La subida al desván
Una vez dentro, cerré la puerta y me dirigí a la escalera. Sostenía la vela con la mano derecha y el cayado de serbal con la izquierda mientras continuaba guardando la cadena de plata en el bolsillo izquierdo de mi chaleco de piel de oveja. Subí más aprisa que había bajado al entrar en la casa, pero seguía moviéndome con cautela porque no quería despertar a Meg. Tenía, además, otra preocupación: seguramente la llave sería demasiado grande para abrir el escritorio del Espectro. Así que tendría que forzarlo con la palanca y lo más probable es que hiciera ruido.
A medida que subía me sentía cada vez más inquieto, pues aunque Meg dormía, podía despertarse en el momento más impensado. Suponiendo que me persiguiera, yo colocaría de nuevo la tabla en la ventana del dormitorio trasero y escaparía, pero ¿la oiría a tiempo? Alice tenía razón: la decisión de quedarme en la casa era una necedad. Pese a todo, pensaba en mi padre y eso me obligaba a seguir subiendo.
No tardé en encontrarme ante la puerta del desván. Ya iba a abrirla y entrar cuando percibí un débil sonido, una especie de arañazo…
Lleno de inquietud, acerqué la oreja izquierda a la puerta, preste atención y volví a percibirlo. ¿Qué o quién producía aquel ruido? No tenía más alternativa que ignorarlo y tratar de hacerme con lo que deseaba Morgan. Hice girar el pomo, y entonces, al entrar lentamente en la habitación, me percaté de que debería haber huido con Alice y el Espectro cuando todavía tenía ocasión de hacerlo. Habría debido contarle a mi maestro lo que me había ocurrido con Morgan y seguir sus consejos. Seguro que él sabría cómo ayudar a mi padre.
Todos mis instintos me dijeron que debía echar a correr, como si una voz resonara en mi cabeza gritándome una vez y otra: «¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!». Ya dentro, a punto estuve de salir de nuevo y cerrar la puerta tras de mí, pero aunque la necesidad de hacerlo era poderosa, me las compuse para resistir. Estaba muy oscuro, de modo que levanté la vela para ver mejor, pero una repentina ráfaga de aire frío la apagó.
En el techo distinguí el tenue contorno cuadrado del tragaluz, abierto de par en par, por el que descendía una brisa helada que me dio en el rostro. En el reborde del tragaluz estaban posados seis pajarillos, mudos, como si esperasen pacientemente algún suceso. Debajo de ellos se desplegaba todo el horror de aquella estancia.
El pavimento de madera estaba sembrado de plumas, salpicado de sangre y cubierto de pájaros muertos despedazados. Tenía el mismo aspecto de un gallinero tras la irrupción de un lobo: alas, patas, cabezas y centenares de plumas esparcidas por doquier. También volaban plumas por el aire, revoloteando en torno a mi cabeza, mecidas por la brisa helada que se colaba a través del tragaluz.
No me sorprendió ver también un bulto más grande que aquellos restos, pero fue una visión que me heló la sangre: agazapada en un rincón junto al escritorio, estaba la lamia salvaje. Tenía los ojos cerrados y los; párpados, hinchados y gruesos. Aunque su cuerpo parecía más pequeño, tuve la impresión de que su rostro era mucho más grande que la última vez que la vi. Ya no estaba demacrada, sino abotargada y lívida, y las mejillas le colgaban como bolsas. Al mirarla, observé que de la comisura de la boca, ligeramente entreabierta, le resbalaba un hilillo de sangre que le bajaba por la barbilla y goteaba en el entarimado. Se relamió, abrió los ojos y me miró como si tuviera a su disposición todo el tiempo del mundo.
Estaba bien alimentada; había comido pájaros. Por el tragaluz abierto, los había atraído a sus manos opresoras, a sus garras, forzándolos a volar hasta donde ella los esperaba. Después les chupaba la sangre uno tras otro y mantenía cerca de ella a los que todavía vivían, prisioneros del hechizo. Los pobrecillos tenían alas pero habían perdido la voluntad de volar.
Yo no tenía alas, pero sí piernas. Sin embargo, no me obedecieron y me quedé inmóvil, como si el miedo me hubiera clavado en el suelo. La bruja se me acercó muy lentamente. A lo mejor porque estaba muy torpe e hinchada de sangre, o porque no tenía prisa.
De haber reptado por el suelo hasta donde yo estaba, todo habría terminado para mí y jamás habría vuelto a salir del desván. Pero Marcia avanzaba lentamente, muy lentamente. Y el horror de ver que se iba acercando bastó para romper el sortilegio, y de repente me liberé y logré moverme más rápido aún que antes.
No me pasó por la cabeza la posibilidad de servirme de la cadena ni del cayado, porque las piernas se accionaron más veloces que mis pensamientos. Y mientras la lamia se arrastraba por el entarimado, di media vuelta y eché a correr. Tras de mí se levantó un revuelo de alas, pues al escapar, liberé también del hechizo a los pájaros que aguardaban su destino. Aterrado, con el corazón martilleándome el pecho, me precipité escaleras abajo y provoqué un alboroto capaz de despertar a un muerto.
Pero ya no me importaba; tenía que salir y huir de la bruja. Lo demás no contaba. Había desaparecido de mí cualquier resto de valentía.
Pero al pie de la escalera me esperaba alguien que se amparaba en la sombra: Meg.
¿Por qué, al salir del desván, no abandoné la escalera y me metí en el dormitorio trasero? Habría debido concentrarme y pensar con más atención. Pero me dejé dominar por el pánico y perdí la oportunidad de escapar. La lamia salvaje estaba demasiado henchida de sangre para perseguirme con soltura, y yo habría podido abrir la ventana, colocar la tabla y arrastrarme por ella para ganar la libertad. Y encima, con el ruido que armé al querer escapar, desperté a Meg.
Y ahí estaba ella plantada, interceptándome el paso hacia la puerta de salida, y a mis espaldas, probablemente bajando la escalera, la lamia salvaje. Meg levantó los ojos hacia mí y su hermoso rostro se iluminó con una sonrisa, pero había suficiente luz para detectar que no era cordial. De pronto se inclinó hacia mí y husmeó ruidosamente tres veces.
—Te dije una vez que no te pondría en manos de mi hermana —me espetó—. Pero ahora ha cambiado todo. Sé qué has hecho y tendrás que pagar el precio, un precio de sangre.
No respondí porque yo ya había empezado a retroceder lentamente por la escalera. Todavía llevaba en la mano el trozo de vela, por lo que me apresuré a guardármelo en el bolsillo de los pantalones. Hecho esto, trasladé el cayado a la mano derecha y saqué la cadena de plata del bolsillo izquierdo del chaleco.
Meg debió de ver o presentir la cadena, porque echó a correr con las manos tendidas hacia mis ojos, como si se aprestara a arrancármelos. Me entró pánico, hice puntería con precipitación y le lancé directamente la cadena. Fue un tiro fallido que no le alcanzó la cabeza. Pero, por suerte para mí, le dio en el hombro y el costado izquierdos y, a su contacto, exhaló un grito agónico y cayó derrumbada contra la pared.
Aprovechando la oportunidad que se me ofrecía, pasé corriendo junto a ella y llegué al pie de la escalera antes de volverme a mirarla. Ahora por lo menos no se cernía a mis espaldas la amenaza de su hermana, aunque la cadena se había quedado en los escalones y sólo me quedaba el cayado de serbal, la madera más poderosa contra las brujas. Sin embargo, no sabía si sería efectiva contra Meg, ya que ella no era oriunda del condado, sino una bruja lamia de una tierra extranjera.
Meg, que había recuperado el equilibrio, se dio la vuelta hacia mí.
—El contacto de la plata es tortura para mí, muchacho —me dijo con el rostro deformado por la ira—. ¿Te gustaría a ti sufrir tanto?
Bajó un escalón más y, al hacerlo, con gesto deliberado, arañó con la mano izquierda el muro a su lado. Percibí cómo se le hundían las uñas en el cemento y abrían profundos surcos en él. Así se hundirían en mi carne; eso fue lo que quiso mostrarme. Al ver que daba un paso más, preparé el cayado, apuntando hacia arriba, dispuesto a darle en la cabeza y los hombros.
Por fortuna, ya era capaz de pensar y concentrarme. Y cuando se lanzó al ataque, precipitándose sobre mí, le apunté el cayado hacia los pies. Me miró con ojos desorbitados al darse cuenta de mis intenciones, pero su impulso era tan fuerte que se le enredaron las piernas con él y cayó de bruces por la escalera. Aunque yo ya no disponía del bastón, se me presentaba la ocasión de recuperar la cadena, por lo que salté sobre su cuerpo y subí hasta donde había quedado.
La recogí, me la enrosqué en la muñeca izquierda y me preparé para lanzársela, decidido esta vez a no errar el tiro.
—Has fallado una vez —me recordó, burlona—. No es tan fácil como practicar con el poste que Gregory tiene en el jardín, ¿verdad? ¿Te sudan las manos, muchacho? ¿Acaso te tiemblan? Tienes una única oportunidad porque, después, ya serás mío…
Sabía que trataba de minar mi confianza y provocar que fallara. Así pues, aspiré profundamente y recordé mis enseñanzas. Nueve de cada diez veces daba en el blanco y nunca había dejado de acertar dos veces seguidas. Lo único que impediría ese resultado era el miedo o la indecisión. Por consiguiente, inspiré de nuevo y me concentré. Y en cuanto Meg se puso de pie, apunté con la máxima atención.
Hice ondear la cadena en el aire, como si fuera un látigo, antes de lanzársela. Al caer formó en el aire una espiral perfecta en dirección contraria a las agujas del reloj, y se ciñó alrededor de la cabeza y el cuerpo de Meg. Lanzó un chillido que cesó bruscamente cuando la cadena de plata le tapó la boca y no pudo evitar derrumbarse en el suelo.
Con grandes precauciones, bajé de nuevo y la observé de cerca. Me tranquilizó comprobar que estaba perfectamente sujeta. La miré a los ojos y vi el dolor reflejado en ellos. Pero aunque la cadena la lastimaba, también leí una actitud de desafío en su mirada. De pronto cambió de expresión y me di cuenta de que miraba detrás de mí, hacia la parte superior de la escalera. Al mismo tiempo oí un ruido furtivo y, al volverme, descubrí a Marcia, la lamia salvaje, que venía hacia mí.
Pero, una vez más, me salvó el hecho de que se sintiera repleta e indolente por haber consumido su ración de sangre, porque de otro modo me habría atacado en un abrir y cerrar de ojos. Cogí, pues, mi cayado de serbal y fui a su encuentro escalera arriba. Sus ojos, de hinchados párpados, despedían odio y se le tensaron las cuatro escuálidas extremidades, como si se dispusiera a saltar. Sin darme tiempo a tener miedo, le dirigí el cayado contra el abotargado rostro. No soportaba el contacto del serbal y jadeó de dolor cuando el tercer golpe la alcanzó debajo del ojo izquierdo. Soltó entonces un colérico silbido e inició la retirada mientras con la larga y grasienta cabellera barría la escalera a uno y otro lado del cuerpo y dejaba una húmeda y limosa estela tras de sí.
No sé cuánto tiempo estuve peleando con ella; fue como si el tiempo se hubiese detenido. El sudor me resbalaba por la frente y se me metía en los ojos, mi respiración era trabajosa y el corazón me golpeaba el pecho debido al agotamiento y al terror. Sabía que en el momento más impensado podía cogerme por sorpresa o quizá yo tropezaría, en cuyo caso se lanzaría sobre mí con rapidez y me hundiría los dientes en las piernas. Pero conseguí acorralarla ante la puerta del desván y después la pegué frenéticamente con el cayado hasta conseguir que se metiera dentro. Entonces cerré de golpe la puerta y, sirviéndome de mi llave, la giré en la cerradura. Sabía que la puerta no le pararía los pies mucho rato y, mientras bajaba la escalera, oí que desgarraba la madera con las zarpas. Había llegado el momento de huir. Seguí, pues, a los demás hacia el taller de Andrew. Así que el Espectro se hubiese recobrado, volveríamos y pondríamos manos a la obra.
Pero, al abrir la puerta de la casa, me recibieron una fuerte ventisca y el azote de la nieve en el rostro. Seguramente encontraría el camino hasta el borde de la garganta, pero habría sido una locura seguir más allá. Aunque consiguiera abandonar el páramo sin incidencias, me habría quedado congelado al tratar de localizar Adlington. De modo que cerré rápidamente la puerta. Sólo quedaba otra opción.
Meg no era más alta que yo y pesaba poco. Por lo tanto decidí bajarla a la bodega y meterla en el pozo. Hecho esto, me encerraría con llave detrás de la reja junto con ella y estaría relativamente a salvo de la lamia salvaje, al menos un rato, porque ni siquiera la reja detendría a Marcia para siempre.
No obstante, la otra bruja, Bessy Hill, también me preocupaba. Así que dejé a Meg al principio de la escalera que bajaba a la bodega e hice una rápida búsqueda para intentar localizar la bolsa del Espectro. La encontré por fin en la cocina, donde me aprovisioné rápidamente de sal y hierro, con los que me llené los bolsillos. Hecho esto y llevando el cayado y una vela en la mano izquierda, me puse a Meg boca abajo sobre el hombro derecho sujetándole las piernas y la trasladé a la bodega. Tardé un buen rato en transportarla, después de lo cual tuve buen cuidado de cerrar la reja detrás de mí. Una vez más, me mantuve a distancia de Bessy Hill, que seguía roncando en los escalones.
Después de todo lo ocurrido, me sentí tentado de arrastrar a Meg cogida por los pies dejando que la cabeza le golpeara en cada peldaño. Pero no lo hice porque pensé que seguramente ya sufría lo suyo a causa de lo fuerte que la sujetaba la cadena de plata. Y en cualquier caso, el Espectro querría que fuese tratada lo mejor posible, o sea que procuré ser considerado con ella.
Pese a todo, al arrojarla desde el borde del pozo, no pude resistir el impulso de decirle:
—¡Sueña en tu jardín!
Y al decirlo, procuré que el tono de voz fuera lo más sarcástico posible. La abandoné después a su suerte y cogiendo el cacho de vela, me fui escalera arriba. Había llegado el momento de ocuparme de la otra bruja, Bessy Hill. Debía de haberla despertado al bajar porque me la encontré husmeando y escupiendo en su lento camino ascendente hacia la reja. Busqué en los bolsillos de mis pantalones y saqué un puñado de sal y otro de hierro, pero no se los arrojé, sino que a unos tres escalones más arriba de donde se hallaba, esparcí primero una ristra de sal de pared a pared y encima espolvoreé el hierro. Después reseguí el escalón de punta a punta y mezclé cuidadosamente los dos elementos hasta formar una barrera que la bruja no podría cruzar.
Finalmente, seguí subiendo y me senté a unos tres escalones antes de llegar a la reja, por si acaso a la lamia salvaje se le ocurría bajar e intentaba apresarme a través de los barrotes.
Allí sentado, contemplé el trozo de vela mientras se iba consumiendo. Mucho antes de que se extinguiera, lamenté haberle dicho a Meg aquellas palabras; a mi padre no le habría gustado que empleara un tono tan sarcástico, y dada la educación que me había dado, era de esperar mejor comportamiento. No era posible que Meg fuera tan malvada; el Espectro la amaba y ella también lo había amado en otro tiempo. ¿Qué diría el Espectro cuando se enterase de que yo la había metido en el pozo, llevando a cabo algo que él no había sido capaz de hacer en la vida?
Al cabo de un rato, la vela se extinguió por fin y quedé a oscuras. Se percibían leves murmullos, débiles arañazos procedentes del fondo de la bodega donde se agitaban las brujas muertas y, alguna que otra vez, el débil sonido producido por la bruja viva que husmeaba y jadeaba, contrariada al ver que no podía atravesar la barrera de sal y hierro.
Casi había salido yo de aquella especie de letargo cuando apareció la lamia salvaje gracias a que por fin había conseguido abrirse paso a zarpazos destrozando la puerta del desván. Tengo una visión nocturna muy buena, pero la escalera de la bodega estaba sumida en la más negra oscuridad y lo único que me era posible percibir era el roce de las piernas de Marcia al tratar de escabullirse y el ruido de una sombra oscura al estrellarse contra la reja y raspar el metal. Yo tenía el corazón en un puño. Al parecer, volvía a estar enfurecida, por lo que cogí el cayado de serbal y, desesperado, lo introduje entre los barrotes para pincharla con él.
Al principio no aplaqué su frenesí y oí el quejido de la verja al ceder el metal, pero no tardó en sonreírme la suerte: debí de alcanzarla en algún punto sensible, tal vez un ojo, porque profirió un grito agudo, se apartó de la reja y, entre gimoteos, retrocedió escalera arriba.
Tan pronto como cesase la ventisca y el Espectro estuviese lo bastante fuerte, volvería a su casa y lo arreglaría todo. De eso yo estaba convencido. Lo que no sabía era cuándo. Tal vez tenía por delante una larga tarde y una noche más larga aún. A lo mejor tendría que pasar días en aquella escalera y no sabía cuántas veces atacaría Marcia la reja.
Lo intentó dos veces más, pero después de ahuyentarla por tercera vez, se retiró hacia arriba y desapareció de mi vista. Me pregunté si se habría metido en el interior de la casa, pues quizá iba a la caza de ratas o ratones. Pasó un rato y tuve que debatirme para no caer dormido. No podía permitírmelo, ya que ahora la reja era muy vulnerable. Si yo no estaba en condiciones de repelerla, Marcia no tardaría mucho en forzarla y se abriría paso.
Estaba metido en un serio problema. De no haber tenido que volver para localizar el libro de magia, ahora estaría sano y salvo en casa de Andrew en compañía del Espectro y de Alice.