19

La Hogaza Redonda

¡Has tenido tu oportunidad, pero la has perdido! Ahora te utilizaré para algo diferente. ¡Algo que no te gustará! ¡Toma, carga eso! —gruñó Morgan al tiempo que me arrojaba un objeto.

Era una pala. Casi no me había dado tiempo de cogerla cuando me indicó un saco muy voluminoso y tan pesado que tuvo que ayudarme para cargármelo en el hombro. Seguidamente, me empujó hacia la puerta de la capilla y, tras cruzarla, hacia la intemperie. Una vez fuera me quedé quieto y tembloroso, porfiando por sostener el saco, y sin atreverme a echar a correr por lo enfermo y débil que me sentía. De cualquier modo, aunque hubiera escapado corriendo, estaba seguro de que me habría atrapado a los pocos segundos y propinado otra paliza. Por otra parte, empezó a soplar viento del nordeste que arremolinó las nubes delante de las estrellas; no tardaría en volver a nevar.

Para incitarme a caminar me dio otro puñetazo y se situó detrás de mí empuñando un farol. No tardamos en iniciar la ascensión hacia el desolado páramo cubierto por la nieve y dejamos muy atrás el último de los ya desperdigados árboles. No tenía otra alternativa que continuar escalando la pendiente, pero si no caminaba tan aprisa como él quería, me propinaba un golpe en la espalda. Una vez resbalé y caí de bruces y el saco se me escapó de las manos. Eso me valió unos porrazos en las costillas tan fuertes que me aterraba volver a caerme.

Así pues, me ordenó que cogiera de nuevo el saco y seguimos andando por la nieve hasta que perdí la noción del tiempo. Por fin, al llegar a lo alto del páramo, me obligó a detenerme. Ante nosotros, a no mucha distancia, se elevaba un montículo demasiado liso y redondeado para ser natural; el manto de nieve que lo cubría relucía de blancura a la escasa luz de los astros. De pronto lo identifiqué: era la Hogaza Redonda, el túmulo que el Espectro me había enseñado cuando íbamos a ocuparnos del boggart de la granja La Piedra en la garganta de Owshaw, el montículo de tierra donde Morgan había desenterrado el libro de magia.

Hizo un gesto hacia el este y me empujó hacia delante. A unos doscientos pasos había una roca y, al llegar a ella, contó diez pasos en dirección sur mientras yo me decía para mis adentros qué posibilidades tenía de golpearlo con la pala y escapar. Pero continuaba sintiéndome muy débil y él era más alto y mucho más fuerte que yo.

—¡Cava aquí! —me ordenó señalando un punto en la nieve.

Lo obedecí. Atravesé el manto de nieve y llegué hasta la tierra oscura, que estaba helada, dura y costaba penetrarla. Me pregunté si pretendía hacerme cavar mi tumba… Cuando logré hundir la pala a un palmo y medio aproximadamente, topé con la piedra dura.

—¡Cuántos necios han estado cavando en ese túmulo una vez tras otra! —dijo señalando la Hogaza Redonda, que ahora quedaba detrás de nosotros—. Aun así, jamás hallaron lo que encontré yo. Bajo tierra hay una estancia, pero la entrada está mucho más retirada de lo que cree la gente. Bajé a ella por última vez la noche después de la muerte de mi madre y desde entonces trato de devolver el libro a su sitio. De momento, deja al descubierto la piedra… todavía queda mucho trabajo.

Me aterraba que la sospecha de que quisiese convocar a Golgoth aquella misma noche fuese cierta, pero hice lo que me ordenó. Cuando terminé de excavar, me quitó la pala de las manos y, utilizándola como palanca, removió la piedra, encajada en su lecho, y socavándola, la apartó a un lado. La operación le llevó mucho rato. En cuanto lo hubo conseguido, empezó a nevar, el viento azotó el páramo y las ráfagas arrecieron cada vez con más fuerza. Otra ventisca en puertas.

Sostuvo el farol sobre el boquete y, al iluminarlo, vi unos peldaños que descendían y se perdían en la oscuridad.

—¡Vamos, abajo! —me gritó, y levantó el puño con aire amenazador.

Lo obedecí de nuevo y, mientras yo bajaba con enormes precauciones, puesto que me era difícil mantener el equilibrio por el peso del saco, él sostenía el farol. Eran diez peldaños en total, y al llegar al último, me hallé ante un estrecho pasadizo. Morgan había depositado el farol en el primero de todos, junto a la abertura, y hacía grandes esfuerzos para volver a colocar la roca en su sitio. En un primer momento pensé que le costaría lograrlo, pero finalmente consiguió encajarla en su sitio con un golpe sordo, con lo que quedamos los dos prisioneros de aquella especie de tumba para muertos. A continuación bajó los peldaños con el farol y la pala en las manos y me ordenó que yo fuera delante. No me quedó más remedio que obedecerlo una vez más.

A mis espaldas él sostenía el farol muy alto, de manera que se proyectaba mi sombra por delante en el túnel, recto y a nivel. Suelo, paredes y techo eran de barro, aunque a intervalos había refuerzos de madera para afianzar el techo. De hecho, éste se había derrumbado en un punto, lo que casi nos cortó el paso y me obligó a descargar el saco y arrastrarlo a través de la angosta abertura. El estado del túnel me inquietaba porque, si se producía un derrumbamiento, quedaríamos enterrados vivos o sepultados por toda la eternidad. Tenía perfecta conciencia del enorme peso que suponía la tierra que teníamos encima.

El pasadizo desembocó finalmente en una gran estancia ovalada. Era muy amplia, de tal manera que sus generosas dimensiones eran equiparables a las de una iglesia grande, y tanto los muros como el techo eran de piedra. Pero lo más asombroso era el suelo: a primera vista parecía embaldosado, pero después me di cuenta de que se trataba de un elaborado mosaico que reproducía todo tipo de figuras monstruosas gracias a la cuidadosa colocación de miles de piedrecillas de diferentes colores. Algunas de esas representaciones eran seres fantásticos acerca de los cuales había leído comentarios en el Bestiario del Espectro. De otras, sólo tenía idea por haberlas entrevisto en las pesadillas: híbridos grotescos como el minotauro, medio toro y medio hombre; gusanos gigantescos con largos cuerpos serpentinos y mandíbulas rapaces; así como un basilisco o serpiente con patas, de cabeza crestada y ojos penetrantes y asesinos. Cada una de las bestias bastaba para llamarme la atención, pero hubo una cosa que acaparó de inmediato mi mirada…

En el centro exacto del pavimento había tres círculos concéntricos, trazados con piedras negras, y en su interior, una estrella de cinco puntas. La identifiqué al momento y se confirmaron mis peores miedos. Se trataba de un pentáculo, elemento utilizado por los magos para formular encantamientos o convocar a los demonios de las tinieblas. Pero aquél era obra de los primeros hombres que llegaron a Anglezarke para convocar a Golgoth, el más poderoso de los antiguos dioses. Y ahora Morgan se serviría de él.

Parecía que sabía muy bien qué quería ya que se puso manos a la obra. Lo primero que me ordenó fue que limpiara el pavimento hasta que quedara reluciente, de manera especial la zona central del mosaico que reproducía aquel dibujo.

—Aquí no debe haber ni la más pequeña mota de polvo, ya que de lo contrario se iría todo al garete —aseguró.

No me molesté en preguntarle a qué se refería porque ya me imaginaba que iba a celebrar el ritual más funesto del libro de magia: convocaría a Golgoth mientras nosotros quedábamos protegidos en el centro del pentáculo. Pero la limpieza era vital porque el polvo podía interferir en las defensas de éste.

En el extremo más apartado de la estancia había varios barrenos grandes, uno de los cuales contenía sal, y en el saco que yo había transportado se hallaban, entre otras cosas, el libro de magia, un gran frasco de agua y algunas telas. Yo debía restregar el mosaico con sal sirviéndome de un paño humedecido con agua y dejarlo tan impoluto como él deseaba.

Dediqué a la tarea lo que me parecieron horas. De vez en cuando miraba alrededor y trataba de descubrir si en la estancia había algo que me sirviera para sobreponerme a Morgan y escapar. Debía de haber dejado la pala en el pasadizo porque no la vi en ningún sitio, ni nada tampoco que pudiera utilizar como arma. Sin embargo, observé en el muro, cerca del pavimento, una gran anilla de hierro, y me pregunté qué utilidad tendría; tal vez se empleara para sujetar a un animal.

Pronto lo averigüé, pues así que terminé de fregar el suelo hube de sufrir el horror de soportar que él me agarrara, me arrastrara hasta el muro y, atándome fuertemente las manos a la espalda, me sujetará con un resto de cuerda a la anilla. Acto seguido comenzó los preparativos con toda ceremonia. Sentí auténticas náuseas cuando advertí qué ocurriría: Morgan actuaría desde el interior del pentáculo, protegido frente a cualquier peligro que pudiera surgir en la sala, mientras que yo permanecería sujeto a la anilla, privado de toda defensa. ¿Acaso iba a ser yo objeto de algún tipo de sacrificio? ¿Era ésa al principio la utilidad de aquella anilla? Me vino a la memoria entonces que había explicado el Espectro sobre el perro de la granja: cuando Morgan había intentado el ritual en su habitación, el animal había muerto de miedo…

A continuación sacó del saco cinco gruesos cirios negros que colocó en cada una de las puntas de la estrella. Abrió después el libro de magia y, mientras iba encendiendo los cirios, leyó en voz alta un breve exorcismo del libro. Hecho esto, se sentó con las piernas cruzadas en el centro del pentáculo y, manteniendo abierto el libro, me miró fijamente y me preguntó:

—¿Sabes qué día es hoy?

—Es martes.

—¿Y qué fecha? —Sin esperar mi respuesta, contestó a su propia pregunta—: Hoy es veintiuno de diciembre, el solsticio de invierno. El punto medio exacto del invierno en que los días comienzan a alargarse gradualmente. O sea que la noche será larga, la más larga del año. Y cuando haya terminado, sólo uno de los dos abandonará esta estancia. Tengo intención de convocar a Golgoth, el más poderoso de los antiguos dioses. Y voy a hacerlo aquí, en el mismo sitio donde lo hacían los antiguos. Este túmulo está construido en un lugar de gran poder donde convergen las vías prehistóricas, pues en el centro del pentáculo donde estoy sentado se cruzan por lo menos cinco de dichas vías.

—¿No será peligroso despertarlo? —pregunté—. Tal vez entonces el invierno se prolongue durante años.

—¿Y eso qué importa? El invierno es mi estación.

—No habrá cosechas y la gente morirá de hambre.

—¡Qué más da! Los débiles mueren siempre. Los herederos de la tierra son los fuertes. El rito de emplazamiento hará que Golgoth no tenga más recurso que obedecer. Y quedará prisionero aquí, dentro de esta sala, hasta que yo lo libere; sujeto hasta que me entregue lo que yo deseo.

—¿Y qué deseas? ¿De qué te servirá hacer daño a tanta gente?

—¡Deseo poder! ¿Hay algo más que merezca la pena? Golgoth me lo dará: capacidad para helar la sangre en las venas de un hombre, de matarlo con una mirada. Todos los hombres me temerán. Y en las profundidades de un largo y frío invierno, cuando yo mate, ¿sabrá alguien que he sido yo quien ha segado aquella vida? ¿Quién podrá demostrarlo? John Gregory será el segundo en morir, pero no el último. Y tú morirás antes que él. —Morgan soltó una risita—. Tú formas parte del cebo, parte de la carnada para atraer al dios hasta aquí. La última vez tuve que arreglármelas con un perro, pero es mucho mejor un ser humano. Golgoth te arrebatará la última chispa de vida del cuerpo y se la añadirá al suyo. Y también se apoderará de tu alma. De manera que tanto tu cuerpo como tu alma se extinguirán en un instante.

—¿Estás seguro de que ese pentáculo te protegerá? —le pregunté, procurando no pensar en lo que acababa de decir e intentando sembrarle la duda en la mente—. Los ritos tienen que ser muy precisos. Sólo que olvides algo o que pronuncies mal una palabra, no surtirá efecto. En tal caso, ninguno de los dos abandonaría nunca esta estancia y los dos seríamos aniquilados.

—¿Quién te ha contado eso? ¡El viejo loco de Gregory, seguro! —se mofó Morgan—. ¿Sabes por qué dice todas esas cosas? Porque no tiene agallas para intentar algo realmente ambicioso. Sólo sirve para formar aprendices bobalicones y enseñarles a cavar pozos inútiles y rellenarlos de nuevo. Pasó años tratando de impedirme que realizara este rito e incluso me hizo jurar por mi madre que no volvería a intentarlo nunca. Como yo la quería tanto, respeté la promesa, pero al morir ella me liberé por fin de mi juramento y conseguí apoderarme de lo que me pertenecía. El viejo Gregory es mi enemigo.

—¿Por qué lo odias tanto? ¿En qué te ha perjudicado? Todo lo que hace es beneficioso. Él es mucho mejor que tú, un hombre muy generoso. Ayudó a tu madre cuando tu verdadero padre la abandonó, te instruyó e incluso te ayudó cuando tú te inclinaste por lo Oscuro en lugar de darte tu merecido. Eres peor que las brujas malvadas y eso que él tiene a una viva metida en un pozo.

—Podría haber hecho eso conmigo, es verdad —repuso en voz baja y malévola—. Pero ya es tarde. Tienes razón: lo odio. Yo nací con una veta tenebrosa en mi alma que fue creciendo hasta convertirme en lo que ahora tienes delante. El viejo Gregory es servidor de la Luz, mientras que yo pertenezco a lo Oscuro. Por eso es mi enemigo natural. La oscuridad odia la luz. Siempre ha sido así.

—¡No! —grité—. No tiene por qué ser así. Tienes elección y puedes hacer de ti lo que quieras. Si amabas a tu madre quiere decir que eres capaz de amar y no tienes por qué pertenecer necesariamente a lo Oscuro, ¿comprendes? Nunca es tarde para cambiar.

—¡Ahorra palabras y guarda silencio! —me espetó, malhumorado—. Hemos hablado demasiado. Ha llegado el momento de empezar el rito…

Se produjo un momento de silencio durante el cual sólo oía los latidos de mi corazón. Después Morgan entonó un cántico del libro de magia y su voz fue subiendo y bajando en un sonsonete rítmico que recordaba al que adoptan los sacerdotes delante de los fieles. Gran parte de las palabras las pronunciaba en latín, pero algunas pertenecían a una lengua que no identifiqué. Y así siguió la ceremonia sin que ocurriera nada de particular. Abrigué la esperanza de que el rito no fuese operativo, que aquel hombre hubiese cometido algún error y, por lo tanto, Golgoth no se presentase. Sin embargo, no tardé en advertir algún cambio.

El frío que hacía en la estancia se intensificó cada vez más. Se trataba de un cambio muy lento y gradual, como si estuviese acercándose algo muy grande que viniese de muy lejos. Era aquel frío especial que ya había experimentado alguna vez cerca de Morgan, el poder que le venía de Golgoth.

Me cuestioné qué probabilidades tenía de que me rescatasen, pero no tardé en llegar a la conclusión de que eran, en realidad, muy pocas, puesto que nadie conocía la entrada de aquel túnel. Pese a que yo había excavado la tierra y puesto la piedra al descubierto, el tiempo había empeorado y la ventisca volvería a cubrirla de nieve dentro de muy poco. ¿Acaso el Espectro me echaría tanto de menos que se lanzaría en mi busca desafiando la ventisca? Si por lo menos iba a la tienda de Andrew, tal vez Alice le diría hacia dónde había dirigido mis pasos. Pero aunque fuera a la capilla, ¿existía la posibilidad de que encontrase mi cayado? Éste había quedado olvidado en el soto, al otro lado de la cerca, y ahora la nieve lo habría cubierto ya.

A todo esto descubrí que podía mover un poco las manos. ¿Podría aflojar, tal vez, la cuerda y conseguir soltarlas? Probé, forcejeé juntándolas y separándolas, retorciendo muñecas y dedos. Morgan no se daba cuenta de mis intentos porque estaba demasiado ocupado entonando las palabras del rito, sin hacer pausas siquiera al pasar las hojas del libro. De pronto, al mirarlo, observé algo más: la sala parecía haberse poblado de sombras, sombras que no correspondían a la posición de los cinco cirios, y además, se movían en su mayoría. Algunas parecían humo oscuro, otras eran como una especie de neblina blanca o grisácea, y todas se retorcían en el borde exterior del pentáculo, como si intentasen introducirse en él.

¿Qué eran? ¿Se trataba tal vez de almas indecisas, atrapadas accidentalmente por el poder del rito y atraídas hasta aquel lugar en contra de su voluntad? ¿O eran quizá los espíritus de aquellos que habían sido enterrados en el túmulo y sus alrededores? Eso parecía lo más probable, ya que se trataba de un rito coactivo. Pero ¿qué ocurriría si me descubrían? No podían hacer nada contra Morgan porque él estaba protegido, pero ¿y si advertían mi presencia?

Así que me planteé esa posibilidad, percibí leves murmullos en torno a mí. Costaba captar el sentido de lo que oía, pero se destacaba alguna que otra palabra. Entendí dos veces la palabra «sangre» y también «hueso», y después, con perfecta claridad, mi propio apellido: Ward.

Me puse a temblar de manera incontrolable, pero aunque tenía miedo, traté de combatirlo con todas mis fuerzas. El Espectro me había dicho muchas veces que lo Oscuro se alimenta del terror o sea que el primer paso a dar para derrotarlo es enfrentarse a los propios miedos y superarlos. Así pues, lo intenté, lo intenté de veras, pero era una empresa muy difícil, puesto que yo no me enfrentaba a lo Oscuro armado con las habilidades que había aprendido: ni estaba de pie con un cayado de serbal en la mano, ni era capaz de arrojar sal y hierro, sino que era un prisionero maniatado, totalmente desvalido, en tanto que Morgan tal vez realizaba el ritual más peligroso que ha intentado nunca un mago. Y yo formaba parte de dicho ritual, yo era una chispa de vida ofrecida a Golgoth para obligarlo a acercarse hasta la sala. Y según Morgan, tan pronto como apareciese, no sólo me arrebataría la vida sino también el alma. Yo siempre había creído que viviría después de muerto, mas ¿también me arrebataría esa posibilidad, o incluso mataría mi alma?

Pero los susurros fueron desvaneciéndose gradualmente al mismo ritmo que las sombras y hasta me dio la impresión de que el ambiente era un poco más cálido. Se aquietaron un tanto mis temblores y suspiré de alivio, pero Morgan seguía con su sonsonete y continuaba pasando páginas. Me dio por pensar que en algún punto había cometido un error y fracasado, si bien no tardé en comprobar que me equivocaba.

El frío volvió y con él las figuras de humo que se contorsionaban y se retorcían en los bordes del pentáculo. Y esta vez fue aún peor porque reconocí a uno de aquellos evanescentes aparecidos: tenía la forma de Eveline, de grandes ojos cargados de tristeza.

Los susurros se intensificaron y ahora estaban tan llenos de odio y furia que casi podía catarlos. Eran cosas invisibles que se retorcían sobre mi cabeza, la rozaban, hasta el punto de notar en la cara la corriente de aire que provocaban, y agitaban mis cabellos. Pero la amenaza no tardó en hacerse más palpable: dedos que no veía me tiraban del pelo o me pellizcaban el cuello y la cara y notaba en la frente, la nariz y la boca un aliento frío y nauseabundo que me asqueaba.

De nuevo quedó todo en silencio, aunque no por mucho tiempo. El frío aumentó de nuevo y se congregaron una vez más los aparecidos. Y así siguió la situación, minuto tras minuto, hora tras hora, durante la noche más larga del año. No obstante, cada vez eran más cortos los espacios de calma y tranquilidad y más prolongados los de espanto. Pero en lo que ocurría existía un ritmo. El rito cobraba fuerza, como las olas de una marea que se acerca a una playa pedregosa y abrupta: cada ola más impetuosa y más fuerte que la anterior, cada ola arrastrando más piedras. Y en el punto culminante de la actividad, se intensificaba el tumulto: voces que atronaban mis oídos y esferas de una ominosa luz morada en torno al pentáculo que llegaban hasta casi el techo de la estancia. Y finalmente, después de lo que se me antojaron horas de cánticos a cargo de Morgan, consiguió lo que se había propuesto…

Golgoth acudió a la llamada.