Retorno a Chipenden
Una mañana de finales de abril, ya tarde, cuando acababa de asomar el sol por el borde de la garganta, me dirigí al arroyo en busca de agua y el Espectro me siguió sonriéndome con cierta cordialidad. Las estalactitas de hielo que colgaban del peñasco, situado en la parte trasera de la casa, se derretían rápidamente y el agua goteaba en las losas del patio.
—Es el primer día de primavera, muchacho —me dijo—, o sea que saldremos hacia Chipenden.
Hacía semanas que esperaba oír aquellas palabras. Desde su regreso sin Meg, el Espectro había estado muy callado y abstraído en sí mismo, la casa parecía más lúgubre y deprimente que nunca y yo me moría de ganas de marcharme.
Por lo tanto, me pasé la hora siguiente haciendo todas las tareas necesarias, limpiando las chimeneas y lavando los pucheros, platos y tazas a fin de que no tuviéramos tanto trabajo cuando volviéramos el invierno próximo. Por fin el señor Gregory cerró con llave la puerta trasera e inició la marcha garganta abajo, mientras yo, feliz, le pisaba los talones cargando las dos bolsas y mi cayado de serbal, como de costumbre.
Tenía presente la promesa que le había hecho a Alice —preguntar al Espectro si podía acompañarnos a Chipenden—, pero aguardaba el momento oportuno para decírselo. Mientras caminábamos me di cuenta de que, en lugar de tomar el camino más directo hacia el norte, nos dirigíamos a Adlington. Supuse que mi maestro quería volver a despedirse de su hermano, aunque lo había visitado el día anterior. Yo seguía vacilando sobre la conveniencia de hablarle de Alice o no cuando avistamos la tienda.
Me quedé sumamente sorprendido al ver que tanto Andrew como Alice habían salido a recibirnos a la calle empedrada. Ella sujetaba un pequeño fardo con sus pertenencias y parecía preparada para emprender un viaje; sonreía y parecía muy excitada.
—¡Que pases un buen y próspero verano, Andrew! —le gritó el Espectro con voz alegre—. ¡Nos veremos en noviembre!
—¡Lo mismo te digo, hermano! —le replicó Andrew agitando la mano.
Sin salir de mi asombro, vi cómo a continuación mi maestro daba media vuelta y abría la marcha de nuevo y, cuando me dispuse a seguirlo, Alice se colocó a mi lado con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.
—Me había olvidado de decírtelo, muchacho —dijo el Espectro mirando hacia atrás—. Alice se quedará con nosotros en Chipenden en las mismas condiciones que antes. Ayer lo arreglé todo con Andrew. ¡Es preciso que yo no la pierda de vista!
—¡Qué sorpresa!, ¿verdad, Tom? Estarás contento de verme, digo yo —exclamó Alice.
—¡Pues claro que sí y me encanta de veras que nos acompañes a Chipenden! Es lo último que esperaba. El señor Gregory no me había dicho ni una palabra.
—¿Ah, no? —Se echó a reír Alice—. Pues mira, ahora ya sabes qué se siente cuando las personas se guardan ciertos secretos y no te dicen lo que debes saber. ¡Te está bien empleado!
También yo me eché a reír. No me importaba que Alice se mofara de mí. Me lo tenía merecido porque habría debido ponerla al corriente de mis intenciones de robar el libro de magia. De haberlo hecho, ella me habría metido un poco de sensatez en la cabeza. Pero todo había terminado y por fin caminábamos felices los tres hacia Chipenden.
El día siguiente me deparó otra sorpresa. Como el camino de regreso pasaba a unos seis kilómetros de distancia de la granja de mi familia, iba a preguntarle al Espectro si podía hacerles una visita, pero fue él mismo quien me lo propuso.
—Supongo que querrás visitar a tu familia, muchacho. Tal vez tu madre haya vuelto y, si así fuese, querrá verte. Yo seguiré adelante, porque tengo que visitar a un cirujano por el camino.
—¿Un cirujano? ¿Acaso está usted enfermo? —pregunté sintiendo una súbita inquietud.
—No, muchacho, no. Ese hombre también ejerce de dentista como trabajo secundario. Tiene en su casa un buen surtido de dentaduras de muertos y a lo mejor encuentra alguna que me encaja —me contestó con una amplia sonrisa que dejó totalmente a la vista el boquete que le había causado el boggart al saltarle el diente.
—¿Y de dónde las saca? —pregunté, aterrado—. ¿De los ladrones de tumbas?
—No, no. La mayoría de dentaduras proceden de los combatientes en los campos de batalla. Cuando me haya colocado el diente, quedaré como nuevo. También se gana un buen dinero haciendo botones de hueso, y como Meg se confeccionaba todos sus vestidos, era una de sus mejores clientas —me explicó con voz contrita.
Fue una noticia que me alegró, pues por lo menos los botones que llevaba no provenían de antiguas víctimas, como yo había sospechado al principio.
—En fin, sigue adelante —dijo el Espectro—, y que la chica vaya contigo y así tienes compañía en el camino de vuelta.
Me encantó obedecerlo. Era evidente que no quería irse con Alice, pero yo tendría el problema de siempre: Jack no permitiría que ella diera un solo paso dentro de los límites de la granja y, puesto que ahora la Granja del Cervecero era de su propiedad, sería inútil discutir.
Aproximadamente una hora después, avistamos la granja y advertí un hecho insólito: en la parte norte, más allá de los límites de la granja, se elevaba una columna de humo oscuro que salía de entre los árboles que coronaban el monte del Ahorcado. Alguien había encendido una hoguera en aquel lugar, pero ¿quién era capaz de una cosa así? Nadie se atrevía nunca a frecuentar ese monte porque en él merodeaban los cadáveres de los que habían sido ahorcados durante la guerra civil que había asolado el condado varias generaciones atrás. Hasta los perros de la granja se mantenían alejados de la zona.
El instinto me dijo que se trataba de mi madre. Desconocía la razón de que estuviese allá arriba pero ¿acaso existía otra persona que fuera capaz de aventurarse en aquel lugar? Por lo tanto, pasamos de largo de la granja, continuamos hacia el este y, superado el límite norte, subimos colina arriba entre los árboles. No encontramos ni rastro de cadáveres; el monte del Ahorcado estaba tranquilo y en silencio y las ramas desnudas de los árboles relucían con el último sol de la tarde. Apuntaban ya los brotes de las hojas, pero aún faltaba una semana para que saliesen; la primavera había llegado muy tarde este año.
Cuando llegamos a la cumbre, descubrí que no me había equivocado: delante de una hoguera y con la mirada fija en las llamas, encontramos a mi madre, que se protegía del sol con una cubierta de ramas, sarmientos y hojas secas. El polvo le apelmazaba la maraña de cabellos y parecía que hacía tiempo que no se lavaba; había perdido peso y tenía la cara demacrada, la expresión triste y cansada, falta de vida…
—¡Madre, madre! —le grité, y me senté a su lado en la tierra húmeda—. ¿Estás bien?
No me respondió enseguida, sino que se limitó a dirigirme una momentánea mirada distante. Al principio tuve la sensación de que no me había oído, pero casi de inmediato, sin apartar los ojos de las llamas, me puso la mano izquierda en el hombro y me dijo:
—Me alegra que hayas venido, Tom. Hacía días que te esperaba…
—¿Dónde has estado, madre?
No contestó a mi pregunta, pero después de un largo silencio, apartó la vista del fuego y me miró.
—Seguiré pronto mi camino, pero necesito hablar primero contigo.
—No, madre, en ese estado no puedes ir a ninguna parte. Baja a la granja y allí comerás un poco. Además, necesitas dormir. ¿Sabe Jack que estás aquí?
—Sí, hijo, lo sabe y sube aquí todos los días para pedirme lo mismo que tú. Pero es muy triste ir a casa ahora que no está tu padre. Me ha afectado mucho, Tom; me ha destrozado el corazón. Pero ya que por fin has venido, procuraré entrar en casa por última vez antes de abandonar el condado para siempre.
—¡No te vayas, madre! ¡Por favor, no nos dejes! —le supliqué.
Volvió a quedarse en silencio y continuó contemplando las llamas.
—¡Piensa en tu primer nieto, madre! —proseguí, desesperado—. ¿No deseas verlo nacer, ni quieres ver crecer a la pequeña Mary? ¿Y yo? Yo te necesito, madre. ¿No te gustaría que terminara mi aprendizaje y me convirtiera en espectro? En otro tiempo me echaste una mano y a lo mejor vuelvo a necesitar tu ayuda para llegar hasta el final…
Siguió sin responder. De pronto Alice se sentó delante de la hoguera, justo enfrente de mi madre, y le espetó:
—No sabes muy bien qué hacer, ¿verdad? —A Alice le brillaban mucho los ojos a la luz de las llamas—. En realidad no sabes qué camino tomar.
Mi madre la observó; los ojos también le brillaban a causa de las lágrimas.
—¿Cuántos años tienes, niña? Trece, ¿verdad? No eres más que eso, una niña. ¿Qué sabes, pues, de mis asuntos?
—Sí, sólo tengo trece años —replicó Alice con aire desafiante—, pero sé bastantes cosas, más que otras personas después de toda una vida. Algunas me las han enseñado; otras ya las sabía, o tal vez nací sabiéndolas. No tengo ni idea del porqué, pero así es; no hay vuelta de hoja. Y sé cosas sobre ti, algunas cosas, por lo menos. Y me doy cuenta de que estás dividida entre irte y quedarte, ¿no es así? Es así, ¿verdad?
Mi madre agachó la cabeza y, estupefacto, vi que asentía y nos dijo:
—Lo Oscuro está ganando terreno. Es muy evidente y así se lo advertí a Tom. —Los ojos le brillaban más que los de ninguna de las brujas que había conocido en mi vida—. Mira, no sólo es el condado el que se derrumba bajo el poder de lo Oscuro, sino el mundo entero, y tengo que combatirlo en mi tierra. Si voy ahora, quizá todavía pueda hacer algo antes de que sea demasiado tarde. Aparte de que hay otras cosas que se han quedado sin resolver.
—¿Qué cosas, madre?
—No tardarás en saberlo. No me lo preguntes ahora.
—Pero estarás sola. ¿Qué puedes hacer tú sola?
—No, Tom, no lo estaré porque otros me ayudarán… unos pocos, pero su ayuda será muy valiosa, debo confesarlo.
—Quédate, madre. Quédate y deja que te ayudemos nosotros —le supliqué—. Lucharemos juntos en mi tierra, no en la tuya…
—Tu tierra es ésta, ¿verdad? —me dijo sonriendo tristemente.
—Sí, madre. Mi tierra es el condado, la tierra donde nací, la tierra que debo defender contra lo Oscuro. Eso fue lo que tú me enseñaste y dijiste que yo sería el último aprendiz del Espectro y que me correspondería a mí procurar que todo estuviese en orden.
—Es verdad y no lo niego —respondió, preocupada, y contempló de nuevo las llamas.
—Entonces quédate y afrontemos las cosas juntos. El Espectro me instruye, es cierto, pero ¿por qué no me enseñas tú también? Hay cosas que tú puedes hacer y él no. Una vez silenciaste a los cadáveres que habitaban aquí arriba, en el monte del Ahorcado. El Espectro dijo que no se podía hacer nada con ellos porque se desvanecían por sí solos llegado el momento. Pero tú lo conseguiste; los dejaste meses en silencio. También he heredado otras cosas de ti. Tú los llamas «avisos de muerte». Recientemente, me di cuenta de que el Espectro estaba a punto de morir; y ahora que lo pienso, también supe que empezaba a mejorar. Ahora, cuando alguien esté próximo a recobrar la salud, lo sabré. No te vayas, por favor. Quédate e instrúyeme.
—No, Tom —dijo mi madre, y se puso de pie—. Lo siento, pero estoy completamente decidida. Me quedaré aquí una noche más, pero mañana mismo me pondré en camino.
Comprendí que ya había discutido bastante y que habría sido egoísta continuar debatiendo aquella cuestión. Había prometido a mi padre que, llegado el momento, la dejaría marchar. Y el momento había llegado. Alice tenía razón: mi madre navegaba entre dos aguas, pero no me correspondía a mí tomar la decisión por ella.
Entonces se encaró con Alice.
—Has llegado muy lejos, muchacha, más de lo que yo suponía, aunque te esperan pruebas todavía más importantes y, para superarlas, tenéis que aunar vuestras fuerzas. La estrella de John Gregory empieza a palidecer. Pero vosotros dos sois el futuro y la esperanza del condado y él os necesita a los dos a su lado.
Mi madre me miró al terminar de hablar. Yo me quedé un momento con la vista fija en el fuego y me estremecí.
—Está casi apagado, madre —le dije con cariño.
—Tienes razón. Vayamos los tres a la granja.
—Jack no quiere ver a Alice —le recordé.
—Pues tendrá que aguantarse. —Por el tono que empleó demostró que no toleraría ninguna protesta de su hijo mayor.
Pero Jack estuvo tan contento de volver a verla que casi ni advirtió la presencia de Alice.
Después de tomar un baño y cambiarse de ropa, y pese a que Ellie le rogaba que descansase, mi madre insistió en preparar el guisado de la cena. Me quedé con ella en la cocina mientras hacia la comida y entre tanto la puse al corriente de la mayoría de cosas que habían ocurrido en Anglezarke. Lo que no le conté era que Morgan había torturado el espíritu de mi padre. De cualquier manera, conociéndola, no me habría extrañado que ya lo supiera. Aun así, habría sido penoso para ella rememorarlo. ¡Bastante había sufrido ya!
Cuando terminé de hablar, apenas comentó nada y lo único que hizo fue atraerme hacia ella y decirme que se sentía orgullosa de mí. Qué agradable resultaba estar en casa: la pequeña Mary dormía a pierna suelta en el piso de arriba, la vela de cera de abejas ardía en el candelabro de bronce en el centro de la mesa, en la chimenea ardía un buen fuego y en la mesa esperaba la cena preparada por mi madre.
Pero, aparte de lo cotidiano y visible, ahora las cosas eran muy diferentes y seguirían cambiando. Lo sabíamos todos.
Mi madre ocupaba la cabecera de la mesa, el sitio que en otro tiempo le había correspondido a mi padre, y su aspecto era casi el de siempre. Alice y yo nos sentamos enfrente de Jack y Ellie. Por supuesto que mi hermano ya había tenido tiempo de volver a reflexionar y era evidente que no se sentía a gusto en presencia de Alice, pero era evidente también que no podía remediarlo.
Aquella noche se habló poco en la mesa pero, así que terminamos el estofado, mi madre apartó el plato y se puso de pie. Después nos fue mirando a todos, uno tras otro, antes de hablar:
—Tal vez ésta sea la última cena que compartimos. Mañana por la noche me iré del condado y a lo mejor no vuelvo nunca más.
—¡No, madre, no digas eso! —le suplicó Jack, pero ella le impuso silencio levantando la mano izquierda.
—A partir de ahora seréis vosotros quienes os ocupéis de vosotros mismos —dijo con tristeza—. Eso es lo que vuestro padre y yo deseábamos. Pero a ti, Jack, tengo que decirte algo, de modo que escúchame bien. El testamento de tu padre no se puede cambiar porque refleja también mis deseos, así que la habitación que está debajo del desván pertenece a Tom para el resto de su vida, y aunque murieses tú, y tu hijo heredase tus bienes, todo seguiría igual. Si no te explico mis razones, Jack, es porque no te gustaría lo que te diría, pero hay muchas más cosas en juego además de tus sentimientos. Mi último deseo, antes de que me vaya, es que aceptes de buen grado lo que hay que hacer. ¿Lo aceptas, hijo?
Jack asintió e inclinó la cabeza. Ellie parecía asustada y me dio mucha pena.
—De acuerdo, Jack, me alegro de que todo haya quedado acordado. Y ahora ve a buscar las llaves de mi habitación.
Mi hermano se dirigió a la entrada de la casa y regresó casi inmediatamente. Llevaba cuatro llaves en total; las tres más pequeñas abrían los arcones que estaban en la habitación. Dejó las llaves sobre la mesa, delante de mi madre, quien las cogió con la mano izquierda y dijo:
—Tom y Alice, venid los dos conmigo.
Tras esta orden, abandonó la mesa, salió de la cocina y se dispuso a subir la escalera. Se encaminó directamente a su habitación, la que estaba siempre cerrada con llave.
Abrió la puerta y la seguí dentro. La habitación estaba tal como yo la recordaba, llena de arcones, cajas y cómodas. En otoño me había hecho entrar en ella y me había dado la cadena de plata del arcón más grande, el más próximo a la ventana. Sin aquella cadena, yo ahora sería prisionero de Meg o, más probablemente, habría servido para alimentar a su hermana. Pero ¿qué otras cosas habría en los tres arcones más grandes? Sentía verdadera curiosidad por saberlo.
En aquel momento volví la vista atrás. Alice seguía de pie fuera de la habitación; parecía nerviosa, titubeaba y tenía los ojos clavados en el umbral.
—Entra y cierra la puerta, Alice —le dijo mi madre con amabilidad.
En cuanto entró en la habitación, mi madre me tendió las llaves sonriendo francamente.
—Aquí tienes, Tom. Son tuyas a partir de ahora. No se las des a nadie; ni siquiera a Jack. Guárdatelas para ti en todo momento. Esta habitación es tuya. Alice miró a su alrededor con los ojos muy abiertos. Yo sabía que le habría encantado curiosear todas aquellas cajas y descubrir sus secretos, y debo admitir que a mí también.
—¿Puedo ver qué hay dentro de los arcones, madre?
—Sí, dentro de ellos encontrarás las respuestas a muchas cosas que hasta ahora desconoces, cosas sobre mí que ni siquiera conté nunca a tu padre. Dentro de estas cajas están mi pasado y mi futuro. Pero deberás tener la cabeza clara y la mente despejada para descubrirlo. Tú también has pasado lo tuyo y ahora estás cansado y preocupado, o sea que será mejor que esperes a que yo me haya ido, Tom. Vuelve en plena primavera y hazlo entonces. En esa época renace la esperanza y los días son largos. Será el momento más adecuado.
Aunque me sentí contrariado, sonreí y asentí.
—Como tú quieras, madre.
—Debo decirte otra cosa: esta habitación en sí tiene mayor valor que lo que contiene, pues cerrada con llave, el mal no puede penetrar en ella. Si eres buena persona y tu alma es pura, será para ti un reducto, una fortaleza frente a lo Oscuro, más segura aún que la casa que tiene tu maestro en Chipenden. Úsala tan sólo cuando te persiga algo tan terrible que tu vida y tu alma estén en riesgo. Es tu último refugio.
—¿Sólo para mi, madre?
Miró a Alice y, de nuevo, a mí.
—Ya que Alice está ahora aquí, pues sí, ella también puede usarla. Por eso la he hecho subir, para asegurarme. Pero que no venga aquí nadie jamás: ni Jack, ni Ellie, ni siquiera tu maestro.
—¿Por qué, madre? ¿Por qué no la puede usar el señor Gregory?
No me cabía en la cabeza que el Espectro no pudiera utilizarla en momentos de extrema necesidad.
—Porque el uso de esta habitación presupone un precio. Vosotros dos sois jóvenes y fuertes y vuestro poder está en vías de crecimiento. Sobreviviréis. Pero como ya te he dicho, el poder de John Gregory va de capa caída; es como una vela a punto de extinguirse. El uso de esta habitación le costaría lo que le resta de fuerza. Y eso es exactamente lo que le diréis si alguna vez surge la necesidad. Y también le diréis que fui yo quien lo ordené.
Asentí y ahí se acabó todo. Nos facilitaron camas donde dormir a Alice y a mí pero, tan pronto como se levantó el sol y después de un buen desayuno, mi madre nos envió a Chipenden. Jack se ocupó de que viniera al atardecer un coche para recogerla y llevarla a Sunderland. Allí embarcaría con destino a su tierra siguiendo la estela de Meg y Marcia.
Se despidió de Alice y le rogó que se adelantara y me esperara en la puerta de la cerca. Alice le dijo adiós con la mano, sonrió y se alejó.
Mientras mi madre y yo nos abrazábamos quizá por última vez en la vida, intentó decirme algo, pero las palabras se le atragantaron y una lágrima le resbaló por la mejilla.
—¿Qué te pasa, madre? —le pregunté con cariño.
—Lo siento, hijo. Intento ser fuerte, pero es tan duro que casi no puedo soportarlo. No quiero decir nada que pueda entristecerte todavía más.
—Di lo que sea, por favor, di lo que quieras —le rogué con los ojos anegados en lágrimas.
—Sucede que el tiempo transcurre muy aprisa, y yo aquí he sido muy feliz. Si pudiera, me quedaría, te lo digo de veras, pero el deber me obliga a irme. Fui muy feliz con tu padre; no ha existido un hombre más honrado, sincero y afectuoso que él. Y mi felicidad fue completa cuando nacisteis tú y tus hermanos. Jamás conoceré una alegría igual. Pero todo ha terminado y el pasado ha concluido. La vida aquí ha transcurrido tan deprisa que ahora sólo parece un breve y feliz sueño…
—¿Por qué tiene que ser así? —pregunté con amargura—. ¿Por qué tiene que ser tan corta la vida y por qué tienen que pasar tan rápidamente las cosas buenas? ¿Tú crees que vale la pena vivir?
—Si alcanzas todo lo que espero para ti, serán otros los que juzgarán si ha valido la pena tu vida o no, hijo, por mucho que tú pienses lo contrario. Naciste para servir al condado. Y eso es lo que tienes que hacer.
Nos abrazamos con fuerza por última vez y llegué a pensar que el corazón me estallaría en el pecho.
—¡Adiós, hijo mío! —murmuró rozando mis mejillas con los labios.
Era más de lo que yo podía aguantar y me puse en camino de inmediato. Pero tras dar unos pasos me volví a saludar con la mano y vi que ella también agitaba el brazo desde las sombras que proyectaba la entrada de la casa. Cuando me volví por segunda vez, había desaparecido en la cocina.
Así pues, con el corazón inundado de tristeza, me encaminé hacia Chipenden en compañía de Alice llevándome el último beso de mi madre en la mejilla. Yo no tenía más que trece años, pero me di cuenta de que mi infancia había terminado.
Estamos de nuevo en Chipenden; han florecido por fin las campanillas, cantan los pájaros y el sol es un poco más cálido tras cada día que pasa.
Alice es más feliz que nunca, pero la atormenta la curiosidad de saber qué hay en los arcones y cajas de la habitación de mi madre. No puedo ir con ella a la granja porque sé que a Jack y Ellie no les gustaría, pero pienso ir, solo, el mes que viene y le he prometido que la pondré al corriente de todo lo que descubra en su interior.
Parece que el Espectro se ha restablecido completamente y todos los días pasa horas caminando por las colinas rocosas decidido a recuperar fuerzas. No lo había visto nunca tan delgado y tan fuerte, si bien da la impresión de que algo ha cambiado en su mente: a veces, durante las clases, se producen largos silencios en los que tengo la sensación de que se olvida de mi presencia; otras veces se queda con la mirada perdida en el espacio y tiene aspecto de preocupado. Pese a que parece más fuerte que nunca, me dijo un día que cree que su permanencia en la tierra está tocando a su fin.
Pero todavía hay cosas que quiere hacer antes de morir, cosas que ha ido posponiendo desde hace años. La primera es emprender el camino hacia el este e ir a Pendle, para acabar de una vez por todas con los tres aquelarres de brujas que allí se celebran. ¡Nada menos que treinta y nueve brujas! El intento es muy peligroso y no veo la manera de que pueda llevarlo a cabo, pero yo no tengo palabra en el asunto y seguiré maestro allí donde vaya. Por algo yo no soy más que el aprendiz y él, el Espectro
Thomas J. Ward