8

El retorno del lanzador de piedras

El Espectro había estado acertado en sus predicciones, pero quedó tan sorprendido como yo cuando hice entrar a nuestra visitante en la cocina.

—El boggart ha aparecido en la granja y el señor Hurst pide ayuda —le expliqué.

—Pasa al salón, chica; tenemos que hablar —ordenó el Espectro, y dándose la vuelta, se encaminó hacia allí.

Alice me sonrió, pero no antes de que hubiera echado un vistazo a Meg, que estaba de espaldas a nosotros y se calentaba las manos al amor de la lumbre.

—Siéntate —indicó mi maestro a Alice, y cerró la puerta del salón—. Y ahora, cuéntamelo todo. Empieza desde el principio y tómate el tiempo necesario.

—No hay mucho que contar —comentó Alice—. Tom me ha explicado tantas cosas sobre boggarts que sé que éste es un lanzador de piedras. Hace días que las está arrojando contra la granja, de tal modo que es peligroso salir de casa; he puesto en riesgo mi vida para venir hasta aquí. La era está cubierta de piedras, apenas queda un cristal en las ventanas y ha derribado tres sombreretes de la chimenea. Es un milagro que no haya herido a nadie.

—¿Y Morgan no ha tratado de ponerle remedio? —preguntó el Espectro—. Le enseñé los conocimientos básicos sobre boggarts.

—Llevo muchos días sin verlo. ¡A enemigo que huye, puente de plata!

—Parece que lo estabas deseando —dije.

—Sí, eso parece —corroboró el Espectro—. Será mejor que prepares la infusión, chico. Hazla igual de fuerte que la última vez.

Me levanté y abrí el armario próximo a la chimenea, del que saqué el botellón de color caramelo. Al darme la vuelta, vi que el rostro de Alice demostraba a las claras que desaprobaba el método; el Espectro también lo percibió.

—No hay duda de que, como de costumbre, el chico te lo ha dicho todo sobre mis asuntos privados. Por consiguiente, sabrás qué va a hacer y por qué es necesario que lo haga, o sea que no pongas esa cara.

Alice no replicó, pero me siguió a la cocina y observó cómo preparaba la infusión mientras el Espectro se encerraba en su despacho para poner al día su diario. Cuando terminé, tuve que despertar a Meg sacudiéndole ligeramente el hombro porque estaba dormitando en su asiento.

—Aquí tienes, Meg —le dije tan pronto como abrió los ojos—, tu infusión. Pero ten cuidado, no vayas a quemarte la lengua…

Cogió la taza y se quedó pensativa mirándola fijamente.

—¿No la he tomado ya hoy, Billy?

—Sí, pero necesitas otra porque hace mucho frío.

—¡Oh! ¿Quién es esa amiga tuya, Billy? ¡Qué muchacha tan guapa! ¡Qué ojos castaños tan bonitos tiene!

Alice sonrió al oír que me llamaba Billy y se apresuró a presentarse.

—Soy Alice y antes vivía en Chipenden. Ahora vivo en una granja que está aquí cerca.

—Pues ven a vernos siempre que quieras —la invitó Meg—. No tengo ninguna compañía femenina; me encantará verte.

—Anda, toma la infusión, Meg —la interrumpí—. Bébela ahora que está caliente. Te sentará bien.

Así pues, se bebió la poción y no tardó mucho en terminarla; enseguida empezó a dar cabezadas y cayó dormida.

—Sería mejor trasladarla abajo, en medio del frío y la humedad —dijo Alice con un rastro de amargura en la voz.

No tuve oportunidad de contestar porque en aquel momento el Espectro salió de su despacho y cogió a la bruja en brazos. Cogí una vela, nos encaminamos hacia el sótano y abrí la reja para que la condujera a la habitación de la bodega. Alice se quedó en la cocina, pero a los cinco minutos de regresar de allá abajo los tres nos pusimos en camino.

En efecto, Paisaje del Páramo había sufrido lo suyo. Tal como había dicho Alice, las piedras cubrían la era y prácticamente todos los cristales de la casa estaban rotos; el único que permanecía intacto era el de la ventana de la cocina. Tenían cerrada con llave la puerta principal, pero el Espectro se sirvió de su propia llave y sólo tardó unos segundos en abrirla. Buscamos a los Hurst y los encontramos acurrucados en la bodega. Pero en cuanto al boggart, ni rastro.

El Espectro no perdió el tiempo.

—Tenéis que abandonar la casa de inmediato —le indicó al viejo granjero y a su mujer—. Me temo que no hay más remedio. Recoged lo imprescindible y salid de la casa cuanto antes. Dejadme a mí y yo haré lo que corresponda.

—Pero ¿adonde iremos? —exclamó la señora Hurst, a punto de romper en llanto.

—Si os quedáis, no os garantizo la vida —les soltó a bocajarro—. Tenéis parientes en Adlington. Tendrán que acogeros.

—¿Cuándo podremos volver? —preguntó el señor Hurst, preocupado por su propia subsistencia.

—Dentro de tres días a lo sumo —respondió el Espectro—. Pero no tenéis que preocuparos por la granja. El chico hará lo que sea necesario.

Mientras ellos recogían sus cosas, mi maestro me ordenó que llevara a cabo aquellas tareas de la granja que supiera realizar. Estaba todo tranquilo, no llovían piedras y daba la impresión de que el boggart se había tomado un descanso. Así pues, aprovechando la situación, comencé por ordeñar las vacas y, cuando terminé, se había hecho casi de noche. Al entrar en la cocina, me encontré al Espectro sentado, solo, a la mesa.

—¿Dónde está Alice? —pregunté.

—Con los Hurst. ¿Dónde va a estar? No podemos tenerla enredando por aquí cuando hay que ventilar el asunto del boggart.

Me sentía tan cansado que no me molesté en discutir. Había abrigado la esperanza de que le permitiera quedarse con nosotros.

—Anda, siéntate y a ver si te quitas ese enfurruñamiento de encima, muchacho. Amargarías la vida a cualquiera. ¡Tenemos que estar en forma!

—¿Y dónde se ha metido el boggart ahora?

—Y yo qué sé. A lo mejor está descansando debajo de un árbol o algún pedrusco, digo yo. Pero como ya es de noche, no tardará en venir. Los boggarts también están activos de día y, como aprendimos en nuestras propias carnes en el peñasco, saben defenderse si se les provoca. Pero la noche es su momento favorito y el período en que sus facultades están agudizadas al máximo.

»Si se trata del mismo boggart que encontramos en La Piedra, es probable que la situación adquiera mal cariz. De momento, se acordará de nosotros así que se acerque y querrá vengarse de lo que le hicimos, pero esta vez no le bastará con romper unas cuantas ventanas y derribar unos sombreretes de chimenea, sino que querrá arrasar la casa con nosotros dentro. Por lo tanto la lucha será a muerte. De cualquier modo, muchacho, anímate —me dijo advirtiendo la preocupación reflejada en mi cara—. La casa es vieja, pero está construida con buena piedra del condado y sobre cimientos muy sólidos. La mayor parte de los boggarts son más tontos de lo que parece, por eso todavía no estamos muertos. Lo que debemos hacer es debilitarlo. Yo me ofrezco para conseguirlo y, cuando haya logrado minar sus fuerzas, tú lo rematarás con la sal y el hierro, o sea que empieza a llenarte los bolsillos con esos materiales, chico, y prepárate.

Ya me había servido de aquel viejo truco de la sal y el hierro aquella vez que tuve que enfrentarme con la vieja bruja, la Madre Malkin. Las dos sustancias combinadas eran muy eficaces contra lo Oscuro. La sal quemaría al boggart y el hierro lo privaría de su poder.

Hice, pues, lo que me ordenaba mi maestro y me llené los bolsillos con el contenido de los saquitos que él llevaba en la bolsa.

Faltaba poco para la medianoche cuando atacó el boggart. Desde hacía horas se gestaba una tormenta y los primeros fragores distantes ya habían dado paso al estallido de los truenos y a los deslumbrantes chispazos de los relámpagos. Estábamos los dos sentados a la mesa de la cocina cuando ocurrió.

—Ya viene —musitó el Espectro en voz tan baja que más parecía estar hablando consigo mismo que conmigo.

Pero tenía razón: un par de segundos más tarde, llegó el boggart vociferando y echando pestes cuesta abajo y se encaminó directamente a la granja. Fue como un río salido de madre que se nos viniese encima o como una tromba de agua.

La ventana de la cocina saltó en mil pedazos y proyectó esquirlas por todas partes, en tanto que la puerta trasera pugnaba por ceder hacia dentro, como vencida por una poderosa fuerza exterior. Después retembló la casa como un árbol a merced de la tormenta, inclinándose ya a un lado, ya a otro. Sé que cuanto digo parece imposible, pero juro que es verdad.

Acto seguido se oyeron chasquidos y crujidos que venían de lo alto y empezaron a volar tejas que se estrellaron en la era. Pero al poco rato todo quedó tranquilo y en silencio, como si el boggart hubiese decidido tomarse un descanso o estuviese pensando qué haría a continuación.

—Ha llegado el momento de acabar con esta historia, muchacho —dijo el Espectro—. Tú quédate aquí dentro y mira por la ventana; que las cosas van a ponerse mal es más que seguro.

Pensé que las cosas ya estaban bastante mal, pero no dije nada.

—Por encima de todo y pase lo que pase —prosiguió mi maestro—, no salgas. Sírvete de la sal y el hierro sólo cuando el boggart entre en la cocina porque, si los utilizas en el exterior, no surtirán su efecto a causa del tiempo que hace. Procuraré que el boggart entre en la casa. Así pues, tienes que estar preparado.

Abrió la puerta y, empuñando su cayado, salió a la era. Era el hombre más valiente que he conocido en mi vida, porque por nada del mundo habría querido yo toparme de noche con el boggart.

Fuera estaba oscuro como boca de lobo y en la cocina se habían apagado las velas. Verme sumido en aquellas tinieblas absolutas era lo último que deseaba, pero por fortuna disponíamos de un farol. Lo acerqué a la ventana, aunque su escasa luz apenas alcanzaba a iluminar la era; y además, como el Espectro se encontraba a cierta distancia, me era imposible ver lo que ocurría, así que debía confiar en los destellos de los relámpagos.

Oí que el señor Gregory golpeaba tres veces las losas con su cayado y poco después, dando un aullido, el boggart se abalanzó sobre él cruzando la era en toda su anchura de izquierda a derecha. Seguidamente, percibí un grito de dolor y algo así como el crujido de una rama al desgajarse. El destello de otro relámpago me permitió distinguir al Espectro de rodillas, con las manos en alto tratando de protegerse la cabeza, mientras que el cayado yacía roto sobre las losas a cierta distancia.

En medio de la oscuridad reinante, también oí cómo caían piedras contra el pavimento, cerca del sitio donde se hallaba mi maestro, y tejas que llovían sobre él desde el tejado. Lanzó dos o tres veces seguidas quejidos de dolor y, pese a haberme recomendado que mirase a través de la ventana y vigilase la entrada del boggart en la casa, estuve tentado de salir a echarle una mano. Era evidente que estaba pasándolo muy mal y que las cosas iban a peor.

Escruté la oscuridad tratando de ver qué ocurría, con la esperanza de que otro relámpago volviese a iluminar la escena. Ahora ya no veía al Espectro. De pronto oí que la puerta trasera crujía y se abría muy lentamente. Aterrado, intenté protegerme y apoyé la espalda contra el muro. ¿Sería el boggart que venía a por mí? Dejé el farol sobre la mesa y me dispuse a hurgar en los bolsillos del pantalón para sacar la sal y el hierro que tenía guardados. Al ver una forma oscura que atravesaba el umbral de la cocina, sentí un frío glacial y me quedé petrificado, sin respirar siquiera, hasta que de pronto descubrí al Espectro avanzando a gatas por el suelo. Se había arrastrado así hasta la puerta, amparándose en la sombra del muro, y por eso no lo había visto fuera.

Me precipité hacia él, cerré la puerta de golpe y lo ayudé a acercarse a la mesa. Tuve que hacer un gran esfuerzo, porque le temblaba todo el cuerpo y apenas tenía fuerza en las piernas. Estaba hecho una lástima. El boggart lo había dejado muy maltrecho: tenía la cara ensangrentada y, en la frente, un chichón del tamaño de un huevo. Apoyó las dos manos en el borde de la mesa porfiando por tenerse en pie.

Cuando abrió la boca para hablar, vi que le faltaba uno de los dientes frontales. Daba pena mirarlo.

—No te alarmes, muchacho —dijo con una especie de graznido—. Lo tenemos casi vencido y le queda poca fuerza. Es el momento de acabar con él. Prepárate para usar la sal y el hierro pero, por lo que más quieras, no falles el golpe.

Con las palabras «casi vencido» se refería a que él se había ofrecido como chivo expiatorio, y como el boggart había gastado ya gran parte de su energía tratando de aniquilarlo, se había debilitado. Pero ¿mucho o poco? Tenía la impresión de que todavía debía de ser muy peligroso.

En ese mismo momento volvió a abrirse la puerta de par en par y esta vez quien la cruzó fue el boggart. A la luz de un relámpago, le vi la redonda cabeza y los seis brazos cubiertos de barro. Pero había una diferencia: ahora parecía mucho más pequeño. Había perdido parte de su poder, lo que quería decir que el sufrimiento del Espectro no había sido inútil.

Con el corazón golpeándome el pecho y temblándome las rodillas, me enfrenté a aquel ser. Rebusqué en mis bolsillos, saqué dos puñados de su contenido y se los arrojé: sal con la mano derecha, hierro con la izquierda.

A pesar del coste que le había supuesto, el Espectro había hecho todo lo necesario para vencer al boggart, paso a paso, al pie de la letra: primero le había quemado el árbol, con lo que lo había privado de su fuente de energía y, en segundo lugar, se había ofrecido como víctima propiciatoria, restando más fortaleza aún a la criatura. Pero había que rematar dentro de la casa el trabajo. Y no podía permitirme ningún fallo.

La única corriente de aire que circulaba era la que se producía entre la ventana y la puerta abierta, y supe apuntar con tino, de manera que la nube de sal y hierro dio de lleno en el boggart. El grito que profirió fue tan agudo y penetrante que me puso los pelos de punta y casi me reventó los tímpanos. La sal lo quemó y el hierro acabó de minar las pocas fuerzas que le quedaban. Un momento después, del boggart no quedaba ni rastro.

Había desaparecido, se había esfumado para siempre. ¡Yo había acabado con él!

Pero el alivio que sentí fue muy breve porque observé que el Espectro se tambaleaba y que estaba a punto de derrumbarse. Quise ampararlo, lo intenté de veras, pero no llegué a tiempo. Se le doblaron las rodillas, perdió el asidero de la mesa y cayó de espaldas y, al desplomarse, se golpeó con fuerza la cabeza contra las baldosas de la cocina. Porfié por levantarlo, pero se había convertido en un peso muerto, y advertí, alarmado, que le sangraba abundantemente la nariz.

Sentí que me invadía el pánico, pues de momento no percibí que respirara, aunque por fin noté que alentaba levemente. Había sufrido una lesión grave y precisaba la urgente asistencia de un médico.