Mi casa
Durante la ruta hacia el sur, contemplé a menudo las colinas rocosas. Había dedicado tanto tiempo a vagar por ellas, tan cerca de las nubes, que algunas se me antojaban viejas amigas, en especial la Pica de Parlick, la más cercana a la casa de verano del Espectro. Sin embargo, ya al final del segundo día de marcha, las grandes y familiares colinas se convirtieron en una línea morada que apenas sobresalía en el horizonte y agradecí disponer de mi tabardo nuevo. Habíamos pasado una noche desapacible y glacial en un granero desprovisto de tejado y, aunque el viento había amainado y el sol lucía débilmente, parecía que la temperatura descendía por momentos.
Por fin nos acercábamos a mi casa y el deseo de volver a ver a mi familia crecía a cada paso que daba. Sobre todo me moría de ganas de ver a mi padre. En mi última visita lo había encontrado reponiéndose de una grave enfermedad, pero existían pocas probabilidades de que se recuperase del todo. En cualquier caso, tenía intención de retirarse y dejar la granja en manos de mi hermano mayor, Jack, a principios del invierno; no obstante, la enfermedad precipitó los acontecimientos, y aunque el Espectro se había referido a la granja de mi padre, de hecho ya no le pertenecía.
De pronto, a nuestros pies, divisé el granero y la granja familiar con su penacho de humo saliendo por la chimenea. Los campos que la rodeaban y los árboles desnudos ofrecían un aspecto desolado y glacial que despertó en mí el deseo de calentarme las manos junto al fuego de la cocina.
Mi maestro se detuvo donde se iniciaba el camino.
—Bien, muchacho, no creo que tu hermano y su mujer se alegren mucho de vernos. No hay nada que perturbe tanto a la gente como los asuntos relacionados con los espectros, por lo que es mejor no provocar esos sentimientos. De modo que ve tú y tráeme el dinero; la chica y yo te esperaremos aquí. Como es lógico, tendrás ganas de ver a tu familia, pero no te demores más de una hora. Porque mientras tú estás sentado delante de un buen fuego, nosotros permaneceremos aquí con los pies helados.
Tenía razón; a mi hermano Jack y a su mujer no les gustaban los asuntos del Espectro y ya me habían advertido en otras ocasiones que no lo llevara a su casa. O sea que me avine a dejarlos a la intemperie y eché a correr por el camino en dirección a la granja. Al abrir la verja, ladraron los perros y Jack apareció por un lateral del granero. No manteníamos muy buenas relaciones desde que me había hecho aprendiz del Espectro, pero parecía contento de verme y me recibió con una gran sonrisa.
—Me alegro de verte, Tom —dijo abrazándome con efusión.
—También yo, Jack. ¿Cómo está nuestro padre?
Le desapareció la sonrisa con la misma rapidez con que le había aparecido.
—La verdad, Tom, no creo que esté mejor que la última vez que lo viste. Algunos días parece encontrarse mejor, pero por las mañanas tose y escupe de tal manera que se ahoga. Da pena oírlo. Nos gustaría hacer algo por él, pero nos sentimos impotentes.
Moví la cabeza, contrito.
—¡Pobre padre! Mira, estoy en ruta hacia el sur, donde pasaré el invierno —le expliqué—; sólo he venido a buscar el dinero que se le adeuda al Espectro. Me gustaría quedarme, pero no puedo. Mi maestro me espera al final del camino porque tenemos que proseguir la marcha dentro de una hora.
No le mencioné a Alice. Jack sabía que era sobrina de una bruja y no quería saber nada de ella. Ya se las habían tenido una vez y yo no quería que se repitiera la escena.
Mi hermano se volvió para escrutar el camino antes de volver a mirarme de pies a cabeza.
—Hay que reconocer que vas vestido como te corresponde —comentó con amarga sonrisa.
Estaba en lo cierto. Había dejado las bolsas al cuidado de Alice, pero llevaba puesta la capa negra y empuñaba el cayado, lo que me convertía en una versión reducida de mi maestro.
—¿Te gusta el tabardo? —pregunté, y aparte la capa para que pudiera examinarlo a placer.
—Parece de abrigo.
—Me lo compró el señor Gregory; dice que me hará mucha falta porque pasaremos el invierno en una casa que tiene en el páramo de Anglezarke, no lejos de Adlington, y parece ser que ahí el frío es intenso.
—¡Y que lo digas! De eso puedes estar seguro; lo sabrás mejor que yo. En fin, es hora de que vuelva a mis cosas. No hagas esperar a nuestra madre. Hoy está alegre y animada; debía de saber que vendrías.
A continuación Jack atravesó la era, pero al llegar a la esquina del granero, se detuvo un momento para saludarme agitando la mano y yo le devolví el saludo antes de cruzar la puerta de la cocina. Era probable que mi madre supiera ya que me aproximaba; ella presentía las cosas. Como matrona y curandera, a menudo sabía cuándo alguien iba en su busca para pedirle ayuda.
Al empujar la puerta trasera, la encontré sentada en la mecedora junto al fuego. Tenía las cortinas corridas porque sus ojos son muy sensibles a la luz solar; me sonrió al verme entrar.
—Me alegro de verte, hijo. Acércate y dame un abrazo y después me contarás las novedades.
Me acerqué y me abrazó con fuerza. Después cogí una silla y la coloqué a su lado. Desde la última vez que la había visto, en otoño, habían ocurrido muchas cosas, pero entre tanto le había enviado una larga carta relatándole todos los peligros a los que me había enfrentado con mi maestro durante las últimas jornadas de nuestra misión en Priestown.
—¿Recibiste mi carta, madre?
—Sí, Tom, y siento de veras no haberte contestado, pero aquí han sucedido muchos acontecimientos y, además, sabia que vendrías de camino hacia el sur. ¿Cómo está Alice?
—Por fin se ha arreglado todo y ha vivido feliz con nosotros en Chipenden, pero el problema es que el Espectro no confía en ella. Ahora nos instalaremos en su casa de invierno, pero Alice tendrá que vivir en una granja con gente que no ha visto en su vida.
—Una situación difícil —replicó mi madre—, pero estoy segura de que el señor Gregory sabe lo que se lleva entre manos. Al parecer, es la mejor solución. En cuanto a Anglezarke, ten mucho cuidado, hijo. Es un páramo triste y desolado. Quizá el señor Gregory se haya desprendido de Alice muy a la ligera…
—Jack me ha hablado de papá. ¿Ha empeorado tanto como tú suponías, madre? —La última vez que nos vimos, ella me insinuó que la vida de mi padre estaba tocando a su fin, pese a que ocultó sus peores temores a Jack.
—Espero que recupere fuerzas, puesto que se le proporcionarán todos los cuidados necesarios para sobrevivir al invierno, que sospecho que será tan malo como todos los que he vivido desde que llegué al condado. Ahora está durmiendo, pero dentro de unos minutos te acompañaré al piso de arriba para que lo veas.
—Jack me ha parecido de mejor humor —comenté tratando de animarla—. A lo mejor es que se ha conformado con la idea de tener un espectro en la familia.
Mi madre sonrió con ganas.
—No le queda más remedio, pero supongo que más bien será porque Ellie vuelve a estar embarazada y esta vez espera un niño… de eso estoy segura. Jack ha deseado siempre tener un varón, alguien que un día heredase la granja.
Me alegré por él. Mi madre no se equivocaba nunca con ese tipo de cosas. De súbito me di cuenta de que la casa estaba muy silenciosa. Demasiado, casi.
—¿Dónde está Ellie?
—¡Qué lástima, Tom, pero has escogido mal día! Casi todos los miércoles va a visitar a sus padres y se lleva con ella a la pequeña Mary. ¡Tendrías que verla! Está muy crecida para sus ocho meses y gatea con tanta rapidez que no hay ojos suficientes para vigilarla. Bueno, ya sé que tu maestro te espera fuera y hace frío, así que será mejor que subamos a ver a tu padre.
Papá estaba profundamente dormido, pero tenía el cuerpo recostado en cuatro almohadas y daba la impresión de que estaba sentado.
—En esa postura respira mejor —comentó mi madre—. Todavía tiene un poco congestionados los pulmones.
Respiraba ruidosamente, tenía la cara de un color grisáceo y le resbalaba por la frente un reguero de sudor. Parecía realmente enfermo, y ya no era más que una sombra del hombre fuerte y sano que en otro tiempo cargaba él solo con el trabajo de la granja, sin dejar por ello de ser un padre bueno y cariñoso con sus siete hijos.
—Comprendo, Tom, que te gustaría hablar con él aunque fueran unas pocas palabras, pero no ha dormido en toda la noche. Será mejor que no lo despertemos. ¿Qué te parece?
—Por supuesto, madre —admití, aunque me entristecía no poder hablar con él.
Lo veía tan enfermo que pensé que quizá no tendríamos ocasión de volver a vernos nunca más.
—Pues entonces, dale un beso, hijo, y dejémoslo descansar…
La miré sorprendido, porque no recordaba cuándo había besado a mi padre por última vez. Lo que más se asemejaba a un beso era una palmadita en el hombro o un apresurado apretón de manos.
—Anda, Tom, dale un beso en la frente —insistió mi madre— y deséale que se ponga bien. Aunque duerma, una parte de su persona oirá lo que le digas y eso contribuirá a que mejore.
Nuestras miradas se cruzaron; en sus ojos percibí cuánto deseaba que hiciera lo que me pedía. Así pues, me incliné sobre la cama y rocé con los labios la frente húmeda y ardiente de mi padre. Noté un olor extraño que no supe identificar, olor a flores, pero de un tipo de flor cuyo nombre desconocía.
—Que te mejores pronto, padre —murmuré en voz muy baja—. Volveré en primavera y entonces charlaremos.
La boca se me quedó seca y, al pasar la lengua por los labios, percibí el sabor a sal que le desprendía la frente. Mamá sonrió con tristeza y me indicó con la mano la puerta de la habitación.
Cuando salimos del dormitorio, él empezó a toser y carraspear. Me volví, preocupado, y vi que abría los ojos y me miraba.
—¡Tom! ¡Tom! ¿Eres tú? —susurró antes de que le diera otro acceso de tos.
Mi madre volvió rápidamente a la habitación y se inclinó sobre él llena de angustia mientras le acariciaba suavemente hasta que se le calmó la tos.
—Tom está aquí —le dijo—, pero no conviene que te fatigues hablando.
—¿Trabajas mucho, chico? ¿Está contento contigo el maestro? —me preguntó con voz ronca y apagada, como si tuviera algún estorbo metido en la garganta.
—Sí, padre, todo va bien. La verdad es que también he venido por eso —dije acercándome a la cama—. Mi maestro está decidido a quedarse conmigo y quiere que le pagues las diez guineas últimas que le debes por mi aprendizaje.
—Pues es una buena noticia, hijo. Me alegro por ti. ¿Te gusta trabajar en Chipenden?
—Sí me ha gustado, padre, pero ahora estamos de camino porque vamos a pasar el invierno en su casa del páramo de Anglezarke.
—¡Ay, hijo, ojalá no tuvieras que ir donde dices! —comentó, súbitamente alarmado, y echó una mirada a mi madre—. Se cuentan historias muy extrañas de ese sitio, ninguna buena por cierto. Deberás tener los ojos muy abiertos. Y procura no alejarte de tu maestro y prestar oído atento a todo lo que te diga.
—No me ocurrirá nada malo, padre. No te preocupes. Aprendo muchas cosas todos los días.
—De eso estoy convencido, hijo mío. Debo confesarte que yo tenía mis dudas cuando te puse a trabajar como aprendiz de un espectro, pero tu madre tenía razón. El trabajo es duro, pero alguien tiene que hacerlo. Ella ya me ha informado de los progresos que has hecho hasta ahora y debo decirte que estoy orgulloso de tener un hijo tan aplicado como tú. No tengo favoritos, te lo advierto. He tenido siete hijos, buenos todos. Os he querido a los siete y estoy orgulloso de todos y de cada uno de vosotros, pero tengo la sensación de que tú tal vez eres el mejor.
Sonreí, sin saber qué contestarle. Mi padre sonrió a su vez, cerró después los ojos y al poco rato cambió el ritmo de su respiración y volvió a sumirse en el sueño. Mi madre me indicó la puerta con un gesto y salimos de la habitación. Cuando estuvimos de nuevo en la cocina, le pregunté por el extraño olor que había notado.
—Ya que me has preguntado, no quiero ocultarte la respuesta, Tom. Como séptimo hijo de un séptimo hijo que eres, has heredado de mí ciertas cosas. Ambos somos sensibles a lo que se llaman «avisos de muerte». Lo que has olido es la muerte que se acerca…
Sentí un nudo en la garganta y que las lágrimas me asomaban a los ojos. Mi madre se me acercó al momento y me echó los brazos al cuello.
—¡Ay, Tom, procura sobreponerte! Eso no quiere decir que tu padre vaya a morir dentro de una semana, un mes o ni siquiera dentro de un año. Cuando un enfermo se cura, desaparece el olor. Lo mismo sucederá con tu padre. De hecho, hay días en que el olor casi no se nota. Yo hago todo lo que puedo por él y todavía hay esperanzas. Pese a todo, las cosas son como son; en fin ya te lo he dicho y así has aprendido algo más.
—Gracias, madre —respondí con tristeza, y me dispuse a marcharme.
—No te vayas en ese estado —me susurró mi madre con voz suave y dulce—. Siéntate un momento junto al fuego mientras te preparo unos bocadillos para el viaje.
Así lo hice y, con gran presteza, preparó un paquete con unos bocadillos de jamón y pollo para los tres.
—¿No te olvidas de nada? —me preguntó al dármelo.
—¡El dinero del señor Gregory! Lo había olvidado por completo.
—Espera un momento, Tom. Voy a mi habitación a buscarlo.
Al decir «mi habitación» no se refería al dormitorio que compartía con mi padre, sino a la habitación cerrada con llave, en el último piso de la casa, donde guardaba sus posesiones. Desde que era pequeño sólo había estado allí una vez, el día que me dio la cadena de plata, pero nadie, ni siquiera mi padre, entraba en aquella habitación.
Estaba llena de cajas y baúles, aunque yo no tenía ni idea de lo que contenían. Por lo que acababa de decir, también guardaba dinero allí. Precisamente, con el dinero que ella había traído consigo de Grecia, su tierra natal, se había comprado la granja.
Antes de irme, contó una por una las diez guineas. Al mirarme, leí en sus ojos la preocupación que la invadía.
—El invierno que se acerca va a ser largo, duro y cruel, hijo mío; no hay más que leer los signos: las golondrinas han emprendido el vuelo hacia el sur un mes antes de lo habitual y han llegado las primeras heladas cuando los rosales todavía estaban en flor, algo que no se había visto nunca. Será una época difícil y no creo que ninguno de nosotros salga de ella indemne, de modo que no podría haber lugar peor para pasar este invierno que Anglezarke. Tu padre se inquieta por ti, Tom, y yo también; él tiene razón en todo lo que te ha dicho, o sea que no voy a hablarte con remilgos: no hay duda de que aumenta el poder de las tinieblas y que en aquel páramo persiste una influencia particularmente maléfica; es un lugar donde, hace muchísimo tiempo, se rendía culto a los antiguos dioses y es evidente que, en invierno, los hay que se despiertan de su sueño. El peor de todos es Golgoth. Algunos lo llaman «Señor del Invierno». Mantente, pues, cerca de tu maestro. Es el único amigo verdadero que tienes y debéis ayudaros mutuamente.
—¿Y Alice?
—Puede pasarlo bien o mal. —Hizo un gesto dubitativo con la cabeza—. Mira, no hay sitio más próximo a las tinieblas en todo el condado que ese frío páramo, por lo que supondrá una prueba más para ella. Espero que la supere, pero no conozco el resultado. Tú limítate a hacer lo que te he dicho: procura mantenerte cerca de tu maestro; es lo único que importa.
Volvimos a abrazarnos, me despedí de ella y me eché de nuevo a los caminos.