Una mala noticia
Los Hurst regresaron el día siguiente, pero parecían perdidos y desorientados, como si no supieran por dónde empezar a poner orden a tanto estropicio. El Espectro pasaba durmiendo gran parte del tiempo, pero no podíamos dejarlo en aquella habitación en la que se colaba el viento por todas partes debido a la ventana rota, de modo que cogí algún dinero de su bolsa y se lo entregué al señor Hurst para que pudiera costear las reparaciones.
Fueron contratados unos operarios del pueblo: un vidriero colocó cristales nuevos en las ventanas del dormitorio y de la cocina mientras que Shanks se encargó de tapar momentáneamente las restantes ventanas con maderas para mantener a raya los elementos. Yo, por mi parte, estaba muy ocupado y me encargué de encender las chimeneas de los dormitorios y de la cocina y ayudé en las faenas de la granja, sobre todo la de ordeñar a las vacas. El señor Hurst también colaboraba, pero tenía la cabeza en otro sitio. Daba la impresión de que ya no disfrutaba de la vida y que había perdido las ganas de vivir.
—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! —no cesaba de murmurar, triste y preocupado, como si hablara consigo mismo.
Y una vez oí que decía claramente, con expresión angustiada, mientras miraba el tejado del granero:
—Pero ¿qué he hecho yo? ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Aquella noche, justo cuando terminábamos de cenar, oímos tres fuertes golpes en la puerta frontal de la casa que hicieron levantar tan de golpe al señor Hurst que por poco se cae de espaldas.
—Voy yo —dijo la señora Hurst poniendo la mano con gesto suave en el brazo de su marido—. Tú no te muevas, cariño, y procura estar tranquilo. No vuelvas a alterarte.
A juzgar por la reacción, deduje que quien llamaba a la puerta era Morgan. En su manera de llamar había algo que me heló la sangre en las venas.
Se confirmaron mis sospechas al ver que Alice me miraba y, en silencio, pronunciaba con los labios el nombre «Morgan».
El individuo entró con aire arrogante delante de su madre. Llevaba un cayado y un zurrón y, ataviado con capa y capucha, era un espectro de pies a cabeza.
—¡Vaya, qué bien se está aquí! ¿Y no es éste el aprendiz de marras? —dijo volviéndose hacia mí—. Maestro Ward, nosotros ya tenemos el gusto de conocernos, ¿verdad?
Asentí con la cabeza a guisa de respuesta.
—¿Se puede saber qué ha ocurrido aquí, viejo? —exclamó Morgan en tono burlón—. La era está hecha una lástima. ¿Es que no tienes pundonor o qué te pasa? La casa es una pura ruina…
—Él no tiene ninguna culpa. ¿Qué estupidez es ésta? —le espetó Alice con voz cargada de hostilidad—. Hasta el más idiota vería que ha sido obra de un boggart.
Morgan, enfurecido, frunció el entrecejo y la fulminó con la mirada al tiempo que levantaba ligeramente el cayado. Pero Alice le devolvió una mirada burlona.
—O sea que el Espectro ha enviado a su aprendiz para que solucionara el problema, ¿no? —dijo Morgan volviéndose hacia su madre—. Bueno, es una manera de darte las gracias, ¿no te parece, vieja? Tú te quedas con la bruja y él no se molesta siquiera en venir a librarte del boggart. Siempre ha sido así de canalla e insensible.
Me puse de pie como movido por un resorte.
—Al señor Gregory le faltó tiempo para venir —exploté—. Está arriba, muy malherido a consecuencia de su enfrentamiento con esa criatura…
Enseguida me di cuenta de que había hablado demasiado y temí lo que pudiera pasarle a mi maestro. Morgan ya lo había amenazado en otras ocasiones y había que tener en cuenta que ahora el Espectro estaba débil e indefenso.
—¡Ah, conque hablas! —dijo burlándose de mí—. Si quieres saber mi opinión, es evidente que tu maestro está hecho un inútil. ¿Lo han herido cuando quería sujetar a un boggart? ¡Santo cielo, si es lo más fácil del mundo! Pero la edad tiene esas cosas; está claro que ese viejo loco no está en la flor de la vida. Será mejor que suba arriba y le diga cuatro palabras.
Y diciendo esto, Morgan cruzó la cocina y se dirigió a la escalera de madera que conducía a los dormitorios. Me incliné hacia Alice y le murmuré por lo bajo que se quedara donde estaba; salí de la cocina y fui tras él. En un primer momento pensé que la señora Hurst me ordenaría que no me moviese de allí, pero se limitó a seguir sentada y ocultar la cara entre las manos.
Como la escalera crujía, tan sólo conseguí subir tres escalones antes de detenerme, y entonces escuché la sarcástica risa de Morgan que provenía del dormitorio donde se hallaba el Espectro, seguida de unas toses de éste. Al oír un crujido detrás de mí, me di la vuelta y vi a Alice que se llevaba un dedo a los labios indicando silencio.
Después oí la voz del Espectro que decía:
—Sigues escarbando en el viejo montículo, ¿eh? Será tu muerte el día menos pensado. Deberías tener más sentido común y mantenerte apartado mientras te quede aliento en el cuerpo.
—Tú podrías facilitarme las cosas —le replicó Morgan— y devolverme lo mío. No pido otra cosa.
—Si lo hiciera, no sabes lo que se te vendría encima. Y eso en caso de que sobrevivieras. ¿Por qué tienen que suceder estas cosas? ¡Deja de jugar con lo Oscuro y mantente lejos, hombre! Recuerda la promesa que hiciste a tu madre. Todavía no es tarde para que tu vida sea decente.
—No finjas que quieres ayudarme —respondió Morgan—. Y no te atrevas a hablar de mi madre porque la pura verdad es que nunca te hemos importado un comino. La única que te interesa es la bruja. Cuando Meg Skelton entró en escena, mi pobre madre ya no contó para nada. ¿Y adónde te ha llevado eso? ¿Y adónde la ha llevado a ella como no sea a ser desgraciada?
—No, muchacho, me preocupé por ti y por tu madre, a quien amé hace tiempo, como bien sabes, y toda mi vida he hecho lo que he podido para ayudarla. Y por ella también he procurado ayudarte a ti, a pesar de lo que hiciste.
El Espectro tuvo otro acceso de tos y oí que Morgan soltaba maldiciones y se dirigía a la puerta.
—Las cosas han cambiado, viejo, y quiero lo que se me adeuda. Y como no me lo des, utilizaré otros medios.
Alice y yo nos dimos la vuelta a la vez y descendimos con rapidez, de tal manera que entramos en la cocina antes de que Morgan bajara el primer escalón.
Cuando él llegó, no nos miró siquiera. Con una cara que parecía un verdadero demonio, ignoró a sus padres, atravesó la cocina y se encaminó al pasillo. Escuchamos en silencio y oímos que corría un cerrojo, abría con llave una puerta que daba al recibidor y recorría con ruidosos pasos el cuarto. Al cabo de un momento oímos que volvía a salir, cerraba la puerta con llave y echaba el cerrojo. Luego salió de la casa dando un portazo.
En la mesa no habló nadie, pero a mí me era imposible dejar de mirar a la señora Hurst. O sea que el Espectro había estado enamorado de ella… ¡Eso quería decir que se había liado con tres mujeres a lo largo de su vida! Ésa, al parecer, era una de las razones de la inquina que le profesaba Morgan.
—Vamos a la cama, cariño —dijo la señora Hurst a su marido en tono dulce y afectuoso—. Necesitas dormir. Por la mañana te sentirás mucho mejor.
Así pues, el matrimonio se levantó de la mesa; el pobre señor Hurst iba con la cabeza gacha y arrastraba los pies mientras se dirigía hacia la puerta. Me daban verdadera lástima porque nadie se merece tener un hijo como Morgan. La esposa se detuvo al llegar a la puerta y, volviéndose hacia nosotros, nos recomendó:
—No os acostéis tarde.
Asentimos con educación y seguidamente los oímos subir la escalera.
—Bien —dijo Alice—, nos hemos quedado solos. ¿Por qué no vamos a echar un vistazo a la habitación de Morgan? Vete a saber qué podemos encontrar…
—¿Te refieres a la habitación donde se ha encerrado hace un rato?
—Sí. A veces se oyen extraños ruidos que provienen de ahí. Me gustaría ver qué hay.
Cogió de la mesa el candelabro con la vela, salimos de la cocina, atravesamos la sala de estar y fuimos al pasillo.
Saliendo del recibidor se encontraban dos habitaciones. Y si te situabas de espaldas a la puerta de entrada de la casa te quedaba la sala de estar a la derecha y una puerta pintada de negro a la izquierda, que tenía un cerrojo por la parte de fuera.
—Es ésa —murmuró Alice, tocando la puerta con la punta de su puntiagudo zapato izquierdo, y descorrió el cerrojo—. De no haber estado cerrada con llave, ya habría curioseado ahí dentro. Pero ahora será mucho más fácil. Gracias a tu llave, la abriremos sin dificultad, Tom. —Señaló la cerradura.
Mi llave abrió, en efecto, la puerta y nos franqueó la entrada. Era una habitación bastante grande, más larga que ancha, con una ventana cerrada con tablas en el extremo opuesto y unos pesados cortinajes negros. El suelo, embaldosado al igual que el resto de la planta baja, no lo cubrían alfombras ni esteras. Sólo había tres muebles: una mesa larga de madera y dos sillas de respaldo recto, una a cada extremo.
Alice entró antes que yo.
—No hay mucho que ver, ¿verdad? —comenté—. ¿Qué esperabas encontrar?
—No sé muy bien, pero creía que habría algo más. A veces he oído un tañido de campanas que salía de dentro; campanillas, diría mejor, ese tipo de campanas que se manejan con la mano. Pero una vez oí una campana que tocaba a muerto como si sonara en el campanario de una iglesia. Y a menudo he percibido también una especie de goteo y el llanto de una muchacha. Supongo que se trataría de su hermana difunta.
—¿Has oído todo eso estando él en la habitación?
—Por lo general sí, pero a veces, cuando él no estaba en casa, oía que un perro ladraba, gruñía o incluso husmeaba junto a la puerta como si pugnara por salir. Por eso los Hurst la tienen siempre cerrada y atrancada porque creo que temen que algo temible salga de dentro.
—Yo no noto nada —le dije, advirtiendo que no experimentaba aquella sensación de frío que me avisa cuando tengo cerca algo procedente de lo Oscuro—. El Espectro afirma que Morgan es un nigromántico que se sirve de los muertos; habla con ellos y los fuerza a hacer lo que él desea.
—¿Y de dónde saca el poder? Él no utiliza la magia de los huesos o la sangre como hacen las brujas —dijo Alice frunciendo la nariz—, ni está versado en ese tipo de cosas. Yo lo notaría con toda seguridad si él fuera un brujo. Entonces, ¿qué es, Tom?
Me encogí de hombros y aventuré:
—A lo mejor se trata de Golgoth, uno de los antiguos dioses. ¿Recuerdas lo que dijo el Espectro acerca de que Morgan cavaba en aquel montículo y que eso sería su muerte? Pues de lo que estaba hablando es de un túmulo llamado la Hogaza Redonda que se levanta en el páramo. A lo mejor quiere convocar a Golgoth como hacían los antiguos, o ese dios quiere que lo convoquen y lo ayuda de alguna manera. Pero por lo visto Morgan no está aún en condiciones de hacerlo porque necesita algo que tiene el Espectro, algo que le facilitaría las cosas.
Alice asintió con aire pensativo.
—Es posible, Tom, pero lo que pasa es que han dicho cosas muy raras. No puedo imaginar al viejo Gregory enamorado de la señora Hurst y me cuesta creer que hubo un tiempo en que formaban pareja.
A mí también me costaba. Era difícil imaginario. Sin embargo, como allí no había nada más que ver, salimos de la habitación, volvimos a cerrarla con llave y la atrancamos con el cerrojo. Había muchos misterios por resolver, secretos que pertenecían al pasado del Espectro, y yo notaba que mi curiosidad iba creciendo por momentos.
Morgan no volvió a dejarse ver por Paisaje del Páramo, pero transcurrió otra semana más antes de que pudiéramos regresar a casa del Espectro. Llamamos a Shanks y le pedimos su poni para que mi maestro fuera a lomos del animal; así emprendió el viaje de vuelta, escoltado por Alice y por mí.
Shanks se negó a poner los pies en el interior de la casa y regresó de inmediato a Adlington, dejándonos a nosotros encargados del Espectro. Yo ya había informado a mi maestro de que debía la vida a las pociones de Alice, aunque no hizo comentario alguno cuando se lo dije, pero esta vez no rechistó cuando lo acostamos en su dormitorio. Todavía no estaba en plenas condiciones y aún tardaría un tiempo en recuperarse plenamente. El viaje también había supuesto un esfuerzo para él, y como las piernas le flaqueaban, se quedó un par de días en la habitación.
Una de las cosas que más me sorprendieron fue que al principio no hablara en ningún momento de Meg, y yo tampoco se la mencioné, porque no me planteaba ni de lejos bajar yo solo a la bodega. Puesto que la bruja había pasado todo el verano durmiendo en la estancia subterránea, importaba poco que se quedara unos días más. Así pues, yo debía encargarme de la mayor parte de las tareas de la casa. Alice me ayudaba un poco, pero no tanto como yo habría deseado.
—¡No vayas a figurarte que, por ser chica, tenga que hacer yo la comida! —me soltó cuando le dije que se encargara ella de aquel menester.
—¡Pero es que yo no sé cocinar, Alice! En casa guisaba mi madre, en Chipenden lo hacía el boggart del Espectro y aquí, Meg.
—Pues mira, ahora tienes ocasión de aprender. Y te apuesto lo que quieras a que si Meg no se tomara esa infusión, no sería tan habilidosa en los fogones.
Pero al tercer día por la mañana, el Espectro bajó por fin a la cocina, aunque bastante maltrecho, y se sentó a la mesa mientras yo procuraba esmerarme preparando el desayuno. Cocinar era mucho más difícil de lo que parecía, pero lo fue todavía más cuando se acabó el tocino ahumado.
Comimos en silencio hasta que, pasados unos minutos, mi maestro apartó el plato a un lado.
—Es buena cosa que tenga poco apetito, porque si tuviera hambre me lo comería y no sé si sobreviviría a la experiencia.
Alice soltó una sonora carcajada y yo sonreí y me encogí de hombros, contento al ver que mi maestro volvía a estar en forma. A medida que iba consumiendo los trozos de tocino, sabía mejor pero, como tenía mucha hambre, me lo comí todo y Alice hizo lo mismo. Yo me sentía más animado porque tenía la impresión de que el Espectro dejaría que la chica se quedara.
A la mañana siguiente él decidió por fin que había llegado la hora de despertar a Meg. Todavía caminaba vacilante, por lo que lo acompañé escalera abajo y lo ayudé a que la subiera a la cocina mientras Alice calentaba agua. El esfuerzo debió de ser excesivo, ya que le temblaban las manos de tal modo que tuvo que volver a acostarse.
En aquel momento ayudé a Alice a preparar el baño para Meg.
—Gracias, Billy —dijo la bruja mientras llenábamos el barreño de agua caliente—. Eres un joven muy amable. Y esa amiga tuya tan guapa lo mismo. ¿Cómo te llamas, nena?
—Me llaman Alice…
—Muy bien, Alice, ¿tienes familiares por aquí? Es agradable tener cerca a la familia. Ojalá la tuviera yo también. Pero la mía está tan lejos…
—Actualmente no veo a mi familia. No nos llevábamos bien y estoy más a gusto sin ella.
—¡No digas eso! —exclamó Meg—. ¿Se puede saber qué os pasó, cariño?
—Eran brujas —replicó Alice dirigiéndome a mí una sonrisa malévola.
Sus palabras me inquietaron. Aquella conversación podía despertar los recuerdos de Meg, pero Alice lo hacía adrede.
—Una vez conocí a una bruja —dijo Meg con mirada soñadora—. ¡Ay! Hace tanto tiempo de eso…
—Creo que tienes el baño a punto, Meg —le dije y, cogiendo a Alice por el brazo, la aparté de allí—. Nos vamos al despacho y así te dejamos un poco de intimidad.
Una vez en el despacho del Espectro, le espeté:
—¿Por qué le has dicho eso? A lo mejor ahora recuerda que ella también es bruja.
—¿Y eso qué tiene de malo? No está bien tratarla de la manera como lo hace el Espectro. Estaría mejor muerta que así. Ya me había presentado anteriormente, pero se le había olvidado.
—¿Dices que mejor muerta? Pues yo creo que es mejor esto que estar metida en un pozo —le repliqué, indignado.
—Bueno, pero ¿por qué no le das menos cantidad de infusión y así no se le olvidará todo? Dale la dosis justa y al menos se acordará de algunas cosas y la vida le resultará más agradable. Déjame a mí, Tom. No es tan difícil como parece. Cada día le daré un poco menos hasta que acabemos por descubrir la dosis justa…
—¡No, Alice! ¡Ni te atrevas! Si se enterara el Espectro, te enviaría a casa de los Hurst en menos que canta un gallo. En cualquier caso, es mejor no arriesgarse; podría ocurrir algo muy grave.
—Eso no está bien, Tom. Tarde o temprano habrá que hacer algo.
—Pues más vale tarde que temprano, pero tú no hagas nada con la infusión. Prométemelo.
—Te lo prometo, pero tendrías que hablar del asunto con el viejo Gregory. ¿Lo harás?
—Ahora está enfermo y no es el momento. Lo haré así que pueda, pero no me escuchará. Hace años que dura esta situación, de modo que ¿por qué va a cambiar ahora?
—Habla con él, no te pido más.
Acepté, aunque sabía que perdería el tiempo y que mi maestro se enfadaría. Sin embargo, Alice me preocupaba. Quería confiar en ella, pero era evidente que, en lo que a Meg respectaba, se le había metido una idea loca en la cabeza.
El Espectro bajó por la tarde, tomó un poco de caldo y después se pasó el resto del día hasta la noche envuelto en una manta delante de la chimenea. Cuando yo me acosté, seguía en el mismo sitio mientras Alice ayudaba a Meg a lavar los enseres para el próximo desayuno.
A la mañana siguiente, que era un martes, el Espectro me dio una breve clase de latín. No tenía buen aspecto, se cansaba enseguida y decidió volver a la cama, por lo que me encargó que pasase el resto del día estudiando.
A última hora de la tarde llamaron a la puerta trasera. Acudí a abrir y me encontré con Shanks, el mandadero. Parecía muy nervioso y no paraba de atisbar por encima de mi hombro izquierdo, como si esperase que apareciera alguien por detrás en el momento más impensado.
—Traigo el pedido del señor Gregory —dijo, e indicó con la cabeza el poni cargado con los sacos marrones—. Y además, tengo una carta para ti. La enviaron a una dirección equivocada y en la casa no había nadie, pero sus ocupantes acaban de volver. Supongo que la carta llevará más de una semana de retraso.
Lo miré sorprendido. ¿Quién iba a mandarme una carta aquí? Shanks rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un sobre arrugado en el que reconocí la caligrafía de mi hermano Jack. Debía de haberle costado una fortuna enviar la carta a través del servicio de postas, de modo que tenía que tratarse por fuerza de algo serio; seguro que era una mala noticia.
Rasgué el sobre y desdoblé la carta, que era breve y concisa.
Querido Tom:
Nuestro padre ha vuelto a empeorar. El proceso es muy rápido. Todos sus hijos están aquí, salvo tú, o sea que será mejor que vengas enseguida.
Jack
Mi hermano siempre había sido brusco, y aquella carta provocó que se me cayera el alma a los pies. Me parecía imposible que mi padre muriese. No podía imaginarlo siquiera, porque sin él, el mundo ya no sería igual. Si la carta de Jack llevaba una semana en el pueblo esperando a que yo la leyese, tal vez sería ya demasiado tarde. Mientras Shanks descargaba las provisiones, entré corriendo, subí al dormitorio del Espectro y, con manos temblorosas, le mostré la carta. La leyó y soltó un profundo suspiro.
—Lamento esta mala noticia —dijo—. Será mejor que vayas enseguida a tu casa.
En un momento así, tu madre te necesitará a su lado.
—¿Y usted? ¿Cómo se las arreglará?
—No te preocupes por mí; estaré perfectamente. Es conveniente que salgas antes de que anochezca.
Cuando bajé a la cocina me encontré a Alice y Meg hablando en voz baja. Meg sonrió al verme.
—Esta noche os voy a preparar una cena especial para los dos —comentó.
—No estaré aquí para cenar, Meg. Mi padre está enfermo y tengo que ir unos días a casa.
—¡Cuánto lo siento, Billy! Es seguro que va a nevar, así que abrígate bien y guárdate del frío. Las heladas te arrancarán los dedos uno a uno.
—¿Está muy mal, Tom? —preguntó Alice, preocupada. Por toda respuesta le tendí la carta, que leyó rápidamente.
—¡Oh, Tom! Lo siento muchísimo —dijo acercándose para darme un abrazo—. Tal vez no esté tan mal como parece…
Sin embargo, cuando nuestros ojos se encontraron, vi que sólo lo había dicho para que me sintiera mejor. Los dos nos temíamos lo peor.
Me preparé, pues, para emprender el camino de mi casa. No quise llevarme el zurrón y lo dejé en el despacho, pero cogí el cayado. En el bolsillo, además de un trozo de queso amarillo y grumoso para el viaje, llevaba la caja de yesca y un trozo de vela. No se sabía nunca en qué momento podía necesitarlos.
Tras decir adiós al Espectro, Alice me acompañó hasta la puerta trasera. Sorprendido, observé que, en vez de decirme adiós, descolgaba su tabardo del gancho en el que estaba colgado y se lo ponía.
—Te acompañaré hasta el límite de la garganta —me dijo con tristeza.
Así que salimos juntos, pero no nos hablamos. Me sentía aturdido, temeroso, y Alice parecía realmente alicaída. Al llegar al fondo de la garganta, me dispuse a decirle adiós y, atónito, vi que lloraba.
—¿Qué te pasa, Alice?
—No estaré aquí cuando vuelvas. El viejo Gregory me ha echado; quiere que vuelva a Paisaje del Páramo.
—Lo lamento, Alice. No me había dicho nada sobre eso. Creía que todo estaba arreglado.
—Me lo notificó anoche. Opina que hago demasiada amistad con Meg.
—¿Demasiada amistad?
—Supongo que lo dice porque nos ha visto hablando. Es por eso. Cualquiera sabe qué hay dentro de la cabeza del viejo Gregory. Quería decírtelo para que supieras dónde encontrarme cuando vuelvas.
—La primera cosa que haré será ir a verte —le aseguré—. Antes incluso de volver a casa del Espectro.
—Gracias, Tom. —Me cogió un momento la mano izquierda y me la apretó con afecto.
Acto seguido, nos separamos y seguí mi camino cuesta abajo, aunque me detuve una vez para mirar atrás. Alice seguía en su sitio contemplándome, por lo que agité la mano a guisa de saludo. No me había brindado unas palabras finales de consuelo, ni mencionado a mi padre. Los dos sabíamos que no había nada que hacer. Yo ya estaba temiendo qué me encontraría al llegar a casa.
No tardó en hacerse de noche, en parte a causa de un banco de gruesas y densas nubes que venían del norte, y por otra parte porque, al descender de las alturas del páramo, oscurecía antes; así pues, al fallarme la orientación, no encontré el camino que pensaba tomar.
Más abajo vi un soto con algunos árboles y un murete de piedra, al otro lado del cual se erigía una pequeña construcción, probablemente la cabaña de alguna granja, lo que hacía probable que de ella arrancase algún camino o vereda que llevase colina abajo. Me encaramé al murete, aunque sin decidirme a saltarlo porque, en primer lugar, tenía más de dos metros de altura y, en segundo lugar, porque descubrí que lo que tenía ante mis ojos era un cementerio. En consecuencia, la construcción que había visto tampoco era una cabaña, sino una capilla.
Me mostré indiferente y, pese a todo, me dejé caer entre las lápidas. Al fin y al cabo, aunque el lugar era algo lúgubre, por algo yo era el aprendiz del Espectro y debía acostumbrarme a aquel tipo de ambientes aunque fuera de noche. Caminé, pues, entre las sepulturas y me orienté cuesta abajo, pero al poco rato noté que pisaba la grava de un camino que llevaba a la capilla.
No era un camino recto, sino que contorneaba la capilla y, un poco más lejos, trazaba un meandro entre las lápidas hasta dos enormes tejos que se unían en forma de arco sobre una verja. Habría debido seguir adelante, pero vislumbré el centelleo de una llama en la pequeña vidriera emplomada de la capilla que delataba la existencia de una vela. Al pasar junto a la puerta, observé que estaba algo entreabierta y oí una voz que pronunciaba con toda claridad un nombre: «¡Tom!».
Era una voz profunda de hombre, una voz acostumbrada a ser obedecida. Pero no la reconocí.
Por improbable que pareciera, me había llamado por mi nombre. ¿Quién podía estar en la capilla que supiera cómo me llamaba o que yo pasaba en aquel momento en medio de la oscuridad? Dada la hora, no habría debido haber nadie en esa capilla, que sólo se usaba ocasionalmente para breves ceremonias funerarias.
Sin casi darme cuenta de lo que hacía, me acerqué al pequeño edificio, abrí del todo la puerta y entré. Me sorprendió descubrir que allí no había nadie, aunque al momento observé algo extraño en la disposición interior: en lugar de hileras de bancos de cara al altar, con un pasillo entre ellos, estaban dispuestos en cuatro largas filas arrimadas a la pared, todos frente a un gran confesonario, situado junto al muro a mi derecha y a cuyos lados había dos largos cirios que más parecían dos centinelas.
El confesonario disponía de las dos entradas habituales, una para el sacerdote y otra para el feligrés. De hecho, todo confesonario está compuesto de dos compartimentos con un biombo divisorio de tal modo que, aunque el sacerdote escucha las confesiones a través de una reja, no puede ver el rostro de la persona que se confiesa. Pero aquél en particular tenía algo extraño: alguien había retirado las puertas y lo que yo tenía ante mis ojos eran dos oquedades sumidas en la negrura total.
Mientras escrutaba las puertas, presa de una profunda inquietud, emergió alguien de la oscuridad que envolvía la entrada del sacerdote, situada a la izquierda, y avanzó hacia mí. Llevaba capa y capucha como el Espectro.
Si bien la voz que me había llamado no era la suya, aquel hombre era Morgan. ¿Acaso había alguien más en la capilla? Al acercárseme, sentí una repentina impresión de intenso frío, pero no se trataba de ese frío que me revelaba habitualmente alguna presencia relacionada con lo Oscuro, sino una sensación diferente. Me recordó el helor que sentí en Priestown al enfrentarme al espíritu del mal llamado la Pesadilla.
—Volvemos a encontrarnos, Tom —dijo Morgan un tanto burlón—. Lamento la noticia sobre tu padre, aunque ha disfrutado de una buena vida. La muerte nos llegará un día a todos.
Noté que el corazón me saltaba en el pecho y que me faltaba la respiración. ¿Cómo sabía que mi padre estaba enfermo?
—Pero la muerte no es el final, Tom —añadió dando otro paso hacia mi—. Todavía podemos seguir conversando un tiempo con los que amamos. ¿Te gustaría hablar con tu padre? Puedo llamarlo, si ése es tu deseo…
No respondí. Sus palabras penetraban en mi cerebro y me aturdí.
—¡Ay, no sabes cuánto lo siento, Tom! Claro, tú no lo sabías, ¿verdad? —prosiguió Morgan—, pero tu padre murió la semana pasada.