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Adiós a Chipenden

Alice me esperaba sentada en la escalera, junto a mi habitación. La llama de una vela que tenía al lado proyectaba sombras ondulantes en la puerta.

—No quiero irme, Tom —dijo poniéndose de pie—. He sido feliz aquí, y la casa de invierno no será tan buena. ¡El viejo Gregory no se porta bien conmigo!

—Lo siento, Alice, estoy de acuerdo contigo, pero es definitivo y yo no puedo hacer nada.

Vi que había llorado, pero no sabía qué otra cosa decirle. De pronto me cogió la mano izquierda y la apretó con fuerza.

—¿Por qué tiene ese carácter y por qué odia tanto a las mujeres y las chicas?

—Me figuro que lo perjudicaron en épocas pasadas —contesté con suavidad, ya que últimamente me había enterado de algunos sucesos relacionados con mi maestro, aunque de momento los guardaba en secreto—. Mira, voy a explicarte una cosa, Alice, pero tienes que prometerme que no se la contarás a nadie y que el Espectro no sabrá nunca que te la he dicho.

—Te lo prometo —murmuró, y puso los ojos como platos.

—Bien, ¿recuerdas cuando estuvo a punto de echarte al pozo al regresar de Priestown?

Ella asintió. Mi maestro se desentendía de las brujas maléficas encerrándolas vivas en pozos, y tiempo atrás estuvo a punto de confinar a Alice en uno de ellos, pese a que en realidad no se lo merecía.

—¿Te acuerdas de lo que le grité? —pregunté.

—No lo oí muy bien, Tom, porque tenía que defenderme y estaba aterrada, pero lo que le dijiste surtió efecto porque cambió de opinión. Te estaré siempre agradecida.

—Me limité a recordarle que, si no metió a Meg en el pozo, tampoco debía meterte a ti.

—¿Meg? —me interrumpió Alice—. ¿Quién es? Jamás he oído hablar de ella…

—Meg es una bruja; lo leí en uno de los diarios del Espectro. Cuando era joven, se enamoró de ella, pero creo que la muchacha le destrozó el corazón. Y te diré algo más: parece que todavía vive en algún sitio de Anglezarke.

—¿Meg qué más?

—Meg Skelton.

—¡No, no es posible! Esa tal Meg Skelton venía de tierras extrañas, pero regresó con los suyos hace años. Todo el mundo lo sabe. Era una bruja lamia y quería vivir con su estirpe.

Yo sabía muchas cosas sobre las brujas lamia por haberlas leído en un libro de la biblioteca de mi maestro. La mayoría de ellas procedían de Grecia, donde había vivido mi madre en una época, y en su estado primigenio se alimentaban de sangre humana.

—Tienes razón al afirmar que no ha nacido en el condado, pero el Espectro me aseguró que todavía está aquí y que la conoceré este invierno. Parece ser que vive en su casa…

—¡Anda, no seas tonto, Tom! Eso no es nada probable, ¿comprendes? ¿Qué mujer en sus cabales viviría con él?

—No es tan malo como todo eso, Alice —le recordé—. Tú y yo hemos pasado semanas conviviendo con él y hemos estado a gusto.

—Pues como Meg viva en su casa —comentó Alice con malévola sonrisa—, no te extrañe que la tenga enterrada en un pozo.

—Bien, lo sabremos cuando lleguemos allí —dije sonriéndole a mi vez.

—No, Tom, lo sabrás tú. Yo viviré en otro sitio, ¿no te acuerdas? Sin embargo, la situación no es tan mala como parece porque Adlington está cerca de Anglezarke. No es más que un paseo, Tom, o sea que podrás visitarme. ¿Querrás? ¿Irás a verme? Así no estaré tan sola…

Aunque no sabía si el Espectro me lo permitiría, quería que se sintiera más tranquila. De pronto me acordé de Andrew.

—Ahora que lo pienso —dije—, Andrew es el único hermano que tiene el señor Gregory y vive y trabaja en Adlington. Es probable que mi maestro desee visitarlo de vez en cuando, ya que viviremos muy cerca. Y seguramente me llevará con él. Iremos al pueblo a menudo, estoy seguro, o sea que tendremos muchas ocasiones de vernos.

Alice sonrió y me soltó la mano.

—Procura que así sea, Tom. Te esperaré; no me abandones. Y gracias por contarme toda esa historia sobre el viejo Gregory. Conque enamorado de una bruja, ¿eh? ¿Quién lo habría dicho de un hombre como él?

Dicho esto, cogió la vela y se fue escalera arriba. Echaría realmente de menos a Alice, pero encontrar una excusa para ir a verla tal vez fuera más difícil de lo que le había dicho. El Espectro no lo aprobaría; él no estaba para chicas y en varias ocasiones me había advertido que me guardase de ellas. De momento ya le había contado a Alice bastantes cosas sobre mi maestro, demasiadas quizá, aunque en el pasado del Espectro existieron otras aventuras, además de la de Meg, puesto que también se relacionó con otra mujer, Emily Burns, entonces comprometida con uno de sus hermanos. Éste ya había muerto, pero el escándalo dividió a la familia y causó un montón de problemas. Emily, al parecer, también vivía en los alrededores de Anglezarke. Toda historia tiene dos caras y yo no estaba en condiciones de juzgar al señor Gregory hasta que dispusiera de más información. En cualquier caso, yo ya conocía el doble de mujeres en su historial que en el de la mayoría de los hombres del condado. ¡El Espectro había vivido lo suyo!

Entré en mi habitación y dejé la vela en la mesilla de noche. En la pared, junto a los pies de la cama, había varios nombres garrapateados por anteriores aprendices, algunos de los cuales terminaron con éxito su aprendizaje con el Espectro; el nombre de Bill Arkwright se veía en el ángulo superior izquierdo. En cambio, muchos de esos chicos fracasaron y no terminaron sus estudios; incluso algunos de ellos murieron. El nombre de Billy Bradley estaba en el ángulo opuesto; era el aprendiz que me precedió, pero cometió un error y un boggart le arrancó los dedos de un mordisco. Billy murió a consecuencia del susto y de la pérdida de sangre.

Esa noche examiné detenidamente la pared. Por lo que sabía, todos cuantos estuvieron en aquella habitación dejaron escrito su nombre, yo incluido. El mío era muy pequeño porque disponía de muy poco espacio, pero por lo menos quedaba constancia de él. Con todo, a mi modo de ver, faltaba un nombre. Revisé cuidadosamente la pared para asegurarme y comprobé que mis sospechas eran fundadas: en la pared no figuraba ningún «Morgan». ¿Por qué? El Espectro había dicho que Morgan fue aprendiz suyo, ¿por qué, entonces, éste no escribió su nombre?

¿Qué diferencia lo distinguía?

A la mañana siguiente, después de un desayuno apresurado, nos preparamos para la marcha. Poco antes de salir, me colé un momento en la cocina para despedirme del boggart.

—Gracias por todas las comidas que nos has preparado —dije en voz alta al vacio.

No estaba muy seguro de si al Espectro le habría gustado saber que yo hacia una visita especial a la cocina para darle las gracias al boggart, puesto que él no quería establecer contacto demasiado estrecho con «el servicio».

Me di cuenta, sin embargo, de que el boggart había apreciado la atención porque, así que hube pronunciado esas palabras, se oyó un profundo ronroneo debajo de la mesa de la cocina que fue creciendo hasta que los pucheros y las ollas retemblaron. Habitualmente, el boggart era invisible, pero a veces adoptaba la forma de un enorme gato rubio.

Aunque vacilé, porque no sabía cómo iba a reaccionar ante lo que quería decirle, hice acopio de valor y le hablé de nuevo:

—Lamento haberte irritado anoche —me disculpé—, pero no hice más que cumplir con mi deber. ¿Te molestó la carta?

Como el boggart no hablaba nunca, no esperaba que me respondiese con palabras. Le había hecho la pregunta por pura intuición, porque creía que era lo adecuado.

En ese momento se coló por la chimenea una ráfaga de aire, se notó un leve olor a hollín y, desde los hierros del hogar, salió volando un trozo de papel que aterrizó en la estera colocada delante de la chimenea. Me acerqué a recogerlo: tenía los bordes chamuscados y un trozo se desintegró entre mis dedos, pero era lo único que quedaba de la carta que Morgan me había entregado.

Sólo se distinguían unas pocas letras en el pedazo de papel socarrado y tuve que fijarme mucho en ellas para descifrarlas:

Dame lo que me pertenece o haré que lamentes haber nacido. Empieza por

No se leía nada más, pero bastaba para saber que Morgan amenazaba a mi maestro. ¿A qué se refería? ¿Acaso el Espectro le había quitado algo? ¿Algo que le pertenecía por derecho? No me cabía en la cabeza que fuera capaz de robar nada a nadie; no era un ladrón. Aquellas palabras no tenían sentido.

Mis cavilaciones se truncaron al oír a mi maestro que gritaba desde la puerta de entrada:

—¡Vamos, muchacho! ¿Qué estás haciendo? ¡No te entretengas! ¡No podemos perder todo el día!

Estrujé el papel y volví a arrojarlo a la chimenea, cogí mi cayado y acudí corriendo a la puerta. Alice ya me esperaba fuera, pero él, que estaba en el umbral con dos bolsas a los pies, me miró con desconfianza. No nos llevábamos gran cosa, pero me tocaba a mí cargar con los paquetes.

El Espectro me había adjudicado una bolsa exclusivamente para mí, aunque de momento no tenía mucho que guardar en ella. No contenía más que una cadena de plata, regalo de mi madre, una caja de yesca, obsequio de despedida de mi padre, mi cuaderno de notas y algunas prendas de ropa. Algunos calcetines estaban tan zurcidos que parecían casi nuevos, pero mi maestro me había comprado un tabardo de piel de oveja para el invierno, de mucho abrigo, que yo llevaba puesto debajo de la capa. También disponía de mi propio cayado, nuevo y de madera de serbal, cortado por mi propio maestro, muy eficaz contra la mayoría de brujas.

El Espectro, a pesar de sus críticas contra Alice, fue generoso con su vestimenta, pues también ella lucia un tabardo nuevo de lana negra, que le llegaba casi hasta los tobillos, con capucha para mantenerle calientes las orejas.

A él no parecía afectarle mucho el frío, ya que en invierno llevaba la misma capa, también con capucha, que en primavera y verano. No había estado bien de salud en los últimos meses, pero daba la impresión de que ya se había repuesto y estaba tan fuerte como siempre.

Cuando hubimos salido, atrancó la puerta de la casa, alzó la vista para mirar el sol de reojo y echó a andar con gran energía. Yo cargué con las dos bolsas y procuré seguirlo; Alice iba detrás de mí pisándome los talones.

—A propósito, muchacho —me gritó el Espectro girando la cabeza para mirarme—, nos pararemos en la granja de tu padre en nuestro camino hacia el sur. ¡Todavía me debe diez guineas como pago final de tu educación!

Me entristecía dejar Chipenden. Había acabado encariñándome con la casa y los jardines y lamentaba tener que separarme de Alice. Pero por lo menos tendría ocasión de ver a mis padres. Por eso mi corazón saltaba de alegría y sentía una nueva energía en las piernas. ¡Volvía a casa!