La casa de invierno
Cuanto más nos acercábamos a Anglezarke, peor tiempo hacía.
Llovía y arreciaba el viento glacial del sudeste, que nos azotaba el rostro; además, planeaban unas nubes grises, bajas y pesadas como plomo. Más tarde el viento sopló con más ímpetu aún y la lluvia se transformó en aguanieve y granizo, de manera que el suelo se convirtió en un lodazal y se nos dificultaba el avance. Para empeorar todavía más las cosas, caminábamos a trompicones por un terreno musgoso y traicionero, pantanoso y saturado de humedad; por consiguiente, el Espectro tuvo que poner en juego todos sus recursos para cruzarlo indemnes.
Pero por la mañana del tercer día de caminata amainó la lluvia y se levantaron las nubes, lo que permitió que divisáramos la torva silueta de unas montañas erguidas ante nosotros.
—¡Es ahí! —exclamó el Espectro señalando con el cayado el perfil que se recortaba enfrente—. Estamos en el páramo de Anglezarke. Y más allá, a unos seis kilómetros en dirección sur —volvió a indicar el sitio—, está Blackrod.
El pueblo quedaba demasiado lejos para distinguirlo. Me pareció percibir algunos penachos de humo, pero bien podía tratarse de nubes.
—¿Cómo es Blackrod? —quise saber.
Mi maestro había mencionado ese lugar alguna vez, y yo supuse que sería el pueblo donde nos aprovisionaríamos todas las semanas.
—No es un lugar tan agradable como Chipenden, así que es mejor mantenerse a distancia —me respondió—. Sus habitantes son rudos y muchos de ellos están emparentados entre sí; sé perfectamente de qué hablo porque yo nací ahí. En cambio, Adlington es mucho mejor y, además, no está muy lejos; aproximadamente, dista un kilómetro y medio en dirección norte. Ahí es donde te dejaremos a ti, chica —le dijo a Alice—. La granja en la que vivirás se llama Paisaje del Páramo y los Hurst son sus propietarios.
Al cabo de una hora llegamos a una granja aislada, situada a orillas de un gran lago. Cuando el Espectro se acercó, los perros ladraron, pero al poco rato se plantó en la era y se puso a hablar con el granjero, un viejo que no evidenció trazas de estar contento de verlo. Pasados unos cinco minutos, se les reunió la mujer. Sin embargo, no cruzaron la más mínima sonrisa entre ellos.
—Aquí no somos bien recibidos, eso está claro —comentó Alice, e hizo un gesto despectivo con la boca.
—Seguro que no es tan malo como parece —dije tratando de aliviar la situación—. No te olvides de que han perdido a una hija. Hay personas que no llegan a superar nunca una desgracia como ésa.
Mientras esperábamos, me dediqué a examinar más atentamente la granja: no parecía muy próspera y la mayoría de construcciones que la componían estaban en estado ruinoso; el granero estaba medio derrumbado y daba la impresión de que bastaría una tormenta para derribarlo; en general, el aspecto de todo lo que estaba a la vista hablaba de desolación. No pude por menos que preguntarme cómo sería el lago cercano y comprobé que era una extensión de agua grisácea bordeada de cenagales en la orilla opuesta y con unos pocos sauces desmedrados en la más próxima. ¿Sería en él donde se había ahogado la muchacha? Si así fuera, cada vez que los Hurst se asomaban a las ventanas frontales de la casa, debían de revivir lo ocurrido.
Pasados unos minutos, el Espectro nos hizo un gesto para que nos acercáramos. Así pues, nos encaminamos con dificultad hacia la era pisando el fango.
—Éste es mi aprendiz, Tom —me presentó el Espectro al granjero y a su mujer.
Sonreí y los saludé. Los dos esbozaron un movimiento con la cabeza, pero no correspondieron a mi sonrisa.
—Y esta muchacha es Alice. —El Espectro prosiguió las presentaciones—. Es muy trabajadora y será una gran ayuda en la casa. Sean firmes pero amables con ella y no les causará ningún problema.
Observaron a Alice de pies a cabeza, pero no dijeron ni media palabra. Ella, después de dedicarles una breve inclinación de cabeza y una media sonrisa, se quedó mirando fijamente sus zapatos puntiagudos. Me parecía evidente que se sentía muy infeliz; su estancia en casa de los Hurst no tenía un buen comienzo. Debo decir que no le echaba las culpas a ella sino al matrimonio, porque marido y mujer tenían el aspecto de seres muy desgraciados y derrotados por la vida, y ambos tenían la cara y la frente surcadas por profundas arrugas que revelaban una mayor costumbre a enfurruñarse que a sonreír.
—¿Han visto mucho a Morgan últimamente? —preguntó el Espectro.
Al oír ese nombre levanté la vista justo a tiempo de detectar una contracción del párpado izquierdo del señor Hurst como si fuera un repentino espasmo. Parecía nervioso, asustado incluso. ¿Se trataba del mismo Morgan que me había dado la carta para mi maestro?
—Pues no —respondió la señora Hurst con aire displicente y sin mirarlo—. Viene de vez en cuando a pasar una noche, pero va y viene a placer. De momento no ha vuelto por aquí.
—¿Cuándo lo vieron por última vez?
—Hará unas dos semanas. Quizá más…
—Bien, pues cuando vuelva, díganle que quiero hablar dos palabras con él. Que se acerque por mi casa.
—Muy bien, se lo diremos.
—Así lo espero. Nosotros continuaremos nuestro camino.
Dio media vuelta con intención de proseguir la marcha y yo recogí mi cayado y las dos bolsas y lo seguí. Alice corrió detrás de mí y, cogiéndome del brazo, me detuvo.
—No te olvides de lo que me has prometido —me murmuró al oído izquierdo—. ¡No tardes más de una semana en venir a verme! ¡Cuento contigo!
—Vendré, no te preocupes —dije con una sonrisa.
Fue a reunirse con los Hurst y los vi entrar juntos en la casa. Alice me daba verdadera pena, pero me era imposible remediar su suerte.
Cuando dejamos atrás la granja, no pude evitar decirle al Espectro lo que me atormentaba.
—No parecían muy contentos con Alice —susurré confiando en que contradijera mis palabras, aunque me sorprendí al comprobar que estaba de acuerdo con mi comentario.
—Es verdad, no estaban contentos, pero no pueden protestar. Has de saber que los Hurst me deben una suma importante de dinero. En dos ocasiones les he limpiado la casa de fastidiosos boggarts, y todavía no he recibido nada por un trabajo tan esforzado. Por eso me avine a perdonarles la deuda si acogían a Alice en su casa.
Apenas podía dar crédito a lo que acababa de oír.
—Pero eso no le conviene a Alice. Quizá la traten mal.
—Sabes muy bien que esa chica sabe defenderse —repuso con una astuta sonrisa—. Por otra parte, tú no estarás lejos y de vez en cuando irás a ver cómo está.
Cuando ya me disponía a protestar, la sonrisa del Espectro se acentuó de forma tan exagerada que le confirió el aire de un lobo famélico: abrió las mandíbulas como si fuera a arrancar la cabeza a su presa.
—¿O me equivoco? —preguntó. Y yo negué con un gesto—. Ya me lo parecía, muchacho. A estas alturas, te conozco bastante bien. Así pues, no te preocupes por la chica; será mejor que cuides de ti mismo. Este invierno será muy crudo y nos pondrá a prueba a los dos hasta el límite de nuestras fuerzas. Anglezarke no es sitio para los pusilánimes ni los blandengues.
Como había algo más que me preocupaba, decidí descargar el buche.
—He oído que preguntaba a los Hurst por un tal Morgan. ¿Es el mismo que le envió la carta?
—Espero que no haya dos, muchacho. Si uno ya me da tantos quebraderos de cabeza…
—¿O sea que vive con los Hurst de vez en cuando?
—En efecto, chico, cosa lógica teniendo en cuenta que es su hijo.
—¿Ha enviado a Alice con los padres de Morgan? —inquirí, sorprendido.
—Sí. Y sé lo que me hago. Y ahora basta de preguntas. Sigamos adelante; tenemos que llegar mucho antes de que caiga la noche.
Desde el primer momento en que vi de cerca las colinas rocosas que rodeaban Chipenden, me gustaron. El páramo de Anglezarke, en cambio, era bastante diferente. No habría sabido identificar los motivos, pero cuanto más próximo me encontraba de ese lugar, más sentía desfallecer el ánimo.
Tal vez fuera porque estábamos en las postrimerías del año —el período más sombrío y la época en que comienza el invierno—, o quizá se debiera a la oscuridad del propio páramo, que se erguía sobre mí como una bestia gigantesca medio adormecida, con sus picos tenebrosos embozados en nubes. Pero la razón más probable era que todo el mundo me había prevenido contra aquel lugar y comentado la severidad del invierno que estaba por llegar. En cualquier caso, no habría podido sentirme peor cuando divisé la casa del Espectro, siniestro emplazamiento donde viviríamos los meses que se avecinaban.
Nos acercamos a ella siguiendo el curso de un arroyo en dirección a su nacimiento, y trepamos por las paredes de lo que el Espectro llamó una «garganta», que era una hendidura del páramo, un valle profundo y angosto de escarpadas laderas que se erguían a uno y otro lado. Los guijarros que las cubrían pronto cedieron paso a terrones de hierba y roca desnuda que se convirtieron en inhóspitos peñascos a ambos lados de la garganta.
Pasados unos veinte minutos, la garganta se abrió en una curva hacia la izquierda y de súbito, delante de nosotros, apareció la casa del Espectro, erigida en el mismo peñasco y encarada a nuestra derecha. Mi padre decía siempre que la primera impresión que se tiene de algo es la acertada y he de confesar que, al ver la vivienda, se me cayó el alma a los pies; también es verdad que las circunstancias no ayudaban en nada puesto que la tarde moría y apenas había luz. La casa era más grande e imponente que la de Chipenden, pero la piedra con que estaba construida era de una tonalidad mucho más oscura, que le infundía una apariencia marcadamente siniestra. Por otra parte, las ventanas eran pequeñas y probablemente las habitaciones serían muy oscuras debido al emplazamiento de la casa en la garganta; era uno de los edificios más inhóspitos que había visto en mi vida.
Pero lo peor era la ausencia de jardín. Como he dicho, la casa estaba construida en el mismo despeñadero rocoso y desnudo que le hacia de respaldo; por la parte frontal, bastaban cinco o seis pasos para llegar a la orilla de un riachuelo, no muy ancho pero, en apariencia, profundo y muy frío. Si dabas treinta pasos más a través de crujientes guijarros, tropezabas con la cara opuesta de la roca. Eso suponiendo que consiguieses atravesar las resbaladizas pasaderas sin caerte al agua.
De la chimenea no salía humo, lo que significaba que no habría un buen fuego para darnos la bienvenida. En Chipenden, el boggart del Espectro sabía siempre cuándo volvíamos y no sólo encontrábamos la casa caliente, sino que también nos esperaba una sabrosa comida en la mesa de la cocina.
Daba la impresión de que las laderas de la garganta casi se juntaban por encima de la casa, ya que sólo se distinguía sobre ella una estrecha franja de cielo. Yo temblaba como una hoja porque en la garganta todavía hacía más frío que en las profundas vertientes del páramo, y me di cuenta de que ni siquiera en verano luciría el sol más de una hora al día. Eso me hizo añorar todavía más lo que había dejado en Chipenden: sus bosques, sus campos, las altas colinas rocosas y el dilatado cielo. Allí contemplábamos el mundo desde arriba; aquí, en cambio, estábamos atrapados en un hoyo largo, estrecho y profundo.
Miré con inquietud el punto donde los oscuros bordes de la garganta se confundían con el cielo. Si alguien o algo nos hubiese observado desde allí arriba, no nos habríamos enterado.
—Bien, muchacho, ya hemos llegado: ésta es mi casa de invierno. Hay mucho que hacer; cansados o no, hay que ponerse manos a la obra.
Y en lugar de dirigirse a la puerta principal, rodeó el edificio y se encaminó a un espacio enlosado de la parte trasera. A tres pasos de la puerta de atrás se alzaba la pared rocosa, que rezumaba agua y de la que colgaban estalactitas de hielo, que a mí se me antojaron los dientes del dragón de un increíble cuento que me explicaba uno de mis tíos.
Claro que, en una boca ardiente como la del dragón, los supuestos «dientes» se habrían transformado en vapor en un instante. Pero el frío era tan intenso en aquella zona que a buen seguro se conservaban todo el ano y, si nevaba, debía de ser imposible librarse de la nieve hasta bien avanzada la primavera.
—Aquí siempre usamos la puerta trasera, muchacho —dijo el Espectro, y sacó del bolsillo la llave que le había hecho su hermano Andrew, el cerrajero. Una llave capaz de abrir cualquier puerta siempre que la cerradura no fuese muy complicada. También yo disponía de una de esas llaves y, gracias a ella, me había librado de algún apuro en más de una ocasión.
La cerradura se le resistía y la puerta parecía reacia a abrirse. Al fin dentro, me deprimió la oscuridad, pero el Espectro dejó apoyado el cayado en la pared, sacó una vela de su bolsa y la encendió.
—Deja aquí las bolsas —indicó señalando un estante bajo junto a la puerta.
Hice lo que me ordenaba y apoyé mi cayado en el rincón, junto al suyo, y lo seguí hacia el interior de la casa.
A mi madre le habría descorazonado el estado de la cocina y a mí me confirmó que no había boggart alguno para hacer el trabajo de la casa. Era evidente que nadie se había ocupado de ella desde que el Espectro la abandonó el último invierno: el polvo lo cubría todo, del techo colgaban telarañas, en el fregadero había un montón de enseres sucios y sobre la mesa había quedado media hogaza de pan que el moho había teñido de verde. Flotaba, además, en el aire un leve olor dulzón y desagradable, como de algo que estuviese pudriéndose lentamente en algún oscuro rincón. Junto a la chimenea había una mecedora, parecida a la que mi madre tenía en la granja, sobre cuyo respaldo quedó un chal marrón muy necesitado de un buen lavado. Me pregunté a quién debía de pertenecer.
—Bien, muchacho —dijo el Espectro—, será cuestión de empezar a trabajar. Lo primero que haremos será calentar esta vieja casa. Y así que esté a buena temperatura, nos pondremos a limpiar.
En un lateral de la vivienda había un gran cobertizo de madera lleno de carbón, aunque no quería pensar en la cantidad de combustible que habría que subir hasta la garganta. En Chipenden, me correspondía a mí ocuparme de las provisiones semanales y me dije que ojalá no fuese uno de mis deberes aquí el transporte de los sacos del material para encender la chimenea.
Llenamos dos grandes baldes de carbón y los llevamos a la cocina.
—¿Sabes prender un buen fuego con esto? —me preguntó el Espectro.
Asentí. En invierno, cuando vivía en la granja de mis padres, lo primero que me tocaba hacer todas las mañanas era encender el fuego de la cocina.
—Entonces enciéndelo y yo me ocuparé del fuego del salón. Hay trece chimeneas en esta vieja casa pero, para calentarla, de momento sólo encenderemos seis.
Tardamos una hora aproximadamente en poner en marcha las seis chimeneas: una en la cocina, otra en el salón, otra en lo que el Espectro llamaba su «despacho», que estaba en la planta baja, y una en cada uno de los tres dormitorios del primer piso. Había otros siete dormitorios más, además de una buhardilla, pero prescindimos de ellos.
—Muy bien, muchacho, hemos empezado estupendamente. Ahora iremos a buscar un poco de agua.
Cargados con una gran tinaja cada uno, salimos por la puerta trasera y rodeamos la casa hasta la fachada, desde donde el Espectro me condujo al arroyo. Era tan profundo como aparentaba, por lo que no nos costó llenar las tinajas de un agua tan limpia, fría y transparente que dejaba ver las piedras del fondo. Era un arroyo tranquilo que apenas hacia más que murmurar en su camino garganta abajo.
Justo cuando terminaba de llenar mi tinaja, percibí un movimiento en lo alto de los peñascos. No vi nada, sino que fue más bien la sensación de que me vigilaban pero, al levantar la vista hacia el oscuro borde que se recortaba en el cielo gris, no descubrí nada especial.
—No mires para arriba, muchacho —me espetó el Espectro con un resabio de desagrado en la voz—. No le des ese gusto; haz como que no te has dado cuenta.
—¿Quién es? —pregunté con inquietud mientras seguía a mi maestro de vuelta a casa.
—Difícil decirlo. Como no he mirado, no estoy seguro. —Se detuvo en seco, dejó la tinaja en el suelo y, rápidamente, cambió de tema—. ¿Qué te ha parecido la casa?
Mi padre me había enseñado que hay que decir la verdad siempre que sea posible y yo sabía que el Espectro no era persona cuyos sentimientos fueran fáciles de herir.
—Preferiría vivir en la cumbre de una montaña que, como una hormiga, en una grieta entre rocas —repuse—. Está claro que me gustaba más su casa de Chipenden.
—También a mí, muchacho, también a mí. Si hemos venido a Anglezarke es porque no había más remedio. Aquí estamos en el límite, en el mismísimo límite de lo Oscuro, un mal sitio para pasar el invierno. Hay cosas en el páramo que no merecen que pensemos en ellas pero, si no las afrontamos, ¿quién lo hará?
—¿Qué cosas? —pregunté recordando lo que me había dicho mi madre, pero interesado en ver qué respondía mi maestro.
—Pues multitud de boggarts, brujas, fantasmas y cadáveres… y otras peores aún…
—¿Como Golgoth, por ejemplo? —apunté.
—Sí, Golgoth. Sin duda tu madre te ha hablado de él. ¿Me equivoco?
—Lo mencionó cuando le dije que vendríamos a Anglezarke, pero sólo me explicó que a veces se despierta en invierno.
—Así es, muchacho, y te haré saber más sobre él llegado el momento. Ahora mira eso —dijo señalando con el índice el gran cañón de la chimenea por donde se elevaba un humo pardo y denso que se desvanecía en el aire desde las dos hileras de sombreretes cilíndricos—. Estamos aquí para exhibir la bandera, muchacho.
Busqué una bandera, pero no vi más que humo.
—Me refiero a que, por el mero hecho de estar aquí, ya proclamamos que esta tierra nos pertenece a nosotros y no a lo Oscuro. Plantar cara a la oscuridad, y más en Anglezarke, es cosa difícil, pero nos corresponde hacerlo y merece la pena. De cualquier forma —concluyó mientras recogía la tinaja—, será mejor que entremos y nos pongamos a limpiar.
Pasé las dos horas siguientes muy atareado restregando, barriendo, lustrando y saliendo al exterior para sacudir nubes de polvo de las alfombras. Finalmente, después de lavar y secar los platos sucios, mi maestro me dijo que hiciera las camas de los tres dormitorios del primer piso.
—¿Tres? —pregunté creyendo haber oído mal.
—Sí, tres, y cuando hayas terminado, lávate bien las orejas. ¡Anda, ve! No te quedes aquí como un pasmarote, que no vamos a pasarnos así todo el día.
Así pues, tras encogerme de hombros, hice lo que me había ordenado. La ropa de cama estaba húmeda, pero di la vuelta a las sábanas para que el fuego de la chimenea las secara. Hecho esto, agotado por el esfuerzo, bajé de nuevo. Al pasar junto a la escalera que conducía a la bodega, oí algo que me erizó los pelos de la nuca: desde abajo me llegó un sonido que me pareció un largo suspiro estremecedor, seguido casi de inmediato de un leve gemido. Esperé en lo alto de la escalera, en la frontera de la oscuridad, y presté atención, pero no se repitió. ¿Lo habría imaginado?
Entré en la cocina y encontré al Espectro lavándose las manos en el fregadero.
—He oído un lamento que procedía de la bodega —comenté—. ¿Es un fantasma?
—No, muchacho, en esta casa ya no hay fantasmas, pues hace años que los expulsé a todos. Debe de ser Meg que se ha despertado.
Creí haber oído mal, aunque ya me habían advertido que me encontraría con ella. Sabía que se trataba de una bruja lamia que vivía en algún lugar de Anglezarke y suponía que quizá residía en casa del Espectro, pero descarté la posibilidad al ver la casa tan fría y abandonada. ¿Cómo iba a dormir en una bodega tan terriblemente gélida como aquélla? Aunque sentía curiosidad, me guardé de hacer preguntas por si no era el momento oportuno.
A veces el Espectro estaba en vena de contestar a mis cuestiones y dejaba que me sentara, sacara la libreta y llenara la pluma de tinta para tomar nota de todo. Pero otras veces sólo deseaba seguir ocupándose de lo que tenía entre manos. En ese momento percibí la decidida expresión que relucía en sus ojos verdes y, por lo tanto, decidí guardar silencio mientras él encendía una vela.
Seguí sus pasos por los escalones de piedra que conducían a la bodega. No es que tuviera miedo, porque sabía muy bien qué se disponía a hacer, pero no puedo negar que me sentía muy inquieto. Jamás había visto a una bruja lamia y, aunque por mis lecturas había aprendido algo sobre ellas, ignoraba qué me esperaba. ¿Cómo habría podido sobrevivir allá abajo, en medio del frío y de la oscuridad, a lo largo de la primavera, el verano y el otoño? ¿Habría comido babosas, gusanos, insectos y caracoles, como las brujas que mi maestro metía en los pozos?
Cuando la escalera llegó al primer recodo, nos cerró el paso una reja de hierro. Al otro lado de ésta, los escalones se ensanchaban, hasta el punto de que hubieran podido bajarlos cuatro personas una al lado de la otra. No había visto nunca la escalera de una bodega con unos escalones tan anchos. No lejos de la reja, vi una puerta encajada en la pared, que me incitó a preguntarme qué habría detrás de ella. El Espectro se sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura, pero no era la llave que usaba habitualmente.
—¿Es complicada esta cerradura?
—Lo es, muchacho, más que las normales. Si alguna vez necesitas esta llave, has de saber que la dejo siempre en lo alto de la estantería más próxima a la puerta de mi despacho.
Al abrir la puerta, se produjo un ruido estentóreo que se propagó en todas direcciones, como si la casa fuese una enorme campana.
—Esta reja de hierro impide el paso a la mayoría de quienes quieren sobrepasarla, pero si no fuera así, desde arriba de la escalera oiríamos cómo lo intentan; es mejor que un perro guardián.
—¿La mayoría de quiénes? ¿Y por qué son tan anchos los peldaños?
—Cada cosa en su momento; las preguntas y las respuestas vendrán después. Lo primero es ir a ver a Meg.
A medida que bajábamos la escalera, percibí leves ruidos que procedían de abajo: un gruñido y una especie de débiles arañazos que contribuyeron a aumentar aún más mi inquietud. No tardé mucho en comprender que la parte de la casa que estaba bajo tierra era como mínimo tan grande como la que estaba encima. Cada vez que la escalera giraba al encontrar un recodo, aparecía una puerta de madera encajada en el muro. En el tercero de los recodos, nos encontramos en un pequeño rellano con otras tres puertas.
El Espectro se paró frente a la de en medio y se volvió hacia mí.
—Espera aquí, muchacho —me ordenó—. Meg está siempre un poco nerviosa cuando se despierta. Hay que darle tiempo a que se acostumbre a tu presencia.
Acto seguido me entregó la vela, hizo girar la llave en la cerradura y, después de cerrar la puerta detrás de él, se adentró en la oscuridad.
Esperé fuera unos diez minutos y debo añadir que la escalera era de lo más lúgubre. En primer lugar, cuanto más se bajaba, más frío hacía. Y en segundo lugar, se oían otros ruidos inquietantes procedentes de más allá del siguiente recodo, que ahora quedaba fuera de la vista. Eran en su mayor parte bisbiseos muy débiles y también creí oír un lamento lejano como de alguien o algo que sufriera padecimientos atroces.
Después se oyeron unos ruidos sordos que salían de la estancia en la que había entrado el Espectro. La voz de mi maestro sonaba tranquila pero enérgica y en un determinado momento, oí llorar a una mujer. Pero el llanto no duró mucho y continuaron los bisbiseos, como si ninguna de las dos personas que hablaban quisiera que yo oyese lo que decían.
Por fin la puerta se abrió con un crujido. Entonces apareció el Espectro y alguien más lo siguió hasta el rellano.
—Ésta es Meg —dijo él, y se hizo a un lado para que la viera—. Te gustará, muchacho. Es la mejor cocinera de todo el condado.
Al recorrerme con la vista de arriba abajo, Meg pareció desconcertada y yo le devolví la mirada con verdadera sorpresa. Era la mujer más bella que había visto en mi vida y llevaba zapatos puntiagudos. La primera vez que fui a Chipenden y el mismo día en que el Espectro me dio la primera clase, me previno contra los peligros que entrañaba hablar con muchachas que llevan zapatos de esa clase. Según me dijo, lo supieran ellas o no, algunas eran brujas.
No hice caso alguno de su advertencia y hablé con Alice que, aunque me metió en muchos líos, acabó sacándome de todos. Pero ahora era él mismo quien ignoraba sus propios consejos. No obstante, Meg no era una chica, sino una mujer, y tenía un rostro tan perfecto que era imposible dejar de contemplarlo: los ojos, los pronunciados pómulos, el color de la piel…
Lo que chocaba en ella eran sus cabellos plateados, una tonalidad que uno espera encontrar en alguien de edad mucho más avanzada. No era más alta que yo y al Espectro le llegaba al hombro. Al observarla con más atención, se hacía evidente que había estado meses durmiendo en medio del frío y de la humedad: tenía telarañas enredadas en los cabellos y restos de moho en el vestido, de un color morado descolorido.
Yo sabía que existían diferentes tipos de brujas, y en mis cuadernos tenía páginas atiborradas con las explicaciones que mi maestro me había dado sobre ellas, aun cuando lo que yo descubrí acerca de las brujas lamia procedía de los libros que él guardaba en su biblioteca y que, supuestamente, yo no habría debido leer.
Esas brujas procedían de ultramar y en sus tierras se alimentaban de sangre humana. Se decía de ellas que en su condición natural eran salvajes y que, en tal estado, no se parecían en nada a los humanos, ya que su cuerpo estaba recubierto de escamas y disponían de zarpas largas y gruesas en vez de uñas. Sin embargo, son seres que cambian lentamente de forma y, cuanto más contacto tienen con los hombres, más humana se hace gradualmente su apariencia. Pasado un tiempo se transforman en lo que se conoce como «lamias domésticas», cuyo aspecto es igual al de las mujeres salvo por una hilera de escamas verdes y amarillas que les recorre la espina dorsal. Incluso algunas de estas brujas perversas se convierten en benignas. ¿Acaso se habría vuelto buena Meg? ¿No sería ésa otra razón que explicaba por qué el Espectro no la había metido en un pozo al igual que a Lizzie la Huesuda?
—Pues bien, Meg —dijo el Espectro—, éste es Tom, mi aprendiz. Es un buen chico, o sea que haréis buenas migas.
Meg me tendió la mano. Creí que quería estrecharme la mía, pero en el momento en que nuestros dedos entraron en contacto, retiró rápidamente el brazo, como si se hubiera quemado, y vi que la preocupación le asomaba a los ojos.
—¿Y Billy? ¿Dónde está? —preguntó con voz fina como la seda, aunque preñada de incertidumbre—. Billy me gustaba.
Sabía que se refería a Billy Bradley, el aprendiz del Espectro que me precedió y que había muerto.
—Billy se fue, Meg —le explicó el Espectro con dulce acento—. Ya te lo dije; no te preocupes por él. La vida sigue. Ahora tendrás que acostumbrarte a Tom.
—Otro nombre que recordar —se quejó tristemente—. ¿Vale la pena el esfuerzo si duran tan poco?
Meg no se ocupó enseguida de la cena.
Me enviaron a por agua al arroyo y tuve que hacer doce viajes arriba y abajo para que ella quedase por fin contenta. A continuación, sirviéndose de dos chimeneas, calentó el agua, pero no lo hizo con fines culinarios, cosa que me contrarió.
Ayudé a mi maestro a llevar a rastras hasta la cocina una gran bañera de hierro y la llenamos de agua caliente. Era para Meg.
—Nosotros nos retiraremos al salón —indicó el Espectro—, para proporcionarle un poco de intimidad. Ha pasado meses en la bodega y quiere acicalarse.
Refunfuñé para mis adentros diciéndome que, si él no la hubiera tenido encerrada allá abajo, habría encontrado la casa limpia y ordenada al regresar como cada invierno. Y como era lógico, aquella consideración llevó a preguntarme otra cosa: ¿por qué no se había llevado a la bruja a su casa de verano de Chipenden?
—Esto es el salón —me dijo mi maestro abriendo la puerta e invitándome a entrar—. Aquí es donde conversamos y recibimos a los que necesitan que los ayudemos.
Disponer de un salón es una vieja tradición del condado. Suele ser la mejor habitación de la casa, lo más lujosa posible, aunque rara vez se utiliza porque tiene que estar siempre limpia y a punto para recibir a los invitados. En la casa de Chipenden, el Espectro no tenía salón porque prefería mantener a la gente lejos de casa. Por eso los visitantes debían acercarse al cruce de caminos, bajo los árboles cimbreantes, tocar la campanilla y esperar. Al parecer, aquí regían normas distintas.
En la granja de mis padres tampoco nos molestábamos en tener un salón, porque el hecho de ser siete hermanos nos convertía en una gran familia y, como vivíamos en la misma casa, necesitábamos todas las habitaciones. Además, mi madre, que no había nacido en el condado, consideraba que eso del salón era una tontería.
«¿De qué sirve reservar la mejor estancia de la casa para salón si apenas se usa? —decía siempre—. La gente debe aceptarnos tal como somos».
Sin embargo, el salón del Espectro no tenía realmente un aspecto lujoso, pero tanto el desvencijado y viejo diván como las dos butacas parecían tan acogedores y la habitación estaba tan caldeada que en cuanto me senté, me entró sueño. Había sido un día muy largo y habíamos recorrido muchos kilómetros.
Reprimí un bostezo y el Espectro lo detectó.
—Iba a darte otra clase de latín, pero hay que tener la cabeza despejada para eso —dijo—. Te recomiendo que te acuestes enseguida después de cenar, porque mañana tendrás que madrugar y repasar los verbos. —Asentí y él añadió—: Quiero enseñarte algo. —Abrió la alacena que estaba junto a la chimenea, sacó un gran botellón de cristal de color caramelo y lo sostuvo en alto para que yo lo viera—. ¿Sabes que es esto?
Me encogí de hombros, pero después vi la etiqueta de la botella.
—Infusión —leí en voz alta.
—No te fíes nunca de la etiqueta de una botella —repuso el Espectro—. Quiero que la primera cosa que hagas por las mañanas sea verter un centímetro de este líquido en una taza y llenarla después de agua muy caliente, agitarlo todo con energía y dárselo a Meg. Y también quiero que esperes a que se haya bebido hasta la última gota. Tardará un poco porque le gusta saborearlo. Es el trabajo más importante que harás todos los días. Le dirás que es la taza de infusión de siempre y que se la tiene que tomar para mantener las articulaciones flexibles y los huesos fuertes. Eso la contentará.
—¿Qué es ese brebaje?
El Espectro se quedó un momento sin responder.
—Como bien sabes, Meg es una bruja lamia —dijo por fin— y esa bebida hace que se olvide de quién es. Resultaría muy perturbador y peligroso para cualquier persona recordar quiénes son esas brujas. Espero, pues, que no provoques nunca tal situación por un olvido, muchacho. Sería algo especialmente peligroso para todos que Meg recordase quién es y qué es capaz de hacer.
—¿Por eso la tiene encerrada en la bodega y no la lleva a Chipenden?
—Sí, es más seguro. Y no quiero que la gente sepa que está aquí; no lo comprendería nadie. Hay algunas personas en estas tierras que recuerdan de qué es capaz… pese a que ella lo ha olvidado.
—¿Y cómo puede sobrevivir sin comer todo el verano?
—A veces las lamias salvajes sobreviven años sin probar bocado, dejando aparte que tomen esporádicamente algún que otro insecto, gusano o una o dos ratas. Pero si se trata de lamias domésticas, como Meg, no les pasa nada aunque estén meses sin comer. De modo que si ella ingiere una buena dosis de esta pócima, que contiene muchos elementos nutritivos, no le supondrá ningún peligro y, además, le facilitará el sueño.
»De todos modos, muchacho, estoy seguro de que te caerá bien. Es una cocinera excelente, como no tardarás en descubrir, y una persona realmente metódica y cuidadosa: tiene siempre los pucheros limpios y relucientes, como si fueran nuevos, y los guarda en el armario tal como a ella le gusta; lo mismo ocurre con los cubiertos, siempre tan ordenados en el cajón: los cuchillos a la izquierda y los tenedores a la derecha.
Me pregunté qué habría pensado Meg de haber visto el desorden que encontramos al llegar. Tal vez por eso el Espectro tuvo tanto interés en limpiarlo y ordenarlo todo.
—Bien, chico, ya hemos hablado bastante. Vamos a ver qué hace…
Después del baño, el rostro de Meg adquirió un sano y agradable color rosado y todavía parecía más joven y más guapa que antes y, pese a los cabellos plateados, aparentaba la mitad de años que el Espectro. Llevaba una túnica limpia de color marrón —el mismo tono castaño de los ojos—, abrochada en la espalda con botones blancos. Resultaba difícil asegurarlo, pero parecían de hueso, aunque no quería detenerme a pensar de dónde los habría sacado, si realmente eran de hueso…
Muy contrariado, comprobé que no había hecho la cena. ¿Cómo iba a prepararla si no había en casa más que media hogaza de pan cubierto de moho?
Tuvimos que arreglárnoslas, pues, con el resto de queso que el Espectro llevaba para el viaje. Era buen queso del condado, de un apetitoso color amarillo pálido, pero insuficiente para saciar a tres personas.
Nos sentamos a la mesa de la cocina y lo mordisqueamos lentamente para hacerlo durar. Hubo poca conversación; yo no pensaba en otra cosa que en el desayuno.
—En cuanto amanezca, iré a buscar provisiones para la semana —dije a modo de sugerencia—. Puedo ir a Adlington o Blackrod.
—No te acerques a ninguno de esos pueblos, muchacho —repuso el Espectro—, sobre todo a Blackrod. Una de las cosas de las que no tendrás que ocuparte mientras vivamos aquí es de las provisiones. Deja, pues, de cavilar. Lo que más falta te hace es dormir, de modo que acuéstate. Tu habitación es la que da a la fachada. Anda, ve y que duermas bien. Meg y yo tenemos cosas de que hablar.
Así lo hice y me fui derecho a la cama. Mi habitación era mucho más grande que la de Chipenden pero, al igual que aquélla, sólo disponía de una cama, una silla y una pequeña cómoda. De haber estado situada en la parte trasera de la casa, la única vista que hubiera tenido habría sido el muro de roca desnuda. Por fortuna, daba a la parte de delante y, en cuanto levanté la ventana de guillotina, oí el débil murmullo del arroyo que corría debajo y el lamento de las ráfagas de viento que envolvían la casa. Las nubes se habían disipado y la luna llena, que proyectaba una luz plateada en la garganta, se reflejaba en el arroyo. Sería una noche de frío y escarcha.
Me asomé a la ventana para ver mejor: la luna lucía encima mismo de la cumbre del acantilado, que se erguía sobre mi cabeza y me pareció de una magnitud increíblemente grande. Recortada sobre la roca, distinguí la silueta de una persona arrodillada que miraba hacia abajo. De pronto desapareció, aunque me había dado tiempo de ver que llevaba capucha.
Me quedé unos momentos mirando fijamente el peñasco, pero la figura no reapareció, y como la habitación estaba enfriándose, cerré la ventana. ¿Sería Morgan? Y si lo era, ¿por qué nos espiaba? ¿Habría sido también él quien nos vigilaba cuando llenamos las tinajas en el arroyo?
Me desnudé y me metí en la cama. Pero aunque estaba muy cansado, me costó dormirme, pues el viejo caserón emitía crujidos y pequeños chasquidos; además, percibí unos ligeros golpes junto a los pies de la cama. Seguramente serían ratones que se movían debajo del entarimado, pero como yo era el séptimo hijo de un séptimo hijo, igual podía oír algo muy diferente.
Pese a todo, por fin conseguí deslizarme en el sueño… pero me desperté de repente en plena noche. Tendido en la cama, sentía una vaga inquietud que hizo que me preguntase por qué me habría despertado de aquella manera tan repentina. La oscuridad era total y no distinguía nada, aunque presentía que ocurría algo irregular. Se había producido un ruido; de eso estaba seguro.
No tuve que esperar mucho para volver a oírlo: dos ruidos distintos que crecían gradualmente y que iban haciéndose más intensos a medida que transcurrían los segundos. Uno era una especie de zumbido muy agudo y el otro, mucho más bajo y sordo, algo así como un trueno profundo, como si alguien arrastrase unas enormes piedras por la falda pétrea de una montaña.
Pero era el caso que parecía producirse debajo mismo del edificio y el fragor era tan intenso que retemblaban los vidrios de las ventanas y hasta daba la impresión de que los muros se estremecían y vibraban. Sentí miedo. Como el estruendo aumentara, podría venirse abajo la casa entera. Sin saber de qué se trataba, una idea se abrió paso en mis pensamientos: ¿sería un terremoto que hundiría la garganta y, con ella, la vivienda?