La capilla de los muertos
A pesar de todas las promesas del Espectro, no fue posible ocuparse enseguida de Morgan. El tiempo fue tan malo las dos semanas siguientes que apenas pudimos salir al exterior. Arreciaron en la garganta una ventisca tras otra y la nieve se arremolinó contra las ventanas y enterró la fachada de la casa hasta casi los dormitorios del primer piso. Me daba la impresión de que Golgoth se había despertado y agradecía que Shanks hubiera previsto la entrega de provisiones extra. Pero cada hora era una tortura para mí porque tenía ansias de salir y enfrentarme a Morgan para poner fin a los sufrimientos de mi padre.
Mientras duró la ventisca, mi maestro me sometió a la rutina habitual de dormir, comer y recibir clases, aunque añadió una novedad: todas las tardes él bajaba a la bodega para hablar con Meg y llevarle comida. Por lo general no eran más que unas galletas, pero a veces le ofrecía también los restos de nuestra comida. Me pregunté de qué hablarían allí abajo, aunque me guardé de preguntárselo. Habíamos acordado que no habría más secretos entre nosotros, pero me daba cuenta de que el Espectro deseaba cierta intimidad.
Las otras dos brujas se las arreglaban lo mejor que podían y pasaban el tiempo masticando gusanos, babosas y todo lo que conseguían desenterrar del húmedo suelo, pero Meg seguía siendo un caso especial. Yo suponía que el Espectro volvería a administrarle pronto la infusión y la sacaría de la bodega. Era con mucho mejor cocinera que cualquiera de nosotros dos aunque, después de todo lo ocurrido, me sentía más seguro si ella estaba en el pozo. No obstante, el Espectro me inquietaba. ¿Se le había reblandecido el carácter? A pesar de sus advertencias con respecto a las mujeres, ahora volvía a romper sus propias normas. Me entraban ganas de decírselo muy claro, pero ¿cómo iba a hacerlo viéndolo tan trastornado por Meg?
Todavía no comía normalmente, y una mañana me lo encontré con los ojos enrojecidos y los párpados hinchados, como si se los hubiera restregado. Llegué a preguntarme incluso si habría llorado y pensé en cómo me habría comportado yo en una situación parecida. Por ejemplo, ¿qué habría hecho si Alice hubiera estado metida en un pozo? ¿Acaso no habría actuado igual que él? También hube de preguntarme qué había sido de mi amiga y decidí que, si mejoraba el tiempo, pediría permiso a mi maestro para ir a verla a la tienda de Andrew.
Sin embargo, una mañana, el tiempo experimentó un cambio inesperado. Yo seguía pensando en la amenaza que se cernía sobre mi padre y esperaba que, a la primera oportunidad, nos ocuparíamos de Morgan. Pero no fue así porque, con la aparición del sol, llegó un encargo para el Espectro. Solicitaron nuestra presencia en el este, en la granja Platt, pues estaban padeciendo ciertos contratiempos provocados por un boggart, o eso dijeron.
Tardamos una hora aproximadamente en ponernos en camino, ya que mi maestro tuvo que cortarse primero un cayado nuevo de serbal. Cuando llegamos por fin al lugar en cuestión, tras una dura caminata de dos horas hundiéndonos en la nieve, no hallamos ni rastro de ningún boggart en las proximidades y el granjero se apresuró a disculparse, confuso ante la situación, por haberse equivocado y echó la culpa a su mujer, quien al parecer era sonámbula. Nos explicó que por la noche ella había movido de sitio los pucheros de la cocina y despertado con el ruido a toda la familia sin que al día siguiente se acordara de nada. El hombre se sentía avergonzado por habernos llamado sin motivo y se moría de ganas de pagar al Espectro por haberle hecho acudir a su casa en balde.
Yo estaba furioso al ver que nos habían hecho perder el tiempo miserablemente y así se lo dije a mi maestro durante el regreso. Y él estuvo de acuerdo conmigo.
—Aquí hay gato encerrado —me comentó—. Quizá me equivoque, muchacho, pero me parece que nos querían preparar una trampa. ¿Has visto alguna vez a una persona tan dispuesta a meterse la mano en el bolsillo para pagar?
Le di la razón y aceleramos el paso; el señor Gregory abría la marcha, ávido de llegar a casa. Encontramos abierta la puerta trasera: habían forzado la cerradura. Tras comprobar que la puerta de la bodega y la reja continuaban cerradas, me pidió que esperara en la cocina y él se fue arriba. Cinco minutos después bajó con aire enfurruñado y exclamó:
—¡Ha desaparecido el libro de magia! Bueno, por lo menos sabemos a quién hay que buscar. ¿Quién puede ser sino Morgan? Le basta con tener a Golgoth en su poder para detener la nevada y después concibe y urde un plan para robarnos.
Me pareció extraño que Morgan no hubiera intentado robar el libro con anterioridad, pues no le habría costado hacerlo en verano, cuando Meg estaba prisionera en la celda de la bodega, ya que entonces el resto de la casa estaba vacío. Pero entonces recordé lo que me había contado el Espectro respecto a la promesa que Morgan había hecho a su madre de no convocar a Golgoth. Tal vez había hecho honor a su palabra hasta la muerte de Emily Burns, pero después se sintió liberado y se dispuso a actuar como le viniera en gana.
—Bueno, poco podemos hacer hoy como no sea ir a Adlington y pedir a mi hermano que venga a reparar la puerta —sugirió el Espectro—. Pero no comentes nada del libro de magia; se lo diré yo llegado el momento. De camino, además, nos pararemos en Paisaje del Páramo. Dudo que encontremos a Morgan en la granja, pero tengo que preguntar ciertas cosas a los Hurst.
Me hubiera gustado saber por qué no quería decirle a Andrew lo del libro de magia, pero era evidente que no estaba de humor para contestar preguntas.
Salimos camino de Paisaje del Páramo. Al llegar, el Espectro entró solo a hablar con los Hurst y me pidió que lo esperara en la era. No había ni rastro de Morgan. Mi maestro pasó un buen rato en la casa y salió con expresión enfurruñada. Enseguida proseguimos el camino hacia la tienda de Andrew, pero él mantuvo los labios muy apretados.
Se comportó como si se tratara simplemente de una visita fraternal, y volví a cuestionarme por qué no aludía ni de lejos a lo ocurrido. Con todo, me alegró ver a Alice que nos preparó una cena tardía y, antes de sentarnos a la mesa, nos calentamos ante el fuego de la chimenea. Así que terminamos de comer, el Espectro le dijo con una leve sonrisa:
—Una buena cena, chica, pero ahora tengo asuntos particulares que tratar con mi hermano y Tom. Será mejor que te acuestes.
—¿Por qué he de acostarme? —repuso Alice echando chispas—. Yo vivo aquí, usted no.
—Por favor, Alice, haz lo que dice John —rogó Andrew con suavidad—. Estoy seguro de que tiene buenas razones para que no oigas lo que tenemos que hablar.
Alice le dirigió una mirada fulminante, pero era su casa y le tocó obedecer; salió de la habitación dando un portazo y se fue a su cuarto subiendo ruidosamente la escalera.
—Cuantas menos cosas sepa, mejor —comentó el Espectro—. Acabo de ver a los Hurst y he hablado con la mujer para tratar de averiguar por qué se fue esta chica de su casa. Parece ser que se peleó con Morgan y se marchó a raíz de una rabieta, pero, en cambio, dos días antes mantenían muy buenas relaciones y ella pasaba largos ratos en la habitación que él tiene en la planta baja. Puede no revestir ninguna importancia, aunque a lo mejor quería llevársela a su terreno de la misma manera que lo intentó después con el muchacho —dijo señalándome a mí—. Lo intentó, pero fracasó. Pero, por si acaso, creo que es mejor que ella no se entere de lo que ha pasado: esta mañana Morgan ha entrado con violencia en mi casa y ha robado el libro de magia.
Andrew pareció realmente preocupado y fue a decir algo, pero yo lo corté.
—¡No hay derecho! —le espeté al Espectro—. Alice detesta a Morgan. Me lo dijo ella misma. ¿Por qué se habría ido de la casa de no ser así? Jamás habría colaborado con él.
—Tardaré mucho tiempo en meterte ciertas lecciones en esa torpe cabeza —me soltó, colérico—. Después de tanto tiempo todavía no has aprendido que esa chica no merece una confianza absoluta y habrá que vigilarla siempre. Por eso debo asegurarme de que no la tengo cerca. Y, por otra parte, no quiero que esté a menos de quince kilómetros de ti.
—Aguarda un momento —intervino Andrew—. Has dicho que el libro de magia está en poder de Morgan, ¿no? ¿Cómo has podido ser tan imprudente, John? Habrías debido quemar ese libro infernal cuando estaba en tus manos. Como vuelva a intentar aquel ritual, puede ocurrir cualquier cosa. Esperaba vivir algunos veranos más antes de que me llegue la hora final, pero ahora ya no confío en ello. ¡No entiendo por qué lo has guardado todos estos años!
—Mira, Andrew, eso es asunto mío y tendrás que confiar en mí en lo tocante a este punto. Digamos que tengo mis motivos.
—Es por Emily ¿verdad?
El Espectro hizo como si no lo hubiera oído.
—Lo hecho, hecho está; ojalá Morgan no se hubiera apoderado del libro de magia y éste siguiera en sitio seguro y bajo llave, pero…
—Lo mismo digo —exclamó Andrew, levantando la voz, más furioso a medida que pasaba el tiempo—. Tienes un deber con el condado; tú lo has afirmado muchas veces. Pero has cometido una negligencia en el cumplimiento de ese deber al conservar el libro en lugar de quemarlo.
—Muy bien, hermano, agradezco tu hospitalidad, pero no tus duras palabras —contestó el Espectro con un resto de ira en la voz—. Yo no me meto en tus asuntos y tú debes confiar en mí cuando te digo que hago lo mejor para todos. Si he venido ha sido para hacerte saber en qué situación estamos metidos, pero el día ha sido largo y duro, de modo que será más adecuado que nos acostemos antes de que digamos cosas que a lo mejor después lamentaríamos.
Y con estas palabras, dejamos precipitadamente a Andrew. Cuando ya íbamos calle abajo, me acordé de la razón que nos había movido a visitarlo.
—No le hemos dicho que viniera a arreglar la cerradura. ¿Quiere que vaya a pedírselo?
—No, muchacho —repuso el Espectro, indignado—. No se lo pediría aunque fuera el único cerrajero del condado. La arreglaré yo mismo.
—Está bien. Hablando de otra cosa… ya que el tiempo ha mejorado, ¿no podríamos empezar a buscar a Morgan mañana mismo? Estoy muy preocupado por mi padre…
—Eso déjamelo a mí. He pensado en algunos sitios donde puede hallarse. Lo mejor será que mañana temprano, antes del alba, me ponga en camino.
—¿Puedo ir con usted?
—No, chico. Si voy solo, tengo más probabilidades de encontrarlo desprevenido. Confía en mí.
Confiaba en él, pero aunque consideraba sensato lo que decía, me habría gustado acompañarlo. Traté una vez más de convencerlo, pero me di cuenta enseguida de que perdía el tiempo. Cuando decide algo, hay que aceptarlo y dejar que se salga con la suya.
A la mañana siguiente, cuando bajé a la cocina, no encontré ni rastro de él. No vi su capa ni su cayado. Tal como prometió, había salido de casa mucho antes de que alborease para ir en busca de Morgan. No había regresado aún cuando terminé de desayunar, por lo que pensé que tenía a mi disposición una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla. Como Meg me inspiraba curiosidad, decidí hacer una rápida visita a la bodega para ver qué hacía. Así que cogí la llave de lo alto de la biblioteca, encendí una vela y me escabullí escalera abajo. Abrí la reja, la cerré con llave detrás de mí y proseguí el descenso hacia la bodega, pero al llegar al rellano de las tres puertas, una voz, que salía de la del centro, gritó:
—¡John! ¡John! ¿Eres tú? ¿Has reservado el pasaje?
Me detuve, sobresaltado. ¡Era la voz de Meg! El Espectro la había sacado del pozo y encerrado en una celda, donde estaría más a gusto. Eso quería decir que no era tan duro con ella. Seguro que no tardaría en dejarla volver a la cocina. Pero ¿qué había querido decir con aquellas palabras referentes a si había «reservado el pasaje»? ¿Acaso se iba de viaje? ¿Y se iría el Espectro con ella?
Percibí entonces que Meg husmeaba ruidosamente tres veces.
—Oye, muchacho, ¿qué haces aquí? Acércate a la puerta para que te vea mejor…
Como me había olido, no habría servido de nada tratar de escapar a la chita callando, pues sin duda informaría al Espectro de mis andanzas. Así pues, me aproximé a la puerta de la celda y atisbé el interior procurando no acercarme demasiado.
La bella Meg me sonrió a través de los barrotes. Pero no se trataba de aquella aviesa sonrisa que me dirigió con ocasión de nuestra pelea, sino que me sorprendió comprobar que era casi amistosa.
—¿Cómo estás, Meg? —pregunté con educación.
—He estado mejor y he estado peor. No tengo nada que agradecerte, pero lo pasado, pasado está, y no te echo por ello la culpa. Eres lo que eres; tú y John tenéis mucho en común. Sin embargo, voy a darte un consejo… si estás dispuesto a escucharlo.
—Claro que sí.
—En tal caso presta atención a lo que voy a decirte: trata bien a la chica; Alice te quiere. Procura tratarla mejor que John a mí y no te arrepentirás. Vuestra relación no tiene por qué terminar de esta manera.
—Alice me gusta mucho. Haré lo que pueda.
—Eso espero.
—He oído que hablabas de «reservar un pasaje» —dije cambiando de tema—. ¿Qué querías decir?
—Eso a ti no te importa, muchacho. Pregúntaselo a John, pero no hace falta que te molestes porque te responderá lo mismo. Y además, me parece que a él no le gustaría que anduvieras metiendo las narices por aquí sin su permiso, ¿verdad?
Después de este comentario, farfullé un «adiós», regresé a la escalera y cerré con llave cuidadosamente la reja tras de mí. Por lo visto el Espectro continuaba teniendo secretos, y sospechaba que los tendría siempre. Acababa de dejar la llave en su sitio cuando regresó.
—¿Ha encontrado a Morgan? —pregunté, contrariado, porque ya sabía qué respuesta me daría. De haberlo hallado, lo habría traído prisionero.
—No, muchacho, lo siento. Me figuraba que lo encontraría merodeando en la capilla del cementerio. Ha estado allí, de eso no cabe la menor duda, pero al parecer no se queda nunca mucho tiempo en el mismo sitio. En fin, no te preocupes, lo primero que haré mañana será centrarme en ese problema. Entre tanto podrías hacer algo por mí: esta tarde tendrías que ir a Adlington y pedir a mi hermano que se dé una vuelta por aquí y repare la puerta de atrás. Dile también que siento mucho que entre nosotros se cruzaran palabras destempladas y que llegará un día en que entenderá que si he actuado como lo he hecho ha sido porque creo que es lo mejor.
Las clases de la tarde se prolongaron más de lo habitual y todavía faltaban dos horas para que anocheciera cuando, empuñando mi cayado de serbal, me puse por fin en camino hacia Adlington.
Andrew me acogió cordialmente y sonrió cuando le transmití las disculpas de su hermano. Además, aceptó al momento acudir a reparar la puerta en el término de uno o dos días. Me demoré después alrededor de un cuarto de hora hablando con Alice, aunque tuve la impresión de que me trataba con cierta frialdad. Probablemente, se debía a que la noche anterior la habían enviado sin contemplaciones a la cama. Tras despedirme, me dispuse a volver a casa del Espectro, ansioso de regresar antes de que se hiciera totalmente de noche. Apenas hacía cinco minutos que caminaba cuando percibí un leve ruido detrás de mí. Al volverme, descubrí que alguien me seguía colina arriba: era Alice. Así pues, aguardé a que me alcanzara. Llevaba puesto su tabardo de lana y, al acercarse, observé que sus zapatos puntiagudos dejaban huellas muy marcadas en la nieve.
—Algo te traes entre manos —me dijo amigablemente—. ¿Qué era lo que no queríais que oyera anoche? Puedes decírmelo, Tom, ¿no crees? Entre nosotros dos no existen secretos; estamos demasiado unidos.
El sol ya se había puesto y oscurecía.
—Es muy complicado —repuse, impaciente por seguir mi camino—. No dispongo de mucho tiempo.
—¡Vamos, Tom, cuéntamelo! —exclamó agarrándome del brazo.
—El señor Gregory no se fía de ti porque cree que eres demasiado amiga de Morgan. La señora Hurst le dijo que tú y él pasabais mucho tiempo en la habitación de la planta baja…
—No me descubres nada nuevo con eso de que el viejo Gregory no se fía de mi —exclamó, burlona—. Morgan planeaba algo gordo: un ritual que lo convertiría en alguien rico y poderoso; me pidió que lo ayudase e insistió hasta que llegó un momento en que ya no aguanté más. Eso es todo. Vamos, Tom, cuéntame qué pasa. A mí me lo puedes decir…
Al fin, viendo que no soltaría prenda, acabé por ceder y, mientras caminaba a mi lado, le expliqué más o menos de mala gana todo lo ocurrido. Le hablé del libro de magia y de la propuesta de Morgan para que yo lo robara y se lo diera, mientras él torturaba el espíritu de mi padre. Le conté también que habían asaltado nuestra casa y que ahora estábamos buscando a Morgan.
A Alice no le gustó ni pizca lo que le había explicado.
—¿O sea que fuimos a casa del viejo Gregory sin que me dijeras nada de lo que te traías entre manos? ¡Ni media palabra! ¿Y que subiste al desván y ni me lo mencionaste? Pues debo decirte que no está ni medio bien, Tom. Yo puse en riesgo mi vida y me merecía algo más. ¡Bastante más, diría yo!
—Lo lamento, Alice. Lo lamento de veras. Yo no pensaba más que en mi padre y en lo que sufría a merced de Morgan; no podía apartarlo de mis pensamientos. Sé que habría debido confiar en ti, pero…
—Es un poco tarde, me parece a mí. Pese a todo, sé dónde podrías encontrar a ese hombre esta noche… —La miré estupefacto—. Hoy es martes —prosiguió— y desde el pasado verano, todos los martes por la noche se dedica a lo mismo. Verás, en la ladera de la colina hay una capilla, en medio de un cementerio; pues bien, hay gente de los alrededores que acude a ese sitio desde kilómetros de distancia y le da dinero. Lo sé porque una vez lo acompañé. Hace hablar a los muertos y, aunque no es cura, cuenta con una congregación de fieles más numerosa que muchas iglesias.
Ante tales explicaciones, recordé la primera vez que me tropecé con él cuando iba de camino hacia mi casa, después de recibir la noticia acerca del mal estado de salud de mi padre. También era un martes. Yo pasaba por la capilla para tomar un atajo y me lo encontré dentro. Debía de estar esperando que llegasen sus feligreses. Del mismo modo me había pedido que le llevase el libro de magia un martes, después de la puesta de sol. Me habría dado de cabezazos contra la pared. ¿Cómo no me había dado cuenta?
—¿No crees lo que te digo? —me preguntó Alice.
—Claro que lo creo. Sé donde está la capilla; he estado en ella.
—Entonces, ¿por qué no pasas por ahí camino de casa del Espectro? Si no me equivoco y está en la capilla, puedes decírselo al viejo Gregory. Tal vez llegaría a tiempo de sorprenderlo. Pero no te olvides de comentarle que he sido yo quien te ha dado la pista porque quizá así irá formándose mejor concepto de mí. Aunque no me importa demasiado, de cualquier modo.
—¿Por qué no me acompañas? Podrías vigilarlo mientras yo corro a advertir al Espectro. De ese modo, aunque no llegáramos a tiempo, por lo menos sabríamos hacia dónde se dirige.
—No, Tom. ¿Cómo voy a hacer tal cosa después de lo ocurrido? Me disgusta que no confíen en mí; no es nada agradable. Además, tú tienes tu trabajo y yo el mío, pues la tienda me tiene muy ocupada. Trabajo de firme todo el día y de lo único que tengo ganas ahora es de sentarme junto al fuego y calentarme un poco en lugar de estar temblando de frío a la intemperie. Tú cumple con tu obligación y deja que el viejo Gregory se ocupe de Morgan. Pero conmigo no cuentes.
Y dicho esto, dio media vuelta y se fue colina abajo. Estaba contrariado y un poco triste, pero no podía culparla. Si tenía secretos para ella, ¿cómo iba a esperar que me ayudase?
Casi se había hecho de noche y el cielo resplandecía de estrellas. Así pues, sin más pérdida de tiempo, enfilé un camino que me llevase directamente al páramo y que bajaba después dando un rodeo por la tapia de piedra seca, justo en el lugar exacto del soto donde la noche de aquel martes trepé por ella cuando me dirigía a mi casa. Me apoyé en el muro bajo y observé la capilla: la luz de la vela oscilaba frente a la ventana de cristal emplomado, y de pronto observé, más allá del cementerio, luces desperdigadas que se desplazaban colina arriba hacia el sitio donde yo me encontraba.
¡Eran faroles! Los fieles de la congregación de Morgan se acercaban. Aunque no lo sabía seguro, probablemente él ya estaría dentro esperándolos.
Me aparté del lugar, me escabullí entre los árboles y me encaminé hacia la casa del Espectro. Tenía que ir a buscarlo y conducirlo hasta allí con tiempo suficiente para sorprender a Morgan. Pero no había dado más de doce pasos cuando de las sombras que tenía ante mí salió alguien: una figura encapuchada con capa negra. Me detuve al verla avanzar hacia mí: era Morgan en persona.
—Me has decepcionado, Tom —dijo con voz dura e implacable—. Te pedí que me trajeras una cosa, pero me dejaste en la estacada y tuve que ir a buscarla yo. No creo que fuese mucho pedir. Y menos teniendo en cuenta lo que estaba en juego.
No respondí y se acercó un paso más. Me di la vuelta con la intención de echar a correr pero, antes de que pudiera moverme, me cogió por un hombro. Me debatí un momento e intenté levantar el cayado para descargárselo encima, pero de pronto algo sumamente duro me alcanzó la sien derecha; todo se volvió negro y lo único que percibí fue que me caía.
Al abrir los ojos me hallé en la capilla. Me dolía mucho la cabeza y me sentía muy mal. Estaba sentado en el último banco con la espalda apoyada en la fría pared de piedra frente al confesonario. A cada lado de éste había dos grandes cirios.
Morgan, de pie delante del confesonario, me miraba fijamente.
—Bien, Tom, primero tengo asuntos que atender. Pero ya hablaremos después.
—Debo volver —dije, pese a lo mucho que me costaba articular las palabras—. Como no regrese, el señor Gregory se preguntará dónde estoy.
—Pues que se aguante. ¿Qué más da? Tú no volverás nunca… Ahora eres mi aprendiz y esta noche tengo un trabajo para ti.
Con sonrisa de triunfo, se metió en el confesonario por la puerta del sacerdote, la de la izquierda, y desapareció de mi vista, puesto que los cirios proyectaban su luz hacia la capilla y las dos puertas del confesonario eran dos rectángulos totalmente oscuros.
Intenté ponerme en pie y escapar corriendo, pero me sentía muy débil y las piernas no me obedecían. Me martilleaba la cabeza y veía borroso a causa del golpe que me habían dado, de manera que lo único que podía hacer era quedarme sentado, tratar de recuperarme y confiar en que no me pondría peor.
Poco después llegaron los primeros fieles. Entraron dos mujeres y, coincidiendo con su llegada, oí el tintineo de metal contra metal, pues a la izquierda de la puerta había una bandeja de cobre de las que se usaban para las colectas, aunque no la había visto antes. Cada fiel, al entrar, depositaba en ella una moneda antes de tomar asiento. Sin mirarme siquiera y manteniendo la cabeza baja, se fueron sentando en los bancos delanteros.
Pronto se fueron llenando y observé que los feligreses dejaban los faroles fuera. La congregación estaba formada en su mayoría por mujeres, y los escasos hombres eran relativamente viejos. Nadie hablaba. Esperábamos en silencio, roto únicamente por el sonido de las monedas al caer en la bandeja. Por fin, cuando la mayor parte de asientos estuvieron ocupados, la puerta se cerró, bien por si sola o bien alguien la empujó desde el exterior.
La única luz de la capilla era ahora la procedente de los dos cirios colocados a uno y otro lado del confesonario. Se oyeron algunas toses, alguien en la zona delantera carraspeó y a continuación se impuso un silencio expectante que habría permitido oír la caída de una aguja al suelo. El mismo escenario que en la habitación oscura de Paisaje del Páramo. Tuve la impresión de que me estallarían los oídos. De pronto me estremecí porque del confesonario salió una ráfaga de aire frío que avanzó hacia mí. Morgan extraía su poder de Golgoth al que convocaba. En medio del silencio, sonó estentórea su voz:
—¡Hermana mía! ¡Hermana mía! ¿Estás aquí?
Por toda respuesta resonaron tres fuertes golpes en el suelo de la capilla. Fueron tan fuertes que retembló todo el edificio y seguidamente se percibió un largo, profundo y estremecedor suspiro que salía de la oscuridad en la que estaba sumida la puerta de los penitentes.
—¡Déjame en paz! ¡Déjame descansar! —se oyó el quejumbroso lamento de una muchacha. Fue poco más que un susurro, pero estaba preñado de una gran angustia y parecía salir de la oscura puerta del confesonario. Eveline era un alma indecisa, bajo el control de su hermano, que no deseaba estar allí.
Él la hacía sufrir, pero la congregación no lo sabía y yo notaba el nerviosismo, la inquietud y la excitación de las personas que me rodeaban mientras aguardaban a que Morgan convocara a los amigos y familiares que la muerte les había arrebatado.
—Obedéceme primero y después descansarás —atronó la voz de Morgan.
Como respuesta a aquellas palabras, en la oscuridad de la puerta de los penitentes se perfiló una forma blanca. Pese a que Eveline se había ahogado cuando tenía alrededor de dieciséis años, su espíritu no aparentaba más edad que Alice. El rostro, las piernas y los brazos desnudos eran tan blancos como el vestido que llevaba. Éste se le pegaba al cuerpo, como si estuviera empapado de agua, y los cabellos caían lacios y mojados. La visión levantó una exclamación de sorpresa de la congregación, pero lo que más atrajo mi mirada fueron los ojos grandes, luminosos, profundamente tristes de la joven. Jamás había contemplado un rostro tan impregnado de tristeza como el del fantasma de Eveline.
—¡Aquí estoy! ¿Qué quieres?
—¿Hay alguien más contigo? ¿Otros que quieran hablar a algunos de los presentes en esta reunión?
—Sí, hay algunos. Tengo cerca el espíritu de una niña que se llama Maureen y querría hablar con Matilda, su querida madre…
Al oír tales palabras, una mujer del banco delantero se puso de pie y tendió los brazos en actitud de súplica. Quería decir algo, pero le temblaba tanto el cuerpo de emoción que tan sólo profirió una especie de gruñido. Entonces la figura de Eveline se desvaneció en la oscuridad y en su sitio se movió una forma diferente.
—¿Madre? ¿Eres tú, madre? —gritó otra voz femenina desde el compartimento de los penitentes del confesonario. Esta vez la voz era de una niña muy pequeña—. Ven, madre. ¡Por favor te lo pido! Te echo tanto de menos…
La mujer abandonó su sitio y se dirigió con paso tambaleante y las manos tendidas hacia el confesonario. Los demás retuvieron el aliento y enseguida supe por qué: en la oscuridad de la puerta de la derecha se dibujaba una sombra desvaída, la de una niña de no más de cuatro o cinco años, cuya larga cabellera le caía sobre la espalda.
—¡Cógeme la mano, madre! ¡Cógeme la mano, por favor! —gritó la niña al tiempo que en la oscuridad de la puerta aparecía una manita muy blanca. La tendía hacia la mujer, que cayó de rodillas, la cogió ávidamente y se la llevó a los labios.
—¡Oh, qué manita tan fría! ¡Qué fría está! —exclamó la mujer, que rompió a llorar, y sus angustiados sollozos y su llanto resonaron en la capilla.
La escena se prolongó unos minutos hasta que por último la mano desapareció en el confesonario y la madre regresó, con paso vacilante, a su asiento.
Siguieron después escenas parecidas. A veces eran adultos, a veces niños, los que se materializaban en la oscuridad de la puerta de los penitentes. Atisbos de formas, rostros lívidos y, más raramente, manos tendidas bajo la luz de los cirios. Casi siempre había una intensa reacción emocional de los familiares o amigos que establecían contacto con los aparecidos.
Pasado un rato, me irritó el espectáculo y quise ponerle punto final. Morgan era un hombre listo y peligroso que se servía del poder de Golgoth para doblegar a aquellos espíritus primarios a su voluntad. Mientras era testigo de la angustia de los vivos y del tormento de los muertos, mi cabeza había registrado el tintineo de las monedas al caer en la bandeja de cobre.
Por fin terminó todo. La congregación de fieles abandonó la capilla y la puerta se cerró ruidosamente como empujada por una mano invisible.
Morgan no salió del confesonario enseguida, pero la oleada de frío se desvaneció gradualmente. Cuando salió y se me acercó, tenía la frente perlada de sudor.
—¿Cómo se encuentra mi querido padre después de la trampa en que cayó? —preguntó Morgan con sonrisa sarcástica—. ¿Disfrutó con el paseo a la granja Platt?
—El señor Gregory no es tu padre —dije en voz baja y con las piernas temblonas—. Tu verdadero padre fue Edwin Furner, un curtidor local. Todo el mundo conoce la historia, pero tú eres el único incapaz de afrontarla. No dices más que mentira tras mentira. Vayamos a Adlington y preguntemos a la gente; preguntemos, por ejemplo, a la hermana de tu madre, que todavía vive allí. Si todos me lo confirman, aceptaré lo que dices. Pero no creo que lo hagan. Tú si eres padre, ¡padre de la mentira! Y son tantas las que has dicho que hasta tú te las crees.
Lívido de rabia, Morgan me asestó un puñetazo que quise esquivar, pero seguía aturdido y mis reacciones eran muy lentas. El puñetazo me alcanzó de lleno en la sien, casi en el mismo sitio de antes. Y al derrumbarme de espaldas, golpeé las piedras con la nuca.
Esta vez no perdí totalmente la conciencia, pero Morgan me arrastró cogiéndome por los pies y acercó su rostro al mío. Noté sabor de sangre en la boca y a duras penas podía abrir un ojo, tan hinchado que casi no veía nada. Con todo, distinguí la expresión de Morgan y me gustó muy poco: tenía la boca torcida, los ojos brillantes y la mirada feroz. Era más el rostro de un animal salvaje que el de un hombre.