Avisos de muerte
Bajé corriendo la ladera de la colina hasta el pueblo bajo una lluvia torrencial, mientras los truenos retumbaban sobre mi cabeza y los vivos destellos de los relámpagos hendían el cielo.
No tenía ni idea de dónde vivía el médico y, presa de la desesperación, aporreé con fuerza la primera puerta que se me puso delante. Al no obtener respuesta, golpeé la siguiente con los puños y, tras no conseguir tampoco que me abrieran, acabé por recordar que el hermano del Espectro, Andrew, tenía un taller en algún lugar del pueblo. Corrí, pues, hacia el centro del lugar tropezando con las piedras y sorteando los ríos de agua que había formado la lluvia en las calles y que se despeñaban en cascada desde la colina.
Tardé un rato en localizar el taller de Andrew. Era más pequeño que el alquilado en Priestown, pero estaba bien situado, en el callejón Babylon, justo al doblar la esquina de la que parecía la calle principal del pueblo, donde se encontraban los comercios importantes. El resplandor de un relámpago iluminó el letrero que figuraba en la ventana:
ANDREW GREGORY
MAESTRO CERRAJERO
Golpeé fuerte con los nudillos en la puerta y, al ver que no me atendían, así la manija y la agité con violencia con igual resultado. Me pregunté si Andrew se habría ausentado por tener que realizar algún trabajo en otro lugar. A lo mejor había pernoctado en otro pueblo. De pronto oí que se abría la ventana de guillotina de un dormitorio de un taller vecino y llegó a mis oídos la voz furiosa de un hombre que resonó en la noche.
—¡Vete de una vez! ¡Vete ya! ¿Cómo se te ocurre armar tanto jaleo a estas horas de la noche? ¿No sabes que la gente decente necesita dormir?
—¡Necesito un médico! —grité a la oscuridad insondable de la ventana—. ¡Es urgente! ¡Un hombre se está muriendo!
—Pues aquí pierdes el tiempo. Ése es el taller de un cerrajero.
—Yo trabajo con el hermano de Andrew Gregory, el que vive en la casa de la garganta, junto al lindero del páramo. ¡Soy su aprendiz!
Destelló de nuevo el relámpago y atisbé la cara que me miraba desde la ventana, un rostro en el que vi reflejado el espanto. Era probable que todos los habitantes del pueblo supieran que el hermano de Andrew era un espectro.
—Hay un médico en la calle Bolton, a unos cien metros en dirección sur.
—¿Dónde cae eso?
—Ve colina abajo hasta el cruce de caminos y, al llegar allí, tuerce a la izquierda. Sigue recto. Es la última casa de la calle.
Y diciendo estas palabras, cerró de golpe la ventana. Pero no me importó, puesto que contaba con la información que necesitaba. Así que salí disparado colina abajo, giré hacia la izquierda, seguí corriendo y jadeando y, poco después, estaba llamando a la puerta de la última casa de la calle.
Los médicos están acostumbrados a que los despierten en plena noche para atender casos urgentes, por lo que éste no tardó en responder a la puerta. Era un hombre bajo con un fino bigote negro y cabellos igualmente negros, pero que ya se le agrisaban en las sienes. Sostenía una vela encendida en la mano y no paró de asentir con la cabeza mientras yo le hablaba, al tiempo que me miraba con aire tranquilo y profesional. Le informé de que la persona herida se encontraba en Paisaje del Páramo pero, cuando le dije de quién se trataba y por qué, observé que la vela le temblaba en la mano.
—Adelántate y yo iré tan pronto como pueda —dijo cerrándome la puerta en las narices.
Desanduve el camino hasta el páramo, aunque profundamente preocupado. Era evidente que al médico le daba miedo prestar sus servicios a un espectro. ¿Cumpliría su promesa? ¿Iría de veras a la granja? Como no viniera, mi maestro podía morir. Tal como estaban las cosas, quizá ya hubiera muerto. Por eso subí la cuesta de la colina con el corazón en un puño y tan aprisa como me lo permitieron las piernas. Para entonces, lo peor de la tormenta ya había pasado, de manera que tan sólo se oían los lejanos fragores del trueno, retumbando sobre el páramo, y lo único visible era el resplandor ocasional de algún relámpago distante.
No tenía motivos para preocuparme por el médico, porque más o menos al cuarto de hora cumplió su promesa y apareció en la granja.
Pero no se quedó mucho rato. Al examinar al Espectro le temblaban de tal manera las manos que no me hacía falta verle los ojos desorbitados para advertir que el hombre estaba aterrado. A nadie le gusta estar cerca de un espectro. Lo puse, además, al corriente de todo lo ocurrido tanto en la era como en la cocina, lo que no hizo sino empeorar su reacción. No dejó un solo instante de mirar alrededor, como si esperase que de un momento a otro apareciera el boggart y arremetiera contra él. De no haberme sentido tan triste y preocupado, incluso me habría parecido cómico.
Me ayudó a transportar al Espectro al piso de arriba y a acostarlo en una cama y le auscultó el pecho con gran atención. Después se puso de pie y movió negativamente la cabeza.
—Tiene pulmonía —diagnosticó por fin—. No puedo hacer nada.
—¡Es un hombre fuerte! —protesté—. Se pondrá bien.
Se volvió hacia mí con una expresión que yo ya había visto en otros médicos: una mirada profesional, mezcla de compasión y serenidad, la máscara que adoptan cuando tienen que dar malas noticias a los familiares de una persona gravemente enferma.
—Lamento que el pronóstico sea muy malo —dijo, y me dio unas suaves palmadas en el hombro—. Tu maestro se está muriendo, no es probable que pase de esta noche. La muerte nos llegará a todos algún día. Es triste, pero hay que aceptarlo. ¿Estás solo en la casa?
Asentí.
—¿Cuentas con lo necesario?
Volví a asentir.
—Bien, entonces enviaré a alguien mañana por la mañana. —Recogió su bolsa y, disponiéndose a salir, añadió con acento de mal agüero—: Habrá que lavarlo.
Yo sabía qué significaban esas palabras: era una tradición del condado lavar a los muertos antes de enterrarlos, aunque a mí siempre me había parecido una idea de lo más estúpida. ¿De qué servía lavar un cuerpo que había que encerrar en un ataúd y enterrarlo bajo tierra? Me enfurecí y a punto estuve de darle mi opinión, pero logré reprimirme y, acercándome a la cama, me senté y presté oído a los jadeos del Espectro, que parecía sediento de aire.
¡No era posible que muriese! Me negaba a creerlo. ¿Cómo iba a morir después de todo lo que había soportado? No quise aceptarlo; ¡seguro que aquel hombre se equivocaba! Pero por mucho que me esforcé en convencerme de que el médico estaba en un error, acabé por desesperarme. Entonces recordé lo que me había dicho mi madre sobre los avisos de muerte y recordé también el olor que percibí en la habitación de mi padre, aquel tufillo a flores; me advirtió que ese olor era una indicación de que la muerte andaba cerca, y como yo tenía el mismo don que ella, percibía ahora aquel olor en el Espectro y lo notaba más intenso a cada minuto que pasaba.
Sin embargo, amaneció el nuevo día y mi maestro seguía vivo; esa circunstancia dio lugar a que en el rostro de la mujer que había enviado el médico para que le lavara el cuerpo apareciera una expresión de contrariedad.
—Sólo puedo quedarme hasta las doce del mediodía. ¡Tengo otro encargo para esta tarde! —soltó la mujer, después de lo cual me indicó que buscara una sábana limpia, la rasgara en siete trozos y le trajera una palangana de agua fría.
Una vez que hube hecho lo que me había pedido, cogió una de las tiras de la sábana rasgada, la dobló hasta convertirla en un cuadrado del tamaño de la palma de la mano y la sumergió en el agua. Después mojó con ella la frente y la barbilla del Espectro. Habría sido difícil determinar si lo hacia para que el enfermo se sintiera mejor o para ahorrar tiempo cuando, más tarde, tuviera que lavarle el resto del cuerpo.
Hecho esto, se sentó junto a la cama y se puso a hacer calceta. Tejía lo que parecía una prenda de niño pequeño al mismo tiempo que hablaba sin parar. Me contó la historia de su vida y alardeó de las dos profesiones que ejercía: además de lavar muertos y prepararlos para enterrarlos, era la partera de la localidad. Estaba muy resfriada y no paraba de toser en dirección al Espectro y de sonarse la roja nariz con un gran pañuelo muy manchado.
Poco antes de las doce de mediodía, recogió sus cosas para marcharse.
—Volveré mañana por la mañana para amortajarlo. No sobrevivirá una segunda noche.
—¿No hay ninguna esperanza? —le pregunté, consciente de que mi maestro no había vuelto a abrir los ojos desde que se golpeó la cabeza.
—¿No oyes cómo respira? —me espetó.
Escuché con atención: la respiración sonaba áspera, con un leve estertor; hacía el mismo ruido que una tubería obstruida.
—Es el estertor de la muerte —sentenció la mujer—. Su tiempo en este mundo toca a su fin.
En aquel momento se oyeron unos golpes en la puerta de la casa y bajé a ver quién llamaba. Al abrir, me encontré a Alice junto al peldaño de la entrada. Llevaba el tabardo de lana abrochado hasta arriba y la capucha echada hacia delante.
—¡Alice! —exclamé, realmente contento de verla—. El señor Gregory se ha malherido al desembarazarse del boggart; se ha dado un golpe en la cabeza y el médico cree que no saldrá de ésta.
—Deja que le eche una mirada —dijo Alice, y me apartó a un lado—. Quizá no esté tan mal como él se figura. Los médicos a veces se equivocan. ¿Está arriba?
Asentí y la seguí hasta el dormitorio. Fue directa hacia el Espectro y le puso la mano en la frente; luego le levantó el párpado izquierdo con el dedo pulgar y le examinó el ojo con gran atención.
—No hay que perder la esperanza —dijo Alice—. A lo mejor soy de alguna ayuda…
Indignada, la mujer frunció el entrecejo, recogió su bolsa y se dispuso a salir.
—¡Bueno, lo que me faltaba por ver! —exclamó mientras miraba fijamente los zapatos puntiagudos de Alice—. ¡Una brujita ayudando a un espectro!
Alice levantó la vista —los ojos le despedían chispas de ira—, abrió desmesuradamente la boca y le ensenó los dientes. Al mismo tiempo le dirigió un silbido y la mujer, dando dos respingos, se apartó de la cama.
—¡No esperes que él te lo agradezca! —le advirtió la mujer mientras retrocedía hacia la puerta de la habitación antes de escapar corriendo escaleras abajo.
—No me cae bien —opinó Alice cuando se hubo ido la mujer, al tiempo que se desabrochaba el tabardo y se sacaba una bolsita de cuero de un bolsillo interior. Desató el cordón con que la ataba y, sacudiéndola, hizo caer de su interior unas hojas secas en la palma de la mano—. Le voy a preparar una poción ahora mismo.
Así que Alice se fue a la cocina, me senté al borde de la cama donde yacía el Espectro para intentar hacer algo por él. Le ardía el cuerpo, de modo que seguí dándole toques en la frente con el trozo de sábana húmedo a fin de bajarle la fiebre. De la nariz le salía un hilillo constante de sangre y moco que le resbalaba hasta el bigote y que había que limpiarle todo el rato. Seguía oyendo aquel ruido áspero que emitía su pecho y percibía el olor a flores cada vez más intenso, por lo que me dije que, por mucho que hiciera Alice, la amortajadora tenía razón y no tardaría en fallecer.
Al cabo de un momento Alice regresó a la habitación, esta vez con una taza llena hasta la mitad de un líquido amarillo claro. Y mientras yo le sostenía levantada la cabeza al Espectro, ella trataba de vertérselo despacio en la boca. Pensé que ojalá estuviera presente mi madre aunque, considerándolo bien, Alice era quien más se le parecía. Como mi madre me dijo una vez, la niña sabía muy bien lo que se traía entre manos en todo lo relativo a pociones.
Aunque el Espectro se ahogaba y profería extraños sonidos, conseguimos que se tragara gran parte del líquido.
—Estamos en una mala época del año, pero quizá encuentre algo mejor —murmuró Alice—. Saldré a echar un vistazo, aunque no se lo merece por la forma en que me ha tratado.
Le di las gracias y la acompañé a la puerta principal. Ya no llovía, pero el aire era frío y húmedo; los árboles estaban desnudos y el paisaje tenía un aire desolado.
—Es invierno, Alice. ¿Qué quieres encontrar, si apenas crece la hierba?
—Hasta en invierno se pueden encontrar raíces y cortezas aprovechables, si sabes dónde buscar, claro —replicó mientras se abrochaba el tabardo para protegerse del frío—. Volveré en cuanto pueda…
Volví al dormitorio y me senté de nuevo junto a mi maestro. Me sentía triste y desorientado. Sé que sonará egoísta, pero no pude evitar pensar en mí: no lograría terminar mi aprendizaje sin él; tendría que ir al norte de Caster, donde Arkwright practicaba su profesión, y pedirle que me admitiera. Como había sido aprendiz del señor Gregory y, al igual que yo, había vivido en Chipenden, tal vez accediera a admitirme, pero no existía garantía alguna. A lo mejor ya tenía aprendiz. Después de reflexionar estas cosas, me sentí peor, realmente culpable, por haber pensado sólo en mí y no en mi maestro.
Transcurrida una hora poco más o menos, el Espectro abrió de pronto los ojos. Le brillaban intensamente a causa de la fiebre y, por otra parte, tuve la impresión de que no me reconocía. Pese a todo, como se acordaba de dar órdenes, las dio a voz en grito como si yo estuviera sordo.
—¡Levántame! ¡Ayúdame a levantarme! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Ahora mismo! —gritó mientras yo porfiaba por ayudarlo a sentarse en la cama y le ponía unas almohadas en la espalda.
De repente rugió ruidosamente e hizo girar los ojos en las órbitas hasta que se le quedaron en blanco.
—¡Dame de beber! ¡Necesito beber!
Sobre la mesilla de noche había una jarra de agua fría. Llené media taza y se la acerqué suavemente a los labios.
—Beba lentamente —le aconsejé, si bien él tomó un gran sorbo y lo escupió al momento en la sábana.
—¿Qué es esta porquería? ¿Es eso lo que me merezco? —rugió. Volvía a tener los ojos en su lugar y, fijándolos en mí con mirada furiosa y arrebatada, me ordenó—: Tráeme vino. Y que sea tinto. ¡Eso necesito yo!
Pese a considerar que no era buena idea estando tan enfermo, insistió. Quería vino y tenía que ser tinto.
—Lo siento, pero no hay vino —le expliqué en tono tranquilo para evitar que se pusiera más nervioso.
—Claro, porque esto es un dormitorio —chilló—. Está abajo, en la cocina. Es ahí donde lo encontrarás. Y si no lo hay en la cocina, ve a la bodega; bajas y echas un vistazo. ¡Y aprisa! No me hagas esperar.
En la cocina hallé media docena de botellas de vino tinto. Pero el problema es que no vi ningún sacacorchos, aunque no hice una revisión muy a fondo. Así pues, cogí una botella y la subí al dormitorio con la idea de que con esto se habría acabado la historia.
Pero me equivocaba. Cuando estuve junto a la cama, mi maestro me arrancó la botella de las manos, se la llevó a la boca y, con los dientes que le quedaban, extrajo el tapón. Llegué a pensar que se lo había tragado, pero lo escupió con tal ímpetu que el corcho salió disparado y rebotó en la pared opuesta de la habitación.
Seguidamente comenzó a beber, aunque sin dejar de hablar al mismo tiempo. Jamás lo había visto tomar una bebida alcohólica, pero ahora daba la impresión de que el gaznate no tragaba a la medida de sus deseos. Iba excitándose por momentos y las palabras cedían paso a la simple verborrea. No tenía mucho sentido lo que decía, sino que más bien parecía que la fiebre y la bebida colaboraban en el puro desvarío que eran sus palabras, que en gran parte las pronunciaba en latín, esa lengua que tantos esfuerzos me costaba aprender. En un determinado momento se puso a persignarse repetidamente con la mano derecha igual que hacen los curas.
En nuestra granja rara vez tomábamos vino. Mi madre lo prepara con bayas de saúco y es realmente bueno, pero sólo lo sirven en la mesa en ocasiones especiales. Cuando yo vivía en mi casa, me contentaba con que me diesen un vasito de aquel vino dos veces al año. El Espectro apuró la botella entera en menos de un cuarto de hora, pero después se sintió muy mal… tan mal que a punto estuvo de morir en aquel momento. Naturalmente, fui yo quien se encargó de poner orden en el desaguisado sirviéndome de las restantes tiras de la sábana.
Alice llegó poco después y preparó otra poción con las raíces que había encontrado. Nos arreglamos entre los dos para hacerle tragar la bebida y enseguida volvió a quedarse dormido.
Hecho esto, observé que Alice husmeaba el aire y fruncía la nariz. Pese a haber cambiado las sábanas de la cama, el dormitorio continuaba hediendo a demonios, lo que me impedía percibir el olor a flores, o eso creí entonces, sin comprender que en realidad el Espectro había entrado en el camino de la mejoría.
Así pues, resultó que tanto el médico como la amortajadora estaban equivocados: a las pocas horas desapareció la fiebre y mi maestro tosió y limpió los pulmones de espesas flemas, que ensuciaban los pañuelos con la misma rapidez que se los procuraba, por lo que terminé por convertir en tiras otra sábana. Había enfilado el lento camino de la recuperación. Y una vez más, todo se lo debíamos a Alice.