El cuarto de mi madre
Morgan sonrió de nuevo y sentí que se me hacía un nudo en la garganta y que el pánico me invadía. Todo daba vueltas a mi alrededor. Sin detenerme a pensar, di media vuelta y eché a correr hacia la puerta. Cuando salí, seguí por la pendiente mientras notaba bajo mis pies el crujido de la grava. Al llegar a la verja, me volví y miré hacia atrás. Morgan, de pie junto a la puerta abierta de la capilla, tenía el rostro inmerso en la oscuridad, de modo que no me era posible distinguir su expresión, pero levantó la mano izquierda y la agitó a manera de saludo, uno de esos saludos que se dispensan a un amigo.
Sin embargo, no se lo devolví. Lo que hice fue abrir la verja y continué pendiente abajo mientras en mi interior se barajaba toda una mezcla de sentimientos y emociones. Me desesperaba la idea de que mi padre pudiera haber muerto. ¿Acaso estaba Morgan en lo cierto? Él era nigromántico y a lo mejor había convocado a algún fantasma que se lo había comunicado. Me negaba a creerlo e intenté expulsar la idea de mis pensamientos.
¿Por qué me había marchado? Habría debido quedarme y decirle qué pensaba de él, pero se me había hecho un nudo en la garganta y las piernas me habían llevado a la puerta sin darme tiempo a reflexionar. Y no era precisamente que le tuviera miedo, pese a que resultó espeluznante escuchar lo que dijo en la capilla, iluminado por los cirios que aleteaban detrás de él. Sí, lo peor de todo había sido oírle decir lo que dijo.
Recuerdo poca cosa del resto del viaje, aparte de que cada vez hacía más frío y el viento era más intenso. Al atardecer del segundo día, el viento viró hacia el nordeste y el cielo parecía cargado de nieve.
Pero no empezó a nevar hasta que sólo me quedaba media hora para llegar a casa. La luz disminuía, pero yo conocía el camino como la palma de la mano y la oscuridad no impidió mi avance. Cuando abrí la verja que daba a la era, comprobé que un manto de blancura lo cubría todo y sentí que el frío me penetraba hasta los huesos. La nieve acostumbra a proporcionar una sensación de quietud a todo lo que cubre, pero daba la impresión de que sobre la granja se extendía una quietud especial. Al atravesar la era, el ladrido de los perros rompió el silencio.
No vi a nadie alrededor, pero en una de las ventanas de los dormitorios traseros parpadeaba una llamita. ¿Llegaba tarde? Tenía el alma por los suelos y me temía lo peor.
Entonces vi a Jack que avanzaba como una tromba hacia mí. Tenía una expresión huraña y fruncía de tal modo el entrecejo que las espesas cejas se le juntaban sobre la nariz.
—¿Se puede saber qué te ha retenido? —preguntó enfurruñado—. Hace más de una semana que te escribí, ¿no? Nuestros hermanos vinieron y ya se han ido. ¡Y eso que James vive al otro lado del condado! Tú has sido el único que no vino…
—Tu carta fue a parar a una dirección equivocada, de modo que la recibí con una semana de retraso —expliqué—. ¿Cómo está? ¿He llegado tarde? —pregunté reteniendo el aliento, pero leyendo ya la verdad el rostro de mi hermano.
Jack suspiró e inclinó la cabeza, incapaz de sostener mi mirada. Cuando la levantó de nuevo, en los ojos le brillaban unas lágrimas.
—Ya no está, Tom —dijo en voz baja, exenta y aspereza e indignación—. Ayer hizo una semana que murió pacíficamente mientras dormía.
Me echó los brazos al cuello y lloramos, abrazados. Jamás volvería a ver a mi padre, jamás volvería a oír su voz, no me contaría historias ni escucharía sus sabios adagios, jamás volvería a estrechar su mano ni podría pedirle consejo. Pensarlo era insoportable pero, mientras me hacía esas consideraciones, recordé a alguien que todavía debía de sentir más profundamente que yo aquella pérdida.
—Pobre madre —dije cuando por fin logré volver a hablar—. ¿Cómo está?
—Mal, Tom. Verdaderamente mal —repuso con Jack tristeza—. No la había visto nunca llorar hasta ahora… rompía el corazón verla. Estuvo encerrada días enteros sin comer ni dormir, y el día después del entierro, hizo un fardo con sus cosas y se fue. Dijo que debía ausentarse algún tiempo.
—¿Dónde está?
Jack movió negativamente la cabeza, el rostro preñado de tristeza.
—Ojalá lo supiera.
Aunque no se lo dije a Jack, recordé que una vez mi padre me había dicho que ella tenía que vivir su propia vida y que lo más probable sería que regresara a su tierra cuando él estuviera muerto y enterrado. También me había aconsejado que, cuando llegase el momento, yo fuese valiente y me despidiese de ella con una sonrisa. Pero yo tenía la esperanza de que todavía no hubiera llegado ese momento. ¿Se habría ido sin decirme adiós? Deseé que no fuera así; necesitaba volver a verla, aunque fuera por última vez.
No recordaba una comida tan melancólica en mi casa.
Era tristísimo no tener a mis padres sentados a la mesa, y me pasé toda la cena mirando la silla vacía de mi padre. El bebé de mi hermano dormía en su cuna en el piso de arriba, así que los únicos que dábamos cuenta lentamente de la cena éramos Jack, Ellie y yo.
Cada vez que sorprendía la mirada de Ellie, ella me sonreía con tristeza, pero sin decir palabra. Tuve la sensación de que quería contarme algo y buscaba el momento oportuno.
—El guiso está muy bueno, Ellie —le dije—. Siento haber comido tan poco, pero es que no tengo apetito.
—No te preocupes, Tom —contestó con amabilidad—. Lo comprendo. Nadie tiene mucho apetito. Come lo que te apetezca, aunque es importante estar fuerte en circunstancias así.
—Quizá no sea adecuado, pero quería felicitaros a los dos. La última vez que estuve aquí, nuestra madre me comunicó que esperabais un hijo y que esta vez sería niño.
Jack sonrió apenado y dijo con voz apagada:
—Gracias, Tom. Ojalá nuestro padre hubiera vivido lo bastante para ver a su nieto. —Carraspeó para aclararse la voz, como quien está a punto de decir algo importante, y sugirió—: ¿Por qué no te quedas unos días con nosotros hasta que haya mejorado el tiempo? No irás a marcharte mañana mismo, digo yo, y la verdad es que me vendría bien un poco de ayuda en la granja. James se quedó un par de días, pero tuvo que marcharse por su trabajo.
James era, por edad, el segundo de mis hermanos y herrero de profesión. Dudé que se hubiera quedado después del funeral porque en realidad Jack no necesitaba que le echase una mano en el trabajo de la granja, pues no estábamos en la siembra de primavera ni en la cosecha de otoño, épocas en las que se necesitaba toda la mano de obra posible. Pero Jack quería que me quedase por la misma razón que deseó que se quedara James. Aparte de que detestaba las actividades del Espectro y de que en circunstancias normales prefería tenerme lejos, ahora me necesitaba para llenar un vacío: aquella soledad en que se encontraba sin nuestros padres.
—Me encantará quedarme unos días.
—Te lo agradezco, Tom —murmuró, y apartó el plato, pese a que apenas había comido la tercera parte de éste—. Voy a acostarme.
—Subiré dentro de un rato, cariño —le dijo Ellie—. No te importa que me quede unos momentos con Tom, ¿verdad?
—No, en absoluto.
Cuando Jack desapareció por la escalera, Ellie me dedicó una afectuosa sonrisa. Estaba tan guapa como siempre, aunque parecía triste y cansada, ya que los esfuerzos de la semana anterior se habían cobrado su tributo.
—Gracias por acceder a quedarte un tiempo con nosotros, Tom. Jack necesita hablar de viejos recuerdos con alguno de sus hermanos. Sé que te apena hablar sobre lo mismo una y otra vez, pero supongo que te necesita porque cree que, si estás aquí, es más probable que vuelva vuestra madre…
No se me había ocurrido, pero era cierto que mi madre presentía las cosas. Seguramente ahora mismo sabía que yo estaba en la granja… A lo mejor venía a verme.
—Ojalá viniese…
—Yo también lo deseo, Tom. Pero escucha, quiero que seas muy paciente con Jack porque todavía no te ha dado una noticia. En el testamento de tu padre hay una sorpresa, algo que él no se esperaba…
Fruncí el entrecejo. ¿Una sorpresa? ¿Qué clase de sorpresa? Toda la familia sabía que, cuando muriese mi padre, Jack heredaría la granja por ser el hijo mayor. Habría sido absurdo dividirla en siete partes y hacerla cada vez más pequeña. La tradición del condado era que la heredad fuese a parar siempre al hijo mayor y que se garantizase la casa de por vida a la viuda.
—¿Se trata de una sorpresa agradable? —pregunté, indeciso, sin saber a qué atenerme.
—Para Jack no lo ha sido. Pero no quiero que lo interpretes mal, Tom. Él sólo piensa en mí, en nuestra hijita Mary y, por supuesto, en el hijo que esperamos —dijo acariciándose el vientre con la mano—. Has de saber que Jack no ha heredado la casa entera; en ella hay una habitación que es tuya…
—¿La habitación de mi madre? —pregunté adivinando la respuesta.
Era una habitación donde mi madre guardaba sus cosas personales, entre ellas la cadena de plata que me había regalado en otoño.
—Sí, Tom —afirmó Ellie—, la habitación cerrada con llave que está debajo del desván. Te corresponde la estancia y todo lo que contiene. Aunque Jack es propietario de la casa y las tierras, tendrás siempre acceso a esa habitación y podrás alojarte en ella cuando lo desees. Jack se quedó lívido cuando leyó el testamento, pues significa que incluso podrías instalarte a vivir ahí, si quisieras.
Sabía que a Jack no le gustaría que yo estuviera cerca de la casa por miedo a que me acompañara algo que tuviera que ver con lo Oscuro, y no podía contradecirle porque ya había ocurrido una vez. Aquella vieja bruja, Madre Malkin, había dado con la manera de introducirse en nuestra bodega la primavera pasada, debido a lo cual la hijita de Jack y Ellie, Mary, había corrido verdadero peligro.
—¿Qué dijo mi madre al enterarse?
—Ni palabra. Jack estaba demasiado impresionado para hablar del asunto y ella se fue el día siguiente.
No podía dejar de pensar en que, si me cedía aquella habitación, significaba que mi madre nos dejaría pronto y, si se iba a su tierra, significaba también que quería dejarnos para siempre. Suponiendo que no nos hubiera dejado ya.
A la mañana siguiente me levanté muy temprano, pero Ellie se me había adelantado y ya estaba en la cocina. El olor a salchichas fritas me atrajo al piso de abajo. A pesar de todo lo que había ocurrido, renacía mi apetito.
—¿Has dormido bien, Tom? —me preguntó Ellie, muy afectuosa.
Asentí, pero fue una mentira inocente. Me costó mucho dormirme y me había despertado varias veces. Cuando abría los ojos, sentía un profundo dolor, como si a cada despertar me enterara por primera vez de que mi padre había muerto.
—¿Dónde está la niña?
—Mary está arriba con Jack. A él le gusta entretenerse un rato todas las mañanas con la pequeña. También es buena excusa para ponerse a trabajar un poco más tarde. De cualquier modo, hoy no habrá mucho que hacer —dijo señalando la ventana.
Revoloteaban copos de nieve y la cocina estaba más iluminada que en verano, ya que la nieve que se iba acumulando en la era reflejaba la luz.
No tardé en atacar un plato de huevos con salchichas. Mientras comía, bajó Jack y también se sentó a la mesa. Me dio los buenos días con una inclinación de cabeza y empezó a desayunar. Ellie se fue a la habitación delantera y nos dejó solos. Mi hermano picoteaba la comida y masticaba lentamente mientras nacía en mí una especie de remordimiento por estar disfrutando del desayuno.
—Ellie me ha dicho que ya sabes lo del testamento —dijo Jack por fin. Asentí, pero no comenté nada—. Mira, Tom, como hijo mayor, soy el ejecutor testamentario y tengo el deber de velar por los deseos de nuestro padre, pero me pregunto si sería posible llegar a un acuerdo. ¿Qué te parece si te compro la habitación? Si puedo reunir el dinero necesario, ¿me la venderías? En cuanto a las cosas que contiene, estoy seguro de que el señor Gregory dejaría que las guardases en Chipenden…
—Tengo que pensarlo, Jack. Ha sido una gran sorpresa para mí. En muy poco tiempo han ocurrido muchas cosas, pero no te preocupes porque no tengo intención de instalarme en esta casa. Tendré demasiado trabajo…
Jack hurgó en el bolsillo de sus pantalones, sacó un manojo de llaves y las dejó sobre la mesa delante de mí. Había una llave grande y otras tres más pequeñas: la primera era la de la habitación; las otras tres abrían arcas y cajones guardados en su interior.
—Bien, las llaves son éstas. Supongo que querrás subir e inspeccionar tu herencia.
Extendí la mano y empujé el manojo de llaves.
—No, Jack. Guárdalas, de momento. No entraré en esa habitación hasta después de haber hablado con nuestra madre.
Me miró estupefacto.
—¿Estás seguro?
Asentí y él volvió a meterse las llaves en el bolsillo y ya no hablamos más del asunto.
Lo que había dicho Jack era bastante sensato. Pero yo no quería su dinero. Para pagarme, habría necesitado pedir un préstamo y en estos momentos le habría sido difícil devolverlo teniendo en cuenta que era él solo quien llevaba la granja. En lo que a mí tocaba, se podía quedar tranquilamente con la habitación. Yo estaba seguro de que el Espectro me dejaría guardar los baúles y cajas de mi madre en Chipenden.
Sospechaba, sin embargo, que mi madre deseaba que la habitación fuera mía, única cosa que me impedía aceptar el trato inmediatamente. Aunque estaba de por medio el testamento de mi padre, era probable que la decisión le correspondiera a mamá, que tenía siempre muy buenas razones para todo lo que hacia, por lo que no podía decidirme hasta no haber hablado personalmente con ella.
Aquella tarde fui a visitar la tumba de mi padre. Jack quería acompañarme, pero me las arreglé para que desistiera. Quería estar solo; deseaba disponer de una hora para reflexionar y sufrir solo. Y además, quería saber algo que ignoraría siempre si Jack me acompañaba. Él no lo habría entendido o, en el mejor de los casos, se habría sentido contrariado.
Proyecté la salida de modo que llegara en el momento de la puesta de sol, a fin de disponer de la luz suficiente para localizar la tumba. Era un sepulcro desolado y cubierto de nieve, situado a casi un kilómetro de la iglesia, porque como el cementerio propiamente dicho estaba ocupado, habían consagrado un espacio adicional al terreno sagrado. Era un pequeño campo cercado de espino con un par de sicómoros en la zona de poniente. No me costó localizar la tumba de mi padre en la hilera frontal de sepulturas que, mes tras mes, iban ampliando el terreno. En la tumba no había lápida alguna y sólo se distinguía por la sencilla cruz de madera con que la habían señalado de momento y en la que habían grabado su nombre con letras profundamente incisas:
JOHN WARD
RIP
Permanecí unos momentos junto a la cruz pensando en los acontecimientos gozosos que habíamos vivido como familia, y recordé aquellos tiempos de mi niñez en que mis padres eran felices, rebosaban de actividad y todos mis hermanos vivían en casa. Recordé también la última vez que había hablado con él, cuando me dijo que se sentía orgulloso de tener un hijo como yo y que, aunque para él no había hijos favoritos, seguía pensando que yo era el mejor.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y lloré y gemí junto a la sepultura. Pero, en cuanto se hizo de noche, inspiré profundamente y me decidí a hacer lo que debía. Se trataba de un asunto propio de un espectro.
—¡Padre! ¡Padre! —lo llamé en plena oscuridad—. ¿Estás aquí? ¿Me oyes?
Repetí exactamente las mismas palabras tres veces seguidas, pero los únicos sonidos que obtuve por respuesta fueron el silbido del viento a través del cerco de espino y, lejos, a mucha distancia, el ladrido de un perro solitario. Así pues, suspiré aliviado. Mi padre no estaba allí. Su espíritu no se encontraba prisionero en aquel lugar, ni era un habitante del cementerio. Esperaba, pues, que estuviese en algún sitio mejor.
En realidad yo no tenía una idea exacta sobre Dios; tal vez existiera o tal vez no. En caso afirmativo, ¿se molestaría en escucharme? Aunque por lo general no rezo, como esta vez se trataba de mi padre, hice una excepción.
—¡Oh, Dios mío, por favor te lo pido, concédele la paz! —musité—. Se la tiene merecida; ha trabajado mucho y yo lo quería.
Di media vuelta y volví a casa, muy triste.
Permanecí casi una semana en la granja, y cuando llegó el momento de partir, llovía y la nieve había convertido la era en un lodazal.
Mi madre no había vuelto aún y yo me preguntaba si regresaría algún día. Pero mi principal deber era ir de nuevo a Anglezarke y ver cómo se encontraba el Espectro. Tenía la esperanza de que su recuperación prosiguiese su curso. Dije a Jack y Ellie que volvería en primavera y que entonces hablaríamos del asunto de la habitación.
Inicié, pues, la larga caminata hacia el sur sin dejar de pensar en mi padre y en cómo habían cambiado las cosas. No me parecía que hubiera transcurrido tanto tiempo desde que yo vivía feliz en mi casa con mis padres y mis seis hermanos, aquellos tiempos en que papá estaba en plena forma. Ahora todo había cambiado; todo se había venido abajo.
En cierto sentido, ya no volvería nunca más a mi casa porque ya no lo era. Todo era diferente. Las construcciones que componían la casa podían ser las mismas y también la vista del monte del Ahorcado que se divisaba desde la ventana de mi antiguo dormitorio. Pero sin mis padres, aquella casa no era la mía.
La había perdido para siempre.