La trampa
La lamia deslizó el cuerpo por el boquete y se dejó caer en el suelo de mosaico. Husmeó un par de veces, pero no me miró. Escabullándose a gatas con la cabeza gacha y arrastrando la larga, grasienta y negra cabellera por el suelo, se acercó al borde del pentáculo y, al hacerlo, sus zarpas arañaron con aspereza el mármol del pavimento. Entonces se detuvo y volvió a aspirar ruidosamente al tiempo que miraba los restos de Morgan.
Me quedé muy quieto, incapaz de creer que no me hubiera atacado aún. Morgan acababa de morir, pero seguramente ella prefería la sangre fresca de una persona viva. Entonces oí otro ruido procedente del túnel. Se acercaba algo más…
Aparecieron otro par de manos, pero éstas de dedos humanos provistos de uñas en lugar de afiladas garras. Me bastó un rápido vistazo para saber de quién se trataba: pronunciados pómulos, ojos penetrantes y cabellos de un gris plateado… era Meg.
Salió gateando, se sacudió el polvo de encima y vino directa hacia mí. Debía de haber dejado los zapatos puntiagudos fuera, pero el rumor de sus pies desnudos al acercarse era aterrador. No me extrañaba que la lamia salvaje se mantuviera a distancia. Meg me quería sólo para ella y, después de todo lo que había ocurrido, no cabía esperar misericordia.
Se arrodilló a cortísima distancia y sonrió con malicia.
—Estás a un paso de la muerte —me dijo, e inclinándose para acercárseme más, abrió desmesuradamente la boca y dejó a la vista los blancos dientes, ansiosos de morderme. Sentí su aliento en el rostro y el cuello y me eché a temblar. Pero entonces se inclinó un poco más y, sorprendido, observé que mordía la cuerda que me tenía sujetas las manos—. Pocos son los seres humanos que han estado tan cerca de una lamia y han sobrevivido para contarlo —apostilló, antes de ponerse de pie—. ¡Considérate afortunado!
A pesar de estar libre, me quedé sentado, con la mirada fija en su boca abierta, porque me sentía demasiado débil para moverme.
—¡Levántate, muchacho! —me ordenó—. ¡No vamos a pasamos aquí toda la noche! John Gregory te está esperando, deseoso de saber qué ha ocurrido en esta caverna.
Me puse de pie y me tambaleé un momento debido a la debilidad y las náuseas, temiendo derrumbarme sin remedio. ¿Por qué me ayudaba? ¿Qué habría ocurrido entre ella y el Espectro? Él le bajaba comida al sótano y sostenían largas conversaciones… ¿Acaso me ayudaba porque el Espectro se lo había pedido? ¿Quizá volvían a ser amigos?
—Coge el libro de magia —me indicó señalando el pentáculo—. Yo no puedo entrar en ese círculo, ni tampoco Marcia…
Di un paso hacia allí, pero me detuve al ver que el libro se hallaba en medio de un charco de sangre. Me repugnaba tocarlo, y de cualquier manera ya se habría echado a perder. Tras un vistazo a los restos de Morgan, se me revolvió el estómago y giré la cabeza, decidido a borrar aquella imagen de mis pensamientos; no quería verla de nuevo en mis pesadillas.
—Haz lo que te he dicho. ¡Coge el libro! —me ordenó Meg de nuevo, levantando ligeramente la voz—. A John Gregory no le haría nada de gracia que lo dejases aquí porque alguien podría encontrarlo.
Así pues, entré en el pentáculo y recogí el libro, mojado de sangre y pegajoso. Al olerlo, noté que se me revolvía de nuevo el estómago y me entraban ganas de vomitar, aunque traté de aguantarme. Por fin salí después de coger el cirio más próximo, porque no me gustaba la idea de volver a enfilar a oscuras el túnel acompañado de dos brujas lamia.
Al retirarlo seguramente rompí el poder del pentáculo y pensé que Marcia entraría en él para alimentarse. Pero husmeó un momento el cadáver y se dio media vuelta. Meg abría la marcha y su hermana me seguía, y yo deseé que no se me acercara demasiado.
Salimos a la pálida luz que precede al alba. Había soplado la ventisca y ahora nevaba mansamente. El Espectro, que esperaba en la entrada, se agachó para tenderme la mano. Yo solté el negro cirio en la nieve, me agarré a su mano izquierda y de un tirón salí al exterior. Me siguió de inmediato la lamia salvaje, que trepó y emergió a la superficie nevada.
Quise explicarme, pero mi maestro se llevó un dedo a los labios indicándome que guardara silencio.
—Cada cosa a su tiempo. Ya me lo contarás después —dijo—. ¿Ha muerto Morgan? —Al ver que yo asentía, añadió—: Pues ésa puede ser su tumba.
A continuación se acercó a la piedra que servía para tapar la entrada, la agarró con fuerza por el borde, la desplazó y, balanceándola junto al agujero, la encajó en su sitio. Hecho esto y puesto de rodillas, sirviéndose tan sólo de las manos desnudas, cubrió la piedra con la tierra suelta y la nieve. Satisfecho por fin, se puso de pie.
—Dame el libro, muchacho.
Se lo tendí, contento de desprenderme de él. El Espectro lo cogió y miró la cubierta, pero al pasárselo a la otra mano, se le quedaron los dedos manchados de sangre. Triste y preocupado, emprendió el descenso de los altos del páramo y regresamos a su casa de invierno. Cada vez que yo giraba la cabeza para mirar atrás, veía que las dos brujas lamia nos seguían muy de cerca.
Ya en casa, el Espectro me llevó a la cocina, encendió la chimenea con carbón y, así que prendió un buen fuego, se dispuso a preparar el desayuno. Aunque me brindé una vez a ayudarlo, me indicó con un gesto que siguiese sentado en mi silla.
—Recupera fuerzas, muchacho. Es mucho lo que has pasado.
Cuando noté el olor de los huevos y las tostadas, me repuse bastante. Meg y su hermana habían bajado a la bodega, pero yo no quería hablar de ellas, pues creía que era mejor que fuera el propio Espectro quien me contara qué había ocurrido. No tardamos en sentarnos los dos a la mesa delante de un magnífico plato. Tras rebañarlo y casi recuperado del todo, me senté de nuevo en mi silla.
—Bien, muchacho, ¿te apetece hablar ahora? ¿O quieres que lo dejemos para más tarde?
—Prefiero terminar con este asunto —repliqué.
Sabía que cuanto antes le contara lo ocurrido, me sentiría mejor. Sería el primer paso para dejar atrás todo lo sucedido.
—Entonces empieza por el principio y no te dejes nada en el tintero.
Así pues, me dispuse a cumplir lo que me pedía, comenzando por explicarle mi conversación con Alice en la colina, en la que me informó de dónde encontraría a Morgan, y terminando con la descripción del clímax del ritual: la llegada de Golgoth y sus amenazas, ya muerto el nigromántico.
—O sea que Morgan debió de cometer algún error —comenté—, porque Golgoth apareció en el interior del pentáculo…
—No, muchacho —respondió el Espectro con tristeza—, él debió de recitar el ritual palabra por palabra. La culpa es mía y tengo las manos manchadas con su sangre.
—No lo entiendo. ¿A qué se refiere?
—Debí haberlo castigado en los años en que estuvo intentando llamar al dios. Morgan ya era muy peligroso y entonces no se le podía ayudar. Yo lo sabía y habría tenido que meterlo en un pozo, pero su madre, Emily, me pidió y me suplicó que no lo hiciera. Él anhelaba poder, por eso estaba amargado y atormentado por el odio, pero su madre creía que se debía a que la vida lo había tratado injustamente y no había tenido al lado un padre para educarlo. Como el chico me daba pena y sentía afecto por su madre, permití que el corazón se me sobrepusiera a la razón. Pero en el fondo me daba cuenta de que no era un padre lo que le faltaba. Tanto el señor Hurst como yo intentamos hacerle de padre, pero en realidad necesitaba la disciplina necesaria para ejercer de espectro, porque no poseía el valor ni la perseverancia suficiente para consagrar su vida a una ocupación que reporta poco en cuanto a recompensas mundanas. En lugar de castigarlo por querer convocar a Golgoth, me limité a dar por terminado su aprendizaje y obligarle a que me jurara a mí y a su madre que no iría detrás del dios ni del libro de magia.
»Sin oficio ni beneficio, quiso procurarse poder y riquezas a través de la nigromancia y cayó en lo Oscuro. Pero yo sabía que la tentación de hacerse con el poder de Golgoth iría en aumento con los años hasta que ya sería insoportable incluso para él. Por lo tanto, le preparé una trampa, pero una trampa en la que caería tan sólo si intentaba realmente convocar al Señor del Invierno…
—¿Una trampa? ¿Qué trampa? No le comprendo.
—Siempre fue perezoso para estudiar —continuó diciendo el Espectro mientras se rascaba la barba con aire pensativo—. Su punto más débil era el lenguaje y nunca llegó a aprender a fondo el vocabulario latino, aunque en otras lenguas era aún peor. En su tercer año de aprendizaje inició el estudio de la lengua antigua; me refiero a la hablada por los primeros hombres que llegaron al condado, los que levantaron la Hogaza Redonda y rendían culto a Golgoth, los mismos que escribieron el libro de magia. Sin embargo, no hizo muchos progresos, pues sabía pronunciarla, leerla en voz alta, pero tenía grandes lagunas en lo tocante a su significado.
»Mira, muchacho, yo no podía correr riesgos, pues el deber más importante es proteger siempre el condado. De modo que hace años copié el libro de magia, se destruyó el texto original y la nueva versión fue encuadernada con la cubierta primitiva. Al copiarlo, modifiqué algunas palabras para inutilizar los rituales, pero en el que se utilizaba para invocar la presencia de Golgoth tan sólo se cambió una palabra: wioutan, que significa «sin» o «fuera», y se sustituyó por wioinnan, que quiere decir «dentro»…
—¡Ah, fue por eso que Golgoth apareció dentro del pentáculo! —exclamé, estupefacto, al comprender la trampa del Espectro, que había estado años guardando el secreto.
—Como yo no me fiaba de Morgan, le preparé una celada, por si acaso. Me dio muchísimo trabajo copiar y modificar el libro de magia pero, como ya te he dicho, nuestro deber es proteger el condado. Emily estaba al corriente de lo que yo había hecho, pero confiaba más en su hijo que yo. Se figuraba que había cambiado y que ya no volvería a invocar a Golgoth nunca más. Él se lo juró y yo fui testigo del juramento. Por otra parte, nunca guardé secreto acerca del lugar donde tenía guardado el libro de magia. El escritorio ha estado siempre en sitio visible y Morgan sabía dónde podía encontrarlo, como acabó demostrándose. Habría venido a buscarlo mucho antes, pero el juramento que hizo a su madre lo retenía. Cuando supe que ella había muerto, me temí lo peor y comprendí entonces por qué él se puso en contacto conmigo en Chipenden…
Se produjo un largo silencio y el Espectro volvió a rascarse la barba, profundamente sumido en sus cavilaciones.
—Pero ¿por qué ese final? —pregunté—. ¿Por qué Golgoth no acabó conmigo? ¿Y por qué desapareció?
—Tras ser convocado, disponía de poco tiempo para permanecer dentro del pentáculo. Cuanto más rato pasara en él, más débil se sentiría, de modo que necesitaba salir; no le quedaba otra opción. Pero, por supuesto, si le hubieses dejado marchar, las cosas habrían sido muy diferentes, pues habría quedado en libertad para vagar por el condado y lo habría asolado con un invierno interminable. O sea que hiciste bien, muchacho, cumpliste con tu deber y no se te puede pedir más.
—¿Y cómo me encontró usted?
—En cuanto a eso respecta, a quien debes dar las gracias antes que a nadie es a la chica, pues al ver que no habías llegado a la hora que yo te esperaba, fui a hablar con Andrew y allí me enteré de la hora en que abandonaste su tienda, pero fue tu amiga Alice quien me informó de adónde habías ido. Quería acompañarme y ayudarme a localizarte, aunque no quise ni oír hablar de ello. Trabajo mejor solo y no necesito para nada que una chica me acompañe. Casi tuvimos que atarla a la silla para evitar que me siguiese. Cuando llegué, arreciaba una ventisca que venía del nordeste y la capilla estaba desierta, así que inspeccioné el cementerio, pero estuve poco rato. No me quedaba más remedio que dirigirme a una persona, la única que podía localizarte dadas las circunstancias.
»Meg tardó muy poco en ventear tu rastro. Encontró tu cayado en el soto de la colina y reconstruyó la ruta que habías seguido hasta el túmulo. Tampoco tardó mucho en descubrir la entrada, pero cuando conseguí retirar la roca, vi que el túnel estaba obstruido. O sea que fue Marcia quien excavó el camino hasta dar contigo. Así pues, son tres las personas que merecen tu agradecimiento.
—Tres brujas —puntualicé.
—De cualquier modo —comentó el Espectro ignorando mis palabras—, Alice vuelve a estar en casa de Andrew, como puedes suponer. En cuanto a Meg y su hermana, a partir de ahora estarán en la escalera de la bodega tras la reja… pero no la cerraré con llave.
—¿Eso quiere decir que usted y Meg vuelven a ser amigos?
—No, las cosas no están como cuando nos conocimos. Me gustaría atrasar el reloj, pero es imposible. Mira, muchacho, los dos hemos llegado a un acuerdo porque la situación no puede seguir como hasta ahora, pero ya te lo contaré cuando hayas descansado.
—¿Y mi padre? —pregunté—. ¿Ya no sufrirá más?
—Tu padre era un buen hombre y, puesto que Morgan ha muerto y su poder ha desaparecido, no tiene nada que temer. Nada en absoluto. No hay nadie que sepa con seguridad qué es de nosotros cuando morimos —dijo el Espectro, y suspiró—. Si lo supiéramos, no habría tantas religiones diferentes, ya que todas afirman cosas distintas y cada una cree que es la única que tiene razón. A mi modo de ver, importa poco cuál de ellas sigas e incluso que no te adhieras a ninguna, siempre que tu camino en la vida sea recto y respetes las creencias de los demás, tal como te enseñó tu padre, porque es seguro que entonces no obrarás mal. Él encontrará su propio camino a través de la Luz; no te preocupes. Y de momento no hay más que hablar. Has pasado una noche difícil, así que es mejor que te acuestes y descanses unas horas.
Pero fueron más de unas horas las que tuve que pasar en cama, pues me acometió un terrible acceso de fiebre y el médico de Adlington hubo de visitarme tres veces antes de dictaminar que se había iniciado por fin una franca mejoría. De hecho, tardé casi una semana en estar en condiciones de volver al piso de abajo y, aun así, pasé la mayor parte del día envuelto en una manta delante de la chimenea del despacho.
El Espectro tampoco me forzó a estudiar y no fue hasta una semana después que me encontré con fuerzas suficientes para ir andando hasta Adlington y visitar a Alice. Se ocupaba sola de la tienda y, como no entró ningún cliente, tuvimos tiempo para charlar largo y tendido. Conversamos en la misma tienda, apoyados en el desnudo mostrador de madera.
Alice había recibido la visita del Espectro durante mi enfermedad y estaba al corriente de gran parte de lo ocurrido. Así pues, me limité a contarle los detalles y disculparme una vez más por haberle ocultado parte de las noticias.
—A pesar de todo quiero darte las gracias, Alice, por haber informado al Espectro de que yo había ido a la capilla. De otro modo, no me habría encontrado —dije enlazando con el final de mi historia.
—Me habría gustado que hubieses confiado más en mí, Tom. Habrías debido contarme lo que Morgan estaba haciéndole a tu padre.
—Lo siento, no volveré a ocultarte nada más en el futuro…
—Pero que no me entrometa en los libros valiosos del viejo Gregory, ¿verdad? ¡No se fía de mí ni un pelo!
—Ahora tiene mucho mejor concepto de ti. Dale tiempo y verás.
—Sí… pero cuando llegue la primavera y vuelvas a Chipenden, tendré que quedarme aquí. Ojalá pudiera ir contigo…
—Creía que te gustaba trabajar en la tienda de Andrew…
—Hay cosas peores, pero Chipenden es infinitamente mejor. Me gustaría tanto vivir en aquella casa tan grande… su jardín… y… te echaré muchísimo de menos, Tom.
—Yo también te echaré de menos, Alice. Pero tenemos la suerte de que ya no estás en Pendle y, además, el invierno que viene volveremos y procuraré visitarte más a menudo.
—Me gustará.
Al cabo de un momento pareció que se animaba y finalmente, cuando ya estaba a punto de irme, me pidió:
—La mañana que salgas camino de Chipenden, ¿querrás preguntarle al viejo Gregory si quiere llevarme con vosotros?
—Se lo pediré, pero no creo que sirva de nada, Alice.
—Pero se lo pedirás igualmente, ¿verdad? ¡No va a arrancarte la cabeza de un mordisco por el hecho de pedírselo, digo yo!
—De acuerdo, se lo pediré.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. —Y le sonreí.
Las promesas a Alice me habían traído complicaciones, pero no creía que ésta pudiera perjudicarme demasiado. Aunque me pusiera en lo peor, lo que podía ocurrir era que el Espectro me dijera que no.