Nigromancia
Cuanto más me acercaba al sur, más frío hacia y la lluvia se iba transformando gradualmente en nieve. Estaba cansado y habría deseado ir directo a casa del Espectro, pero había prometido a Alice que la visitaría a ella primero y tenía intención de cumplir mi palabra.
Cuando avisté Paisaje del Páramo, ya era de noche. El viento había amainado y el cielo estaba despejado; la luna lucía alta, la nieve confería mayor luminosidad que de costumbre y, más allá de la granja, el lago era un espejo oscuro que reflejaba las estrellas.
La vivienda estaba sumida en la oscuridad, cosa que ya suponía porque, en invierno, la mayoría de campesinos del condado suelen acostarse temprano. Esperaba, sin embargo, que Alice presintiera mi proximidad y se escabullera de la casa para salir a recibirme. Salté el cerco que marcaba el límite de la granja y atravesé un campo en dirección al grupo de construcciones ruinosas anejas a la casa. Ante mí se levantaba un cobertizo para el ganado y, al oír un rumor insólito que salía de él, me detuve junto a la entrada. Alguien lloraba.
Entré y los animales, nerviosos, se apartaron. Me sorprendió el hedor. Porque no era el olor cálido normal, propio de los animales, unido al de algunas sanas boñigas, sino el de diarrea, un trastorno digestivo al que está sujeto tanto el ganado como los cerdos. Aunque tiene tratamiento, aquellos animales estaban enfermos y descuidados. Las cosas habían ido de mal en peor desde mi última visita.
Entonces descubrí que alguien me observaba. A mi izquierda, iluminado por un rayo de luna, vi al señor Hurst hecho un ovillo en un taburete de los que se usan para ordeñar vacas. Le resbalaban lágrimas por las mejillas y me miró con una pena infinita. Retrocedí un paso y él se puso de pie.
—¡Fuera de aquí! ¡Déjame! —me gritó agitando el puño hacia mí; temblaba de pies a cabeza.
Quedé sorprendido y desconcertado a un tiempo. Siempre había sido un hombre suave y dócil y nunca nos había dirigido, ni a mí ni a Alice, más que alguna palabra esporádica. Ahora, en cambio, parecía desesperado y al límite de sus fuerzas. Me alejé con la cabeza baja lamentando verlo de aquella manera. Morgan debía de haberlo maltratado y seguramente ésa era la razón de que se encontrase tan trastornado, tan fuera de sí. Como no sabía qué hacer, creí que lo mejor sería hablar con Alice.
Seguí adelante hasta la era. La casa continuaba a oscuras y yo no sabía muy bien qué hacer. Alice debía de estar sumida en un profundo sueño, ya que de otro modo habría detectado mi presencia. Esperé un momento, mientras mi aliento formaba nubes de vapor en el aire glacial.
Me acerqué a la puerta trasera y llamé dos veces. No fue preciso llamar de nuevo porque enseguida la puerta se abrió lentamente con chirridos de bisagras, y la señora Hurst atisbó a través de la rendija. La luz de la luna la hizo pestañear.
—Tengo que hablar con Alice —le pedí.
—Pasa, pasa —me invitó ella con voz débil y ronca.
Había una estera en el interior por lo que, después de entrar en el pequeño zaguán y de darle educadamente las gracias, me sacudí lo mejor que pude en el felpudo la nieve de las botas. Tenía enfrente las dos puertas interiores: la de la derecha estaba cerrada, pero la que daba a la habitación de Morgan se hallaba entornada y entreví en su interior el parpadeo de una vela.
—Entra —me dijo la señora Hurst indicándome la habitación.
Titubeé un momento en el que me pregunté qué estaría haciendo Alice en el cuarto de Morgan. Aun así, entré. El aire estaba enrarecido con tufo a sebo; no sé por qué, pero lo primero que observé fue un grueso cirio negro hincado en un gran candelabro de bronce, instalado en el centro mismo de la larga mesa de madera flanqueada por las dos sillas, una a cada extremo.
Esperaba encontrar a Alice en el cuarto, pero me equivoqué. Sentada en la silla del extremo más próximo de la mesa y de cara a la vela, había una figura que se cubría la cabeza con una capucha. Al darse la vuelta hacia mí, vi su barba y su burlona sonrisa: era Morgan.
Una vez más me falló el instinto, pero oí dos ruidos a mis espaldas. El primero fue el de la puerta al cerrarse con firmeza; el segundo, el del pesado cerrojo al deslizarse. Delante de mí tenía la ventana cubierta con una gruesa cortina negra y no había ninguna puerta más. Estaba encerrado en la habitación con Morgan.
Miré alrededor y observé las losas de piedra desnudas bajo mis pies y, enfrente del hombre, la otra silla vacía. Hacía mucho frío y me estremecí. En la apagada chimenea sólo quedaban grises cenizas.
—Siéntate, Tom —me ordenó Morgan—. Tenemos mucho que hablar.
Al ver que no me movía, indicó con el gesto la silla vacía frente a él.
—He venido aquí para hablar con Alice.
—Alice se ha ido. Hace tres días que se fue.
—¿Que se ha ido? ¿Adónde?
—No lo dijo. No era muy habladora, la tal Alice. Ni siquiera se molestó en decir que se iba. Ahora bien, Tom, la última vez que entraste en esta habitación lo hiciste sin que nadie te invitara, como esos ladrones que se meten de noche en las casas, acompañado de esa chica. Pero vamos a olvidarlo, porque ahora sí que eres bienvenido. Por eso te lo repito: siéntate.
No sin cierto desasosiego, tomé asiento, pero mantuve el cayado a mi lado izquierdo y lo así con fuerza. ¿Cómo sabía que habíamos estado allí? No obstante, Alice era el centro de mis preocupaciones. ¿Adonde habría ido? A Pendle, probablemente no. Miré a Morgan y tropecé con su mirada. De pronto se retiró la capucha y dejó al descubierto su rebelde mechón de cabellos, que me parecieron bastante más grises que la última vez. A la luz de la vela, la piel del rostro era áspera y las arrugas que lo surcaban mucho más profundas.
—Te invitaría a vino, pero no bebo cuando trabajo.
—No acostumbro a beber vino —le respondí.
—Pero sin duda comes queso —dijo, burlón.
No le contesté y se puso serio. Entonces se inclinó hacia delante, frunció los labios y sopló con fuerza. La llama de la vela osciló y se apagó, con lo que la habitación quedó sumida en la más absoluta oscuridad y se acentuó el olor a sebo.
—No estamos más que tú, yo y la oscuridad —dijo Morgan—. ¿Podrás soportarlo? ¿Estás en condiciones de ser mi aprendiz?
Eran las palabras exactas que había pronunciado el Espectro en el sótano de la casa embrujada de Horshaw, el sitio al que me había llevado el primer día de mi aprendizaje. Había actuado así para juzgar si yo estaba hecho o no de la madera adecuada para convertirme en espectro; las mismas palabras que había dicho en el momento en que se apagó la vela.
—Afirmaría que la primera vez que bajaste la escalera que conduce al sótano, él se sentó en el rincón y se puso de pie en cuanto llegaste donde estaba —prosiguió Morgan—. Nada ha cambiado. Tú, yo y dos docenas o más de otros como nosotros. Es algo que se ve venir. ¡Vaya viejo loco! No es extraño que no haya quien lo aguante.
—Tú te quedaste tres años con él —dije en voz baja hablando a la oscuridad.
—¿Has vuelto a encontrar la voz, Tom? Me alegro. Veo que te ha hablado de mí. ¿Te ha dicho algo bueno?
—La verdad es que no.
—No me sorprende. ¿Te ha explicado por qué abandoné el aprendizaje de espectro?
Mis ojos se habían adaptado a la oscuridad aunque a duras penas vislumbraba la forma de la cabeza de Morgan frente a mí al otro lado de la mesa. Podía haberle dicho que el Espectro me había comentado que no tenía disciplina y que le faltaba aptitud para aquel trabajo, pero preferí hacerle algunas preguntas.
—¿Qué quieres saber de mí? ¿Y por qué has atrancado la puerta?
—Para que no vuelvas a escaparte. Y para que no tengas más salida que estar conmigo y enfrentarte a lo que quiero enseñarte. He sabido que eres un buen aprendiz. Pero tú y yo sabemos que tu maestro no lo tiene en cuenta. O sea que ésa va a ser la primera clase de tu nuevo aprendizaje. Deberás tener algún trato con los muertos, pero voy a ampliar tus conocimientos. Los ampliaré de manera significativa.
—¿Con qué propósito? —le pregunté, desafiante—. El señor Gregory me enseña todo cuanto necesito saber.
—Lo primero es lo primero, Tom. Hablemos en primer lugar de fantasmas. ¿Qué sabes sobre ellos?
Decidí seguirle la corriente. Quizá si le dejaba que sacara lo que llevaba dentro, yo podría continuar mi camino hacia la casa del Espectro.
—La mayoría de fantasmas permanece cerca de donde están sus huesos; algunos se trasladan a los lugares donde sufrieron o donde cometieron algún terrible delito cuando estaban en el mundo. Pero no tienen la libertad de merodear a voluntad.
—¡Muy bien, Tom! —exclamó Morgan con una punta de ironía en la voz—. Y apuesto cualquier cosa a que lo tienes escrito en tu cuaderno, como corresponde a un buen aprendiz. Pues bien, hay algo que el viejo loco no te ha enseñado. Y si no te ha hablado de ello es porque no le gusta entretenerse pensándolo. Así que la pregunta importante es ésta: ¿Adónde van los muertos después de morir? Y que conste que no estoy hablando de cadáveres ni de fantasmas. Me refiero a los demás muertos, la inmensa mayoría; es decir, a personas como tu padre.
Al oír que nombraba a papá, me enderecé en el asiento.
—¿Qué sabes tú de mi padre? —le espeté, desabrido—. ¿Cómo te has enterado de que está muerto?
—Cada cosa a su tiempo, Tom, cada cosa a su tiempo. Tengo poderes que tu maestro no ha soñado siquiera. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Adonde van los muertos después de morir?
—La Iglesia dice que van al cielo, al infierno, al purgatorio o al limbo —le repliqué—. No estoy seguro con respecto a estas cosas, pero el señor Gregory no habla nunca de esa cuestión. De cualquier modo, creo que el alma sobrevive a la muerte.
Me habían explicado que el purgatorio era un lugar al que iban las almas a purificarse y donde sufrían hasta que estaban en condiciones de entrar en el cielo. El limbo era más misterioso. Los sacerdotes creían que allí iban los que no habían sido bautizados, y se suponía que estaba destinado a las almas que, sin ser realmente malvadas, no eran aptas para entrar en el cielo por alguna falta de la que en realidad no eran responsables.
—¿Qué sabe la Iglesia? —dijo Morgan en un tono de voz que dejaba traslucir todo su desdén—. Ésta debe de ser la única cosa en la que el viejo Gregory y yo estamos de acuerdo. Pero mira, Tom, de los cuatro lugares que acabas de mencionar, el limbo es con mucho el más útil en lo que se refiere a una persona como yo. Su nombre deriva de la palabra latina limbus, que significa «borde» o «margen». Y has de saber que, dondequiera que se encuentre el sitio al que vayan, la mayoría de los muertos tienen que pasar primero por el limbo, que se encuentra en el límite de este mundo, y para algunos supone un trance difícil. Los débiles, timoratos y pecadores emprenden la retirada y vuelven al mundo, para lo cual se transforman en fantasmas, y conviven con los que ya moran y están atrapados en la tierra. Ésos son los más fáciles de manejar. Pero los fuertes y los buenos también tienen que pelear y luchar para atravesar el limbo. Es algo que requiere tiempo y, mientras están allí entretenidos, yo poseo las facultades necesarias para ponerme en contacto con cualquier alma que yo elija de las que allí moran. Puedo impedir que salgan o lo que se me antoje. En caso necesario, incluso soy capaz de hacerlas sufrir.
»Los muertos ya han vivido; se les ha terminado la vida. Pero nosotros todavía existimos y podemos aprovechamos de ellos y utilizarlos. Yo quiero lo que Gregory me debe: quiero su casa de Chipenden con su enorme biblioteca, que guarda todos esos libros que encierran tantos conocimientos. Y todavía hay algo más, algo más importante aún. Algo que me robó: un libro de magia, un libro de hechizos y rituales, y tú me ayudarás a recuperarlo. A cambio, podrás continuar tu aprendizaje gracias a mis enseñanzas. Te mostraré cosas que él no ha soñado siquiera e infundiré verdadero poder a tus dedos.
—No deseo que me enseñes nada —le respondí, malhumorado—. Quiero que todo siga como está.
—¿Qué te hace suponer que puedes decidir en este asunto? —cuestionó Morgan con voz fría y amenazadora—. Creo que ha llegado el momento de que te demuestre lo que soy capaz de hacer. Y ahora, por tu propia seguridad, quiero que permanezcas totalmente inmóvil y escuches con atención. Ocurra lo que ocurra, no intentes levantarte de esa silla.
La habitación quedó en profundo silencio y yo lo obedecí. ¿Qué podía hacer si no? Porque no sólo estaba cerrada la puerta, sino que, además, aquel hombre era mucho más alto y más fuerte que yo. Tal vez cabía la posibilidad de servirme del cayado para atacarlo, pero no tenía garantía de éxito. De momento era más adecuado dejarme llevar y, a la primera oportunidad, escapar y volver junto al Espectro.
De la oscuridad surgió un débil sonido, un rumor que estaba a medio camino entre el susurro y el murmullo, semejante al ruido de ratones escabullándose de aquí para allá debajo del entarimado. Pero en aquel suelo sólo había losas de piedra. También noté que la habitación se había enfriado. Normalmente, esa sensación habría significado que se aproximaba algo, algo que no pertenecía a este mundo. Sin embargo, una vez más, se trataba de un frío distinto, semejante al que sentí cuando hablamos en la capilla.
De pronto se oyó el tañido de una campana sobre nuestras cabezas. Era un sonido profundo y pesaroso, como si convocase a un funeral, pero su intensidad era tal que toda la mesa vibró. Oí resonar las campanadas debajo de mis pies a través de las losas del pavimento. La campana dobló nueve veces en total, cada campanada más débil que la anterior. Inmediatamente después se oyeron tres golpes estentóreos sobre la mesa. Intuía la silueta de Morgan, aunque no me pareció que se hubiera movido. Los golpes se repitieron más fuertes que antes y se derrumbó el pesado candelabro de bronce, que rodó primero sobre la mesa y se estrelló después contra el suelo.
En la oscura habitación, el silencio que siguió fue casi doloroso y tuve la impresión de que mis oídos estallarían. Al retener el aliento, lo único que percibí fueron los acelerados latidos de mi corazón que me retumbaban en la cabeza. Por otra parte, aquel frío extraño se intensificó y seguidamente Morgan habló en la negrura.
—¡Hermana mía, calla y presta atención! —advirtió.
Después oí un chapoteo de agua al gotear. Era como si hubiera un agujero en el techo y el goteo fuera a parar al mismo centro de la mesa, donde poco antes se hallaba el candelabro.
A continuación respondió una voz que parecía salir de los labios de Morgan. Yo apenas le adivinaba el perfil, pero habría jurado que se le movía la mandíbula. La voz, sin embargo, era de mujer y habría sido imposible que un hombre adulto pudiese imitarle el tono y la intensidad.
—¡Déjame ya! ¡Déjame descansar! —exclamó la voz.
El ruido de goteo de agua se hizo más intenso y se percibió incluso un leve chapoteo, como si se hubiese formado un charco en la mesa.
—¡Obedéceme y te dejaré descansar! —gritó Morgan—. Es con otro con quien quiero hablar. Tráelo aquí y podrás volver al sitio de donde vienes. ¿Ves al muchacho que está conmigo en esta habitación?
—Sí, lo veo —respondió la voz de muchacha—. Acaba de perder a alguien. Noto su tristeza.
—El chico se llama Thomas Ward —dijo Morgan—. Lleva luto por su padre. ¡Tráenos aquí al espíritu de ese hombre!
El frío comenzó a disminuir y cesó el goteo del agua. Me parecía increíble lo que acababa de escuchar. ¿Convocaría Morgan realmente al espíritu de mi padre? Me sentí afrentado.
—¿Estás dispuesto a hablar una vez más con tu progenitor? —me preguntó Morgan—. Yo ya he charlado con él y me ha dicho que todos tus hermanos se acercaron a su lecho de muerte salvo tú y que ni siquiera asististe al entierro. Eso lo entristeció profundamente, muy profundamente. Ahora tendréis ocasión de aclarar las cosas.
Me quedé estupefacto. ¿Cómo era posible que ese hombre estuviese enterado de lo que había ocurrido? A menos, claro, que hubiera contactado con el espíritu de mi padre…
—No fue por culpa mía —le espeté, enfurruñado a la vez que contrariado—. La noticia no me llegó a tiempo.
—Bien, pues ahora tendrás la oportunidad de decírselo de viva voz…
Volvió a aumentar el frío. Y enseguida oí una voz que me hablaba desde el otro lado de la mesa. Parecía que la mandíbula de Morgan se movía de nuevo, pero me quedé consternado al comprobar que la voz que salía de sus labios era la de mi padre. No había lugar a dudas.
Nadie habría podido imitar tan perfectamente la voz de otra persona. Era como si mi padre estuviese sentado en el sillón que tenía enfrente.
—Está oscuro —exclamó mi padre—, ni siquiera me veo la mano si la pongo ante los ojos. Que alguien encienda una vela, por favor. Que alguien encienda una vela y me salve.
Me horroricé al pensar que mi padre estaba solo y tenía miedo de la oscuridad. Ya iba a hablarle y tranquilizarlo, pero Morgan se me adelantó.
—¿Cómo te puedes salvar? —dijo con voz profunda y poderosa, llena de autoridad—. ¿Cómo va a ver la Luz un pecador como tú? Un pecador que trabajó incluso los domingos, el día del Señor.
—¡Ay, perdóname! ¡Perdóname, Señor! —exclamó mi padre—. Yo era campesino y había mucho trabajo que hacer. Trabajaba hasta que caía rendido, pero el día no tenía suficientes horas. Debía proveer el sustento de mi familia. Pero yo siempre pagué mis diezmos y no retuve nada de lo que correspondía a la Iglesia. Siempre fui creyente, de veras que lo fui. Y ensené a mis hijos a distinguir el bien del mal. Hice todo cuanto tiene que hacer un padre.
—Pues ahora está aquí uno de tus hijos —dijo Morgan—. ¿Quieres hablar con él por última vez?
—Por favor, por favor. ¡Sí! Deja que hable con él ¿Es Jack? Habría debido hablar con él de determinadas cosas cuando yo vivía. Cosas que no le conté entonces y que podría decírselas ahora.
—No, no es Jack quien está aquí, sino tu hijo pequeño, Tom.
—¡Tom, Tom! ¿Estás aquí? ¿Eres de veras tú?
—Sí, soy yo, padre. ¡Soy yo! —grité sintiendo que se me hacía un nudo en la garganta. Me era insoportable la idea de que mi padre estuviera sufriendo en las tinieblas. ¿Qué había hecho el pobre para merecer tal castigo?—. Lamento mucho no haber llegado a tiempo ni asistido a tu entierro, pero la noticia me llegó con retraso. Si tienes que decir algo a Jack, dímelo a mí y le transmitiré tu encargo —dije mientras notaba que las lágrimas me hormigueaban en los ojos.
—Di a Jack que siento lo de la granja, hijo, que lamento no habérselo dejado todo. Es el hijo mayor y tiene derecho de primogenitura. Pero hice caso a tu madre. Dile que me disgustó haber tenido que dejarte la habitación.
Las lágrimas me rodaban por las mejillas. Era para mí una contrariedad saber que mis padres no se habían puesto de acuerdo con respecto a la habitación. Deseaba prometerle que me encargaría de arreglar aquel asunto y que se la cedería a Jack, pero no podía hacerlo porque debía tener en cuenta los deseos de mi madre. Tenía que hablar primero con ella. Procuré, sin embargo, aliviarle las inquietudes. No podía hacer más.
—¡No te preocupes, padre, todo se arreglará! Hablaré con Jack. Ni por casualidad quiero causar problemas a la familia. No te preocupes, todo se arreglará.
—Eres un buen chico, Tom —dijo mi padre con la voz impregnada de gratitud.
—¡Un buen chico! —intervino Morgan—. ¡Nada de buen chico! Diste este hijo a un espectro. Tuviste siete hijos y no diste ninguno a la Iglesia.
—¡Oh, cuanto lo siento! ¡Lo siento muchísimo! —respondió mi padre, angustiado—. Pero ninguno de mis hijos tenía vocación; ninguno quería ser sacerdote. Porfié por dar un buen oficio a cada uno y, cuando le tocó el turno al último, su madre quiso que fuera aprendiz de espectro. Yo me opuse y mi actitud fue para nosotros motivo de discusión como no lo había sido nada en toda nuestra vida. Pero cedí al final porque la amaba y no iba a negarle lo que era para ella su más ferviente deseo. ¡Perdóname! Fui débil y di preferencia al amor terrenal por encima de mis deberes con Dios.
—Sí, eso fue lo que hiciste —exclamó Morgan con voz estentórea—. No merece perdón una persona como tú y por eso deberás sufrir las penas del infierno. ¿No sientes ya las llamas que empiezan a lamerte la carne? ¿No notas el creciente calor?
—¡Oh, no, Señor! ¡Por favor te lo pido! El dolor es tan intenso que me es insoportable. Te pido por favor que me lo ahorres. ¡Haré lo que sea! ¡Lo que sea!
Me puse de pie, presa de indignación. Morgan castigaba a mi padre, le hacía creer que se hallaba en el infierno y le inducía a experimentar terribles dolores. ¡Yo no podía permitir que aquello continuase!
—¡No lo escuches, padre! —le grite—. No hay llamas, ni tampoco dolor. Descansa en paz. ¡Descansa en paz! Avanza hacia la luz. ¡Ve a la luz!
Di cuatro rápidos pasos junto al lado izquierdo de la mesa y, asiendo el cayado, descargué con él un terrible golpe en la figura encapuchada. Sin proferir ningún sonido, se desplomó hacia la derecha y oí el ruido del sillón al derrumbarse sobre las losas.
Rápidamente me saqué del bolsillo la caja de yesca y el cacho de vela que en él guardaba. Un momento después había conseguido encender la vela. Levantándola, iluminé a mi alrededor y examiné lo que había: el sillón había caído de lado y estaba cubierto por una capa negra, desparramada encima de las losas. ¡Pero ni rastro de Morgan! Pinché la capa con el cayado, pero debajo de ella sólo encontré el sillón. Morgan se había desvanecido en el aire.
Pero observé algo en la mesa: la madera estaba tan seca que parecía hueso, pero no había ni rastro del agua que, al parecer, caía poco antes sobre ella y hasta había creído yo que formaba un charco. Sin embargo, en el sitio ocupado antes por el candelabro, ahora había un sobre de color negro.
Dejé la vela en el borde de la mesa y lo cogí. Estaba cerrado, pero en él figuraba escrito:
A mi nuevo aprendiz, Tom Ward
Lo rasgué y desdoblé el papel que encontré dentro:
Bien, ahora ya has visto de qué soy capaz. Y lo que he hecho, puedo repetirlo. Tengo a tu padre retenido en el limbo, de modo que me es posible ponerme en contacto con él siempre que quiera y hacerle creer lo que quiera. No existen límites a las penas que puedo infligirle.
Si quieres ahorrárselas, tienes que obedecer mi voluntad. Antes que nada, necesito algo que está en casa de Gregory: en el escritorio cerrado con llave que está en el desván, tiene una caja de madera en la cual hay un libro de magia, un libro de poderosos sortilegios y rituales. Está encuadernado en cuero verde y tiene repujado en la cubierta un pentáculo de plata: tres círculos concéntricos con una estrella de cinco puntas en su interior. Ése libro es mío. Tráemelo.
En segundo lugar, no expliques a nadie lo que has visto. En tercer lugar, debes aceptar que eres ahora mi aprendiz, obligado a servirme durante un período de cinco años a partir de hoy, o de lo contrario tu padre sufrirá las consecuencias. Como indicación de que aceptas, da tres golpes sobre la mesa. La puerta no está cerrada con llave y, cualquiera que sea la decisión que tomes, estás en libertad de irte. La opción es tuya.
Morgan G.
Me era insoportable la idea de que mi padre sufría tormentos. Pero tampoco quería ser el aprendiz de Morgan. Me sentía reacio, pues, a dar los golpes en la mesa, aunque debía ganar tiempo. Si los daba, Morgan creería que aceptaba su propuesta y, mientras yo consultaba con el Espectro, ahorraría padecimientos a mi padre. Mi maestro sabría qué se debía hacer.
Inspiré profundamente y di tres golpes en la mesa. Reteniendo el aliento, agucé el oído, pero no tuve confirmación. No obstante, la tranquilidad y el silencio reinaban en la habitación. Traté de abrir la puerta y, efectivamente, se abrió, pues aunque no había percibido el ruido, el cerrojo estaba descorrido. Volví junto a la mesa, cogí mi caja de yesca, apagué de un soplo la vela y me guardé las dos cosas en los bolsillos. Después, empuñando el cayado, salí de la habitación y abrí también la puerta de entrada.
Faltó poco para que la sorpresa me tumbara de espaldas. ¡Era pleno día! Un sol deslumbrante se reflejaba en la nieve; debía de hacer dos horas por lo menos que había amanecido. Aunque tenía la impresión de que sólo había pasado quince minutos encerrado en la habitación con Morgan, en realidad habían sido dos horas.
No había manera de explicarlo. El Espectro me había comentado que aquel individuo era un hombre peligroso, aficionado a jugar con lo Oscuro. Pero no me había dicho que fuese capaz de realizar las cosas que le había visto hacer. Morgan era un mago tan poderoso como peligroso y poseía auténticas facultades mágicas. Me estremecí al pensar que tendría que volver a enfrentarme con él. Poco después me encontré de nuevo caminando por la nieve todo lo rápido que me llevaban las piernas y subiendo la cuesta de la colina que conducía a casa del Espectro.