13

Embuste y traición

No tardé en avistar la casa y el humo pardo que se elevaba de la chimenea, como anunciándome que en el interior me esperaba un buen fuego para darme la bienvenida.

Llamé a la puerta trasera. Con mi llave podía abrir la mayor parte de puertas, pero no quise usarla porque, como había estado ausente todo aquel tiempo, me parecía más educado esperar a que me invitasen a entrar. Tuve que llamar tres veces antes de que Meg me abriera; me recibió sonriente y se apartó de la entrada para dejarme paso.

—¡Entra enseguida, que ahí afuera hay mucha nieve, Tom! —exclamó—. ¡Qué alegría volver a verte!

Ya dentro, me saqué el tabardo y el chaleco de piel de oveja, dejé el cayado en un rincón y me sacudí la nieve de las botas.

—Siéntate —dijo Meg, precediéndome hasta la chimenea—. Estás temblando de frío. Voy a prepararte un cuenco de sopa caliente para calentarte los huesos. De momento bastará y después te haré una buena comida.

Aún estaba temblando debido a la impresión que me había causado lo ocurrido en la habitación de Morgan, pero poco a poco me fui calmando. Hice caso a la bruja y me calenté las manos en el fuego mientras observaba el vapor que emanaban mis botas.

—¡Menos mal que conservas todos los dedos! —comentó Meg.

La ocurrencia me hizo sonreír.

—¿Dónde está el señor Gregory? —le pregunté, pensando que tal vez alguien había solicitado su presencia por algún asunto relacionado con sus actividades de espectro.

Deseaba que así fuera, ya que querría decir que volvía a estar en forma y en plenas condiciones.

—Sigue en cama; tiene que descansar mucho.

—¿No ha mejorado, pues?

—Mejora lentamente, pero todavía tardará en recuperarse del todo. No hay que apresurarse con ese tipo de enfermedades. Procura no turbarlo ni lo agobies demasiado, puesto que necesita descansar y dormir todo lo que pueda.

Me tendió un cuenco humeante de caldo de gallina, que le agradecí, y fui sorbiéndolo lentamente al tiempo que notaba que iba entrando en calor.

—¿Cómo está tu pobre padre? —preguntó mientras se instalaba en su mecedora—. ¿Se encuentra mejor?

Me sorprendió que lo hubiese recordado y la pregunta volvió a anegarme los ojos de lágrimas.

—Ha muerto, Meg; estaba muy enfermo.

—¡Qué triste, Tom! Lo siento mucho. Sé qué significa perder a un familiar…

Sentí que el dolor de haber perdido a mi padre me atenazaba el estómago, pero sobre todo al acordarme de los sufrimientos que Morgan le infligía a su espíritu. Mi padre no se lo merecía y yo no permitiría que volviera a ocurrir. ¡Tenía que hacer algo!

Meg se quedó en silencio y miró fijamente las llamas. Al cabo de un momento, cerró los ojos y comenzó a tararear una tonada en voz muy baja, como si cantara para ella misma. Al terminar el caldo, me levanté y dejé el cuenco sobre la mesa.

—Gracias, Meg. La sopa estaba muy rica.

No respondió. Parecía dormida. A menudo solía dormirse en la mecedora junto a la chimenea.

Ahora no sabía qué hacer, porque albergaba la esperanza de hablar con mi maestro sobre Morgan, pero era evidente que no estaba en condiciones de que lo molestase con aquel asunto. No quería turbarlo ni contribuir a que se sintiera peor. Pero quizá aprovecharía que descansaba para echar un vistazo al libro de magia y comprobar si se hallaba donde había dicho Morgan. Tal vez descubriese algo que me ayudase a decidir cómo actuar. Una cosa estaba clara: ya que mi maestro estaba tan enfermo y Alice se había ido, me las tenía que apañar solo y me correspondía a mí decidir qué hacía con el asunto de mi padre. Era lo único que importaba, y alguna determinación debía tomar para terminar con sus sufrimientos a manos de Morgan. Empezaría, pues, por examinar el libro de magia.

El Espectro descansaba en el piso de arriba, y me dije que tal vez no se me volviese a presentar una ocasión semejante. A pesar de todo, en mi fuero interno no me sentía a gusto al pensar que examinaría el libro sin decírselo. Pero ya llegaría el momento de las explicaciones. Lo que importaba ahora era mi padre, pues no podía soportar la idea de que Morgan volviera a someterlo a tortura.

Pero justo en el momento en que me disponía a salir de la cocina, Meg abrió los ojos y se inclinó hacia la chimenea con intención de atizar el fuego.

—Voy a ver al señor Gregory —le dije.

—No, Tom, no vamos a molestarlo todavía. Quédate junto al fuego y caliéntate. Has pasado mucho frío en ese largo viaje.

—Bien, entonces iré a buscar mi cuaderno de anotaciones.

Pero en vez de ir al despacho, entré en el salón. Si el Espectro seguía en cama, quería decir que Meg no había tomado aún la infusión. Y como tenía que conseguir que durmiese un rato para ir a buscar el libro de magia, la manera más fácil de conseguirlo era hacerle tomar el brebaje. Saqué, pues, el botellón color caramelo del armario donde estaba guardado y vertí unos dos centímetros del líquido en una taza.

Fui después a la cocina y me puse a calentar el agua.

—¿Y eso qué es? —preguntó Meg con una sonrisa cuando le tendí la taza.

—Una infusión, Meg. Bébela. Así evitarás que se te meta el frío en los huesos.

Vi con sorpresa que la sonrisa le desaparecía del rostro. A continuación me arrancó la taza de la mano y la estrelló contra las losas de la cocina. Después se levantó, me agarró de la muñeca y tiró de mí hacia ella. Quise apartarme, pero era una mujer muy fuerte y me di cuenta de que le habría costado muy poco romperme el brazo.

—¡Embustero, embustero! —me gritó acercando el rostro a pocos centímetros del mío—. Te creía mejor de lo que pareces, pero veo que eres como John Gregory. Y no dirás que no te he dado ocasión de demostrarme lo contrario, pero me has dejado muy claro que eres igual que él. También tú me robas la memoria, ¿verdad? Pero ahora me acuerdo de todo; ahora sé quién era y sé quién soy.

Teníamos las caras tan cerca que casi se tocaban y ella me escupió con desprecio estas palabras:

—Y también sé quién eres tú —me gritó. Luego, como un murmullo, añadió—: Y sé qué estás pensando; veo tus pensamientos más secretos, esos secretos que no revelarías ni siquiera a tu madre.

Me miraba con dureza, aunque sus ojos no eran como aquellos puntos de fuego que me clavó Madre Malkin cuando estuvimos frente a frente en primavera, pero cada vez me parecían más grandes. Meg era una bruja lamia, físicamente más fuerte que yo, que ahora me dominaba también con la mente.

—Sé en qué podrías convertirte un día, Tom Ward —murmuró—, pero ese día todavía está muy lejano. No eres más que un muchacho, mientras que yo hace muchísimos años que vago por el mundo, más años que los que quiero recordar. Así pues, no intentes conmigo ninguno de los trucos de John Gregory porque me los conozco todos. ¡Todos! ¡Del primero al último!

Me hizo dar una vuelta en redondo y me encontré de pronto de espaldas a ella. Entonces me soltó el brazo, pero me asió rápidamente por el cuello.

—¡Por favor, Meg! —le rogué—. No intentaba hacerte ningún daño. Quería ayudarte. Había hablado con Alice sobre esto y también ella quería ayudarte…

—Es fácil decirlo ahora. ¿Darme esa porquería de brebaje es querer ayudarme? A mí no me lo parece. ¡Basta ya de mentiras o va a ser peor!

—¡No son mentiras! Recuerda que Alice pertenece a una familia de brujas. Ella te entendía y lamentaba de veras lo que te estaba ocurriendo. Yo tenía intención de hablar de ti con el señor Gregory y…

—¡Ya está bien, muchacho! ¡Basta de excusas! Te meteré en la bodega y veremos si te gusta la oscuridad. Te lo mereces. Quiero que sepas por lo que he pasado, porque yo no dormía siempre, ¿sabes? Me pasaba largas horas despierta pensando, sola en la oscuridad. Demasiado débil para moverme, demasiado débil para tenerme de pie… tratando desesperadamente de recordar todo lo que tú y John Gregory queríais que olvidase… pero pensando y sufriendo, sabiendo que todavía tenía por delante largos meses de tedio y soledad hasta que se acercara alguien a la puerta y me dejara salir…

Al principio quise resistirme y luché, pero todo fue inútil porque ella tenía mucha fuerza. Sin soltarme el cuello, me obligó a bajar en volandas la escalera de la bodega, pues los pies apenas me tocaban el suelo, hasta que llegamos a la reja de hierro. Como ella tenía la llave, la pasamos y bajamos a mayor profundidad.

No se había molestado en coger una vela y, aunque me muevo en la oscuridad mejor que la mayoría de personas, tras cada recodo crecía la negrura y era más difícil orientarse. Sólo pensar en la bodega me colmaba el terror. Me acordé de la hermana de Meg, la bruja lamia salvaje, prisionera aún en su fosa. Por nada del mundo habría querido estar cerca de ella. Después de pasar el tercer recodo, experimenté cierto alivio porque nos paramos junto a las tres puertas.

Abrió con otra llave la de la izquierda, me empujó al interior y cerró la puerta tras de mí. Oí que a continuación abría la celda situada junto a la mía y entraba, pero no se quedó mucho rato. No tardó en volver a cerrarla ruidosamente y subió la escalera. Al cabo de un momento, oí el ruido de la reja de hierro al cerrarse; de nuevo pasos, más débiles cada vez y, finalmente, silencio.

Esperé unos momentos por si volvía. Hurgué después en mis bolsillos y saqué el trozo de vela y la caja de yesca. Unos segundos más tarde había encendido la vela e inspeccioné la celda: era pequeña, no más de ocho pasos por cuatro, y en un rincón había un montón de paja donde tumbarse para dormir; las paredes estaban construidas con bloques de piedra y la puerta era de roble macizo, con un agujero cuadrado utilizable como mirilla en la parte superior, protegido por cuatro barrotes verticales de hierro.

Me senté en un rincón, en el suelo de piedra, para meditar sobre mi suerte. ¿Qué había ocurrido en mi ausencia? Ahora tenía la seguridad de que el Espectro estaba encerrado en la celda contigua a la mía, aquella donde Meg pasaba los veranos. Porque, de no ser así, ¿a qué había entrado la bruja en ella? Pero ¿cómo era posible que el Espectro hubiera terminado en poder de Meg? Cuando yo me fui a mi casa, él todavía no estaba bien. ¿Se había olvidado, quizá, de darle la infusión y ella había recobrado la memoria? O a lo mejor era la propia Meg quien le había puesto a él algo en la comida o la bebida, probablemente lo mismo que había empleado él todos aquellos años para mantenerla dócil.

Pero había que tener en cuenta algo más: también contaba la influencia de Alice, pues estuvo charlando con Meg y le explicó que ella procedía de una familia de brujas. Las había visto a veces cuchicheando. ¿De qué hablarían? Suponiendo que Alice se hubiera salido con la suya, la cantidad de infusión que tomaba Meg se habría reducido. Bueno, no le echaba a mi amiga las culpas de lo ocurrido, pero es evidente que su presencia en casa del Espectro había contribuido a la situación actual.

A mi regreso, Meg había fingido confusión y representó una comedia conmigo. ¿Me dio, de veras, lo que ella llamaba «una oportunidad»? Si no hubiera intentado administrarle la infusión, ¿me habría tratado de otro modo? Y entonces se me abrieron los ojos; al llegar a Anglezarke, estaba tan inmerso en mis pensamientos en torno a Morgan y mi padre, que no había advertido la evidencia, unos signos que ahora veía con demasiada claridad: Meg me había llamado «Tom», en vez de «Billy», por vez primera en su vida, y se había acordado de mi padre. ¿Por qué no me di cuenta al momento? Aquel cambio habría debido ponerme sobre aviso. Pero permití que el corazón me gobernara la mente y ahora, como resultado, todo el condado se hallaba en peligro porque había una bruja lamia de nuevo en libertad, sin un espectro ni un aprendiz de espectro para pararle los pies. Lo hecho, hecho estaba, pero yo debía enderezarlo si podía.

En conjunto, pues, buenas y malas noticias, aunque la mayoría eran malas. Meg me había descubierto sirviéndose de sus poderes de bruja; sabía mucho de mí, pero no se había molestado en registrarme, en cuyo caso habría descubierto la caja de yesca y la vela que llevaba. También habría localizado la llave, la que podía abrir casi todas las puertas siempre que no fuesen demasiado complicadas. Así que la buena noticia era ésa: yo podía salir de mi celda y abrir la del Espectro.

La mala noticia era que esa llave no valía para abrir la reja. De otro modo, el Espectro no habría guardado una llave especial en lo alto de la estantería de la librería, que era la que Meg tenía ahora en su poder. Aunque yo consiguiera que escapáramos los dos de nuestras celdas, seguiríamos prisioneros en la bodega. O sea que lo que necesitaba estaba bastante claro: tenía que hablar con mi maestro; él sabría qué era lo mejor que se podía hacer.

Así pues, abrí mi celda. No hice mucho ruido con la llave, pero la puerta estaba tan encajada que, pese a todos mis esfuerzos, produjo una sacudida al abrirse y causó un estrépito que arrancó ecos en la escalera. Deseé con fervor que Meg estuviese arriba, junto al fuego de la chimenea, y no me hubiera oído. Cogí la vela, me acerqué de puntillas al pasillo y la aproximé a los barrotes de la celda del Espectro. Aunque atisbé algo en el interior, no conseguí ver mucho: había un camastro en un rincón y encima un bulto oscuro. ¿Era realmente mi maestro?

—¡Señor Gregory! ¡Señor Gregory! —lo llamé a través de los barrotes, tratando de imprimir premura a mi voz y procurando al mismo tiempo no elevarla demasiado.

Del bulto emanó un profundo gruñido al tiempo que se movía con lentitud. Parecía, en efecto, la voz del Espectro. Ya iba a llamarlo por segunda vez cuando oí un ruido repentino procedente de la parte inferior de la escalera. Me volví a escuchar. Hubo un momentáneo silencio, pero después volví a percibir el mismo ruido. Lo producía algo que ascendía en dirección hacia mí.

¿Una rata? No, el ruido era demasiado fuerte para que lo produjera un bicho así. De pronto cesó. ¿Me habría equivocado, o lo habría imaginado? El miedo juega a veces malas pasadas. Como dice siempre el Espectro, es importante reconocer la diferencia entre estar despierto y sonar.

Sin advertirlo, había retenido el aliento. Pero al respirar de nuevo, volví a oír el movimiento escalera arriba. Como me resultaba imposible ver más allá del recodo, lo único que me permitía conjeturar de qué se trataba eran los sonidos que producía: no se arrastraba, con lo que se descartaba a una bruja muerta que hubiera conseguido liberarse; tampoco sonaba a pisadas, o sea que no podía ser ni un cadáver ni un fantasma que ascendiera por la escalera, ni un ser humano que, por alguna razón, se hubiera escondido allá abajo… En mi vida había oído semejante ruido.

Era algo que avanzaba y se detenía continuamente; algo que se escabullía escalera arriba con más de dos piernas. ¿Qué otra cosa podía ser que la bruja lamia salvaje? ¡Tenía que serlo por fuerza! Después de años en aquella fosa, tenía una frenética necesidad de sangre humana. ¡Y venía a por mí!

Presa del pánico, sin reflexionar, me metí corriendo en mi celda, y me apresuré a asegurar la puerta cerrándola con llave. A continuación apagué de un soplo la vela, ya que creí que la luz la atraería. Pero ¿estaba verdaderamente seguro en una celda aunque estuviera cerrada con llave? Si la bruja había conseguido escapar de la fosa, quería decir que había doblegado los barrotes. Pensé después que era probable que Meg hubiera liberado a su hermana del pozo y por un momento sentí cierto alivio. Pero ni siquiera me dio tiempo a soltar un suspiro porque recordé una frase que había dicho el Espectro acerca de la reja:

«Esta reja de hierro impide el paso a la mayoría de quienes quieren sobrepasarla…».

La lamia salvaje era el ser más peligroso de la bodega. Si se había propuesto escapar, tal vez ni siquiera bastase la reja de hierro para detenerla mucho tiempo. En cuanto a los barrotes de mi celda… no valía la pena pensar en ellos. Mi única esperanza era que la bruja todavía estuviese relativamente débil después de tanto tiempo metida en la fosa.

Me mantuve absolutamente quieto y a la escucha, tratando de respirar sin hacer el más mínimo ruido. La oía acercarse, escabullirse a lo largo de la escalera y detenerse de pronto, cada vez más cerca, más cerca. Me acurruqué en un rincón y hasta dejé de respirar.

Algo rozó levemente la puerta; el contacto siguiente fue más fuerte, como unos arañazos o unas garras que se introducían en la madera y trataban de abrirse paso. Era como si alguna criatura tratara de abrirse camino a zarpazos y atravesar la puerta. Me había metido en mi celda sin pensar y ahora me decía que ojalá me hubiese encerrado en el otro cubículo con el Espectro. Tal vez así habría podido despertarlo y preguntarle cómo debía actuar.

Estaba oscuro. Muy oscuro. Tan oscuro que no habría podido decir cuales eran los límites de la puerta ni de las paredes. No obstante, vislumbraba una ligerísima claridad por la abertura rectangular, dividida en cuatro por los barrotes verticales, hecho que indicaba que había luz en la escalera, que proyectaba una débil iluminación del muro fuera de la celda.

En el rectángulo se movió una forma: era una silueta. Pero logré atisbarla lo suficiente para deducir que se trataba de una mano. Percibí que se agarraba a los barrotes, aunque no era un contacto de carne y músculo, sino como un golpe, el ruido de una lima al arañar el hierro seguido de un siseo explosivo de ira y dolor. La lamia salvaje había tocado el hierro y la lesión debía de ser severa. Lo único que la retenía era su voluntad. Después se movió algo voluminoso delante de los barrotes, algo semejante al redondel de una luna oscura que eclipsaba la débil luz lejana. ¡Tenía que ser la cabeza de la bruja! Me miraba a través de los barrotes, pero estaba demasiado oscuro para distinguirle los ojos.

Se oyó otro golpe y la puerta crujió. Temblé de miedo porque me di cuenta de que estaba tratando de doblar los barrotes o simplemente de arrancarlos de cuajo.

De haber tenido a mano mi cayado de serbal, lo habría introducido entre los hierros y tal vez habría conseguido ahuyentarla. Pero no lo llevaba conmigo, ni tampoco podía servirme de la cadena de plata porque la había dejado en el zurrón. No disponía de nada para defenderme.

La puerta seguía crujiendo a tenor de la presión ejercida sobre ella y advertí que empezaba a combarse. La bruja siseó de nuevo y emitió un sonido gangoso, una especie de graznido. Estaba ansiosa por entrar, presa de la desesperación de beber mi sangre.

Pero, por fortuna, se produjo un repentino ruido metálico procedente de lo alto de la escalera y la lamia salvaje se apartó de los barrotes y desapareció de la vista. Oí el eco de pasos que se acercaban y percibí, en el exterior, el parpadeo de la llama de una vela.

—¡Atras! ¡Atrás! —gritó Meg.

A su grito le siguió el rumor de la lamia salvaje escabullándose escalera abajo.

Después, el parpadeo de la vela y el taconeo de zapatos puntiagudos fueron tras la criatura. Permanecí donde estaba, agazapado en el rincón. Pasó un momento y volvieron a acercarse los pasos y luego oí el ruido de un cubo que alguien dejaba en el suelo y el de una llave que giraba en la cerradura de mi celda.

Antes de que Meg abriera la puerta, tuve el tiempo justo de meterme el trozo de vela y la caja de yesca en los bolsillos, y me alegré de no haberme encerrado en la celda del Espectro, ya que entonces ella habría descubierto que tenía la llave.

Se quedó en el umbral con la vela en una mano y con la otra me hizo ademán de que me acercara. No me moví; estaba demasiado asustado.

—Acércate, muchacho —dijo riendo entre dientes—. No temas. ¡No muerdo!

Me puse de rodillas, pero sentía las piernas demasiado endebles para ponerme de ple.

—¿Quieres acercarte, muchacho? ¿O quieres que me acerque yo? Lo primero es mucho más fácil y menos doloroso…

Lo que me impulsó a levantarme esta vez fue el terror. Aunque fuera una bruja «domesticada», Meg no dejaba de ser una lamia cuyo alimento favorito era probablemente la sangre. La infusión que tomaba se lo había hecho olvidar, pero ahora sabia muy bien quién era y qué quería. Su voz era apremiante; transmitía una fuerza que minaba mi voluntad y me obligó a levantarme y atravesar la celda hasta la puerta abierta.

—Has tenido suerte de que decidiese alimentar a Marcia —dijo señalando el cubo.

Lo miré. Estaba vacío. No sabía qué había contenido, pero en el fondo había restos de sangre.

—Había estado a punto de dejarlo para más tarde, pero he supuesto que, como eres tan joven, le apetecerías enormemente. John Gregory no le atrae ni la mitad —aseguró con una mueca cruel, indicando con un movimiento de cabeza la celda contigua, lo que me confirmó que el Espectro estaba encerrado dentro.

—De veras que él se preocupa por ti —le dije a Meg, desesperado—. Siempre se ha preocupado por ti. ¡Por favor, no lo trates de ese modo! La verdad es que te ama. ¡En serio, te ama! —le repetí—. Lo tiene escrito en uno de sus cuadernos. No habría debido leerlo, pero lo hice. ¡Es la pura verdad!

Recordaba palabra por palabra lo que vi escrito en aquel cuaderno…

«¿Cómo iba a dejarla en el pozo si sabía que la amaba más que a mi propia alma?»

—¡Amor! —exclamó Meg con desprecio—. ¿Qué sabe él del amor?

—Cuando os conocisteis estuvo a punto de meterte en un pozo porque ése era su deber. ¡Pero no fue capaz de hacerlo, Meg! No fue capaz porque te amaba demasiado. Aunque iba en contra de todo lo que le habían enseñado y de lo que creía, no te metió en el pozo. Y si te dio la infusión fue porque no tenía más remedio. Entre la infusión o el pozo, eligió lo que consideró mejor porque le importas demasiado.

Soltó un silbido de ira y miró el interior del cubo como si fuera a limpiarlo a lametazos.

—Bien, de eso hace mucho tiempo y no hay duda de que tiene una curiosa manera de demostrarlo —dijo—. Quizá ahora entenderá qué es pasarse aquí encerrado medio año. Porque no tengo ninguna prisa y voy a dedicarme una larga temporada a pensar que hago con él. En cuanto a ti, como no eres más que un muchacho, no te echo mucho la culpa. No sabes hacer otra cosa porque es lo que él te ha enseñado. Es una vida difícil, un oficio muy duro.

»Voy a soltarte. Pero… tú no dejarás las cosas como están, ¿verdad? Porque tú estás hecho de esa manera; te han educado así. Buscarás ayuda. Querrás salvarlo. Y claro… la gente de por ahí me tiene en muy poca estima. Quizá en otro tiempo les di motivos, pero casi todos se merecían lo que les cayó en suerte. De modo que vendrían en masa a por mí y serían demasiados para que pudiera defenderme. Si te soltara, para mí sería el final. Pero te prometo una cosa: no te entregaré a mi hermana. No te mereces tanto.

Y acompañó las palabras de un gesto con el que quiso decir que me metiera dentro de nuevo y acto seguido volvió a cerrar la puerta con llave.

—Te traeré algo para que te lo comas más tarde —me anunció a través de los barrotes—. Para entonces quizá haya decidido qué hago contigo.

Tardó horas en volver y durante ese tiempo tuve ocasión de pensar y hacer planes.

Al final, tras escuchar con atención, oí que Meg bajaba la escalera. Ya debía de estar haciéndose de noche, y supuse que me traía la cena. Esperaba que no fuese la última. Asimismo oí el chasquido que se produjo al abrirse la reja y me concentré profundamente para calcular el tiempo transcurrido entre el segundo chasquido al cerrarse y la reanudación del taconeo de sus zapatos puntiagudos.

Había urdido dos planes. Pero como el segundo estaba plagado de riesgos, confiaba en que funcionase el primero.

Atisbé la luz de una vela a través de los barrotes y Meg dejó algo en el suelo, fuera de mi celda, y abrió la puerta. Era una bandeja con dos cuencos de sopa humeante y dos cucharas.

—Se me ha ocurrido una idea, Meg —dije intentando llevar a la práctica el primer plan, cuya finalidad era allanar su voluntad con un razonamiento—. Una idea que podría simplificar mucho las cosas para los dos. ¿Por qué no permites que haga yo el trabajo de la casa? Podría encargarme de encender las chimeneas y acarrear el agua; sería de gran ayuda. Por otra parte, ¿qué harás cuando Shanks traiga los víveres? Si abres tú la puerta, sabrá que estás libre; en cambio, si abro yo, jamás se enterará. Y si viene alguien para un asunto relacionado con el trabajo del Espectro, puedo decir que él está enfermo. Si dejas que yo abra la puerta, pasará mucho tiempo antes de que sepan que estás en libertad. Entre tanto tendrás tiempo de sobra para decidir qué hacer con el señor Gregory.

—Coge tu sopa, muchacho —me ordenó.

Me incliné, cogí el cuenco de la bandeja y una de las dos cucharas. Al enderezarme, me indicó que retrocediera y se dispuso a cerrar de nuevo la puerta.

—El intento es bueno, chico, pero ¿cuánto tiempo tardarías en aprovechar las circunstancias y tratar de liberar a tu maestro? Supongo que no mucho.

Y cerró la puerta con llave. Mi primer plan había fracasado, así que no me quedaba más remedio que probar el segundo. Dejé el cuenco de sopa en el suelo y saqué la llave del bolsillo. En ese momento ella abría la celda del Espectro. Aguardé, quise aprovechar la oportunidad y esperar contra toda esperanza.

¡Yo tenía razón! Había ido directa a la celda del Espectro. Supuse que mi maestro debía de estar demasiado débil o quizá demasiado aturdido para levantarse y acercarse a la puerta. Tal vez incluso le daría ella misma la sopa a cucharadas. No había tiempo que perder. Abrí con cautela mi celda y salí. Por fortuna, esta vez la puerta no se trabó y se abrió sin ruido.

Yo lo había planeado todo con muchísimo cuidado y sopesado mentalmente los riesgos. Una opción era ir derecho a la celda del Espectro y tratar de negociar con Meg. En circunstancias normales, mi maestro y yo, juntos, habríamos sido dignos parlamentarios en la cuestión, pero me temía que él estaría tan débil que no sería de gran ayuda. Y por otra parte, yo no tenía nada con que luchar contra ella: ni el cayado de serbal ni la cadena.

Decidí, pues, escapar e ir a buscar la cadena de plata que guardaba en la bolsa que tenía en el despacho y tratar de sujetar a Meg con ella. Para conseguirlo, contaba con dos cosas: una era que la lamia salvaje no escaparía escalera arriba ni se abalanzaría sobre mí antes de que yo hubiera cruzado la reja de hierro; la segunda, que Meg no había cerrado la reja con llave tras ella. Para deducir eso me había concentrado muy intensamente y había oído el golpe de la reja y el taconeo casi inmediato al bajar la escalera, por lo tanto no le había dado tiempo a cerrar con llave. O eso creía yo.

Subí primero de puntillas, de escalón en escalón, sin dejar de mirar hacia atrás tanto hacia la celda, por si veía salir a Meg, como hacia el recodo de la escalera, por si Marcia iba tras mis pasos. Suponía, de cualquier modo, que estaría saciada después de la comida de la mañana, o que no saldría de la bodega mientras su hermana rondase por los alrededores. Tal vez le tenía miedo, pues era evidente que había escapado hacia abajo cuando Meg se lo había ordenado.

Llegué por fin a la reja y me agarré al frío hierro. ¿Estaría cerrada con llave? Por fortuna, cedió y la abrí de par en par procurando moverla con la máxima suavidad posible. Pero el Espectro sabía lo que se hacía cuando la instaló, porque el golpe contra los escalones resonó en toda la casa, que reverberó como una campana.

Meg, con los brazos levantados y los dedos abiertos como zarpas, salió corriendo de la celda del Espectro y subió en un vuelo tras de mí. Por un instante me quedé helado. Era increíble la rapidez con que se movía. Un par de segundos más y estaría perdido, pero yo también iba muy deprisa. A todo correr y sin mirar atrás fui hasta arriba de todo de la escalera y, a través de la casa, hasta la cocina, consciente de que la bruja me pisaba los talones; oía sus pasos detrás de mí y esperaba sentir sus uñas hundiéndose en mi carne en el momento más impensado. No quedaba tiempo para ir al despacho a por mi bolsa; además, me habría sido imposible abrirla y sacar la cadena de plata. Junto a la puerta trasera encontré la capa, el chaleco y el cayado, y me dio tiempo de abrir la puerta cerrada con llave y salir al encuentro del frío glacial del exterior.

Estaba en lo cierto: anochecía, pero todavía había luz suficiente para distinguir las cosas. Seguí mirando hacia atrás y comprobé que no me perseguía nadie. Me lancé por la ladera de la pendiente todo lo rápido que me fue posible, pero era empresa difícil porque la nieve empezaba a helarse bajo mis pies y era muy abundante.

Al llegar al pie de la ladera, me detuve y volví la vista atrás. Meg no me había seguido. El frío era atroz y soplaba viento del norte, por lo que me puse el chaleco de piel de oveja y me envolví en la capa hasta arriba. Me detuve de nuevo y reflexioné. Mi aliento formó una nube de vapor en el aire helado.

Me sentí cobarde por haber dejado al Espectro a merced de Meg. Tendría que compensar lo que había hecho de alguna manera; debería rescatarlo y librarlo de las garras de la bruja. Pero para eso necesitaba ayuda y ésta estaba cerca: en Adlington vivía y trabajaba el hermano del Espectro, Andrew, que ya me había ayudado en Priestown. Precisamente era el herrero que había hecho aquella llave para mi maestro con la que se abría la Puerta de Plata tras la cual estaba prisionera la Pesadilla. Hacer una llave para la reja de hierro con la que se pudiera acceder a la celda del Espectro tenía que ser mucho más fácil. Y eso era exactamente lo que a mí me hacía falta.

Así que tendría que regresar a la casa de invierno, atravesar la reja y liberar al Espectro, algo más fácil de decir que de hacer. Una lamia salvaje andaba suelta… por no hablar, además, de Meg.

Procurando no pensar demasiado en las dificultades que me esperaban, eché a andar a través de la nieve en dirección a Adlington. Todo el camino era cuesta abajo… Pero no tardaría en tener que volver sobre mis pasos.