Golgoth
Durante largos y aterradores minutos oí a Golgoth y percibí su creciente proximidad. El suelo tembló y pareció como si un gigante enfurecido ascendiera hasta nosotros desde las entrañas de la tierra, un gigante de enormes garras que pulverizase la sólida roca en su avidez de abrirse paso hasta la estancia.
De haber sido Morgan, me habría sentido aterrado, petrificado de miedo, incapaz de proferir una sola palabra y habría interrumpido el ritual porque era una locura continuarlo. Pero él no se detuvo, sino que continuó leyendo el libro de magia. Estaba rendido a lo Oscuro porque perseguía, al precio que fuera, el poder que tanto anhelaba.
Pese al estruendoso fragor procedente de las profundidades, ya no soplaba ni un hálito de viento, aunque las llamas de los cinco cirios continuaban titilando y estuvieron a punto de apagarse. Me hubiera gustado saber qué función cumplían en el ritual. ¿Tal vez formaban parte vital de las defensas del pentáculo? Parecía probable. Quizá, si se apagaban, Morgan correría el mismo peligro que yo. Las llamas vacilaron de nuevo, pero él no evidenció signo alguno de miedo. Estaba totalmente absorto en el ritual y continuó entonando los cánticos del libro, ajeno al peligro.
El suelo retembló de forma aún más violenta y se oyeron inquietantes y estentóreos sonidos que procedían de muy abajo. Ahora eran tantos los aparecidos congregados en torno al pentáculo que formaban una masa neblinosa blanca y grisácea alrededor de éste y ya no se diferenciaban sus formas individuales. Era como un torbellino de energía que presionaba contra la invisible barrera que señalaba el límite del pentáculo y amenazaba con romperla en el momento más imprevisto.
De durar un momento más, estoy seguro de que habría ocurrido, pero sucedió algo que eliminó a los aparecidos de la sala y los devolvió probablemente al lugar de donde venían. Al mismo tiempo que se desprendía una lluvia de piedras del techo, se oyó una especie de rugido, algo así como una baraúnda de sonidos compuesta de crujidos y resquebrajamientos que me impulsó a mirar hacia la derecha, al fondo del túnel desde donde habíamos llegado a la estancia: una avalancha de tierra se precipitaba y el techo se venía abajo, de modo que nos dejaría encerrados dentro, en medio de una confusión de polvo y escombros. Comprendí, lleno de desesperación, que el túnel había quedado totalmente bloqueado. Independientemente de lo que pudiera ocurrir, estaba prisionero para siempre.
En aquel momento incluso la muerte habría visto con buenos ojos, ya que por lo menos mi alma habría sobrevivido. Puesto que sabía que muy pronto llegaría Golgoth y tanto mi cuerpo como mi alma quedarían aniquilados. Sería la extinción total. Fue tal el miedo que sentí que se me estremeció absolutamente todo el cuerpo.
Pero de repente se produjo un cambio: Morgan dejó de entonar cánticos sin previo aviso y se quedó con la mirada fija en sus pies. El terror le desorbitaba los ojos y se le cayó el libro que sostenía en las manos; se dirigió al borde del pentáculo, dio un paso hacia mí y abrió la boca hasta desencajarla. Su mirada reflejaba puro terror.
Primero pensé que quería hablar o gritar. Pero ahora, reconsiderándolo, me doy cuenta de que trataba de respirar.
Se le habían formado cristales de hielo en los pulmones. El paso que dio sería el último de su vida y el abrir la boca, el postrer movimiento consciente que realizó. Se quedó congelado ante mis ojos; literalmente congelado, envuelto de pies a cabeza en un finísimo polvillo blanco de hielo. Después cayó de bruces y, cuando golpeó el suelo con la frente, los brazos y los hombros, se rompió en mil pedazos como una estalactita de hielo. Su cuerpo era cristal quebradizo hecho añicos. Morgan había quedado disgregado, pulverizado, si bien de sus venas no salió ni una gota de sangre porque había quedado helado hasta el tuétano de los huesos. Había muerto. Muerto y desaparecido para siempre.
Supongo que cometió una terrible equivocación durante el ritual y Golgoth se materializó en el pentáculo para aniquilar al nigromántico. Así pues, dentro de los tres círculos concéntricos, se cernía ahora una presencia. A pesar de las oscilantes llamas de los cinco cirios, me era imposible verla, pero sabía que estaba ahí y notaba que sus ojos hostiles me miraban con fijeza.
Percibí que el dios deseaba desesperadamente escapar porque, si salía de aquel ámbito, tendría libertad para imponer su voluntad en todo el condado y sumirlo en décadas de glacial invierno. Las llamas de los cirios volvían a danzar como movidas por un hálito invisible, pero yo no podía hacer nada. Estaba aterrado. Y me percaté de que no me sería posible salvar el condado de ninguna manera, puesto que me hallaba sujeto a la anilla de hierro y sólo podía esperar lo que me deparase el destino.
Pero en aquel momento Golgoth me habló desde el pentáculo…
—Hay un loco muerto delante de mí. ¿Eres tú otro loco?
Su voz resonó en la estancia y despertó ecos en todos los rincones. Era como un viento desapacible que barriese la nieve de las torvas cumbres de Anglezarke.
No respondí, pero la voz volvió a sonar, esta vez más baja pero más áspera, como el sonido chirriante de una lima al frotar un cubo metálico.
—¿Tienes lengua, mortal? Si es así, habla o te congelaré y te pulverizaré igual que he hecho con ese loco.
—No soy un loco —respondí.
Los dientes me castañeteaban de miedo y frío.
—Me alegra saberlo, porque si disfrutas de esa bendición que es la cordura, antes de que termine la noche puedo encumbrarte de manera que sobrepases a la persona más importante de estas tierras.
—Soy feliz tal como estoy —repuse.
—Sin mi ayuda, perecerás aquí dentro. ¿Es morir lo que quieres? ¿Tal vez eso te haría feliz? —No respondí—. Lo único que tienes que hacer es sacar un cirio del círculo. Nada más que uno y entonces yo seré libre y tú vivirás.
Sujeto a la anilla como estaba, me encontraba a varios pasos de distancia del cirio más próximo, de modo que no sabía cómo esperaba Golgoth que lo alcanzase. Pero aunque hubiera sido posible, tampoco quería hacerlo. No tenía derecho a salvar mi vida a expensas de los miles de personas del condado que sufrirían las consecuencias de mi acto.
—¡No! —grité—. No lo haré…
—Aunque esté atrapado dentro de los límites de este círculo, puedo llegar hasta ti. ¡Y te lo demostraré!
El pentáculo irradió frío y el mosaico quedó blanco de escarcha; en él se formaron cristales de hielo, de modo que el helor penetró en mi carne desde el pavimento y me entumeció los huesos hasta el tuétano. Recordé entonces la advertencia de Meg al salir de casa: «… abrígate bien y guárdate del frío. Las heladas te arrancarán los dedos uno a uno…».
Sentía el frío más agudo a mi espalda, precisamente en el punto donde tenía las manos sujetas a la anilla y, al notario, imaginé que la sangre ya no circulaba por mis dedos helados y que éstos se quedaban ennegrecidos y quebradizos, como si estuvieran a punto de romperse igual que los vástagos muertos de las ramas secas. Abrí la boca para gritar y la frialdad del aire me hirió la garganta. Pensé en mi madre; no volvería a verla nunca más. Pero de pronto caí de lado, liberado de la anilla de hierro. Me volví y la vi hecha pedazos al pie del muro. Golgoth la había congelado y pulverizado para liberarme, con la intención de que cumpliera su mandato. De nuevo me habló desde el pentáculo, aunque esta vez su voz se me antojó más débil.
—Mueve el cirio de su sitio. Hazlo ahora mismo o te quitaré algo más que la vida. Aniquilaré también tu alma…
Aquellas palabras me hicieron sentir un frío más intenso aun que el que había hecho pedazos la anilla de hierro. Morgan estaba en lo cierto: era mi alma la que estaba en riesgo. Y si quería salvarla, no me quedaba más remedio que obedecer. Todavía tenía las manos atadas a la espalda, desprovistas de tacto, pero era capaz de ponerme de pie, acercarme al cirio más próximo y desplazarlo de un puntapié. Sin embargo, me detuve a pensar en cuántos sufrirían a consecuencia de mi acción: los viejos y los niños, antes que nadie, serían las primeras víctimas del riguroso invierno y los niños de pecho morirían en sus cunas. Pero, por encima de todo, la amenaza más importante era que la tierra no daría frutos y el año próximo no se recogerían cosechas. ¿Cuántos años duraría esa situación? El ganado tampoco tendría qué comer; sólo habría hambre y miles de personas perecerían. Y de todas esas desgracias tendría yo la culpa.
Si pegaba un puntapié al cirio salvaría mi vida y también mi alma. Pero mi deber primordial era el condado. Tal vez no volviera a ver a mi madre nunca pero, si dejaba en libertad a Golgoth, no podría mirarla a los ojos en caso de que nos encontráramos de nuevo, porque se avergonzaría de mí si yo no había sido capaz de afrontar aquella calamidad. Cualquiera que fuera el precio, debía hacer lo adecuado. ¡Era mejor sumirse en el olvido y desaparecer que vivir para experimentar cosa parecida!
—¡No lo haré! —grité—. Antes morir que dejar que seas libre…
—¡Muere, entonces, loco! —exclamó Golgoth, e inmediatamente el frío se hizo más intenso.
Por consiguiente, cerré los ojos y aguardé el final, puesto que ya sentía cómo el embotamiento se apoderaba de mi cuerpo. Por extraño que parezca, se me pasó el miedo, me resigné y acepté lo que ocurriera.
Seguramente perdí la conciencia a causa del frío porque recuerdo haber abierto los ojos.
Reinaba la tranquilidad y el silencio en la estancia y el ambiente era mucho más cálido. Comprobé aliviado que Golgoth ya no estaba, ni sentí su presencia. Pero ¿por qué no había cumplido su amenaza?
El pentáculo estaba intacto y los cinco cirios seguían ardiendo. Encerrada en sus límites, yacía una figura tendida de bruces. Por el manto que la cubría, identifiqué a Morgan, pero desvié la mirada con rapidez: el blanco había sido sustituido por el rojo; los fragmentos de Morgan se derretían.
Lo que más me sorprendió fue estar vivo aún. Pero ¿cuánto tiempo lo estaría? Me hallaba prisionero, y los cirios no tardarían en agotarse y extinguirse y yo me sumiría para siempre en la oscuridad.
Sin embargo, como anhelaba vivir, comencé a luchar desesperadamente contra aquella cuerda que me sujetaba. Aunque ya no estaba amarrado a la anilla de hierro, continuaba con las manos atadas a la espalda y sentía alfilerazos en ellas, aunque la circulación había empezado a restablecerse. Si por lo menos conseguía liberarlas, me serviría de los cirios haciéndolos arder sucesivamente y así disfrutaría de más horas de luz. Y aunque el pasadizo estaba obstruido, utilizaría las manos desnudas para excavar la tierra. Valía la pena intentarlo. Suponía que la tierra estaría blanda y era posible que sólo hubiera quedado bloqueada una parte del túnel. ¡A lo mejor incluso localizaba la pala!
Momentáneamente, sentí renacer la esperanza. Pero la cuerda no cedía y mis intentos por liberarme de ella sólo conseguían sujetarme con más fuerza. Me acordé de los meses de aquella primavera en que me había convertido en el aprendiz del Espectro: Lizzie la Huesuda me había tenido sujeto en un pozo y tratado de matarme y de hacerse con mis huesos para sus prácticas de magia negra. Aunque intenté resistirme, no logré escapar y me salvó Alice sirviéndose de un cuchillo para liberarme. ¡Cómo deseaba ahora que mi amiga me ayudara! Pero era imposible. Estaba solo y nadie sabía dónde me encontraba.
Poco después renuncié a la frenética lucha para librarme de la atadura. Me tendí en el suelo, cerré los ojos y traté de reunir fuerzas para hacer un esfuerzo final. Fue entonces cuando, mientras yacía totalmente inmóvil y tras haber conseguido que mi respiración fuese casi normal, tuve una idea: con la llama de un cirio del pentáculo quemaría la cuerda que me sujetaba. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Rápidamente, me senté. Se me acababa de presentar una verdadera oportunidad. Pero en aquel preciso instante oí un ruido procedente del túnel obstruido.
¿Qué sería? ¿Acaso el Espectro había descubierto la situación y venía a rescatarme? Pero el ruido no parecía el de una pala, sino más bien el de algo que escarbase en la tierra desprendida. ¿Se trataría de una rata? El ruido era cada vez más intenso. ¿Sería más de una, en todo caso? ¿Una manada de ratas que vivían en las profundidades del túmulo? Dicen que se lo comen todo; se cuenta incluso que algunas han robado a niños recién nacidos mientras dormían en sus cunas. ¿Y si habían olido carne humana? ¿O quizá querían devorar los restos del cadáver de Morgan? ¿Y después, qué? ¿Se dedicarían a mí y me atacarían incluso estando vivo?
El ruido fue creciendo. Algo minaba el túnel obstruido en dirección a la estancia; algo arañaba la tierra y se abría camino. Miré, fascinado y aterrado a la vez, el pequeño agujero que iba apareciendo a media altura, entre el techo y el suelo de la sala, y los desmoronamientos que se acumulaban en los bordes del mosaico. Entonces noté una corriente de aire que hizo vacilar las llamas de los cirios. Aparecieron dos manos, pero no eran humanas; vi unos dedos largos aunque, en lugar de uñas, poseían diez zarpas curvas que se habían abierto camino hasta la estancia. Antes de que apareciera la cabeza supe, pues, de quién se trataba.
La lamia salvaje había conseguido escapar de la manera que fuera de la bodega del Espectro y me había olido. Marcia Skelton buscaba mi sangre.