Lo que había abajo
Eran muy raros los terremotos en el condado, pero los había habido. Yo no viví ninguno importante, que recordase. Sin embargo, la casa se estremecía de tal manera, que me preocupe. Me vestí, pues, a toda prisa, me calcé las botas y me fui a escape escalera abajo.
Lo primero que me llamó la atención fue que la puerta de la bodega estuviera abierta, pero, además, de las profundidades llegaban unos débiles sonidos, de forma que, movido por la curiosidad, bajé un par de escalones. El fragor todavía era más estruendoso allá abajo y percibí con toda claridad un grito agudo que más parecía de animal que de humano.
Pero inmediatamente después oí el golpe de la reja al cerrarse y la llave que giraba en la cerradura. Entreví en la oscuridad el parpadeo de una vela y oí unos pasos que se acercaban. Por espacio de un segundo me invadió el miedo al pensar en quién sería, aunque comprobé enseguida que se trataba del Espectro.
—¿Qué ocurre? —inquirí suponiendo que algo estaría haciendo ahí abajo.
—¿Se puede saber qué haces aquí a estas horas? —me preguntó el Espectro, sorprendido—. ¡Ya te estás yendo a la cama más que aprisa!
—Me ha parecido oír a alguien que se quejaba. ¿Qué es ese ruido? ¿Un terremoto?
—No, muchacho, nada de terremotos. ¡No te preocupes! Tengo algo mejor que hacer en estos momentos que contestar a tus preguntas. Todo esto terminará dentro de un momento, o sea que vuelve a tu habitación y mañana por la mañana te lo contaré —dijo, y apartándome de los escalones cerró con llave la puerta tras de sí.
Comprendí que, por el tono de voz, de nada me habría servido intentar saber más, así que me fui a mi dormitorio, todavía preocupado por la manera cómo seguía estremeciéndose y temblando la casa.
Pues bien, la casa no se derrumbó y, tal como había prometido el Espectro, volvió todo a la tranquilidad. Aunque conseguí dormirme de nuevo, me desperté alrededor de una hora antes de que amaneciera y fui a la cocina. Meg dormía en la mecedora y me quedé en la duda de si había pasado allí toda la noche o habría bajado de su habitación cuando empezaron los ruidos. No es que roncase exactamente pero, al respirar, emitía un levísimo silbido.
Procurando no hacer ruido para no despertarla, añadí más carbón a la chimenea, que no tardó en arder con buen fuego. Hecho esto, me senté en un taburete junto al hogar y me puse a repasar los verbos latinos. Habitualmente, utilizaba dos cuadernos: uno en el que anotaba lo que me enseñaba el Espectro sobre boggarts y otras cosas relacionadas con los espectros, y otro para las clases de latín.
Mi madre me había enseñado griego, así que me ahorraba tener que estudiar también esa lengua, pero debo admitir que me costaba mucho asimilar el latín y, en particular, los verbos. Pero como muchos libros del Espectro estaban en latín, debía esforzarme en aprenderlo.
Comencé por el principio, o sea, a partir del primer verbo con que me había machacado el Espectro. Me había enseñado las formas verbales mediante una especie de cuadro sinóptico. El método era importante, porque el final de cada palabra cambia según lo que uno trata de decir. También era útil pronunciarlos en voz alta ya que, según aseguraba el Espectro, ese sistema contribuye a fijarlos en la memoria. Como no quería despertar a Meg, mi voz era apenas un murmullo.
—Amo, amas, amat —recité sin mirar el cuaderno, repitiendo aquellas tres palabras cuyo significado era «yo amo, tú amas, él o ella ama».
—Yo amé una vez —dijo una voz desde la mecedora—, pero ahora ni siquiera recuerdo a quién.
Me pilló tan de sorpresa que por poco suelto el cuaderno y me caigo del taburete. Meg no me miraba a mí sino al fuego y la expresión de su rostro era una mezcla de confusión y tristeza.
—Buenos días, Meg —la saludé esforzándome en sonreírle—. Espero que haya dormido bien.
—Te agradezco el interés, Billy —replicó ella—, pero no he dormido nada bien. Había muchísimo ruido y me he pasado la noche queriendo recordar algo que no ha dejado un momento de darme vueltas en la cabeza. Algo que corre mucho y se me escapa y no consigo retener. Pero no me rindo tan fácilmente y me quedaré junto al fuego hasta que vuelva a aparecer.
Me alarmé. ¿Y si recordaba que era una bruja lamia? Tenía que actuar rápidamente antes de que fuera demasiado tarde.
—No se preocupe, Meg —dije, dejando a un lado el cuaderno, y me levanté—. Voy a prepararle una bebida caliente.
Sin pérdida de tiempo, llené de agua la marmita de cobre y la colgué del gancho de la chimenea para que, como decía mi padre, el fuego le calentase el culo. Cogí una taza limpia y me fui al salón. De la botella color caramelo, guardada en la alacena, vertí en la taza cosa de un centímetro de la mixtura que contenía. Hecho esto, regresé a la cocina y esperé a que hirviera el agua de la marmita; llené después la taza hasta los bordes y agité bien el líquido tal como me había indicado el Espectro.
—Aquí tiene su infusión, Meg. Esto hará que sus articulaciones se mantengan flexibles y fuertes sus huesos.
—Gracias, Billy —dijo, y me sonrió. Cogió la taza, sopló un poco y bebió muy lentamente sin dejar de mirar las llamas—. Es delicioso —reconoció al cabo de un momento—. De veras que eres un chico muy simpático. Me hacía falta esta infusión para poner mis viejos huesos en movimiento…
Sus palabras me entristecieron. De hecho, ya me entristecía que se hubiera pasado casi toda la noche despierta intentando recordar algo y ahora aquella bebida contribuiría a turbar aún más su memoria. Mientras tomaba el brebaje, un poco inclinada hacia delante, me acerqué a ella por detrás dispuesto a ver con más precisión una cosa que me había inquietado la noche anterior.
Observé con atención los trece botones blancos que cerraban su vestido desde el cuello hasta el dobladillo. Y aunque no tenía una seguridad absoluta al respecto, casi habría podido jurar que los botones eran de hueso.
Meg no era una de esas brujas que practican la magia de los huesos, sino una lamia, una variedad que no era nativa del condado. Los botones de hueso, sin embargo, me intrigaban. ¿Acaso pertenecían a víctimas suyas de épocas pasadas? Por otra parte, yo sabía que, como lamia doméstica que era, tras los botones del vestido le recorrería la columna vertebral una hilera de escamas verdes y amarillas.
Poco después se oyó un golpe en la puerta trasera, y yo acudí a abrir mientras mi maestro seguía durmiendo después de la agitada noche que había pasado.
Fuera había un hombre que llevaba un curioso gorro de cuero con orejeras; sostenía un farol con la mano derecha y conducía con la izquierda un poni cargado con tantos sacos que era un milagro que no se le doblasen las patas.
—Hola, joven, traigo el pedido del señor Gregory —dijo dirigiéndome una sonrisa con los labios prietos—. Debes de ser el nuevo aprendiz, ¿verdad? Un chico simpático aquel Billy; lamento mucho lo que le ocurrió.
—Me llamo Tom —me presenté.
—Bien, Tom, ¿cómo estás? Yo me llamo Shanks. ¿Querrás decir a tu maestro que he traído más provisiones de la cuenta y que cada semana doblaré la cantidad mientras el tiempo lo permita? Este invierno tiene toda la pinta de ser muy crudo y, cuando empiece a nevar, tardaré tiempo en volver a subir hasta aquí.
Asentí, le sonreí y alcé la mirada. Todavía no era de día, pero ya empezaba a clarear y la rendija de cielo que se entreveía en lo alto estaba cubierta de nubes grises que llegaban de poniente. En ese momento Meg se acercó a la puerta, aunque se quedó rezagada detrás de mí, pero a pesar de todo Shanks la vio, porque me di cuenta de que los ojos se le saltaban casi de las órbitas y dio dos rápidos pasos hacia atrás que por poco le hacen chocar con su poni.
Era evidente que tenía miedo pero, así que Meg se dio la vuelta y se escondió dentro de casa, se calmó un poco y lo ayudé a descargar los sacos. Mientras estábamos ocupados en ese trabajo, salió el Espectro y le pagó.
Cuando Shanks se dispuso a marcharse, el Espectro lo acompañó unos treinta pasos garganta abajo. Iban charlando, pero estaban demasiado lejos para que yo entendiera lo que decían. Hablaban de Meg, de eso estaba seguro, porque oí dos veces su nombre.
Percibí muy claramente que Shanks decía:
—¡Usted nos dijo que se había ocupado de ella!
A lo que el Espectro respondió:
—Está a buen recaudo, no te preocupes. Sé muy bien lo que me llevo entre manos, o sea que no tienes nada que temer. ¡Guárdate tus inquietudes!
Mi maestro no parecía contento cuando regresó.
—¿Le has dado la infusión a Meg? —me preguntó con desconfianza.
—Hice lo que usted me dijo en cuanto se despertó.
—¿Ha salido?
—No, pero se ha acercado a la puerta y se ha quedado detrás de mí. Cuando Shanks la ha visto, se ha llevado un buen susto.
—Pues es una lástima que la haya visto. Ella no suele mostrarse en público, al menos no lo ha hecho en los últimos años. Quizá tengamos que aumentar la dosis… Como te expliqué anoche, muchacho, Meg provocaba muchos problemas en el condado y la gente la temía y sigue temiéndola. Por otra parte, los habitantes de esta localidad desconocían que ella dispusiera de mi casa a sus anchas. Y si hubiera salido, no se habría sabido más de ella; la gente de estos alrededores es muy testaruda y cuando hinca el diente en algo, no lo suelta así como así. No obstante, Shanks mantendrá cerrada la boca. Le pago bien.
—¿Ese Shanks es el proveedor de comestibles?
—No, muchacho, es el carpintero y el sepulturero del pueblo. El único habitante de Adlington que tiene valor suficiente para aventurarse hasta aquí. Le pago para que recoja los pedidos y me los traiga.
Acto seguido metimos los sacos sin ninguna dificultad y el Espectro abrió el más grande y le dio a Meg lo necesario para que preparase el desayuno.
El tocino ahumado era de mejor calidad que el que solía utilizar el boggart del Espectro, incluso en las mañanas más afortunadas; Meg completó el menú con croquetas de patata y huevos revueltos con queso. El Espectro no había exagerado un ápice al decir que era una excelente cocinera. Mientras devorábamos el desayuno, pregunté a mi maestro acerca de los extraños ruidos que había oído durante la noche.
—No es nada que deba preocuparte de momento —me dijo, y engulló de un bocado una croqueta de patata—. Esta casa está construida sobre una vía prehistórica, por lo que cabe esperar que aparezcan problemas de vez en cuando. En ocasiones se produce un terremoto a miles de kilómetros de distancia que provoca alteraciones en diferentes puntos de la vía, y cuando eso ocurre, los boggarts se ven obligados a abandonar sitios donde han vivido felizmente muchos años hasta entonces. Anoche un boggart pasó debajo de nosotros y tuve que bajar a la bodega para ocuparme de que todo estuviera tranquilo y a salvo.
El Espectro ya me había hablado en Chipenden de esas vías prehistóricas. Se trataba de caminos de poder que discurrían bajo tierra, una especie de caminos que algunos tipos de boggart aprovechaban para trasladarse rápidamente de un lugar a otro.
—Te advierto que a veces esos desplazamientos comportan peligros —prosiguió mi maestro—. Cuando los boggarts se establecen en un sitio nuevo, suelen gastar alguna mala pasada… peligrosa incluso en ocasiones… lo que nos daría un poco de trabajo. Pon atención en lo que te digo, muchacho: puede ocurrir que, antes de que termine la semana, tengamos que vérnoslas con un boggart en la localidad.
Después del desayuno fuimos a su despacho para mis clases de latín. Era una habitación pequeña con un par de sillas de respaldo recto, una mesa grande, un único taburete de madera de tres patas, un entarimado desprovisto de cualquier adorno y varias librerías altas y oscuras. Hacia frío en la estancia, pues el fuego encendido en la chimenea el día anterior no era más que un montón de cenizas.
—Siéntate, muchacho. Las sillas son duras, pero cuando hay que estudiar, es mejor que el asiento no sea mullido porque, de otro modo, te quedas dormido —dijo el Espectro, y me dirigió una mirada inquisitiva.
Desvié la vista hacia las librerías… y vi que los estantes estaban vacíos, cosa de la que no me había dado cuenta hasta entonces puesto que la estancia resultaba lóbrega y tan sólo la iluminaban la luz grisácea que entraba por la ventana y un par de velas.
—¿Dónde están los libros?
—En Chipenden. ¿Dónde van a estar, muchacho? A los libros no les conviene el frío ni la humedad; no les sientan bien esas condiciones atmosféricas. Tendremos que arreglárnoslas con lo que hemos traído y quizá redactar algo por nuestra cuenta mientras estamos aquí. No puedes limitarte a leer libros todo el tiempo y dejar que otros los escriban.
Sabía, sin embargo, que él había traído algunos textos, ya que abultaban mucho en su bolsa, pero yo sólo disponía de mis cuadernos. Me pasé la hora siguiente peleándome con los verbos latinos; era una tarea muy dura y agradecí que me autorizase un descanso, aunque me gustó muy poco lo que ocurrió a continuación.
Tras arrastrar el taburete hasta la librería más próxima a la puerta, se subió a él y tanteó con los dedos la parte superior.
—Bien, muchacho —dijo sosteniendo la llave con expresión sombría—. No podemos demorarlo por más tiempo: bajaremos a la bodega y realizaremos una inspección. Pero primero iremos a ver si Meg está bien. No quiero que sepa que vamos ahí; se pondría muy nerviosa. No le gusta ni pizca esa escalera.
Sus palabras me excitaron y asustaron a un tiempo. Sentía una gran curiosidad por saber qué había en la bodega, pero también estaba convencido de que, si bajaba, la experiencia sería cualquier cosa menos agradable.
Meg seguía en la cocina. Lo había lavado todo y dormitaba de nuevo sentada delante de la chimenea.
—De momento está contenta —dijo el Espectro—. Aparte de afectarle la memoria, ese brebaje le da sueño.
Antes de bajar los escalones de piedra, encendimos una vela cada uno y el Espectro abrió la marcha. Esta vez procuré fijarme más en lo que me rodeaba y grabarme en la memoria los subterráneos de la casa. Aunque había visitado las bodegas de algunos edificios, tenía la sensación de que ésta sería probablemente la más amedrentadora e insólita de todas.
Una vez que el Espectro hubo abierto con la llave la reja de hierro, se volvió, me dio una palmada en el hombro y me dijo:
—Meg rara vez entra en mi despacho, pero, pase lo que pase, ocúpate de que ella no se apodere nunca de esta llave.
Asentí y observé que cerraba la reja detrás de nosotros. Entonces miré hacia abajo…
—¿Por qué son tan anchos estos escalones?
—Tienen que serlo, muchacho. Hay que subir y bajar cosas. Los operarios necesitan tener acceso…
—¿Qué operarios?
—Los herreros y los albañiles, por supuesto… oficios de los que depende nuestro trabajo.
Mientras descendíamos, la llama oscilante de mi vela proyectó en el muro la sombra del Espectro, que abría la marcha, y pese al eco de nuestras botas en los escalones, percibí unos débiles ruidos procedentes de abajo. Oí también un suspiro y una tos ahogada y distante. Era evidente que allí había algo o alguien.
Las plantas subterráneas eran cuatro. Las puertas de las dos primeras estaban empotradas en la piedra, pero en la tercera se encontraban las tres puertas que yo había descubierto el día anterior.
—La de en medio, como sabes, es la del lugar donde acostumbra dormir Meg cuando estoy ausente —explicó el Espectro.
Desde que nos instalamos en la casa, se le había adjudicado una habitación arriba, al lado de la del señor Gregory, seguramente para vigilarla mejor. Sin embargo, teniendo en cuenta la evidencia de la noche pasada, Meg prefería dormir en la mecedora junto al fuego.
—No uso mucho las otras puertas —prosiguió el Espectro—, pero pueden ser de utilidad para tener encerrada a una bruja mientras se hacen los preparativos oportunos…
—¿Quiere decir mientras prepara el pozo?
—Sí, eso hago, muchacho. Como habrás observado, esto no es como Chipenden. Aquí no disfrutamos del lujo de un jardín, o sea que hay que sacar partido de la bodega…
La cuarta y última planta era, por supuesto, la bodega. Antes de que superásemos el recodo final y quedara a la vista, oí cosas que hicieron temblar la vela que sostenía en la mano, así como la sombra del Espectro proyectada en el muro.
Se percibían murmullos y gruñidos y, lo que era aún peor, un leve rumor semejante a arañazos. Por ser el séptimo hijo de un séptimo hijo, oigo ruidos que no percibe la mayoría de la gente, aunque es algo a lo que nunca he llegado a acostumbrarme. Lo único que puedo decir es que algunos días soy más valiente que otros. El Espectro parecía tranquilo, pero debía de ser porque llevaba toda la vida haciendo lo mismo.
La bodega era más grande de lo que esperaba, seguramente su superficie era mayor que la planta baja de la casa. De uno de los muros goteaba agua y del bajo techo rezumaba humedad, por lo que me pregunté si estaría situada junto a la orilla del arroyo o incluso debajo de éste.
La zona seca del techo estaba cubierta de telarañas, tan densas y enmarañadas que sólo podían ser obra de un ejército de arañas. Puesto que, de ser sólo una o dos las que las habían tejido, por nada del mundo habría querido encontrármelas.
Dediqué mucho tiempo a observar el techo y los muros porque quería retrasar el momento de examinar el suelo. Tras unos segundos, sentí los ojos del Espectro clavados en mí y, como no tenía otra opción, bajé la vista.
En Chipenden vi lo que el Espectro tenía en dos jardines, y supuse que en la bodega de Anglezarke sería lo mismo, pero así como allí las sepulturas y los hoyos estaban diseminados por entre los árboles y sólo de vez en cuando el sol proyectaba retazos de sombras en la tierra, aquí los pozos eran más numerosos y yo me sentí atrapado, prisionero entre las cuatro paredes y el techo bajo cubierto de telarañas.
Conté nueve tumbas de brujas en total, cada una provista de una lápida, delante de la cual se extendían unos dos metros de tierra, bordeados de piedras más pequeñas; por encima de ese espacio se asentaban trece gruesos barrotes de hierro, sujetos a las piedras con pernos, cuya misión era impedir que las brujas muertas y allí sepultadas lograsen aparecer en la superficie tras abrirse paso a zarpazos.
En uno de los muros de la bodega había unas lápidas mucho más grandes y pesadas. Eran tres, todas ellas grabadas de la misma manera por el mampostero:
GREGORY
La letra griega beta revelaba a todo aquel que supiera interpretar los signos que debajo de las lápidas había boggarts perfectamente sujetos, en tanto que el numeral latino «I» en el ángulo inferior derecho significaba que eran de primera clase, criaturas mortales capaces de matar a un hombre más rápidamente que lo que se tarda en abrir y cerrar los ojos. Para mí todo aquello no era ninguna novedad y, como el Espectro conocía bien su oficio, no había nada que temer de los boggarts encerrados allí.
—Ahí dentro hay dos brujas vivas y aquí está la primera —dijo el Espectro señalando un hoyo cuadrado y oscuro, bordeado de piedras pequeñas y atravesado por trece barrotes de hierro para impedirle el paso—. Fíjate en la piedra del ángulo. —Y me indicó la parte de abajo.
Vi algo entonces que no había visto nunca, ni siquiera en Chipenden. El Espectro acercó un poco más la vela para que pudiera apreciarlo mejor: era un signo, mucho más pequeño que el que estaba grabado en las lápidas de los boggarts, seguido del nombre de la bruja:
BESSY HILL
—El signo corresponde a la letra griega sigma, puesto que clasificamos a todas las brujas con la letra «S», en referencia a la palabra «sortilegio». Pero las hay de tantos tipos que, como además son hembras y astutas, suelen ser difíciles de calificar con precisión —comentó el Espectro—. Las brujas tienen una personalidad que puede variar con el paso del tiempo, más aún que la de los boggarts. Así pues, hay que remitirse a su historia particular. Estas historias —estén prisioneras las brujas o en libertad— se hallan registradas en la biblioteca de Chipenden.
Yo sabía que este sistema no era cierto en el caso de Meg, porque había muy poco escrito sobre ella en la biblioteca del Espectro, pero no dije nada. De pronto percibí un débil ruido, procedente de la negrura del pozo, y di un rápido paso hacia atrás.
—¿Bessy es una bruja de primera clase? —pregunté nervioso, puesto que sabía que eran las más peligrosas, las capaces de matar—. No consta en la lápida…
—Todas las brujas y boggarts que se hallan en esta bodega son de primera clase —me respondió el Espectro—, pero como los tengo a todos sujetos, no vale la pena dar más trabajo de la cuenta al mampostero haciéndoselo grabar. De cualquier modo, aquí no hay nada que temer, muchacho. Hace tiempo que la vieja Bessy está encerrada en este lugar. Lo que pasa es que, como la hemos molestado, se ha dado la vuelta mientras dormía. Eso es todo. Y ahora ven y mira esto…
Se trataba de otro pozo con una bruja en su interior, exactamente igual que el primero, pero me produjo un estremecimiento de frío. Algo me decía en mi interior que el ser que hubiera en la profundidad de aquel pozo, sería mucho más peligroso que Bessy, que dormía y simplemente quería adoptar una postura más cómoda sobre la tierra húmeda y fría.
—Puedes acercarte a mirar, muchacho —indicó el Espectro— y así comprobarás con quién hemos de vérnoslas. Ilumínate con la vela y mira abajo, pero procura tener bien afirmados los pies.
Sin el más mínimo deseo de hacer lo que me pedía, obedecí la enérgica orden de mi maestro. Por algo era una orden. Mirar el fondo del pozo formaba parte de mi aprendizaje; por consiguiente, no tenía otra alternativa.
Me incliné un poco hacia delante tratando de mantener los pies lo más alejados posible de los barrotes y sostuve la vela de forma que proyectase su luz vacilante y amarillenta hacia el interior del hoyo. En ese mismo momento oí un ruido procedente del fondo y entreví una enorme forma que se escabullía y se amparaba en las sombras oscuras del rincón más apartado. Parecía llena de vida, capaz de trepar muro arriba sin darte tiempo a parpadear.
—¡Mantén la vela sobre los barrotes y mira bien! —me ordenó el Espectro.
Lo obedecí y extendí el brazo en toda su longitud. Lo único que logré ver al principio fueron dos ojos grandes y crueles que me escrutaban, dos puntos de fuego en los que se reflejaba la llama de la vela. Al observar con mayor atención distinguí un rostro demacrado, enmarcado por una densa maraña de pelos grasientos, y un cuerpo achaparrado, recubierto de escamas. Tenía cuatro extremidades más parecidas a brazos que a piernas y unas manos grandes y alargadas que terminaban en enormes zarpas afiladas.
Me eché a temblar y a punto estuve de que se me cayera la vela entre los barrotes. Retrocedí con tal premura que poco me faltó para caer desplomado, pero el Espectro lo evitó aferrándome por los hombros y sosteniéndome.
—No es una bella imagen, ¿verdad, chico? —farfulló—. Ésa de abajo es una lamia. Cuando la metí ahí dentro, hace unos veinte años, todavía era bastante humana. Pero ahora vuelve a ser salvaje. El cambio siempre ocurre cuando metes a una lamia en un pozo porque, privada de la compañía humana, va recuperando lentamente su estado primitivo. Sin embargo, pese a tantos años transcurridos, sigue siendo fuerte. Por eso tengo la reja de hierro en la escalera, porque si llegase a salir de ahí abajo, de momento serviría para pararle los pies.
»Y eso no es todo, muchacho; has de saber que no valen para ella los pozos normales para brujas. De modo que éste tiene en los lados y el fondo unos barrotes de hierro enterrados en la tierra. En realidad, pues, está metida en una jaula. Y no sólo eso, sino que además hay una capa de sal y hierro en el pozo. Con todo, gracias a las zarpas de sus cuatro extremidades podría excavar la tierra con rapidez y en profundidad o sea que ésa es la única manera de impedir que salga. En cualquier caso, ¿sabes quién es?
La pregunta era extraña. Bajé la vista y leí el nombre grabado en la lápida.
MARCIA SKELTON
El Espectro debió de ver la expresión de sorpresa pintada en mi cara al atar cabos, porque sonrió tristemente.
—Sí, muchacho. Es la hermana de Meg…
—¿Y sabe ella que su hermana está ahí abajo?
—Lo sabía, chico, pero ya no lo recuerda, así que es mejor que lo ignore. Y ahora ven, tengo que enseñarte otra cosa.
Se abrió camino entre las lápidas hasta el extremo más alejado, que parecía la zona más seca de la bodega, con el techo tapizado en gran parte de telarañas. Allí había un hoyo abierto, dispuesto para su uso, cuya tapadera estaba junto a él en el suelo a la espera de que la colocasen en su sitio.
Por primera vez observé cómo estaba construida dicha tapadera: las cohesionadas piedras exteriores formaban un cuadro y largos pernos las atravesaban de arriba abajo con la finalidad de asegurarlas en su posición. De hecho, los trece barrotes de acero eran largos pernos firmemente sujetos con tuercas hundidas en las piedras. En conjunto se trataba de un trabajo muy ingenioso que debía de haber requerido para su realización la colaboración de un mampostero y un herrero sumamente diestros en el oficio.
Me quedé con la boca abierta y permanecí así el tiempo suficiente para que el Espectro lo advirtiera. Esta vez no vi signo alguno, sino sólo un nombre grabado en el ángulo más cercano:
MEG SKELTON
—¿Qué te parece mejor, muchacho? ¿La infusión o esto? Porque va a ser una de las dos cosas.
—La infusión, sin duda —murmuré.
—Bien, entonces ya sabes que no podemos permitirnos el lujo de olvidarnos de dársela todas las mañanas. Como te olvides, ella recordará. Y yo no quiero tener que trasladarla aquí abajo.
Tenía una pregunta que hacerle, pero estaba convencido de que no le gustaría. Lo que yo quería saber era por qué algo que era bueno para una bruja en particular no lo era para todas. Sin embargo, tenía el convencimiento de que no podía quejarme: jamás olvidaría cuán cerca de lo Oscuro estuvo Alice; tan cerca que el Espectro creyó que lo mejor que podía hacer era meterla en un pozo. Y si cedió, fue porque yo le recordé que había soltado a Meg.
Aquella noche me fue difícil dormir porque giraban en mi cabeza los nuevos descubrimientos que me llevaban a adquirir conciencia del sitio donde vivía. Había visto cosas capaces de amedrentarme, y el hecho de vivir en una casa con tumbas de brujas, boggarts prisioneros y brujas vivas encerradas en la bodega bastaba para impedirme descansar. Por fin decidí bajar de puntillas. Había dejado mis cuadernos en la cocina y quería recoger el de latín porque sabía que, a la media hora de repasar las listas de nombres y verbos, me caería de sueño.
Pero antes de llegar al pie de la escalera, percibí ruidos que no esperaba: alguien lloraba muy quedamente en la cocina y oí que el Espectro hablaba en voz muy baja. Me acerqué a la puerta, pero no entré; estaba entreabierta y, a través de la rendija, vi algo que frenó mis pasos.
Meg estaba sentada en la mecedora junto al fuego; sostenía la cabeza entre las manos y los sollozos le agitaban los hombros. El Espectro, inclinado sobre ella, le hablaba con suavidad y le acariciaba el cabello. Distinguí parte de la cara de mi maestro, iluminada por la luz de la vela, que mostraba una expresión que no le había visto nunca: se parecía a aquella dulzura que a veces adquiría el rostro cerril y duro de mi hermano Jack al mirar a su esposa Ellie.
Me quedé atónito al darme cuenta de que del ojo izquierdo le resbalaba una lágrima que le rodó por la mejilla hasta la boca.
No quise seguir fisgando y volví a la cama.