En la bodega
Al regresar a casa de Andrew, me encontré a Alice en la cocina preparando el desayuno: jamón y huevos, de delicioso olor.
—Has madrugado mucho esta mañana, Tom —me comentó.
—Como he dormido en el sofá, me dolía todo —mentí—. Necesitaba estirar un poco las piernas.
—Cuando hayas desayunado, te sentirás mejor.
—No puedo comer, Alice. Cuando hay que enfrentarse con lo Oscuro, hay que ayunar.
—¡No creo que te perjudicara mucho tomar unos bocados! —protestó.
No me molesté en discutir porque, aun cuando me tomaba con prevención ciertas teorías que el Espectro me había explicado sobre las artes de la brujería, había algunas que eran como el evangelio para él y, en cambio, motivo de burla para ella. Así que preferí guardar silencio y observé cómo mi amiga y Andrew comían mientras a mí se me hacía la boca agua.
Después del desayuno nos dirigimos hacia la casa del Espectro. No era más allá de media mañana, pero oscurecía por momentos porque el cielo estaba cargado de nubarrones. Daba la impresión de que la nevada era inminente.
Dejamos a Andrew al pie de la garganta donde esperaría diez minutos para darnos tiempo a subir hasta el páramo, situado más arriba de la casa. Más tarde, en cuanto hubiera llamado a la puerta, se retiraría y observaría a distancia hasta que nosotros apareciéramos y le indicáramos que todo iba bien.
—Buena suerte, pero no me tengáis aguardando demasiado rato —nos pidió—, o moriré congelado.
Le dije adiós con la mano y, cargado con la tabla y el cayado, además de la pequeña palanca que llevaba metida en el bolsillo interior del chaleco, emprendí la ascensión por la ladera del páramo. Mientras avanzábamos con dificultad —yo delante y Alice pisándome los talones— notábamos crujir la nieve, que ya estaba congelándose bajo nuestros pies, y me inquieté al pensar en el descenso hasta la casa porque el suelo estaría resbaladizo y sería peligroso pisarlo.
No tardamos en enfilar una vereda que descendía por la garganta. Dicha vereda se transformaba después en un saliente y dejaba el peñasco a nuestra izquierda y una abrupta pendiente a la derecha.
—¡Vigila donde pones los pies, Alice! —la avisé.
El descenso era largo, y si hubiéramos dado un resbalón, habría hecho falta una pala para sacarnos.
Un momento después avistamos la casa y nos detuvimos. Tal como habíamos acordado, esperaríamos hasta que oyéramos a Andrew acercarse a la fachada de la casa.
Al cabo de unos cinco minutos, oímos unas pisadas que hacían crujir la nieve helada, aunque todavía sonaban a distancia. Allá abajo un Andrew nerviosísimo estaría rodeando la casa por un lado y luego se acercaría a la puerta de atrás. Sin pérdida de tiempo, nos pusimos en marcha y nos aproximamos a la parte trasera de la casa. Así que nos situamos frente a la ventana por la que debíamos entrar, me arrodillé e intenté afianzar la tabla. Conseguí en el primer intento apoyar su extremo opuesto en el alféizar, aunque me inquietó comprobar que no era tan ancha como yo creía y temí resbalar al arrastrarme por ella; si eso sucedía, daría con mis huesos en el patio de abajo. Era importante, pues, que Alice la tuviera sujeta en el reborde del peñasco.
—Mantenla firme con el pie —le dije con un hilo de voz, y se la señalé.
Alice hizo lo que le pedía. Yo suponía que de ese modo impediríamos que se moviera. Tras darle el cayado a Alice, me arrodillé sobre la tabla y me dispuse a arrastrarme por ella. No había mucha distancia, pero estaba tan nervioso que al principio mis miembros se negaron a obedecerme. Había divisado el largo trecho que mediaba entre la tabla y las losas de abajo, cubiertas de nieve. Por fin me decidí a ponerme en movimiento y procuré al mismo tiempo no mirar hacia abajo para no ver el profundo hueco. No tardé en situarme de rodillas junto al alféizar de la ventana. Entonces saqué de un tirón la palanca que llevaba en el bolsillo del chaleco y la introduje en la parte inferior del marco de la ventana. Justo en aquel momento Andrew llamó con gran escándalo a la puerta trasera, prácticamente debajo mismo de donde yo estaba.
Tres sonoros golpes retumbaron en la garganta, y a cada golpe yo intenté levantar la ventana de guillotina para que los ruidos coincidieran. En cambio, en las pausas me quedé totalmente inmóvil.
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
Volví a forzar la ventana, aunque sin resultado alguno, y me pregunté cuántas veces debería llamar Andrew antes de que lo traicionaran los nervios. Quizá el pestillo fuera más fuerte de lo que yo suponía. ¿Cuantas oportunidades tendríamos? ¿Respondería la bruja a la llamada? De ser así, por nada en el mundo habría querido estar en el pellejo de Andrew.
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
Esta vez, por fin, me sonrió la suerte: levanté la ventana y, a la que abrí una rendija suficientemente grande, logré subirla con las manos.
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!, me llegó el ruido de los golpes desde abajo. De haber mirado hacia allí, habría visto a Andrew, pero me concentré en el alféizar, salté por la ventana, me metí en la habitación y me guardé la palanca en el bolsillo. Alice me tendió el cayado y luego pasó por la tabla con mayor rapidez que la que yo había empleado. Una vez dentro, la retiramos por si Meg se asomaba al patio y la descubría desde abajo, y cerramos la ventana.
Hecho esto, nos sentamos a oscuras en el suelo y escuchamos atentamente. No sonaron más golpes en la puerta, pero tampoco oí que nadie la abriera, por lo que supuse que Andrew habría conseguido retirarse sano y salvo. El ruido que ahora más temía era el de Meg subiendo la escalera. ¿Habría oído, tal vez, el que yo había hecho al forzar la ventana?
Había acordado con Alice que, si conseguíamos entrar sin percances en la casa, aguardaríamos unos quince minutos aproximadamente para hacer el primer movimiento, que consistiría en rescatar mi bolsa del despacho del Espectro. Con la cadena de plata en mi poder, las posibilidades de éxito eran mucho más elevadas.
Pero no la puse al corriente de lo que me había pedido Morgan ni le hablé sobre el libro de magia, porque estaba seguro de que me habría dicho que era una necedad obedecerlo. Era lógico que lo dijera, pero había que tener en cuenta que quien sufría no era su padre; en cambio, la voz del mío no cesaba de lamentarse desde lo Oscuro. Y para mí era insoportable.
Si conseguía rescatar al Espectro y sujetar de alguna manera a Meg, volvería al desván. Era preciso. Aunque fuera traicionar a mi maestro, no podía tolerar que mi padre continuara sufriendo. Así pues, seguimos esperando, escuchando con los nervios a flor de piel, atentos al más leve crujido que se escapara del viejo caserón.
Transcurrido un cuarto de hora, di un ligero golpecito en el hombro a Alice, me puse de pie en silencio, cogí el cayado y me dirigí con toda cautela a la puerta del dormitorio.
No estaba cerrada con llave, por lo que la abrí sin dificultad y salí al rellano. La escalera estaba más oscura aún y abajo nos esperaba un negro pozo todo tinieblas. Bajé lentamente, paso tras paso, deteniéndome a escuchar antes de dar el siguiente. La pauta era ésta: paso, parada y oído atento; paso, parada y oído atento. De pronto la escalera crujió bajo mis pies. Nos quedamos helados y esperamos cinco minutos largos, barruntando la posibilidad de haber despertado a la bruja. Pero cuando los pies de Alice provocaron un segundo crujido al pisar el mismo peldaño, tuvimos que repetir el proceso. Tardamos mucho, pero por fin llegamos a la planta baja.
Un momento después nos encontrábamos en el despacho del Espectro. Allí había más luz y vi enseguida mi bolsa en el mismo rincón donde la había dejado, pero ni rastro de la del Espectro. Saqué la cadena de plata y me la enrollé en la mano y muñeca izquierdas, dispuesto a servirme de ella en el momento que hiciera falta. Cuando practicaba en el jardín de mi maestro, siempre la lanzaba con el brazo izquierdo y nueve veces de cada diez aprisionaba con ella una estaca situada a casi tres metros de distancia. Así pues, enfrentado a Meg o a la lamia salvaje, tenía el éxito bastante garantizado. Otra cosa sería repeler un ataque de las dos a un tiempo, algo en lo que prefería no pensar.
—Acércate a ver si la llave está en lo alto de la biblioteca —le murmuré a Alice al oído señalándole el sitio exacto.
Quizá Meg había dejado la llave puesta en la cerradura de la reja por la parte exterior, pero recordé que el Espectro me había dicho una vez que era muy rutinaria y colocaba siempre las cosas en su sitio. Hablaba, por supuesto, de enseres y pucheros, de cuchillos y tenedores, pero… ¿habría hecho lo mismo con la llave? Valía la pena comprobarlo.
Así pues, mientras Alice cogía una silla y la arrimaba a la biblioteca, me quedé de guardia junto a la puerta abierta y con la cadena a punto. Encaramada a la silla, tanteó cuidadosamente la parte superior del último estante y, con una inmensa sonrisa, me mostró la llave.
¡Yo había acertado! ¡Teníamos en nuestro poder la llave de la reja!
Sin soltar la cadena, cogí el cayado y, iniciando yo la marcha en dirección a la escalera que conducía a la bodega, salimos del despacho con grandes precauciones. Era posible que Meg estuviera despierta, pero percibí su respiración al pasar por la cocina, aquella especie de silbido que profería al espirar; dormía profundamente, por lo que debíamos aprovechar la racha de buena suerte.
Una opción habría sido atarla mientras descansaba, pero yo necesitaba la cadena de plata para hacer frente a la amenaza de la lamia salvaje que pululaba por la bodega. Así pues, yendo ahora Alice en cabeza, bajamos lentamente la escalera hasta que llegamos a la reja. El momento era peligroso porque, como ya le había comentado, la dichosa reja producía un ruido al abrirse que despertaba ecos en toda la casa. Alice, sin embargo, introdujo la llave en la cerradura con tal cuidado que consiguió hacerla girar sin emitir sonido alguno. Y lo mismo sucedió cuando abrió la reja, que no volvió a cerrar por si había que abandonar la bodega a todo correr.
Allá abajo estaba todo muy oscuro, de modo que le di dos leves palmaditas en el hombro para indicarle que se detuviera. Me guardé de nuevo la cadena en el bolsillo, dejé apoyado con cautela el cayado en la pared y, con ayuda de la caja de yesca, encendí una vela y se la pasé. Reanudamos el descenso y yo volví a seguirla a un paso de distancia, siempre con la cadena y el cayado a punto. La vela suponía un riesgo calculado porque, aunque los escalones bajaban en espiral, podía proyectar algún resplandor en la bodega que alertase a Marcia. Con todo, necesitábamos algo de luz para asistir adecuadamente al Espectro y sacarlo de la bodega. Y como se demostró, fue la decisión acertada…
De repente Alice ahogó un gritó, se detuvo repentinamente y señaló hacia abajo. Desde la bodega ascendía una corriente de aire frío que hacía oscilar la llama de la vela y, a la luz del parpadeo, atisbé una forma oscura que avanzaba con rapidez escalera arriba hacia nosotros. Por un instante, al pensar que se trataba de la lamia salvaje, noté que el corazón me saltaba en el pecho, pero me quedé quieto junto a Alice, levanté la mano izquierda y me dispuse a lanzarle la cadena de plata.
Pero, así que cesó la corriente de aire, la llama de la vela se aquietó y comprobé que el rápido movimiento de aquella forma oscura no era más que una visión causada por la oscilación de la llama. No obstante, había algo que sí subía por la escalera arrastrándose con un movimiento tan increíblemente lento que tardaría aún bastante en llegar a la reja.
Se trataba de Bessy Hill, la otra bruja viva encerrada en el pozo próximo a la lamia salvaje. Por los largos y grasientos cabellos grises le pululaban insectos negros y su túnica andrajosa tenía manchas de moho y restos de limo. Aunque se las había arreglado para liberarse de su sepulcro, arrastraba con lentitud el cuerpo por la escalera porque, después de tantos años de supervivencia a base de gusanos, babosas y otras alimañas rastreras y repugnantes, le habían mermado mucho las fuerzas. Por supuesto que la situación habría sido muy diferente si la hubiésemos sorprendido en la oscuridad.
Nos mantuvimos quietos porque si nos agarraba un tobillo, nos sería difícil soltarnos. Como tenía ansia desesperada de sangre, hincaría los dientes en la primera carne que se le pusiese delante y le bastaría muy poca sangre para transformarse al momento en un ser más fuerte y más peligroso. Era temible, pero no quedaba más remedio que sortearla.
Seguí, pues, bajando e hice a Alice gesto de que me siguiera. Dado que los escalones eran anchos, dejaríamos espacio suficiente a la bruja. Me pregunté cómo se las habría apañado para escapar del pozo; tal vez Marcia le había facilitado el camino doblegando los barrotes, o Meg la había liberado. Al pasar por su lado, le eché una rápida ojeada: la teníamos de cara, pero tenía los ojos cerrados con fuerza; abría, en cambio, la boca y la larga lengua morada le colgaba hasta el escalón de piedra como si lamiera algo del suelo. Husmeaba, resollaba, alzaba la cabeza e intentaba levantar la mano, y cuando abrió los ojos, observamos que eran como puntos de fuego que ardían en la oscuridad.
Bajamos rápidamente y la dejamos atrás. Al llegar al rellano de las tres puertas, pasé el cayado a Alice. Lo tomó con una mueca, puesto que no le gustaba tocar madera de serbal. Pero no le hice caso porque ya estaba sacando la llave del bolsillo, y fue cosa de un momento abrir la puerta de la celda donde estaba prisionero el Espectro.
Hasta ese momento había temido que ya no estuviese en ella, porque Meg podía haberlo trasladado a otro sitio o incluso meterlo en un pozo de la bodega. Pero allí estaba, sentado en el camastro con la cabeza entre las manos. Cuando la luz de la vela titiló en el interior de la celda, nos miró, pero su expresión reflejó toda la desorientación que sentía. Después de dar un vistazo a la escalera y escuchar atentamente un momento para cerciorarme de que no subía la lamia, entré en la celda con Alice y ayudamos al Espectro a ponerse de pie. No opuso resistencia cuando lo empujamos hacia la puerta, pero no pareció reconocernos, lo que me hizo suponer que Meg acababa de administrarle una fuerte dosis de la poción.
Me había vuelto a guardar la cadena en el bolsillo, pese a que no era el mejor sitio si nos atacaba Marcia, pero no me quedaba otra alternativa. El avance del Espectro por la escalera era lento, pues las piernas no lo obedecían, de modo que Alice y yo tuvimos que sostenerlo cogiéndolo cada uno de un codo. Yo seguía mirando hacia atrás, pero no me llegaba ningún ruido amenazador procedente de abajo. Cuando llegamos al punto de la escalera donde se hallaba la bruja, la encontramos dormida; mantenía aún los ojos fuertemente cerrados y roncaba con la boca abierta. El ascenso por la escalera la había dejado exhausta.
Enseguida llegamos hasta la reja y, en cuanto la superamos, Alice la cerró con llave con mucho cuidado y sin ruido y yo me la guardé en el bolsillo. Seguimos subiendo hasta la planta baja; cuando pasamos por la cocina, me tranquilicé al escuchar de nuevo la respiración de Meg, ya que me confirmó que dormía. Ahora me correspondía tomar una importante decisión: o ayudaba a Alice a sacar al Espectro de la casa o me metía en la cocina y sujetaba a Meg con la cadena de plata.
En caso de que consiguiera atarla, la pesadilla habría terminado y la casa volvería a estar en nuestras manos. Pero el intento estaba plagado de riesgos porque la bruja podía despertarse de pronto… y nueve veces de cada diez no eran lo mismo que diez de cada diez. Cabía la posibilidad de que yo fallara y había que tener también en cuenta que ella poseía una fuerza increíble. Por otra parte, el Espectro no estaba en condiciones de prestar ayuda y los tres quedaríamos a su merced. Así pues, señalé el camino hacia la puerta de la casa.
Poco después abrí la puerta y ayudé a Alice a sacar al Espectro al exterior. A continuación le cogí la vela y la amparé con el cuerpo para impedir que se apagase.
—Tengo un asunto pendiente en casa —le dije—. No tardaré, pero procura alejar de aquí al señor Gregory. Andrew debe de estar esperando en el fondo de la garganta…
—¡No seas tonto, Tom! —exclamó Alice, preocupada—. ¿Tan importante es lo que tienes que hacer que te obliga a volver a entrar?
—Confía en mí, Alice. Es preciso. Nos veremos en casa de Andrew…
—Tú me ocultas algo. ¿De qué se trata? ¿No te fías de mí?
—¡Vamos, Alice, por favor! Haz lo que te he dicho. Te lo contaré después.
Alice, de mala gana, emprendió el camino pendiente abajo sin soltar el codo del Espectro. Como no volvió la vista atrás, no habría podido asegurar si estaba enojada conmigo o no.