7

El lanzador de piedras

Habíamos terminado de desayunar cuando el alto y fornido mozo de un granjero golpeó la puerta trasera de la casa con los puños como si le fuera la vida en ello.

—¿Qué pasa, se puede saber qué quieres, cabeza de chorlito? —gritó el Espectro al tiempo que abría la puerta de par en par—. ¿Es que quieres romper la puerta?

El chico dejó de golpear y se puso rojo como un tomate.

—He preguntado por usted en el pueblo —dijo señalando hacia Adlington—, y un carpintero me indicó el camino hacia aquí arriba. Me dijo que llamara fuerte en la puerta de atrás.

—Sí, claro, que llamaras, no que echaras la puerta abajo —le espetó el Espectro, enfurruñado—. En fin, ¿qué quieres de mí?

—Me envía mi padre y le pide que vaya rápido. La cosa pinta mal: ha muerto un hombre.

—¿Y tu padre quién es?

—Henry Luddock. Vivimos en la granja La Piedra, junto a la garganta de Owshaw.

—Conozco a tu padre y he trabajado para él. ¿No serás William, por casualidad?

—El mismo.

—Pues bien, William, la última vez que estuve en La Piedra, tú eras un niño de teta. Veo que has crecido bastante o sea que entra y descansa un poco, respira, tranquilízate y empieza por el principio. Quiero saber todos los detalles, así que no te guardes nada.

Al atravesar la cocina para ir al salón, no vi ni rastro de Meg. Si no estaba trabajando, solía sentarse en la mecedora y calentarse las manos en la chimenea de la cocina. Pensé que a lo mejor quería mantenerse aparte al ver que teníamos visita… que era lo que habría debido hacer el día que Shanks nos trajo los víveres.

Ya en el salón, William expuso la historia de los hechos, que había empezado muy mal y terminado peor. Al parecer, un boggart, probablemente el mismo que mi maestro y yo habíamos oído pasar por la vía prehistórica hacía varias noches, se había instalado en La Piedra y había iniciado sus fechorías emitiendo ruidos durante la noche: cosas como mover los pucheros de la cocina, golpear la puerta de la casa y hacer retemblar los muros. Me bastaron esos datos para convencerme de que se trataba de un boggart, gracias a las notas que había tomado sobre ellos.

Me fue fácil adivinar cómo seguiría William el relato porque, si el sujeto daba golpes, después arrojaría piedras. Y así sucedió. Primero fueron pequeños guijarros que lanzaba contra las ventanas, los dejaba resbalar por las tejas o los colaba por la chimenea, pero después las piedras fueron más grandes, mucho más grandes.

El Espectro me había enseñado que los que empezaban dando golpes se transformaban a veces en lanzadores de piedras. Se trataba en ese caso de boggarts de mala índole y trato peligroso. El difunto era un pastor que trabajaba para Henry Luddock, y encontraron su cadáver en la ladera más baja del páramo.

—Lo descalabraron con una piedra más grande que su cabeza —explicó William.

—¿Estás seguro de que no fue un accidente? —preguntó el Espectro—. A lo mejor dio un paso en falso, cayó y se pegó un golpe.

—No, de eso estamos seguros. El hombre estaba boca arriba y tenía la piedra encima. Y cuando trasladamos el cadáver, comenzaron a caer muchas piedras a nuestro alrededor. Fue terrible. Creí que me moría. Por favor se lo pido: ¿quiere venir a echarnos una mano? Mi padre se volverá loco con tantas preocupaciones. Tenemos mucho trabajo, pero no lo hacemos porque es arriesgado salir de la granja.

—Bien, vuelve a casa y di a tu padre que estoy en camino. En cuanto al trabajo, limítate a ordeñar las vacas y a hacer lo mínimo necesario; las ovejas saben cuidarse, por lo menos hasta que lleguen las nieves. En fin, espérame en la ladera del monte.

Tan pronto como William salió, el Espectro se me encaró y, moviendo la cabeza con gravedad, sentenció:

—Mal asunto, muchacho. Los boggarts que lanzan piedras causan problemas, pero raras veces matan, lo que quiere decir que ése es un ser malvado que puede muy bien repetir otra vez lo que ha hecho. Llevo castigados uno o dos seres de esa calaña, pero me han dado más de un dolor de cabeza y sé que algunos espectros han muerto a manos de esos lanzadores de piedras. Otra cosa muy diferente es tratar con un destripador, aunque a veces puede ser igual de peligroso.

En otoño yo tuve que vérmelas con un destripador. Y como el Espectro estaba enfermo, no me quedó más remedio que arreglármelas sin él, auxiliado por un mecánico y su compañero. Fue bastante peliagudo, porque los destripadores matan a sus víctimas, pero la tarea que se nos avecinaba también sería peliaguda, aunque de diferente manera. ¡Poco puede hacer uno para defenderse cuando te llueven piedras!

—Bueno, alguien tiene que hacerlo —dije tratando de poner a mal tiempo buena cara.

—Así es, muchacho, por lo tanto… manos a la obra —asintió, muy serio.

Antes de salir todavía nos quedaba algo por hacer: el Espectro me llevó al salón y me mandó que cogiese aquella botella color caramelo con la etiqueta que decía «Infusión».

—Prepara otra dosis para Meg, muchacho, pero procura que esta vez sea más concentrada. Ponle cinco centímetros; bastará con eso, porque nosotros estaremos de vuelta esta misma semana.

Hice lo que me ordenaba y vertí cinco centímetros generosos del oscuro brebaje. Después puse a hervir el agua de la marmita y llené la taza de agua caliente hasta los bordes.

—Bebe, Meg —le dijo el Espectro tendiéndole la humeante taza—. Lo necesitarás porque el frío va en aumento y así evitarás que te duelan los huesos.

Meg le sonrió y a los diez minutos había vaciado la taza y daba cabezadas. El Espectro me tendió la llave de la reja de la escalera y me pidió que fuera delante; entonces cogió a Meg en brazos, como si fuera una niña pequeña, y se me pegó a los talones.

Abrí la reja con la llave, bajé la escalera y aguardé ante la puerta situada entre las otras dos. Entre tanto mi maestro se perdió en la oscuridad interior con Meg en brazos. Pero como dejó la puerta abierta, oí palabra por palabra lo que le dijo.

—Buenas noches, mi amor —susurró—. Sueña con nuestro jardín.

Yo sabía que no habría debido escuchar esas palabras, pero no lo pude evitar y me sentí bastante desconcertado al constatar que, de entre todos los seres vivos, había sido precisamente mi maestro quien las había pronunciado.

¿De qué jardín hablaría? ¿Se referiría a los jardines de Chipenden? En todo caso, de ser así, se trataría del jardín de poniente, desde donde se divisaban las colinas rocosas, descartando los otros dos, en los que se habían cavado los hoyos para boggarts y las tumbas para brujas.

Meg no respondió, pero el Espectro debió de despertarla al salir y cerrar la puerta tras él porque de pronto se echó a llorar como una niña pequeña que tiene miedo de la oscuridad. Al oír su llanto, el Espectro se detuvo y nos quedamos un buen rato esperando en la puerta hasta que por fin fueron calmándose los sollozos, sustituidos por otro sonido más débil: el silbido que emitía Meg al respirar y escapársele el aire entre los dientes.

—¡Ya está! —dije en voz baja a mi maestro—. Se ha dormido. La oigo roncar.

—¡No, muchacho! —repuso él dirigiéndome una de sus miradas fulminantes—. Yo diría que canta, no que ronca.

A mí me parecían ronquidos, pero lo que estaba claro era que mi maestro no toleraba que se criticase a Meg bajo ningún concepto. En cualquier caso, dicho esto, subimos la escalera, cerramos la reja y recogimos nuestras cosas para el viaje.

Emprendimos el camino del este y nos adentramos en las profundidades de la garganta hasta que ya se hizo tan estrecha que casi caminábamos siguiendo el arroyo, mientras el cielo se limitaba a una pequeña franja gris. Y cuál no sería mi sorpresa cuando, poco después, llegamos a unos peldaños tallados en la roca.

Eran estrechos y empinados, resbaladizos a causa de las placas de hielo que los cubrían, y como yo cargaba con la pesada bolsa del Espectro, tan sólo disponía de una mano libre para agarrarme en caso de resbalar.

Siguiendo los pasos de mi maestro, conseguí llegar entero a la cumbre y debo admitir que la ascensión valió la pena, porque me encontré de nuevo en pleno aire libre, con amplios espacios a uno y otro lado. Las rachas de viento parecían tener fuerza suficiente para barrernos del páramo, y las nubes, oscuras y amenazadoras, pasaban tan cerca de nuestra cabeza que se habría dicho que podíamos tocarlas con sólo levantar las manos.

Como ya he dicho, el páramo de Anglezarke estaba situado a cierta altura, pero más bajo que las colinas rocosas que habíamos dejado atrás en Chipenden. Disponía de algunas colinas y algunos valles, eso sí, que tenían muy extrañas formas. Sobresalía en particular un pequeño montículo, demasiado redondeado y liso para ser natural. Al pasar cerca de él, lo reconocí: era el túmulo donde había visto al hijo de los Hurst.

—Aquí es donde vi a Morgan —le comenté al Espectro—. Estaba de pie en lo alto.

—Sin duda era él, muchacho. Siempre le ha fascinado este túmulo y siempre ha merodeado por sus inmediaciones. Lo llaman la Hogaza Redonda, ¿sabes? Es por su forma —especificó el Espectro mientras se apoyaba en el cayado—. Lo construyeron en épocas antiguas los primeros hombres que llegaron al condado procedentes de poniente. Desembarcaron en Heysham, como bien sabes.

—¿Y qué finalidad tiene?

—Pocos lo saben con seguridad, pero muchos son lo suficientemente necios para hacer suposiciones. Creen que sólo se trata de un túmulo donde está enterrado un antiguo rey con su armadura y todas sus riquezas. Algunas personas codiciosas incluso han cavado pozos pero, pese a haberse tomado tanto trabajo, nunca han encontrado nada. ¿Sabes qué significa la palabra Anglezarke, chico?

Negué con la cabeza y me estremecí de frío.

—Pues significa «templo pagano». Todo el páramo era una inmensa iglesia abierta a los cielos, donde aquel pueblo antiguo rendía culto a sus viejos dioses. Como te dijo tu madre, el más poderoso de esos dioses se llamaba Golgoth, que quiere decir Señor del Invierno. Hay quien afirma que este montículo era su altar específico. En principio, se trataba de una poderosa fuerza elemental, un espíritu de la naturaleza que amaba el frío. Pero como se le rindió un ferviente culto durante tanto tiempo, cogió agallas y se tornó antojadizo y a veces se demoraba más allá de la época que tenía asignada y amenazaba con un año de persistentes nieves y hielos. Algunos han llegado a pensar incluso que fue el poder de Golgoth el que provocó la última Edad del Hielo. ¡Vete a saber si es cierto! En cualquier caso, en pleno invierno durante la época del solsticio, por temor a que el frío no terminara nunca y no volviera la primavera, la gente hacía sacrificios para apaciguarlo. Eran sacrificios de sangre, porque los hombres no aprenden nunca.

—¿Le ofrecían animales?

—Humanos, muchacho, humanos… Lo hacían para que, saciado con la sangre de las víctimas, Golgoth se sintiera tan satisfecho que se sumiera en un profundo sueño y dejara que volviera la primavera. Los huesos de esos seres sacrificados siguen ahí. Cava en el sitio que quieras a un kilómetro a la redonda y no tardaras en encontrar cantidad de ellos.

»Este montículo me ha preocupado siempre porque Morgan no era capaz de apartarse de este lugar y siempre ha tenido un gran interés por Golgoth… demasiado para mi gusto. Y seguramente lo sigue teniendo. Has de saber que algunas personas se figuran que el Señor del Invierno es la clave para alcanzar la supremacía mágica y que, si un mago como Morgan consiguiera obtener el poder de ese dios —el poder de lo Oscuro—, dominaría el condado.

—¿Cree usted que Golgoth sigue aquí, en algún lugar del páramo…?

—Sí, dicen que duerme bajo tierra. De ahí que el interés de Morgan por él sea peligroso, pues es el caso que los antiguos dioses se crecen cuando son venerados por hombres necios. El poder de Golgoth disminuyó cuando cesó el culto, y él se sumió en un profundo sueño, un sueño del que no queremos que despierte.

—Pero ¿por qué dejaron de rendirle culto? Me imaginaba que temían que el invierno no terminase nunca.

—Sí, muchacho, es verdad, pero a veces hay circunstancias que son más importantes: pudo ocurrir que una tribu más poderosa se trasladara al páramo y trajera consigo a un dios diferente, o que las cosechas fueran malas y la gente tuviera que marcharse a una zona más fértil. Los motivos se perdieron en el tiempo, pero la cuestión es que ahora duerme. Y así quiero que siga. Sea como fuere te aconsejo que no te acerques por aquí, muchacho, y procura que Morgan también se mantenga lejos. Y ahora ven, pronto se hará de noche y es mejor que nos apresuremos.

Dicho esto, abandonamos el lugar y, una hora más tarde, salíamos del páramo y emprendíamos la marcha hacia el norte. Llegamos a La Piedra antes del anochecer. William, el hijo del granjero, nos esperaba al final del camino y subimos la colina en dirección a la granja cuando la luz ya comenzaba a debilitarse. Pero antes de ir a la casa, el Espectro insistió en que el chico lo llevara al lugar donde habían encontrado el cadáver.

De la puerta trasera de la granja partía un camino que conducía directamente al páramo, que ahora, con aquel cielo grisáceo, tenía un aire sombrío y amenazador. Como el viento había amainado, las nubes se desplazaban perezosamente y parecían cargadas de nieve.

Unos doscientos pasos más nos condujeron a una garganta mucho más pequeña que aquella en la que se erigía la casa del Espectro, pero no menos lóbrega y ominosa. Era una angosta hondonada repleta de barro y piedras, dividida en dos por la corriente rápida pero somera de un arroyo.

No había mucho que ver, pero ni William ni yo nos sentíamos a gusto. El chico miraba a un lado y a otro y no cesaba de volverse, como si creyera que podía aparecer algo por detrás y abalanzarse sobre él. Su actitud resultaba cómica, pero yo estaba demasiado asustado para ceder a la risa.

—¿O sea que el sitio es éste? —preguntó el Espectro al ver que William se detenía.

El chico asintió e indicó un espacio de tierra donde se veían unos montoncitos de hierba aplastados.

—Y ésa es la piedra que tenía sobre la cabeza —dijo señalando un enorme pedrusco de roca gris—. Tuvimos que levantarla entre dos personas.

La roca era muy grande y me quedé mirándola con recelo, aterrado al pensar que una cosa de semejante tamaño pudiera caer del cielo. Fue suficiente para que valorara lo peligroso que podía resultar un boggart de esa clase.

De pronto comenzaron a llover piedras. La primera fue pequeña y su ruido al caer sobre la hierba apenas se distinguió del gorgoteo del agua. Entonces levanté la mirada hacia las nubes a tiempo de ver un pedrusco más grande que se me venía encima y poco faltó para que me diera en la cabeza. A continuación arreció una lluvia de piedras de todos los tamaños que cayeron a nuestro alrededor; algunas lo bastante grandes para causar graves daños.

El Espectro señaló la granja con el cayado y observé sorprendido que abría la marcha garganta abajo. Caminábamos aprisa y yo porfiaba por no rezagarme, ya que la bolsa parecía más pesada a cada paso que daba y el barro me hacía resbalar. Nos detuvimos, ya sin resuello, al llegar al corral.

La lluvia de piedras cesó, pero una de ellas había causado algunos desperfectos: el Espectro tenía una herida en la frente de la que manaba un reguero de sangre. No era una herida seria ni tampoco una amenaza para su integridad física, pero el suceso me preocupó mucho.

El lanzador de piedras ya había matado a un hombre, lo que había obligado a mi maestro, aun sin estar en su mejor momento, a tomar cartas en el asunto. Yo estaba seguro de que al día siguiente me necesitaría; y sería un día terrible.

Henry Luddock nos dispensó un afectuoso recibimiento cuando llegamos a la granja. Al poco rato nos sentamos en su cocina delante de una acogedora fogata. Era un hombre alto, jovial, de rostro rubicundo, que no había permitido que la amenaza del boggart lo abatiera. Lamentaba la muerte del pastor que tenía contratado, pero se mostró amable y considerado con nosotros y se dispuso a desempeñar las funciones de anfitrión ofreciéndonos una buena cena.

—Gracias por la invitación, Henry —le dijo el Espectro declinando aceptarla—. Es muy amable de tu parte, pero nosotros no trabajamos nunca con el estómago lleno. Nos acarrearía problemas. Pero tú sigue adelante y come lo que te apetezca.

Y eso fue exactamente lo que hizo la familia Luddock, con gran contrariedad por mi parte: se sentaron a la mesa y se sirvieron unas buenas raciones de pastel de ternera, mientras que lo único que el Espectro permitió que comiéramos nosotros dos fue un raquítico bocado de queso amarillento y un vaso de agua.

Así que me quedé allí sentado mordisqueando el queso y pensé en Alice, que vivía en aquella casa donde se sentía tan infeliz. De no haber sido por el boggart, el Espectro habría podido tratar con Morgan y mejorar la situación pero, dado que tenía que enfrentarse con un lanzador de piedras, nadie sabía cuándo conseguiría solucionar el problema.

Como en la casa no había habitaciones sobrantes, mi maestro y yo pasamos una noche muy desapacible, envuelto cada uno en su manta, tumbados en el suelo de la cocina y arrimados al rescoldo de la chimenea. A la mañana siguiente, mucho antes de que amaneciera, nos levantamos con el cuerpo aterido y entumecido y nos pusimos en marcha hacia el pueblo más próximo, llamado Belmont; estaba situado colina abajo, lo que facilitaba la caminata, aunque yo estaba convencido de que no tardaríamos en tener que desandar el camino cuesta arriba y regresar a la granja.

Belmont no era un pueblo muy grande; se encontraba en una encrucijada y constaba de media docena de casas, además de la herrería que íbamos a visitar. El herrero no se alegró al vernos, aunque supongo que fue porque, con los golpes que dimos a la puerta, lo sacamos de la cama. Era un hombre alto y musculoso, como la mayoría de los herreros, un hombre con quien no se podía, andar con chiquitas, si bien miró al Espectro con aire precavido y pareció sentirse incómodo en su presencia. Sabía muy bien qué asuntos se llevaba mi maestro entre manos.

—Necesito un hacha nueva —solicitó el Espectro.

El herrero indicó la pared detrás de la fragua donde tenía expuestos varios cabezales de hacha, toscamente tallados y preparados para su acabado final.

El señor Gregory escogió rápidamente el más grande. Era de doble filo, y eso provocó que el hombre mirara a mi maestro de arriba abajo como si dudara de que fuera lo suficientemente alto y fuerte para empuñar un hacha de aquellas dimensiones.

Después, sin añadir palabra y tras asentir, refunfuñó algo por lo bajo y se puso manos a la obra. Yo me quedé junto a la fragua observándolo mientras calentaba, batía y daba forma al cabezal en el yunque; de vez en cuando lo sumergía en un barreño de agua, lo que provocaba intensos siseos y nubes de vapor.

A continuación insertó a golpe de martillo el cabezal en una larga asta de madera antes de disponerse a afilarlo en la muela, maniobra que dio lugar a un gran despliegue de chispas. Transcurrió casi una hora antes de que quedase satisfecho y se aviniese a entregar el hacha a mi maestro.

—Necesitaré también un gran escudo —pidió el Espectro—. Tiene que ser lo bastante grande para que nos proteja a mi aprendiz y a mí, y lo bastante ligero para que el chico pueda sostenerlo sobre la cabeza con el brazo extendido.

El herrero pareció sorprenderse, pero se metió en la trastienda y volvió con un gran escudo circular, de madera y con un reborde metálico; el centro se adornaba con un tachón de hierro provisto de una púa, pero tuvo que eliminarlo y reemplazarlo por madera a fin de hacer el escudo más ligero; después lo recubrió de estaño.

Así pues, agarrándolo por el borde exterior, ya estaba yo en condiciones de sostener el escudo sobre mi cabeza con ambos brazos en alto. Sin embargo, el Espectro dijo que no iría bien porque podía herirme los dedos y soltar el escudo. Por consiguiente, tuvo que sustituir la habitual correa de cuero por dos asas de madera colocadas en el interior del reborde.

—Bien, vamos a ver qué podemos hacer ahora —comentó el Espectro.

Me hizo sostener el escudo en diferentes posturas y lugares y después, satisfecho por fin, pagó al herrero y nos pusimos en marcha camino de La Piedra.

Trepamos seguidamente a lo alto del peñasco. El Espectro se vio obligado a dejar el cayado porque tenía las manos ocupadas con el hacha y la bolsa, y yo me debatía con el pesado escudo, contento, no obstante, de que mi maestro no contara con que le llevase la bolsa. Subimos hasta el lugar donde había muerto el hombre. Al llegar, el Espectro se detuvo, me miró fijamente a los ojos y me dijo:

—Ahora tendrás que ser valiente, muchacho, muy valiente. Y además, debemos trabajar aprisa. El boggart vive debajo de las raíces de un viejo espino que cortaremos y quemaremos para desalojarlo.

—¿Cómo sabe que está aquí? ¿Acaso los lanzadores de piedras suelen vivir debajo de las raíces de los árboles?

—Viven donde se les antoja. Pero por lo general a los boggarts les gusta vivir en las gargantas y sobre todo debajo de las raíces de los espinos. Mira, al pastor lo mataron al pie de esa garganta, y sé que un poco más arriba hay un árbol de esa clase, porque da la casualidad de que en ese mismo sitio me las tuve que ver con el último boggart al que me enfrenté, hace unos diecinueve años, cuando yo era casi un niño de pecho y Morgan, mi aprendiz. Pero ahora la situación es más complicada porque, mientras aquel boggart hacía caso de las palabras persuasivas y se movía cuando se lo pedía, el lanzador de piedras actual es un bribón e incluso es capaz de matar, por lo que no basta con hablarle.

Así pues, poniendo proa hacia el norte, entramos en el borde occidental de la garganta. El Espectro me precedía con paso rápido y no tardamos en jadear los dos; al mismo tiempo la marcha se hacía más dificultosa, puesto que el barro daba lugar gradualmente a que las piedras se desprendieran.

Al principio nos mantuvimos cerca de la parte superior de la garganta, pero después el Espectro continuó por la ladera guijarrosa abajo hasta que llegamos al borde del arroyo. Era somero y angosto, pero borboteaba entre las piedras en su curso descendente con fuerza tal que habría sido difícil cruzarlo. Proseguimos hacia arriba a contracorriente mientras las orillas a uno y otro lado se iban elevando, hasta que sobre nuestras cabezas lo único que quedó visible fue una estrecha rendija de cielo. Después, pese al rumor de la corriente, oí el ruido del primer guijarro que cayó en el agua delante mismo de nosotros.

Ya me esperaba que sucediera eso y no tardaron en caer otras piedras, lo que me obligó a coger el escudo que llevaba en la espalda y nos cubrimos la cabeza con él. Como el Espectro era de mayor estatura que yo, me vi obligado a sostener el escudo muy alto, de modo que no tardaron en dolerme los brazos y los hombros. Aunque lo aguantaba a la máxima distancia que daban de sí mis brazos, al Espectro no le quedó más remedio que agacharse, por lo que nuestro avance se hacía dificultoso en extremo.

Pronto avistamos el espino: no era particularmente alto, pero si viejo, negro y retorcido, con raíces nudosas que parecían garras; tenía, además, aire de desafío, ya que por algo había sobrevivido a los peores cambios de temperatura por espacio de cien años o más. No era mal habitáculo para que un boggart lo convirtiera en su casa, sobre todo tratándose de un lanzador de piedras como aquél, un tipo que evitaba la compañía humana y aficionado a la soledad.

Las piedras que llovían iban siendo más grandes a cada minuto que pasaba y, cuando llegamos al árbol, el ruido que hizo una de ellas —más grande que un puño— al rebotar en el escudo casi me dejó sordo.

—¡Aguanta, muchacho! —me gritó el Espectro.

Y seguidamente dejaron de caer piedras.

—Allí… —me indicó mi maestro, y bajo la sombra de las ramas del árbol, vi al boggart que comenzaba a cobrar forma.

El Espectro me había dicho que ese tipo de boggart era en realidad un espíritu y por tanto carecía de carne, sangre y huesos propios, aunque a veces, cuando trataba de asustar a la gente, se cubría de algunos elementos que lo hacían visible a los ojos humanos. Esta vez usó las piedras y el barro de debajo del árbol, que se elevaban en una nube húmeda y arremolinada y se le pegaban a la silueta de modo que era posible distinguirla.

Su imagen no resultaba agradable: disponía de seis brazos enormes que, supongo, le eran de gran utilidad para arrojar piedras (ahora entendía por qué las lanzaba con tal rapidez); la cabeza también era enorme y llevaba el rostro cubierto de barro, limo y guijarros, que se movían cuando nos miraba con expresión tan ceñuda que parecía que dentro de él se desencadenaba un terremoto; tenía por boca una raja oscura y, allí donde habría debido tener los ojos, se veían dos grandes agujeros negros.

Prescindiendo del boggart y sin más pérdida de tiempo, mientras empezaban a caer de nuevo las piedras, el Espectro se fue directo al árbol, a punto de descargar el hacha sobre él, aunque le fueron necesarios varios mandobles para segar las ramas, ya que la nudosa madera se había endurecido por el paso del tiempo. Me hallaba tan ocupado tratando de protegerme con el escudo de las piedras más grandes dirigidas contra nosotros que ya no veía al boggart. Sin embargo, notaba que el escudo pesaba más y más a cada minuto que transcurría y los brazos me temblaban debido al esfuerzo de mantenerlo levantado.

El Espectro atacó el tronco del árbol con furia inusitada, y comprendí por qué había escogido un hacha de doble filo al ver cómo la movía hacia delante y hacia atrás describiendo grandes arcos como si manejara una guadaña, movimiento que llegó incluso a hacerme temer por mi vida. Por el aspecto que ofrecía el Espectro, nadie habría juzgado que fuera un hombre fornido; distaba mucho de ser joven pero, por su manera de hender el tronco con el hacha, me di cuenta de que, pese a su edad y a sus recientes reveses de salud, seguía siendo tan fuerte por lo menos como el herrero, y el doble que mi padre.

Mi maestro no derribó el árbol sino que se limitó a hender el tronco, y entonces, dejando el hacha a un lado, cogió su bolsa negra de cuero. Yo no podía ver exactamente qué hacía porque había vuelto a arreciar la lluvia de piedras con más fuerza que nunca, pero miré de soslayo y vi que el boggart se agitaba y se expandía de nuevo. Como rabiosos forúnculos, brotaban en todo su cuerpo prominentes músculos y, cuando aumentó la cantidad de fango y guijarros, casi había doblado de tamaño. Después ocurrieron dos cosas en rápida sucesión.

La primera fue que, a nuestra derecha, cayó del cielo un enorme pedrusco que quedó medio enterrado en el suelo. De haber caído sobre nosotros, de nada nos habría servido el escudo, pues ambos habríamos quedado aplastados. La segunda fue que el árbol se convirtió de pronto en hoguera. Como he dicho, no tuve ocasión de ver cómo lo había conseguido el Espectro, pero el resultado fue realmente espectacular: el árbol ardió con un gran chisporroteo y las llamas parecían llegar al cielo, rodeadas de innumerables chispas que salían disparadas en todas direcciones.

Acto seguido, miré hacia la izquierda y vi que el boggart había desaparecido, así que, con los brazos temblorosos, bajé el escudo y apoyé su borde inferior en el suelo. En cuanto lo hube hecho, el Espectro recogió su bolsa, se apoyó el hacha en el hombro y, sin decir palabra ni mirar atrás, se dispuso a emprender el camino peñasco abajo.

—¡Vamos, muchacho! —me gritó—. ¡No te entretengas!

Cogí, pues, el escudo y lo seguí sin arriesgarme a mirar atrás.

Poco después el Espectro aminoró la marcha y lo alcance.

—¿Ya está? —pregunté—. ¿Hemos terminado?

—¡No seas tonto! —respondió moviendo negativamente la cabeza—. Esto no es más que el principio; sólo ha sido el primer paso. La granja de Henry Luddock está ahora a salvo, pero ese boggart no tardará en hacer de las suyas en otro sitio. ¡Falta lo peor!

Me sentí contrariado porque creía que el peligro había terminado y finalizado nuestra tarea. Esperaba con ansia una comida caliente y sabrosa, pero el Espectro acababa de echar un cubo de agua fría a mis esperanzas al darme a entender que continuaría el ayuno. Tan pronto como estuvimos de vuelta, lo primero que hizo fue comunicar a Henry Luddock que se había desembarazado del boggart. El granjero le dio las gracias y le prometió que le pagaría el otoño siguiente, inmediatamente después de la cosecha; cinco minutos después nos encaminábamos hacia la casa de invierno de mi maestro.

—¿Está seguro de que el boggart regresará? Creía que el trabajo había acabado —dije al Espectro mientras cruzábamos el páramo con el viento azotándonos la espalda.

—El trabajo ha quedado a medias, muchacho, y lo peor está por llegar. De la misma manera que la ardilla entierra bellotas para consumirlas más adelante, el boggart almacena reservas de poder allí donde vive. Por fortuna, se ha esfumado, se ha quemado junto con el árbol, de modo que hemos ganado la primera batalla, pero dentro de un par de días habrá acumulado fuerzas y comenzará a atormentar a alguien más.

—¿O sea que tendremos que meterlo en un hoyo?

—No, muchacho, cuando un lanzador de piedras mata con tanta naturalidad, hay que acabar con él de manera definitiva.

—Pero ¿de dónde saca nuevas fuerzas?

—Del miedo, muchacho, del miedo. Así es como procede. Esa clase de boggarts se nutre del pánico de aquellos a quienes atormenta. A alguna pobre familia de estas cercanías le espera una noche de terror. Pero no sé adonde irá ni a quién elegirá, de modo que no puedo hacer nada más de momento hasta que me avisen. Son circunstancias que debemos aceptar, como la de matar al pobre árbol; yo no deseaba hacerlo, pero tenía pocas opciones. Ese boggart seguirá yendo de un lugar a otro, haciendo acopio de fuerzas, y dentro de uno o dos días encontrará una nueva casa donde instalarse. Entonces vendrá alguien a pedirnos que lo ayudemos.

—¿Sabe usted por qué decidió el boggart volverse malvado? ¿Y por qué comenzó a matar?

—¿Sabes tú por qué mata la gente? Hay quien mata y quien no. Y los hay que son buenos al principio y acaban siendo malos. Supongo que este lanzador de piedras se cansó de ir golpeando las casas, acechando los edificios y asustando a la gente con golpes y mamporros durante la noche. Quería más: quería adueñarse de toda la ladera de la colina y planeaba echar al pobre Henry Luddock y a su familia de la granja. Pero ahora, como hemos destruido su casa, necesitará otra nueva. O sea que tendrá que ir siguiendo la vía prehistórica que ya recorre. —Asentí—. Bueno, quizá esto te levante un poco el ánimo —dijo, sacando del bolsillo un cacho de queso amarillento, y me dio un trozo—. Mastícalo bien, pero no te lo tragues enseguida.

De regreso a la casa de Anglezarke, sacamos a Meg de la bodega y yo reanudé la rutina de mis tareas y clases. Pero había una gran diferencia con respecto a antes de nuestra partida: como estábamos esperando que surgieran problemas en relación con el boggart, continuó el ayuno. Era para mí una auténtica tortura ver a Meg preparándose la comida mientras yo me sentía morir de hambre. Pasamos tres días completos sin comer hasta que llegué a pensar que ya no tenía estómago, pero al final, a eso de las doce del mediodía del cuarto día, oímos un estrepitoso golpeteo en la puerta trasera de la casa…

—¡Anda, muchacho, ve a ver qué pasa! —me ordenó el Espectro—. Son, sin duda, las noticias que estábamos esperando.

Hice lo que me decía, pero cuál sería mi sorpresa al abrir porque allí estaba Alice.

—Me envía el señor Hurst —dijo ella—. En el Paisaje del Páramo hay un boggart que nos causa problemas. Bueno, ¿es que no me vas a dejar entrar o qué?