14

Bloqueado por la nieve

Las calles empedradas de Adlington estaban enterradas bajo un palmo o más de nieve, y a la luz del anochecer unos niños se divertían haciendo bolas con ella y arrojándoselas, o deslizándose por la blanca superficie sin dejar de reír, gritar y chillar. Pero había gente menos feliz: un par de mujeres, abrigadas con sus mantones, pasaron por mi lado caminando inquietas por el pavimento cubierto de nieve, con las cabezas gachas y los ojos fijos en los pies; llevaban las cestas vacías y se encaminaban hacia el callejón Babylon para hacer las compras de último momento. Seguí su misma dirección hasta llegar a la tienda de Andrew.

Tan pronto como levanté el pestillo de la puerta y la abrí, sonó una campana. La tienda estaba vacía, pero alguien se acercaba desde la trastienda. Era el inconfundible el taconeo de unos zapatos puntiagudos y, muy sorprendido, vi aparecer a Alice detrás del mostrador sonriendo abiertamente.

—Me alegro de verte, Tom. Ya me estaba preguntando cuánto tiempo tardarías en encontrarme…

—¿Qué haces aquí? —pregunté sin salir de mi asombro.

—¡Trabajo para Andrew, por supuesto! Me ha facilitado trabajo y alojamiento. Yo me ocupo de la tienda y así él tiene más tiempo para trabajar en el taller. Preparo casi toda la comida y hago la limpieza, además. Andrew es un buen hombre.

Me quedé callado un momento y Alice, que debió de detectar mi expresión de tristeza, dejó de sonreír y preguntó, preocupada:

—¿Tu padre…?

—Cuando llegué, mi padre había fallecido. Llegué tarde, Alice.

No pude decir nada más porque se me quebró la voz. Pero al momento ella se me acercó y, poniéndome una mano en el hombro, exclamó:

—¡Oh, Tom, lo siento mucho! Entra y te calentarás junto al fuego.

La sala de estar era acogedora. Había un sofá, dos confortables butacas y un fuego generoso en la chimenea.

—Me encanta tener un buen fuego —dijo Alice, feliz—. Andrew economiza más carbón que yo, pero ha salido para un encargo y no volverá hasta tarde. Ojos que no ven…

Dejé el cayado apoyado en un rincón antes de acomodarme en el sofá, colocado enfrente de la chimenea, y Alice, en vez de sentarse conmigo, se arrodilló de lado junto al fuego, a mi derecha.

—¿Por qué te fuiste de casa de los Hurst? —le pregunté.

—Fue necesario —repuso ella frunciendo el entrecejo—. Morgan seguía importunándome y porfiando para que lo ayudase, aunque sin decirme de qué manera. Estaba resentido y tenía una especie de plan para volver junto al viejo Gregory.

Supuse de qué hablaba, pero decidí no decirle nada. Por algo había prometido a Morgan que no le contaría a nadie sus planes. Era un nigromántico que se servía de los espíritus para enterarse de cosas, por lo tanto no debía aprovechar aquella oportunidad ni explicárselo a Alice porque él podría descubrirlo y volvería a hacer sufrir a mi padre.

—No me dejaba en paz —prosiguió Alice—. Por eso me marché; ya no soportaba su presencia ni un minuto más. Entonces pensé en Andrew. Pero no quiero hablar más de mí, Tom. Te repito que siento mucho lo de tu padre. ¿Quieres que hablemos de él?

—Fue muy duro, Alice. Me perdí incluso el entierro. Además, mi madre se ha ido y nadie sabe dónde está. Tal vez haya decidido regresar a su tierra y ya no volveré a verla nunca más. Me siento tan solo…

—He estado sola casi toda mi vida, Tom. Sé qué es eso. Por lo menos, nosotros nos tenemos el uno al otro, ¿verdad? —me preguntó al tiempo que me cogía la mano—. Nosotros dos estaremos juntos siempre. Ni siquiera el viejo Gregory podrá impedirlo.

—El Espectro no está en condiciones de impedir nada en estos momentos. A mi regreso comprobé que habían cambiado las tornas: quien está encerrado ahora es él. Necesito que Andrew me fabrique una llave para sacarlo de la celda. Tienes que ayudarme. Tú y Andrew sois las únicas personas a quienes puedo dirigirme.

—Por fin le han dado lo que le corresponde —sentenció Alice con cierta ironía, y apartó su mano de la mía—. Ahora tendrá que tomar una buena dosis de su medicina.

—No puedo dejarlo allí encerrado. ¿Y qué pasará con la otra bruja? Me refiero a la hermana de Meg, la lamia salvaje. Ha salido del pozo y anda libremente por la escalera que conduce a la reja. ¿Y si sale de la casa? Podría llegar hasta aquí, al pueblo, y nadie estaría a salvo, con tantos niños como hay…

—Pero ¿qué me dices de Meg? La cosa no es tan sencilla como eso. No se merece que la metan en un pozo ni tampoco pasarse el resto de la vida tomando aquella infusión. En cualquier caso, hay que poner fin a esta situación.

—¿O sea que no me vas a ayudar?

—No he dicho eso, Tom. Tengo que pensarlo, eso es todo.

Poco después de que hubiese anochecido, regresó Andrew. Yo lo estaba esperando en la tienda cuando llegó.

—¿Qué hay, Tom? —me saludó mientras se sacudía la nieve de las botas y se frotaba las manos para hacer circular la sangre—. ¿Qué quiere ahora ese hermano mío?

Andrew tenía pinta de espantapájaros bien vestido, desgarbado y torpón, pero era un hombre amable y de trato agradable, muy eficiente en su trabajo.

—Vuelve a tener problemas, Andrew. Necesito que me hagas una llave para sacarlo de apuros. Y es muy urgente.

—¿Una llave? ¿Para qué?

—Para abrir la reja de la escalera que lleva a la bodega de su casa. Meg lo tiene prisionero ahí.

—No me sorprende. —Andrew movió la cabeza y chasqueó la lengua, preocupado—. Tenía que ocurrir un día u otro, pero lo que sí me sorprende es que haya tardado tanto en suceder. Siempre he pensado que Meg acabaría prevaleciendo sobre él. Mi hermano ha sentido debilidad por ella toda la vida, pero seguramente en esta ocasión ha bajado la guardia.

—Bien, pero ¿quieres ayudarlo o no?

—¡Claro que sí! Es mi hermano, ¿verdad? Pero he estado todo el día pasando frío y, como no me caliente los huesos y no me llene el estómago, no valdré para nada. Cuéntamelo todo mientras comemos.

No había tenido ocasión de valorar el arte culinario de Alice, salvo algún que otro conejo asado a la brasa al aire libre pero, a juzgar por el apetitoso aroma del guisado que salía de la cocina, no quería perderme el banquete. Y no me decepcionó.

—Está riquísimo, Alice —dije mientras saboreaba el manjar.

—Mejor que aquella porquería que me diste en Anglezarke, ¿no es verdad? —comentó ella.

Nos reímos mientras comíamos en silencio y no dejamos ni una triste migaja.

Andrew fue el primero en hablar y me comentó:

—No dispongo de ninguna llave para esa reja. Tanto la cerradura como la llave fueron hechas por un cerrajero de Blackrod hace cuarenta años o más, pero ese hombre murió. Tenía fama de ser muy habilidoso, lo que significa que nos encontramos ante un mecanismo muy complejo. Tendré que acercarme a la casa y echarle un vistazo. Lo más sencillo para mí sería desmontar la cerradura y que tú franquearas la reja.

—¿Podríamos ir esta noche? —pregunté.

—Cuanto antes, mejor. Pero me gustaría saber contra qué luchamos. ¿Dónde es probable que se encuentre Meg?

—Generalmente duerme en una mecedora junto al fuego de la cocina. Pero aunque consigamos que no nos vea y atravesemos la reja, todavía existe otro problema…

Entonces le conté que la lamia salvaje andaba suelta por la bodega. Volvió a hacer un gesto con la cabeza, como dando a entender que le parecía increíble que las cosas pintaran tan mal.

—¿Cómo te enfrentarás a ella? ¿Te servirás de la cadena de plata?

—No la tengo —le respondí—. La guardo en mi bolsa que, probablemente, sigue en su sitio habitual, o sea en el despacho del Espectro. Pero dispongo del cayado; es de madera de serbal y, con un poco de suerte, conseguiré mantener a raya a Marcia.

Andrew no parecía muy convencido.

—No veo que sea un buen plan, Tom. Es muy peligroso. ¿Cómo voy a desmontar una cerradura mientras tú te peleas con dos brujas? Pero existe otra solución: podemos conseguir que nos acompañen una docena de hombres del pueblo y someter a Meg de una vez por todas.

—¡No! —exclamó Alice con firmeza—. No es buena solución. ¡Es demasiado cruel!

Supuse que recordaba el día en que una multitud procedente de Chipenden atacó la casa donde ella vivía con su tía, Lizzie la Huesuda. Alice y su tía se habían olido el ataque y tuvieron el tiempo justo de escapar, pero la gente lo incendió todo y ellas perdieron cuanto poseían.

—Estoy seguro de que al señor Gregory no le gustaría esta solución —afirmé.

—Tienes razón —aceptó Andrew—. Aunque sería el procedimiento más seguro, seguramente John no me lo perdonaría. Bien, parece que debemos recurrir al primer plan.

—Hay una cuestión en la que no habéis pensado —apuntó Alice—: Una bruja como Meg no es capaz de olerte a distancia, Tom, porque eres un séptimo hijo de un séptimo hijo. Y en mi caso ocurre lo mismo… suponiendo que yo te acompañe. Pero en el caso de Andrew es diferente, porque en cuanto se acerque a la casa, ella lo olerá y se preparará.

—Pero si está durmiendo, seguramente nos saldríamos con la nuestra —dije, a pesar de que no confiaba demasiado en mis palabras.

—Aunque duerma, no deja de ser un riesgo —insistió Alice—. Tenemos que ir tú y yo solos, Tom. A lo mejor damos con la llave y no es necesario desmontar la cerradura. ¿Dónde la guarda el Espectro?

—Normalmente, en lo alto de la biblioteca, pero ahora debe de seguir teniéndola Meg.

—Bien, en caso de que no esté ahí, cogeremos tu bolsa del despacho y ataremos a Meg con la cadena de plata para quitársela. En cualquier caso, no tendremos necesidad de ti, Andrew. Tom y yo lo conseguiremos.

—En eso estoy de acuerdo —comentó Andrew—. Prefiero quedarme a distancia de esa casa y su bodega. Pero lo que no puedo permitir es que lo hagáis todo vosotros sin contar con un apoyo. Lo mejor será que os deje llevar la delantera y que yo os siga después. Si no estáis en la puerta dentro de media hora, volveré a Adlington y buscaré a una docena de hombres fornidos. John tendrá que arrostrar las consecuencias de los hechos.

—De acuerdo —dije, y dirigiéndome a Alice, añadí—: Cuanto más pienso en ello, más creo que entrar en la casa por la puerta trasera es muy arriesgado. Como he dicho, Meg duerme por la noche en la cocina, sentada en una silla junto al fuego, de modo que es probable que nos oiga y, además, tendríamos que pasar junto a ella para ir al despacho. Quizá entrar por la puerta principal sería un poco más seguro, pero sigue existiendo el riesgo de despertarla. Mira, hay un procedimiento mejor: podríamos entrar por una de las ventanas del dormitorio de atrás; la más adecuada está a ras de tierra, debajo mismo del desván, donde el peñasco queda muy próximo al alféizar. Y como la mayoría de pestillos de las ventanas están rotos u oxidados, creo que podría saltar, forzarla y entrar.

—Eso es una locura —opinó Andrew—. Conozco esa habitación y he visto el espacio que hay entre la roca y el alféizar. Es muy ancho. Además, si te preocupa el ruido que harías al hacer girar una llave en la cerradura de la puerta trasera, imagínate el que ibas a hacer al forzar la ventana.

Alice me miró con sonrisa burlona, como si acabase de decir una verdadera tontería, pero al momento le borré la sonrisita de la cara.

—Meg no nos oiría si, justo en el mismo momento, alguien llamase con fuertes golpes en la ventana… —sugerí.

Vi que Andrew se había quedado con la boca abierta como si lo que yo acababa de proponer fuera abriéndose paso lentamente en sus entendederas.

—No… —balbuceó—, no irás a decir que…

—¿Por qué no, Andrew? Después de todo, tú eres el hermano del señor Gregory. Tienes motivos de sobra para visitar la casa.

—Sí… para acabar encerrado con él en la bodega.

—No lo creo. Estoy convencido de que Meg ni siquiera responderá a la llamada. No le interesa que la gente del pueblo sepa que está en libertad, ya que acudirían en tropel. Tú podrías llamar cuatro o cinco veces a la puerta y marcharte después, lo que me daría tiempo suficiente para colarme por la ventana.

—Sí, podría dar resultado —afirmó Alice.

Andrew empujó a un lado el plato y se quedó largo rato sin hablar.

—Todavía queda algo que me preocupa —dijo finalmente—. Estoy hablando del espacio entre la peña y el alféizar de la ventana. No creo que consigas salvarlo. Además, debe de ser resbaladizo.

—Vale la pena intentarlo —apremié— y, si no lo logro, podríamos volver más tarde y arriesgarnos a entrar por la puerta trasera.

—Las cosas serían más fáciles si usásemos un tablero —opinó Andrew—. Tengo uno que podría servir para el caso. Alice debería sujetarlo en el borde de la roca con el pie mientras tú te arrastras por él. No es fácil, pero dispongo de una pequeña palanca que podría ser de utilidad.

—Vale la pena intentarlo —repetí tratando de parecer más valiente de lo que me sentía en realidad.

Nos pusimos de acuerdo, pues, y Alice parecía decidida a colaborar. Andrew fue a buscar el tablón al patio pero, cuando abrimos la puerta de la casa para ponernos en camino, nos sorprendió una fuerte ventisca.

—Sería una locura salir ahora —dijo Andrew—. Esa ventisca vale lo que un Golgoth porque se forman tales corrientes de aire que arrastra la nieve y sería peligroso aventurarse en el páramo. Os podríais extraviar y morir congelados. Será mejor esperar a mañana por la mañana. No te preocupes, chico —me consoló dándome una palmada en el hombro—, ese hermano mío sobrevive a lo que sea, como sabemos todos. De otro modo, no habría durado lo que ha durado.

En el piso de arriba de la tienda no había más que dos dormitorios, uno para Andrew y otro para Alice. Así pues, tuve que dormir en el sofá de la sala de estar, envuelto en una manta. Cuando se apagó el fuego de la chimenea, la habitación se enfrió y la temperatura se hizo glacial. Tanto fue así que perdí la cuenta de las veces que me desperté durante la noche, hasta que por fin la luz del alba aleteó detrás de las cortinas, por lo que decidí levantarme.

Bostecé, me desperecé y estuve paseando arriba y abajo de la habitación para desentumecer las articulaciones. En aquel momento oí un ruido en la parte delantera de la casa, como si alguien hubiese dado tres golpes en la ventana de la tienda.

La estancia estaba inundada de luz debido al reflejo de la nieve que por la noche se había acumulado en gran cantidad y amontonado hasta los bajos de la ventana. Y precisamente en ella, apoyado en el cristal, había un sobre negro, colocado de tal manera que me permitió leer lo que tenía escrito: iba dirigido a mi nombre. No podía ser de nadie más que de Morgan.

Por una parte deseaba dejarlo donde estaba, pero por otra me dije a mí mismo que pronto las calles se llenarían de gente y los que pasasen por delante de la casa verían el sobre; incluso podrían cogerlo y leerlo. Pero yo no quería que ningún desconocido se enterara de mis asuntos.

Se había acumulado tanta nieve en la puerta de la casa que me fue imposible abrirla, de modo que tuve que salir por la puerta de atrás, abrir la verja del patio y dar un rodeo. Cuando ya me preparaba para zambullirme en el montón de nieve, observé una cosa extraña: no se veían huellas de pasos en ella, delante de mí había un gran montículo sin marca alguna en la superficie. Así pues, ¿cómo había podido llegar la carta hasta allí?

Me hice con ella y comprobé que había dejado abierta una profunda zanja en la nieve. Rodeé de nuevo la casa para entrar por detrás, pasé a la cocina, rasgué el sobre y leí la carta:

Estaré en el cementerio de la iglesia de St. George, al oeste del pueblo. Si deseas lo mejor para tu padre y para tu maestro, no me hagas esperar, ni me obligues a que vaya yo a tu encuentro. Porque no te va a gustar.

Morgan G.

En la anterior carta de Morgan no había reparado en la firma, pero ahora me llamó la atención. ¿Se habría cambiado el nombre? La inicial de su apellido habría debido ser H, ya que se llamaba Hurst.

Desconcertado, doblé la carta y me la guardé en el bolsillo. Dudé en despertar a Alice y enseñársela. Quizá me acompañaría. Pero la última persona a quien ella querría ver ahora sería a Morgan, ya que ella le dijo que abandonaba Paisaje del Páramo porque no lo soportaba ni un minuto más. Además, era consciente de que no podía decírselo aunque quisiera, porque yo tenía miedo de Morgan y de lo que le pudiera hacer a mi padre. Hablando con sinceridad, también tenía miedo de lo que pudiera hacerme a mí, pues alguien con tanto poder como él era muy peligroso y había que procurar no desobedecerlo. Así que me cubrí con la capa, cogí el cayado y salí, camino del cementerio.

Era una vieja iglesia que quedaba casi escondida por los viejos tejos agrupados en torno a ella. Algunas lápidas indicaban las tumbas de personas de la localidad que habían muerto hacía siglos. A lo lejos vislumbré a Morgan, cuya silueta se recortaba contra el cielo gris; se apoyaba en su cayado y la capucha le cubría la cabeza para protegerle del frío. Se hallaba en la parte más nueva del cementerio, donde estaban enterrados aquellos que habían muerto en época relativamente reciente.

Al principio no me prestó atención, pues permanecía de pie ante una sepultura con la cabeza inclinada y mantenía los ojos cerrados, como si estuviera rezando. Lleno de curiosidad, miré en la misma dirección que él y comprobé que, si bien el cementerio en general había quedado cubierto por varios centímetros, o quizá palmos, de nieve a causa del viento de la pasada noche, aquella tumba, en cambio, estaba completamente limpia. Era un rectángulo de suelo desnudo, como si acabasen de barrerla. Miré alrededor, pero no vi ninguna pala ni otra herramienta que sirviera para retirar nieve.

—Lee la inscripción de la lápida —me ordenó Morgan mirándome por vez primera.

Hice lo que me pedía. En aquella tumba había cuatro cadáveres enterrados, hacinados uno sobre otro según costumbre del condado a fin de ahorrar espacio en el cementerio y asegurar que los miembros de una misma familia estuviesen juntos después de muertos. Allí reposaban tres niños y el último cadáver enterrado era la madre. Los niños habían muerto hacía cincuenta años o más, a los dos, uno y tres años respectivamente. La madre, sin embargo, había muerto hacía muy poco y se llamaba Emily Burns, la mujer con la que el Espectro había mantenido relaciones. Se la había quitado a uno de sus hermanos, el padre Gregory.

—Tuvo una vida muy dura —comentó Morgan—. Vivió casi siempre en Blackrod, pero cuando vio que se encontraba a las puertas de la muerte, regresó aquí para pasar en compañía de su hermana los últimos meses que le quedaban de vida. La pérdida de tres hijos le partió el alma y ni siquiera con el transcurso de los años llegó a recuperarse del todo. No obstante, le vivieron otros cuatro hijos: dos de ellos trabajan en Horwich y han formado familia; el mayor abandonó el condado hace diez años y no he vuelto a saber de él desde entonces; yo fui el séptimo y último…

Pasó un momento antes de que todo encajara. Recordé lo que le había dicho el Espectro en el dormitorio de casa de los Hurst:

«Me preocupé por ti y por tu madre, a quien amé hace tiempo, como bien sabes…».

También recordé que Morgan había firmado con la inicial G la carta que me había dirigido.

—Sí… así fue —prosiguió él—, poco después de nacer yo, mi padre abandonó la casa familiar por última vez. Jamás llegó a casarse con mi madre; jamás nos dio su nombre, pero yo, pese a todo, lo adopté. —Lo miré estupefacto y él añadió con expresión siniestra—: Sí… Emily Burns era mi verdadera madre y yo soy hijo de John Gregory. Pero nos abandonó. Abandono a sus hijos. No es propio de un padre, ¿verdad? —Mientras hablaba mantenía la mirada perdida en la distancia.

Aunque yo quería defender al Espectro, no sabía qué decir. Opté, pues, por callarme.

—Por lo menos nos atendió en el aspecto financiero. Eso se lo concedo. Al principio salimos adelante, pero después mi madre sufrió un descalabro del que no pudo recuperarse, y cada hijo fue a parar a una familia diferente. Yo saqué la paja más corta y me tocó ir a casa de los Hurst pero, cuando tenía diecisiete años, mi padre vino a buscarme y me nombró su aprendiz.

»Durante un tiempo me sentí feliz. Hacía tanto tiempo que deseaba un padre que, ahora que por fin lo tenía, no quería más que complacerlo. Al principio hice muchos esfuerzos, pero supongo que me era imposible olvidar lo que le había hecho a mi madre y gradualmente lo calé. Al cabo de tres años, comprobé que se repetía y que yo ya conocía en todo momento su forma de actuar; estaba convencido de que lo superaría y sería más fuerte que él. Por algo soy el séptimo hijo de un séptimo hijo de un séptimo hijo. Tres veces siete.

Percibí el matiz de arrogancia en su voz y me molestó.

—¿Por eso no escribiste tu nombre en la pared del dormitorio de Chipenden como los demás aprendices? —le solté a bocajarro—. ¿Es porque te crees mejor que nosotros? ¿Mejor incluso que el Espectro?

—No voy a negarlo —contestó, presuntuoso—. Si me marché fue para seguir mi camino. Soy autodidacta, pero sigo aprendiendo. Y puedo hacer cosas que el viejo no ha soñado siquiera. Cosas que teme intentar. ¡Piénsalo! Un conocimiento y un poder como el mío… y la seguridad de que tu padre descansa en paz. Eso es lo que te ofrezco a cambio de un poco de ayuda…

Me sorprendía todo lo que Morgan me había contado. Si era verdad, dejaba al Espectro en muy mal lugar. Yo sabía que había abandonado a Emily Burns para irse con Meg, pero acababa de descubrir, además, que era el padre de Morgan, que había tenido siete hijos con Emily y que los había abandonado. Todo eso me hería profundamente porque me recordaba a mi padre, que había permanecido junto a su familia y trabajado de firme toda la vida para mantenerla, y que, en cambio, ahora podría sufrir tormentos por culpa de Morgan. Eso me sulfuraba e indignaba. Me pareció como si el cementerio se tambalease y se elevase hasta el cielo y poco faltó para caerme.

—Y bien, mi joven aprendiz, ¿me lo has traído? —Seguramente la expresión de mi rostro fue de asombro—. Estoy hablando del libro de magia, claro. Te dije que me lo trajeses. Esperaba que me obedecieras, ya que de lo contrario tu pobre padre tendrá que sufrir las consecuencias.

—No me ha sido posible conseguirlo. El señor Gregory está constantemente ojo avizor —repuse, y bajé la cabeza.

Por supuesto que no pensaba decirle que mi maestro estaba en manos de Meg. Si se enteraba de que había dejado el campo libre, quizá decidiría procurarse él mismo el libro de magia. Aunque mi maestro tuviera terribles y oscuros secretos, yo seguía siendo su aprendiz y lo respetaba. Necesitaba más tiempo, tiempo para liberarlo y contarle la historia de Morgan. Si habíamos derrotado juntos al lanzador de piedras, también podríamos, juntos, pararle los pies a este individuo.

—Necesito más tiempo —solté—. Soy capaz de hacerlo, pero ha de presentarse la oportunidad.

—Pues no esperes demasiado. Tráeme el libro el próximo martes por la noche después de la puesta del sol. ¿Recuerdas la capilla del cementerio?

Asentí con la cabeza.

—Pues allí te esperaré.

—No creo poder conseguirlo tan aprisa…

—¡Procura encontrar la manera! —me espetó—. Y hazlo sin que Gregory se dé cuenta de su desaparición.

—¿Qué harás con él?

—Cuando me lo traigas, lo descubrirás, ¿entendido? ¡No me dejes en la estacada! Y por si vacilas, piensa en tu pobre padre y en lo que se le vendría encima…

Sabía lo cruel que podía ser Morgan, pues había visto que era capaz de hacer llorar al pobre señor Hurst. Y Alice me había contado que llevó a rastras al viejo a su habitación y lo encerró con llave. Si podía hacer daño a mi padre, se lo haría, de eso no me cabía la menor duda.

Y mientras yo me quedaba quieto temblando, oí una vez más en mi mente la voz angustiada de mi padre, al mismo tiempo que a mi alrededor el aire se estremecía:

Te ruego por favor, hijo mío, que hagas lo que te dice o sufriré tormentos por toda la eternidad. Por favor, hijo, consigue lo que él te ha pedido.

Mientras la voz iba extinguiéndose, Morgan seguía sonriendo con aire torvo.

—Bien, ya has oído lo que te ha dicho tu padre. Conviene que seas un hijo obediente…

Y manteniendo la misma sonrisa torva, dio media vuelta y abandonó el cementerio.

Era consciente de que no era una buena acción robar el libro de magia de mi maestro para dárselo a ese hombre pero, mientras se alejaba, comprendí que no tenía otra alternativa. Además de liberar al Espectro, tenía que hacerme con el libro de la forma que fuera.