ahogado su grito. El niño calla por un momento. En la oscuridad de la noche, más abajo de su escondite, se oyen pasos sobre los guijarros de la orilla, se oyen voces, un breve chirrido metálico. El niño forcejea, quiere liberarse de la palma de esa mano que ahoga sus sollozos, quiere llamar a su madre, reconoce la voz de su padre a lo lejos. No quiere saber nada más de ese mundo donde las palabras lo destruyen todo. No quiere comprender.
Y de pronto, en el agotamiento de la lucha, escucha una melodía apenas perceptible. Una cancioncilla casi silenciosa que la mujer le susurra al oído. Intenta entender las palabras; extrañamente gozan de una belleza sin sentido. Un idioma que no ha oído jamás. Distinto por completo al de sus padres. Un idioma que no requiere comprensión, sólo la inmersión en su ritmo ondulante, en la suavidad aterciopelada de sus sonidos.
Embriagado por ese idioma desconocido, el niño se adormece y no oye los disparos lejanos que el eco multiplica, ni el prolongado grito que llega hasta ellos con toda su tristeza amorosa.